Caramurú/Capítulo IX

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo IX

Capítulo IX

Añang

El tubichá recibió a Amaro con las más ardientes muestras de aprecio y deferencia, e hizo con él lo que no hacía con nadie: se puso de pie, y se sacó el triple rodete de plumas, símbolo de su dignidad, que cubría su cabeza, acción que llenó de escándalo a los viejos caciques.

Su descontento se aumentó al ver que Tapalquem les ordenaba retirarse para hablar a solas con el huinca.

-¿Qué queréis, señor? ¿Puedo seros útil en algo? preguntole no bien se alejaron aquellos, con la afabilidad del que desea que lo ocupen.

-Sí; vengo a pedirte prestado tu célebre parejero por ocho días.

-¿Daiman? preguntó el mulato con angustia.

-Daiman.

-¡Ah! Pedidme todos mis demás caballos, dinero, mujeres, todo lo que queráis... pero ese caballo... ¡ira de Dios!... ese caballo no puedo dároslo.

-Entonces nada he dicho y me retiro.

Amaro se encaminó a la puerta con la sonrisa del desprecio en los labios y el fuego de la indignación en los airados ojos.

-Oid, le dijo Tapalquem.

Volviose el jefe de los montoneros, y le miró frente a frente con toda la arrogancia de que él era capaz, o inmóvil, esperó dos minutos a que hablase.

-Aun cuando yo quisiera prestarme a vuestros deseos, sería exponeros a una muerte casi segura permitir que os llevaseis a Daiman, pues...

El gaucho, sin aguardar a que concluyese la frase, le volvió las espaldas, y pisó el umbral.

-¡Caramurú! gritó el cacique apretando y mordiéndose los puños hasta hacerse sangre; si otro hombre fuera el que se atreviese a inferirme tal agravio, le mandaría cortar la lengua y arrojársela a mis ñanduses.

El jefe de los montoneros por única respuesta se atusó el bigote, y le miró con la calma insultante del que desprecia las amenazas de un inferior suyo, y ni siquiera le hace el honor de contestarle.

-Aunque mi poder es ilimitado, continuó Tapalquem, los charrúas no verían tranquilos que un cristiano se llevase su mejor caballo, el caballo de su tubichá, al vencedor de los más célebres parejeros del Río de la Plata...

El gaucho meneó la cabeza impaciente.

-¡Oíd, con mil rayos! se me ocurre un medio que tal vez surta el efecto apetecido. Deseo serviros a todo trance.

Esta promesa desarrugó la faz sombría de Amaro, que se adelantó al medio de la tienda dispuesto a escucharle.

-Permaneced aquí hasta las dos de la mañana.

-¿Me llevaré a Daiman?

-Lo espero.

-¿Sí, o no?

-Hombre, sí; suceda lo que Dios o el diablo quiera.

-No esperaba menos de tu generosidad, repuso el gaucho, radiante el rostro de alegría y tendiéndole afectuosamente la mano.

-Os debo la vida, y quiero probaros lo que os he repetido mil veces. Soy vuestro en cuerpo y alma.

El mulato se acercó a la puerta de la tienda, y tocó un silbato que llevaba al cuello.

Un indio se presentó.

-Que venga al momento Yictabicay, dijo.

Y volviéndose a Amaro, añadió:

-Por fortuna entendéis el idioma de estos bárbaros, y vais a convenceros de que obro con toda lealtad.

Una india vieja y de deforme aspecto, cuya pequeña estatura estaba compensaba por una obesidad monstruosa, apareció en el umbral y se detuvo hasta que el tubichá, con un gesto imperativo, la indicó que pasara adelante.

Era esta la hechicera de la tribu. Venía cubierta con una grosera manta de lana, y traía al cuello un collar de dientes humanos: cerdosos y enmarañados cabellos coronaban su aplastada frente; sus pequeños ojos de fuina, desnudos de párpados, desaparecían en sus órbitas amoratadas, hundidas y cavernosas; su gruesa nariz, chata como la del tigre, y sus abultados labios prolongándose hasta cerca de las mandíbulas, carnosas y vueltas hacia afuera, dejaban entrever unos dientes largos, puntiagudos y separados. La piel de un gato montés servíale de delantal, y en sus sienes, muñecas y tobillos ostentaba con orgullo una triple sarta de cascabeles, petrificaciones y cuentas de colores que producían un ruido agradable aunque monótono siempre que se movía. Por último, faltábanle, como a muchos de sus compatriotas, en los dedos de los pies y de las manos algunas falanges, pues los charrúas acostumbraban cortarse una cada vez que se les moría algún deudo o persona muy estimada.

-Te he mandado llamar Yictabicay, dijo el cacique, para que hoy mismo anuncies que has visto a Añang, que lo has visto, ¿entiendes? y que esta noche vendrá.

La india miró a hurtadillas al cristiano, y movió la cabeza con gravedad.

-Ahora te irás al monte, y no volverás hasta bien entrada la noche. Ya sabes tu obligación; tenlo preparado todo. Yo iré a tu tienda, y te avisaré cuándo has de anunciar la llegada de Añang. Toma.

El cacique sacó dos cartuchos de pólvora, y se los dio, prometiéndole un buen premio si le servía con la fidelidad y el acierto que otras veces.

-¿Me darás aguardiente, mucho, mucho? preguntó la india con estúpido alborozo.

-Lo suficiente para que te emborraches cuatro días.

La hechicera exhaló un aullido de alegría, y haciendo contorsiones y gestos, dio una vuelta por la tienda, ejecutando una pantomima cuya significación comprendió Amaro perfectamente. Representaba el espanto que se apoderaba de ella a la vista del espíritu maligno; y salió, tarareando una canción en renglones cortos más bien que versos, cuyo estribillo era:

¡Anoche, anoche he visto a Añang!
Añang va a venir: ¡ay del que agarre!

Los indios acudían en tumulto y corrían tras ella al oír este cántico, precursor generalmente de alguna calamidad.

-¿Habéis oído? se decían unos a otros llenos de congoja. ¿Habéis oído a Yictabicay? Anoche vino Añang, y hoy volverá. ¿Cuál será la causa?

En breve la tribu entera se puso en conmoción, y la embaucadora se vio rodeada de un enjambre de hombres, niños y mujeres, cuyas facciones, horribles en su estado natural, descompuestas ahora por el terror y la curiosidad, parecían de demonios más bien que de seres humanos.

La vieja estrechada por la multitud, tomó la palabra y les dijo con misterioso acento, y como horrorizada de lo mismo que contaba:

-Anoche, hijos míos; anoche Añang vino a mi tienda, y tomando por las cuatro puntas el cuero en que dormía, me hizo voltear por el aire como una bola.

Una exclamación general de espanto cubrió la voz de la oradora.

-Por fin, me arrojó furioso contra el suelo, y poniéndome el pie en la garganta, me dijo:

-Tú no velas por tu tribu, Yictabicay. Los enemigos la amenazan. ¡Mañana nos veremos!

Y desapareció, dejando en la tierra donde apoyó su planta una faja de fuego, y en el aire un olor de azufre que mareaba.

Levantose entre los salvajes un sordo murmullo que, aumentándose por grados como los mugidos de un volcán a medida que se aproxima la lava al cráter, estalló en un solo grito:

-¡Tú eres adivina; dinos la causa de su venida!

-Todavía la ignoro...

-¡Mentira!

-Voy al bosque a consultar a los espíritus...

-¡Mentira! La causa es la llegada del huinca, dijo uno de los caciques, antiguo rival de Tapalquem, y que no desperdiciaba ninguna ocasión para desconceptuarle.

-¡Sí, sí! repitieron en coro otras cien voces, iluminados los que la proferían por una suposición que, según sus creencias, tenía todos los visos de la realidad.

-¡Que muera el huinca; que muera! gritaron otros sin hacer caso de las amonestaciones de la hechicera y dirigiéndose a la tienda del Tubichá, capitaneados por el cacique, causa de aquel motín.

A los gritos de ¡muera el huinca y los que le defiendan! los dos caudillos que hablaban muy tranquilos concertando los medios de llevar a cabo su arriesgado intento, se pusieron de pie, resuelto el uno a vender cara su vida, y el otro a sucumbir primero que ver menoscabada en lo más mínimo su autoridad.

Tapalquem se armó de un acerado machete, y colocándose en la puerta se preparó a arengar a su grey rebelde, mientras Amaro, cediendo a sus ruegos, se retiraba a un lado para no excitar más el encono de los indios con su presencia.

-¿Qué queréis? preguntó aquel con voz tremenda y amenazadora; ¿qué significan esos gritos insidiosos? ¡Locos, ladrones, hijos del diablo! ¿Cómo os atrevéis a venir así a la tienda de vuestro Tubichá?

-¡Muera el huinca! ¡Muera el huinca! tornaron a repetir los salvajes.

-¡Ea, retiraos!

-Tapalquem, dijo el cacique, que de motu-propio, y con la idea de destronar al mulato se había puesto al frente de la rebelión; entréganos al cristiano para que le matemos, a fin de aplacar a Añang...

-Ven a sacarle de aquí si te atreves, Bagüal, respondió Tapalquem blandiendo el machete.

-¡Ea, muchachos, adelante! gritó el indio precipitándose al umbral, seguido únicamente de veinte o treinta de los más fanáticos; los restantes, intimidados por el conocido valor y el aspecto imponente de su jefe, permanecieron quietos.

El mulato levantó el brazo y dejó caer su terrible machete.

La ensangrentada cabeza del cacique rebelde rodó por el suelo separada de su tronco.

Y rápido como una flecha, antes que los sublevados se recobrasen del pánico que semejante rasgo de audacia los infundiera, precipitose en medio de ellos, descargando mandobles a derecha e izquierda; lo cual aunque no duró arriba de diez minutos, fue el tiempo suficiente para bajar un hombro a este, hendir el cráneo a aquel, abrir el pocho a uno, tronchar un brazo a otro y herir a ocho o diez.

Los amotinados se dispersaron como una bandada de torcaces al avistar a un carancho, o como un enjambre de gaviotas disputándose la sangre de un toro recién muerto, al aproximarse el desollador que viene a descuartizarle.

Entonces el mulato, para contrarrestar el daño que los descontentos podían ocasionarle entre los que se habían conservado neutrales, hizo a estos una corta arenga, manifestándoles que el huinca era nada menos que delegado del gobierno de Montevideo, el cual pensaba enviarles, celebrada la paz, doscientas pipas de aguardiente, cien fardos de paños y bayetas, y cincuenta cajas de bisutería.

No recibirían con tanto placer los fabricantes catalanes una ley en favor de la tan cacareada cuestión de aranceles, como los charrúas las halagüeñas palabras de Tapalquem. A trueque de embriagarse diariamente por espacio de un par de semanas, renovar sus raídos ponchos y chamales, y tener alhajas ricas para sus mujeres y queridas, no les parecía ya tan temible la cólera de Añang. Así fue que se alejaron dando vivas al huinca y al gran Tubichá que lo mandaba.

-Vamos, por ahora todo se ha acabado felizmente, dijo Tapalquem entrando en la tienda: me he deshecho de ese tunante que no hacía más que intrigar y tenderme ocultos lazos pero, ¡ay! Amaro, nuestro negocio se complica. Conociendo vuestra valentía excuso preveniros que, si nos sale mal, nos asesinan estos bárbaros al momento.

-Moriremos matando, contestó el gaucho con la más glacial indiferencia.

La noche desplomó sus sombras sobre el mundo. Los indios se retiraron a sus tiendas, excepto los que estaban de guardia y los que cuidaban del potrero.

El campamento quedó en profundo silencio. Todos dormían, menos Amaro, Tapalquem y la hechicera.

A las dos de la mañana se ocultó la luna: los cien jinetes que recorrían el campo fueron reemplazados por otros, que se dividieron en cuatro pelotones tomando cada uno, según la costumbre de los salvajes, una dirección contraria, al Norte, al Sur, al Oriente y al Occidente, para reunirse luego en un punto dado.

No bien sintió el Tubichá que se alejaban, dijo al proscripto:

-Llegó el momento decisivo. ¡Ahora!

Amaro desnudó el puñal, estrechó la mano de su compañero, y salió marchando de puntillas, prestando el oído a cada paso, deteniéndose y resguardándose a espaldas de las tiendas al menor rumor que percibía.

Detrás de él caminaba el mulato, armado con su machete y mirando a todas partes.

Aunque la tienda de Yictabicay distaba cincuenta pasos, tardaron media hora en llegar a ella. Entraron.

Tendió el gaucho la mano temiendo caer en la oscuridad, y tropezó con otra mano que le arrastraba al fondo de la tienda. Sintió que le quitaban el sombrero, el poncho y el chiripá; que lo envolvían las piernas y brazos con largas tiras de cuero de lobo, que le echaban encima un manteo, formado con dos pieles de tigre con un cinturón de colas de mono y de yegua, y que le acomodaban en la cabeza un enorme cucurucho de piel de carnero, del cual pendía una especie de antifaz o careta, también de cuero, que le ocultaba enteramente el rostro.

-En verdad, debo parecer el mismo diablo, pensaba él a medida que le iban endosando las distintas piezas de aquel peregrino traje.

Cuando la vieja, ayudada de Tapalquem, concluyó su tocado, el del cacique y el suyo propio, comenzó a exhalar unos quejidos tan lúgubres y lastimeros, que toda la tribu despertó azorada.

De repente un resplandor brillante iluminó la tienda, y una bocanada de negro humo se escapó por sus hendiduras, arrojando fuera al genio de mal, al terrible Añang.

Los salvajes, al verle, lanzaron un espantoso grito, y cayeron de hinojos, hiriendo el suelo con la frente.

-¡Déjanos! ¡Déjanos! ¡Vete, vete; llévate lo que quieras o a quien quieras, y déjanos en paz! murmuraban temblando de miedo, y sin atreverse a abrir los ojos.

El gaucho, imitando el rugido de la pantera, cruzó lentamente por en medio de ellos, seguido del Tubichá y de Yictabicay; el primero ladraba como un perro, y la segunda mugía como un toro.

Los tres se encaminaron al potrero.

Los indios que guardaban los caballos, al verlos que se dirigían hacia allí, echaron a correr con la pasmosa celeridad que presta el espanto.

Adelantose el mulato, y llamó a su parejero.

El corcel, después de vacilar un momento, se le acercó reconociendo su voz.

Su amo le cogió la cabeza y lo besó con el trasporte de un amante a su querida; luego le pasó dos veces la mano por sus largas y ondeantes crines, le palmoteó suavemente, y por fin, no sin soltar más de un suspiro, púsole el freno que llevaba oculto debajo de su disfraz de demonio.

Amaro tomó las riendas y parte de la crin con la siniestra mano, apoyó la diestra en el anca, y de un brinco se encaramó encima del noble animal.

-¡Adiós, Daiman, adiós! murmuró Tapalquem con las lágrimas en los ojos. ¡Adiós, Amaro! Solo por vos podía yo hacer este sacrificio...

-Gracias. Conserva este recuerdo mío, más bien que como precio de tu inestimable caballo, como una débil muestra de mi aprecio y gratitud, dijo el jefe de los montoneros dándole su puñal de vaina de plata y cabo de oro, que había comprado en Paysandú con el dinero de Abreu: -Adiós. Si alguna vez me necesitas, acude a mí.

Y cerré piernas a su indómito alazán, que partió como un rayo, tomando el mismo rumbo que traía la columna de salvajes que vigilaba aquella parte del campo, y que acudía alarmada por los gritos lejanos que se oían del campamento.

-¡Añang, Añang! exclamaron los indios, huyendo en dispersión no bien le divisaron, mientras él seguía tranquilamente su camino, y Tapalquem y la hechicera se escondían en un pajonal cercano para volver a sus tiendas cuando todos durmiesen.