Caramurú/Capítulo IV

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo IV

Capítulo IV

Lia Niser

Tiempo es ya de que informemos a nuestros lectores de la joven robada, y de las relaciones que mediaban entro ella y su raptor.

Lia era hija de un rico y distinguido abogado oriental, y había nacido y educádose en Montevideo, en aquella hermosa ciudad que se levanta en la ribera izquierda del Plata, como un mburucuyá silvestre a la clara margen de un riachuelo.

Rayando apenas en esa edad, dichosa en que la infancia se confunde con la pubertad, y la fisonomía refleja la candidez del adolescente y los hechizos de la mujer, su belleza a los trece años, sin haberse desarrollado del todo, producía esa magnética influencia, ese vago e indefinible embeleso que atrae las miradas de los hombres y les obliga a volver involuntariamente la cabeza, si pasa por delante de ellos, para seguirla con la vista como a una aparición ideal, como al trasunto de la mujer que se han forjado en sus ensueños de amor y de poesía.

Imposible nos sería decir a punto fijo en qué consistía este prestigio, prestigio que se escapaba al ojo más perspicaz al querer analizarlo, semejante a un fluido inmaterial. No se limitaba a una parte determinada de su físico o de su alma; estaba derramado en todo su ser; lo mismo en su cutis sonrosado y trasparente, aunque moreno, que en sus ojos pardos, expresivos y voluptuosos, como en su aéreo talle más flexible que las ramas del sarandí, lo mismo en su reluciente cabello, sedoso, negro y ondeado, en sus manos tornátiles y reducidos pies dignos del cincel de Phidias, como en su boca de ángel que semejaba el temprano capullo de una rosa, entreabierto con el rocío de la noche y esponjándose con los primeros rayos del sol.

¿Y qué diremos de la gracia inimitable de su andar voluptuoso y reposado? ¿Qué del timbre argentino de su voz armónica que se insinuaba en el alma y la hacía estremecerse de gozo y de embriaguez. ¿Qué de la expresión purísima y al par seductora de su mirada infantil, que si evocaba algún recuerdo amoroso alejaba de la mente todo pensamiento mundano, toda idea que tendiese a despojarla de su aureola divina?

Ángel en forma de mujer, al verla en el mes de abril cruzar los sábados a la tarde por la magnífica calle, que hoy llaman Veinticinco de mayo, vestida de celeste y blanco, dulces colores de nuestra bandera, para dirigirse a la quinta de las Albacas, y volver con las primeras sombras del crepúsculo, deshojando por el camino los ramilletes de preciosas flores con que la habían abrumado sus numerosos adoradores, al verla subir y bajar por las pintorescas serrezuelas y quebradas que rodean a la ciudad, cualquiera hubiera creído, no que hollaba la tierra con su planta, sino que flotaba en el aire y se remontaba al cielo.

No era su belleza lo que más encantaba, no. Envolvíala una nube de idealismo, un perfume de castidad, suavísimo como el hálito aromado que se escapaba de sus labios de clavel, puro como el carmín de sus mejillas, más tersas que la piel del armiño o las hojas del jacarandá.

Su familia, los amigos de su casa, y hasta los extraños, la idolatraban. Su padre especialmente, que había visto morir uno tras otro a todos sus demás hijos, la quería con una especie de delirio. Los menores deseos de Lia eran para él órdenes que ejecutaba antes que los expresase; y acaso por esta circunstancia, su madre, injusta en demasía como suelen ser algunas madres, por espíritu de contradicción o envidia, nutría contra su hija sino resentimientos de severidad, que no bastaban a respirar el respeto, el cariño y las continuas demostraciones de aprecio que la prodigaba ella.

Pero aunque D. Carlos Niser amase tanto a su hija, no por eso dejaba siempre de plegarse en último resultado a las caprichosas exigencias y al despotismo de su esposa. El buen anciano tenía un carácter harto débil, y la Sra. Petra, su consorte, era un demonio con faldas. Fea, murmuradora, intrigante, irascible, taimada, envidiosa, vengativa y maniática.

Lia tenía una afición loca por los bailes, y su madre la llevaba a todos. En vano trataba de oponerse D. Carlos, manifestando que su salud y delicada complexión no podían soportar aquellas continuas noches de cansancio y locura. La colmilluda señora se reía con una risa especial suya, propia, característica, y le contestaba que no fuese aprensivo y necio, que se marchase a ojear sus mamotretos, a embrollar y a volver blanco lo negro, como buen abogado, y la dejase en paz, porque ella sabía demasiado bien lo que convenía a su queridita niña.

No es creíble que esta excelente señora llevase su perversidad hasta el extremo de allanar a su hija el camino de la muerte; pero sí estamos autorizados para pensar que su loca pasión al juego la cegaba, y deseosa de satisfacerla, acudía con ansia a todas partes, llevando consigo a Lia, más que por complacerla, por vanidad y por tener un pretexto que la disculpase a los ojos de su marido, que por hábito e ideas no asistía a ninguna tertulia y abominaba el juego.

Los temores del anciano no eran infundados. Lia, en cuyas venas corría la sangre andaluza mezclada con la americana, se moría por el baile, y como todas las criollas, era insaciable, y siempre estaba pronta a tender su preciosa mano al primer pisaverde que se le acercaba. Joven, hermosa, instruida, con natural ingenio, de carácter festivo y benévolo, rica y única heredera... ¿la dejarían alguna vez consumirse de tedio solitaria y olvidada en su silla?

¡Nunca! porque ella sabía todos los bailes antiguos y modernos, y los bailaba con una particular. En la sociedad escogida, contradanza, rigodones, gavotas, minuets, valses: en los de menos etiqueta o mejor dicho en los muy íntimos, entre sus deudos, o amigas por extravagancia, boleras, cielitos, mediacañas, y algunos otros inventados por el genio alegre de los americanos de todas las zonas aficionados a solazarse con amenos ejercicios corporales más de lo que sería conveniente.

Agradábanle sobre todo a Lia las boleras y el vals, y era digno de verse y admirarse su gracia y perfección en una y otra danza.

El erguido coronilla, de nuestros valles no inclina con más languidez su enhiesto tallo, el tímido caycobé no se repliega y esconde más pronto sus hojas al sentir el roce de una mano extraña, ni la serpiente de cascabel, persiguiendo al escuerzo, que se le escapa entre los raquíticos arbustos y tupida maleza de los pantanos, ondea, salta, vaga y gira con más velocidad; ni el indolente quetzal, en cuyas plumas se reflejan los colores del iris, entreabre sus alas con más abandono y se deja caer muellemente sobre la copa de los tamarindos en flor, como Lia resbalando sobre la alfombra, semejante a una ondina.

Entre el turbio vapor de ancha laguna.

Entonces no era la virgen pudorosa e inocente; era la amorosa odalisca, la ardiente bayadera del Indo, sedienta de placer, ebria de voluptuosidad y delirio. Sus bellos ojos, ora se cerraban a medias, ora se animaban de repente lanzando vívidos destellos; su pecho se levantaba y bajaba acelerado, se entreabrían sus labios purpúreos cual si mendigasen un ósculo de amor, y sus brazos, siguiendo las rápidas ondulaciones de su cuerpo, parecían invitar a algún amante invisible a arrojarse en ellos... hasta que rendida por la fatiga, trémula y palpitante, se detenía al estruendo de los aplausos en medio del salón, inclinando la frente con encantadora modestia, y se encaminaba paso a paso a su asiento sin alzar la cabeza, fingiendo no apercibirse del murmullo de admiración, de los elogios y de los bravos que resonaban a su alrededor.

Esa famosa bailarina a quien el público de Madrid tributa hoy tan espléndidas y merecidas ovaciones en el teatro de la Cruz; esa sílfide andaluza, que apenas aparece arranca tan estrepitosos aplausos y provoca con su gracia inimitable tan férvidas y espontáneas demostraciones de entusiasmo; la ideal, la bella, la encantadora Nena no es acogida por sus admiradores con más delirio y alborozo que Lia por la numerosa y escogida concurrencia que se agolpaba en torno de ella no bien se presentaba en cualquier reunión, suplicándola que la embelesase con alguno de sus bailes favoritos, en cambio de las flores y guirnaldas que llevaban de antemano para tapizar la alfombra donde estampase sus alados pies.

Triunfos eran estos que debían halagar el amor propio de la mujer menos vanidosa, y sin embargo, Lia no lo era. Más que los aplausos de los hombres, buscaba un desahogo a su naturaleza ardiente, ávida de transportes, amiga del bullicio y del movimiento. Cándida paloma del Edén, peregrino en la tierra, que devoraba el espacio con la vista, y recordando sus perdidos jardines, necesitaba, para poder vivir en nuestro mundo prosaico animación, luz, aromas y armonías.

Pero está escrito que todo placer esconde en sí un germen de dolor; una espina envenenada que primero punza y luego convierte en cancerosa llaga la herida que ocasiona. Lia, cuya complexión era muy delicada, no pudo resistir a las violentas y repetidas emociones del baile. Empezó a resentirse del pecho, y juzgando que sería una ligera indisposición, en vez de declararlo a su madre, temerosa de que la privase de su diversión favorita, continuó bailando todas las noches con el mismo ardor, hasta que la fiebre vino a revelar el peligro que la amenazaba.

Consultados al punto los médicos, declararon que estaba afectada del pecho, y que presentándose su enfermedad con síntomas alarmantes, era indispensable enviarla sin pérdida de tiempo a tomar las aguas del Uruguay, aguas que no solo tienen una virtud particular para trasmutar en piedra cuanto se arroja en ellas, si que también para curar sin el auxilio de otras medicinas varias enfermedades que no nos place, y otras muchas que no queremos enumerar.

Por desgracia en aquella época el padre de Lia estaba empeñado en un pleito de grande importancia que debía fallarse en breve, y no podía, por ningún pretexto, ausentarse de la capital.

En cuanto a la Sra. Petra, hablarla de salir de Montevideo era lo suficiente para granjearse su enemistad. ¡Ella! ¿Cambiar su residencia por la de una Estancia? Figuraos la espantosa catadura de una de vuestras elegantes madrileñas, si la propusierais en el mes de enero irse a encerrar en un cortijo de Extremadura. Seguramente que os enviaría en sus adentros a los infiernos, o cuando menos juzgaría que os chanceabais, que estabais locos, o que os habéis excedido algo en el almuerzo o la comida.

Aquella cariñosa madre, protestando que la enfermedad de su hija era ocasionada por una cosa muy natural en las personas de su sexo al llegar a la pubertad, se negó rotundamente a acompañarla, y D. Carlos, siempre complaciente y bonachón, por evitarse disgustos con su amable mitad, cuyo genio no era el más a propósito para las lides parlamentarias, porque al instante apelaba a las vías de hecho, expidió un chasque a una hermana suya que se hallaba en Paysandú casada con el comandante de aquel punto, para que, no bien recibiese su carta viniera a llevarse a Lia a la Estancia de su esposo, la cual, como saben nuestros lectores solo distaba seis leguas de aquella ciudad.

La hermana, que profesaba a D. Carlos un verdadero afecto fraternal, aunque de opiniones políticas contrarias a las suyas, se puso en marcha el mismo día que recibió su misiva, y antes de dos semanas se encontraba de vuelta en la Estancia con su encantadora sobrina, que salió llorando de Montevideo, como llora un niño mimado cuando le arrebatan de las manos el arma con que puede inadvertidamente poner término a sus días.

Lloraba la pobre niña de tan buena gana, y se asomaba con tanta frecuencia a mirar desde la portezuela del coche, que volaba como una exhalación, las pardas torres de la Matriz y los mil blancos edificios que se extienden en anfiteatro a lo largo de la costa, que su tía doña Eugenia, enternecida de su dolor, no pudo menos de preguntarle:

-Vamos, Lia, ¿por qué lloras de esa manera? ¿Acaso has dejado allí una parte de tu corazón?

-No, señora, contestó ella con una candidez infantil, que no estaba exenta, de coquetería: ¿había de querer a nadie estando comprometida? ¿No sabéis que dentro de poco voy a casarme?

-Es verdad... no me acordaba. ¿Y cuando vendrá tu futuro?

-No sé: papá me dijo el otro día que dentro de dos meses.

-¿Conque serás condesa?

-Sí, de Itapeby.

-Vamos, cuéntame eso, repuso doña Eugenia, fingiendo que nada sabía, a fin de que la inconsolable joven se distrajese refiriéndole lo que estaba cansada de saber, pero que juzgaba, como mujer de experiencia, que produciría en su imaginación el efecto de un tónico bastante eficaz para secar las lágrimas en sus ojos y hacer asomar la sonrisa a sus labios, pues siempre las que están próximas a trocar la guirnalda de azahar por otra de mirtos, aunque aparenten lo contrario, hablan y oyen hablar con placer de su futuro enlace, salvo en los casos en que éste se realiza contra su voluntad.

-El año pasado, dijo Lia, vino a Montevideo mandando la división Río-Grandense el conde D. Álvaro Abreu de Itapeby, pariente cercano de mi madre, y se hospedó en casa.

-Eso lo sé; adelante.

-A los pocos días, sin haberme dicho una palabra, pero con anuencia de mi madre, me pidió en casamiento, para más adelante, porque...pues...

-Comprendo, contestó la tía sonriéndose del embarazo de su sobrina. Lia continuó:

-Mi padre, manifestándose agradecido al favor que nos dispensaba el conde, le insinuó que no pensaba contrariar nunca mi voluntad, y que si entonces, cuando estuviese, en estado de casarme, era yo gustosa, él no se opondría.

-¿Cómo? ¡Pues Petra me había escrito lo contrario!

-Escuchad: con este motivo, luego que se retiró D. Álvaro, trabó mi madre un acalorado debate con papá, que contra su costumbre se mantuvo firme, y no quiso ceder. ¡Mi madre se incomodó mucho, muchísimo!... y estuvieron algunos días sin hablarse.

-Hija, ignoraba esos detalles, exclamó doña Eugenia, con creciente curiosidad; ¡oh! Carlos es un babieca, un pobre hombre, y su mujer le maneja como a un chiquillo... Continúa, continúa...

-Una noche, al volver del teatro, mi madre me llamó a su cuarto, y después de besarme y acariciarme, cosa que nunca hacía, y repetirme en un largo y enfadoso sermón, ininteligible para mí, que la dicha se cifraba en las riquezas, que la mujer había nacido para ser la compañera del hombre, y que solo anhelaba mi bien y mi felicidad, me preguntó si me casaría con el conde.

Aquí se detuvo la candorosa Lia, quién sabe si de rubor o despecho, y se volvió para mirar por última vez la ciudad que se perdía en el horizonte lejano, bañada por la luz crepuscular. El carruaje bajaba la empinada cuesta del Cerrito.

-Y bien, ¿qué respondiste? dijo su compañera, conociendo por el ligero sonrosado que asomaba en las mejillas de la narradora, que había llegado al punto difícil, al nudo gordiano de la cuestión.

-¿Yo? preguntó Lia con aturdimiento; ¿qué había de responder? Dije primero que no; y como mi madre, sin poder contenerse, levantase la mano para darme una bofetada, respondí en seguida más que deprisa: sí, sí, sí.

Doña Eugenia soltó una estrepitosa carcajada, y Lia imitó su ejemplo.

-Pero, mujer, añadió la primera cuando hubo pasado aquella mutua explosión de hilaridad; ¿acaso es feo el conde?

-No, no es feo: al contrario, es un arrogante mozo.

-¿Y entonces?

-No sé, repuso la futura esposa, empujando con desdén hacia adelante el labio inferior, y encogiéndose de hombros; no sé... pero no me gusta.

-Pues yo conozco a su hermano D. Nereo, que vive en nuestro pueblo, y te aseguro que es un joven recomendable bajo todos conceptos. Vamos, picarilla: tú tienes algunos amoríos; algún maniquí de rizadas melenas y voz melosa y enflautada te ha engatusado...

-¡Ya, ya! repitió Lia en tono de burla golpeando con su piececito en la portezuela del coche; me fastidian, me empalagan, me revientan los hombres de esa clase. ¡Jesús y qué tontos son! ¡Dios me libre de ellos!

-¿Será entonces algún poeta llorón y meditabundo, cuya sensibilidad, a prueba de caramelo, haya simpatizado la tuya?

-Ídem, contestó ella volviendo pausadamente la cabeza con aire de reina.

-¿Será por ventura alguno de los altos magnates que no ha mucho han llegado de Río de Janeiro?

-Ídem, ídem, murmuró la joven con más desdén todavía

-¡Ah, ya caigo!... continuó doña Eugenia, cada vez más deseosa de arrancarle su secreto. ¿Será algún joven patriota perseguido, uno de esos locos, estúpidos, ambiciosos que pretenden con un puñado de bandidos contrarrestar el poder colosal de nuestro amado monarca D. Juan VI?

-No, tampoco, replicó tristemente la interesante enferma, como si la ofendiese a su pesar la manera de expresarse de su tía: y no os canséis, señora, porque os juro por lo más sagrado que haya; que no he amado a nadie todavía.

-¿Y vas a casarte?

-Tantas cosas me ha dicho mi madre, y la tengo tanto miedo, que me resigno a ser tal vez desgraciada el resto de mi vida para evitar a mi querido y buen padre los males que le amenazan. D. Álvaro es muy poderoso, y sería capaz de todo por vengarse...

La conversación iba tomando un sesgo triste y enojoso, que no cuadraba con el objeto que se propusiera doña Eugenia al entablarla; y para cortarla, nada le pareció más oportuno que volver al tema que habían dejado.

-Pero no me has explicado aun cómo mi hermano otorgó su consentimiento.

-Mi madre hizo de modo que me interrogase un día, estando ella en acecho en la pieza inmediata, y yo repetí como una cotorra lo que me había enseñado. Papá, se mostró satisfecho, y en consecuencia, empeñó su palabra a D. Álvaro de que le otorgaría mi mano, no bien estuviese en disposición de casarme.

-Y el galán, ¿qué tal? ¿Se mostró digno de esta prueba de aprecio y confianza que le dabas?

-Así, así... cuatro meses después partió para la corte con una misión especial del gobernador.

-¿Y ha escrito recientemente diciendo que volvería dentro de dos meses?

-Sí.

-Ya para entonces estarás restablecida y más hermosa que ahora, dijo doña Eugenia con dulzura al notar la sombría nube de tristeza que se difundió en el rostro de la pobre niña.

-¡Ah, querida tía! exclamó ésta tomando sus manos y estrechándolas con efusión; ¡plegue al cielo que se dilate ese momento cuanto sea posible!...

El carruaje se detuvo para mudar caballos, y la conversación se interrumpió. Por lo tanto, mientras se cambia el tiro, nosotros, que también estamos fatigados, suspenderemos nuestra narración imitando su ejemplo.