Cádiz/XXIV

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XXIV

D. Diego de Rumblar fue a despertarme a mi alojamiento en la tarde del siguiente día. No habiendo podido dormir en la noche, había pasado en calenturientos sueños parte del día, y me hallaba al despertar afectado de gran postración. Mi alma llena de tristeza se abatía, incapaz del menor vuelo, y encontrándose inferior a sí misma, hasta parecía perder aquella antigua pena que le producían sus propias faltas, y se adormecía en torpe indiferencia. Tolerante con los errores, con los extravíos, con el mismo vicio, iba degradándose de hora en hora. D. Diego me dijo:

-Te participo que el sábado de esta semana tendrán lugar en casa dos acontecimientos. Yo me caso y mi hermana entrará de novicia en las Capuchinas de Cádiz.

-Lo celebro.

-Ya he perdido aquellos escrúpulos, hijos de una delicadeza excesiva y ridícula. Mi mamá me dice que soy un asno si al punto no me decido.

-Tiene razón.

-Además, chico, has de saber que mi mamá me ha sitiado por hambre.

-¡Por hambre!

-Sí, hombre. Asegura que nuestra fortuna está por los suelos a causa de la guerra, y luego añade: «Como no te cases, hijo, ¡no sé cómo podremos vivir!». A todas estas ni un real para mis gastos. Eminente joven, gloria de la patria, si le prestaras cuatro duros al señor conde de Rumblar, Europa entera te lo agradecería.

Le di los cuatro duros.

-Gracias, gracias, benemérito soldado. Te los pagaré cuando me case. Dime, ¿no te parece que hago bien en desechar vanos escrúpulos?

-¿Eso qué duda tiene?

-Lord Gray no ha vuelto por casa; nadie sabe dónde está, y es probable, que haya marchado a Inglaterra.

-Creo que en efecto se ha marchado a su país.

-Te advierto que mi novia no me puede ver ni pintado; pero eso no hace al caso. Mi madre me ha bloqueado por mar y tierra, y yo me rindo, chico, me rindo a discreción. Con mi señora mamá no hay burlas, amiguito. Si vieras qué coscorrones me da... He tenido que hacer llaves nuevas para poder salir denoche. Pues ¿y mis hermanitas y mi novia? Hace lo menos dos meses que no saben de qué color es la calle. Ni siquiera salen a misa; en paseos no hay que pensar. Han sido clavados por dentro los cristales de los balcones, y no se les permite que tengan a la mano papel, tinta ni plumas. Las tres infelices están que da lástima verlas de marchitas y acongojadas, y de seguro preferirían la peor vida del mundo a la que ahora llevan, aguantando con gusto palos de marido o rigores de abadesa, con tal de abandonar las sombrías mazmorras de mi casa. No ven a otros hombres que a mí y a D. Paco. ¿Te parece que estarán divertidas?

-¿Usted sale por las noches de su casa?

-Sí; ¿no sabes que ahora voy todas las noches a una reunión de hombres solos donde se trata de política? ¡Encantadora, deliciosa es la política! Pues te diré: nos juntamos en una casa de la calle de la Santísima Trinidad y allí estamos horas y más horas hablando de la democracia y del servilismo, diciendo perrerías de los frailes escribiendo a trozos el graciosísimo papel satírico que se llama el Duende de los Cafés. Nos ocupamos de la vida y milagros de todo quisque, y criticamos sin piedad. Pero lo más salado es aquella parte en la cual con mucho donaire nos burlamos de los clérigos, de la Inquisición, del Papa, de la santa Iglesia y del Concilio de Trento. Átame esa mosca...

-Por fuerza anda en ese lío el gran Gallardo.

-Si mi madre supiera esto, me colgaría del techo de la sala, ya que no tenemos almenasen que hacer conmigo un escarmiento. Vamos ahora a la tertulia. También nos reunimos de día. Hoy van a leer un folleto que ha escrito uno en contestación al Diccionario manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España. ¿Conoces ese librito? Es una sarta de necedades. Ostolaza lo ha llevado a casa, y por las noches él, el Sr. Teneyro y mamá lo leen y celebran mucho sus sandios chistes y groserías. Verás el que va a salir en contestación.

-Por pasar el rato iremos allá -dije disponiéndome a salir.

-Esta noche -añadió- iremos a casa de Poenco. Te convido a echar unas copas...

-Magnífica idea. Cuando la señora doña María duerma sale usted, se mete la llave en el bolsillo, y a casa de Poenco... Pasaremos una buena noche. Sé que estarán allí María Encarnación y Pepilla y la Poenca.

-Me chupo los dedos, amigo Araceli, con la noticia. Allá voy de cabeza. Mi señora madre duerme como una piedra, y no advierte mis escapatorias.

-Pero lo advertirán las hermanitas.

-Ellas lo saben, y me impulsan a salir para que les cuente lo que ocurre por ahí durante la noche. También voy al teatro. Las pobrecitas llevan una vida... Como duermen juntas las tres en una misma alcoba, se entretienen de noche contándose historias en voz baja.

Llegamos a la calle de la Santísima Trinidad y en un cuarto bajo, oscuro y humildísimo,había hasta dos docenas de personas de diferentes edades, aunque abundaban más que los viejos los jóvenes, todos alegres y bulliciosos, como grey estudiantil, vestidos de voluntarios los unos y con sotana un par de ellos, si no estoy trascordado. Describir la confusión y bulla que allí reinaba fuera imposible; pintar la variedad de sus fachas, la movilidad de sus gestos y la comezón de hablar y reír que les poseía, fuera prolijo. Unos se sentaban en desvencijadas sillas, otros de pie sobre las mesas haciendo de estas tribuna, se adiestraban en el ejercicio parlamentario; algunos disputaban furiosamente en los rincones, y no faltaba quien en las rodillas o sobre el breve espacio de mesa que dejaban libre los pies de los oradores, emborronaba cuartillas. Era aquello un nido, una hechura de políticos, de periodistas, de tribunos, de agitadores, de ministros, y daba gusto ver con cuánto donaire rompían el cascarón los traviesos polluelos.

Aquello era club incipiente, redacción de periódico, academia parlamentaria, todo esto, y algo más. ¡Qué hervidero! ¡Cuántas pasiones, cuántas crisis, cuántas revoluciones, cuánta historia, en fin, bullían dentro da aquel pastel que acababa de ponerse al fuego! Los huevecillos que deposita la mariposa para dar vida al gusano no se abren, no echan fuera la diminuta criatura, ni esta se desarrolla con más presteza al calor de la primavera que aquellos inocentes embriones de gente política. Su precocidad asombraba, y oyéndoleshablar, se les creía capaces de dar guerra al universo entero.

Al punto D. Diego y yo fuimos tratados como antiguos amigos.

-Ahora va a venir ese insigne bibliotecario de las Cortes -dijo uno- y nos acabará de leer su obra.

-Ya veo cómo tiemblan los frailes panzudos y los rollizos canónigos. Yo he dicho que debe grabarse letra por letra con oro y plata en las esquinas de las calles.

-¡Aquí está, aquí está el insigne Gallardo!

Era altísimo, flaco, desgarbado, amarillento, siendo de notar en su rostro la viveza de los ojos así como la regular longitud de las abanicadas orejas. ¡Singular hombre! Cincuenta años después le habéis visto en las calles de Madrid desfigurado por el medio siglo; pero siempre distinguiéndose muy bien por la prolongación longitudinal de su persona; le habréis visto siempre flaco, siempre amarillo, pero antes atrabiliario que jovial, marchando aprisa con los bolsillos de un como redingot gris llenos de libros viejos, con su sombrero de hule hecho a las injurias de aguas y soles; y si por acaso dirigisteis vuestros pasos a la Alberquilla, dehesa próxima a Toledo, le veríais allí sepultado en una biblioteca, donde le devoraba, como a D. Quijote la caballería, la estupenda locura de los apuntes; le veríais encerrado semanas enteras, sin tomar otro alimento que el modestísimo de una diaria ración de sopas de leche. Algo había en aquella cabeza, para ofrecer el fenómeno de quesabiendo cuanto había que saber en materia de libros, y siendo el almacén de apuntes y datos y noticias más colosal que ha existido en el mundo, jamás hiciese cosa de provecho.

Pero ustedes no conocieron a Gallardo como yo le conocí, en la plenitud de su frenesí clerofóbico; ustedes no le oyeron leer como yo las célebres páginas del Diccionario burlesco, el libro más atroz y más insolente que contra la religión y los religiosos se había escrito en España. Estaba poseído de un estro impío, y fue la primera musa de esa gárrula poesía progresista que durante muchos años atontó a la juventud, persuadiéndola de que la libertad consiste en matar curas.

-¡A leer, a leer! -gritaron seis o siete voces.

-¿Has acabado el párrafo del cristianismo?

-Calma y no me vuelvan loco -dijo Gallardo sacando unos papelotes-. No se puede ir tan aprisa.

-Si estás a la mitad, insigne bibliotecario, habrás llegado al parrafillo de la Inquisición que caerá en la I.

-No, porque pongo la Inquisición en la y griega.

Grandes y estrepitosas y retumbantes risas.

-Atended un poco. A ver qué os parece esto de la Constitución -dijo sentándose, mientras se formaba corrillo en torno suyo-. Ya sabéis que el asno hilvanador del Diccionario manual decía que la Constitución será una taracea de párrafos de Condillac cosidoscon hilo gordo... Pero mirad antes cómo defino el Cristianismo. Digo así: «Amor ardiente a las rentas, honores y mandos de la Iglesia de Cristo. Los que poseen este amor saben unir todos los extremos y atar todos los cabos, y son tan diestros que a fuerza de amor a la esposa de Jesucristo, han logrado tener a su disposición dos tesorerías, que son las del arca-boba de la corte de España y la de los tesoreros de las gracias de la corte de Roma». Ya veis que he parafraseado lo que dijo el Manual en el párrafo del Patriotismo.

-Bartolillo -preguntó uno-, ¿y no le has contestado nada a aquello de que el alma es un huesecillo o ternilla que hay en el celebro, o según otros en el diafragma, colocado así como el palitroquillo que se pone dentro de los violines?

-Paciencia. Allá va lo que pongo a la voz Fanatismo... «Enfermedad físico-moral, cruel y desesperada, porque los que la padecen aborrecen más la medicina que la enfermedad. Es una como rabia canina que abrasa las entrañas, especialmente a los que arrastran holapandas. Los síntomas son bascas, convulsión, delirio, frenesí; en su último período degenera en licantropía y misantropía, en cuyo estado el enfermo se siente con arranques de hacer una gran hoguera para quemar a medio linaje humano».

-Eso está bien dicho; pero algo frío, Bartolo.

-Duro, más duro en ellos. Veamos cómo te desenvuelves en la voz Fraile.

-Frailes... Atención -continuó el lector-. Una especie de animales viles y despreciables que viven en la sociedad a costa de los sudores del vecino en una especie de café-fonda, donde se entregan a todo género de placeres y deleites, sin más que hacer que rascarse la barriga.

Aquí no pudieron contener los mozalbetes su entusiasmo, y fue tal la algazara y el jaleo de pies y manos, que los transeúntes se detenían en la calle sorprendidos por el estentóreo ruido.

-Vaya, señores, que no leo más -dijo Gallardo guardando sus papeles con orgullo-. Esto va a perder la novedad cuando se publique.

-Bartolo, echa el Obispo.

-Bartolo, léenos el Papa.

-Eso se quedará para mañana.

-Ya andan por ahí los Zampatortas con la cabeza inclinada como higo maduro desde que saben va a salir tu Diccionario.

-Bartolo, ¿escribes hoy algo contra Lardizábal?

Lardizábal, individuo de la Regencia que había dejado de funcionar el año anterior, publicó en aquellos días un tremendo folleto contra las Cortes.

-¿Yo? Jamás le he echado paja ni cebada al señor Lardizábal.

-Hombre, defendamos la soberanía de la nación.

-Si no tiene más enemigos que Lardizábal... Sopla, y vivo te lo doy...

-Mañana saldrá bueno nuestro Duende.

-Cuando sea diputado -dijo uno que por lo enteco parecía sietemesino- pediré que todos los frailes que hay en España sean destinados a dar vueltas a las norias para sacar agua.

-De ese modo se regará muy bien la Mancha.

-Señores, no olvidarse de que mañana habla Ostolaza y quizás D. José Pablo Valiente.

-Hay que ir a la tribuna.

-Yo esperaré en la calle para ver la función de salida.

-Eh... Antonio, échanos un discurso.

-Un discurso como el de anoche, y sobre el mismo tema de la democracia.

-Pero no digas, como el Diccionario manual, que la democracia «es una especie de guarda-ropa en donde se amontonan confusamente medias, polainas, botas, zapatos, calzones y chupas, con fraques, levitas y chaquetas, casacas, sortúes y capotes ridículos, sombreros redondos y tricornios, manteos y unos monstruos de la naturaleza que se llaman abates».

-De ese modo ha querido pintar a las Cortes.

-La democracia -dijo otro mozalbete con voz elocuente, aunque ceceosa- es aquella forma de gobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía, se rige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos tan iguales ante la ley que ellos se imponen, como lo somos los desterrados hijos de Eva a los ojos de Dios.

-Hombre, repíteme eso que es muy bonito,y quiero aprenderlo de memoria para decírselo a mi papá esta noche al tiempo de cenar. A mi papá, que es muy liberal, le gustan estas cosas.

Yo me aburría entre aquella gente, sin poder sacar sustancia de tan inaguantable confusión de voces diversas, ni de aquel laberinto de opiniones, de insensateces, de puerilidades, manifestadas en coro inarmónico, cuyo susurro hubiera enloquecido la cabeza más fuerte. Dije a D. Diego, que me marchaba, y él se empeñó en que le acompañase hasta el fin.

-Yo oigo atentamente todo lo que hablan -me dijo- para aprendérmelo de memoria y soltarlo después en los cafés y en los ventorrillos. De este modo voy adquiriendo fama de gran político, y cuando me acerco a la mesa del café, todos me dicen: «a ver, D. Diego, qué piensa usted de la sesión de hoy».

Nos detuvimos un poco más; pero al fin pude sacarle con grandes esfuerzos de allí, y nos marchamos a tomar el fresco a la muralla.

-¿Qué diría doña María -le pregunté- si ahora me presentase yo en la casa?

-Hombre, se me figura que mi señora madre no te juzga del todo mal. Ostolaza dice de ti mil herejías; pero mamá se opone a que hablen mal de nadie delante de ella... Sin embargo, tienes en casa fama de ser un terrible conquistador de hermosuras. Más vale que no vayas allá. ¡Ah, pícaro!, ya sé que te gusta mi hermanita Presentación. Todos los días me pregunta por ti... Por mi parte si la quieres... yo sé que eres un hombre honrado.

-En efecto, me agrada.

-Como que te la llevaste a las Cortes una tarde... Sí, cuando salieron y cayó la bomba, y les dio auxilio el padre Pedro de Advíncula... El pobre D. Paco estuvo enfermo cinco días... volvió a casa lleno de bizmas, porque el estallido de la bomba, ¡asómbrate, chico!, le molió como si le hubieran dado una paliza.

-¡Desgraciado preceptor!... No olvide usted, amiguito, que esta noche hemos de ir a casa de Poenco.

-Sí; a olvidarme iba. Las carnes me tiemblan ya del gusto. ¿Dices que va Pepilla la Poenca?

-Y toda la flor de la majeza.

-Me parece que no ha de llegar el momento en que mi señora mamá cierre los ojos.

-Aguardo en Puerta de Tierra.

-Puerta del Cielo debía llamarse. ¿Irá también la Churriana?

-También.

-Pues aunque supiera que mi mamá estaba en vela toda la noche... adiós... me voy a cenar y a rezar el rosario. Dentro de hora y media estaré allá... Tunante, diré a Presentación que te he visto. ¡Qué contenta se va a poner!

Cuando nos separamos visité de nuevo a lord Gray, y como le encontrara dispuesto a salir a la calle, le dije:

-Milord, la señora condesa (Amaranta) me encargó ayer que rogase a usted pasase a verla.

-Ahora mismo marcharé allá... ¿Está usted libre esta noche?

-Libre, y a la orden de usted.

-Será algo tarde cuando yo necesite de su auxilio. ¿Dónde nos encontraremos?

-No es preciso fijar sitio -repuse-. Yo tengo la seguridad de que nos encontraremos. Una súplica tengo que hacer a usted. Mi espada no es buena. ¿Quiere usted prestarme esa magnífica hoja toledana que está en la panoplia?

-Con mil amores: ahí va.

Diómela, y cambié su arma por la mía.

-¡Pobre Currito Báez! -dijo riendo-. Han fijado ustedes el duelo para esta noche. Pero, amigo mío, yo no puedo estar en todas partes. Esta noche no podré asistir a la muerte de ese hombre.

-¿Pues no ha de poder? Hay tiempo para todo.

-Fijemos horas.

-No es preciso. Ya nos encontraremos. Adiós.

-Pues adiós.

Era de noche y corrí al ventorrillo. Don Diego tardó mucho; pasó una hora, pasaron dos y yo no cabía en mí de ansiedad y afán. Por fin le vi aparecer y calmose mi febril impaciencia con su llegada.

-Poenco -gritó dando manotadas sobre la mesa- trae manzanilla. ¿Hay algo de pescado para hacer sed?... Querido Gabriel, hombre benévolo y caritativo, pongo en tu conocimiento que ahora al pasar por la calle del Burro me dieron ganas de entrar en casa de Pepe Caifás, y allí perdí los cuatro duros que me diste esta tarde. ¿Llevarías tu longanimidadhasta el extremo de darme otros cuatro? Ya sabes que me caso pronto.

Le di lo que me pedía.

-Señor Poenco, ¿dónde está Pepilla?

-Ha ido a confesar y está haciendo penitencia.

-¡A confesar! ¿Tu hija se confiesa? No la dejes acercarse a ningún fraile. Ya sabes que los frailes son unos animales viles y despreciables que viven en la ociosidad y holganza en una especie de café-fondas donde se entregan a todo género de placeres...

-Todo lo que gastemos lo pago yo, tío Poenco -dije-. Venga Jerez.

-Gracias, gracias, valiente soldado. Siempre has sido generoso. De modo que podré emborracharme... Poenquillo, ¿me sabrás decir dónde se puede ver esta noche a María Encarnación?

-Señorito D. Diego -dijo el pícaro- no me comprometeré yo a decirle dónde está, manque me diera esos cuatro soles de plata mejicana, porque María Encarnación salió de aquí con Currito Báez, y tomando hacia la calle del Torno de Santa María... cétera, cétera.

Entraron varios majos ya de nosotros conocidos, y D. Diego les convidó a beber, lo cual lejos de molestarles les causó muchísimo agrado.

-¿Vienes de las Cortes, Vejarruco? -preguntó D. Diego a uno de ellos.

-Sí... y qué borrasca han armado allí con el papé de Lardizábal.

-Toos, toos son unos pillos -exclamó Lombrijón-.¡Qué gomitaeras tenía aquel diputao alto, berrendo, querencioso, y qué cosas les dijo cuando le dio aquel súpito, engrimpolándose too!...

-¿Qué entiendes tú de eso, Lombrijón?... Si lo que dijo fue que el puebro...

-En las orejas tengo el voquible, Vejarruco. Fue lo de la mococrasia...

-Apostad a cuál es más bruto -dijo don Diego con pedantería-. La democracia, y no la mococrasia es aquella forma de gobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía se rige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos iguales ante la ley...

-Justo y cabal. ¡Qué bien parla este angelito! Si en mi poder estuviera, mañana sería diputado.

-Algún día me votaréis, amigos Vejarruco y Lombrijón -dijo mi amigo sintiendo ya en su cabeza con los vapores del generoso licor el humo de la vana ambición.

-¡Viva el puebro soberano! -gritó Vejarruco.

-¡Vivan las Cortes! -gruñó Lombrijón batiendo palmas con el ritmo de la malagueña-. Lo que igo es que un ruedo de muchachas bailando, con un par de guitarras y otros tantos mozos güenos y un tonel de lo de Trebujena que dé güelta a la reonda, me gustan más que las Cortes, donde no hay otra música que la del cencerro que toca el presiente y el romrom de los escursos.

-Que vengan las muchachas, que vengan las guitarras -gritó el de Rumblar, dueñoya tan sólo de la mitad de su corto entendimiento.

-Poenco, si las traes te hacemos...

-Te hacemos diputao...

-¿Qué es eso? ¡Menistro! ¡Viva la libertad de la imprenta y el menistro señó Poenco!

Mientras de este modo se enardecía el espíritu y se exaltaban los sentidos de aquellos bárbaros, iba pasando mucho tiempo, más tiempo del que yo quería que pasase sin poner en ejecución mi pensamiento. Habían sonado las nueve, las diez, casi las once.

Más fuerte que si tuviera algo dentro, la cabeza de mi amigo D. Diego resistía a frecuentes trasiegos del ardiente líquido; pero cuando vinieron las mozas y comenzó la música, el noble vástago perdió los estribos y dio con su alma y su cuerpo en el torbellino de la más grosera orgía que ventorrillo andaluz puede ofrecer al sibaritismo. Bailó, cantó, pronunció discursos políticos sobre una mesa, imitó el pavo y el cerdo, y por último, ya muy tarde, cuando el afán me devoraba y la impaciencia me tenía nervioso y aturdido, dio con su noble cuerpo en tierra, cayendo inerte, como un pellejo de vino. Las mozas formaban elegantes parejas con Vejarruco y Lombrijón; los guitarristas se divertían por su cuenta en otro extremo de la taberna, roncaba como una bestia enferma el gran Poenco y la ocasión era propicia para mí. Tomé las dos llaves que el durmiente D. Diego llevaba en su bolsillo, y corrí como un insensato fuera de la taberna.

La repugnante zambra habíase alargado bastante, porque eran ya casi las doce.