Caramurú/Capítulo VI

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo VI

Capítulo VI

Amor virgen

Esa noche por la vez primera de su vida huyó el sueño de los párpados de Lia. Extraños pensamientos se levantaban en su pecho; experimentaba el desasosiego y la inquietud febril que se apoderan de nosotros cuando un objeto nos preocupa fuertemente el ánimo. La imagen del desconocido la perseguía vagando en torno de ella: cerraba los ojos para no verla, y la sentía aproximarse y resbalar como un céfiro suave por sus sienes palpitantes...

Recordaba su aspecto melancólico y lleno de majestad, sus facciones varoniles, la expresión arrogante y avasalladora de su mirada, la proscripción que pesaba sobre él, y cada vez le encontraba más interesante; cada vez su ardorosa imaginación se empeñaba en rasgar con más ansia el misterioso velo que le envolvía.

-¿Quién era? ¿Qué esperaba? ¿Cuáles serían sus proyectos?

He aquí lo que ella se preguntaba mil veces sin hallar una respuesta satisfactoria a sus dudas; he aquí el enigma que se proponía, sin acertar a descifrarlo.

Y era que Lia, sin saberlo, había encontrado al hombre de sus ensueños, al tipo que reflejaba sus delirios e ilusiones de mujer; hombre antes que todo gallardo, intrépido, valiente, con aires de rey destronado, y perseguido por una noble causa, ¿qué más se necesitaba para insinuarse en el corazón y electrizar la fantasía de una tierna niña, entusiasta por las ideas democráticas, y harto propensa, como la generalidad de las mujeres, a impresionarse por todo lo que se presentaba a sus ojos con el irresistible prestigio de una verdadera superioridad física y moral?

¿Qué extraño era esto? Su alma, como la cuerda de un instrumento sonoro, que solo aguarda el arco que ha de hacerla vibrar, estaba predispuesta de antemano a favor de Amaro, y para comprenderlo solo esperaba una mirada suya que encendiese el fuego que en ella se escondía, un acento que sacudiese la fibras de su corazón, modulando suavemente su nombre.

Y lo mismo le sucedía al proscripto: habían nacido el uno para el otro; su alma era una sola, que la Providencia en sus juicios impenetrables había dividido en el cielo para que volviesen a unirse en la tierra. Amaro no había amado a mujer alguna antes de conocer a Lia.

Por eso cuando la vio en sus brazos, la primera idea que se le ocurrió, el primer indomable y vehementísimo deseo que le asaltó, fue llevársela al fondo de los bosques, y allí de grado o por fuerza, conquistar su cariño sin abusar de su debilidad. Encerraba demasiada nobleza el alma del gaucho, y le conmovían demasiado los pocos años, la hermosura y la inocencia de Lia para cometer tal infamia.

¡Ah, no lo acuséis por su conducta, al parecer tan poco caballeresca! Vosotros, con vuestros hábitos e ideas europeas, difícilmente comprenderéis la primitiva espontaneidad del hombre de los desiertos, cuya enérgica voluntad no se ha plegado jamás a la de nadie; al hombre que obedece ciegamente a sus instintos, y que marcha de frente al fin que se propone, y se estrella contra los obstáculos o los anonada, sin buscar para ello extraviadas sendas o largos rodeos, como hacernos nosotros los hijos de la civilización.

Fue necesaria toda la nobleza de que era susceptible Amaro, y toda la juventud e inocencia de Lia, para que aquel no se dejase arrebatar de su primer impulso. Acción sobrehumana en el gaucho, y mucho más en el montonero, acostumbrado a imponer la ley a cuantos le rodeaban. Veamos ahora si tuvo motivos para arrepentirse de su noble proceder.

A la mañana siguiente, Lia, fiel a su palabra, acudió a la cita en el paraje convenido.

Aquella parte, como toda la margen del río, estaba cubierta de árboles y de un basto pajonal, que se extendía a la derecha de un radio de cuatro mil varas.

Difícilmente se concebiría una localidad más a propósito para una discusión erótica, o llámese de contrabando; al través de los árboles se veía desde lejos a los que cruzaban por los alrededores o venían de la Estancia, los cuales necesitaban trasponer la cuchilla, y en tanto el galán, la dama, o los dos juntos si así les conviniese, podían resguardarse de sus impertinentes miradas en el pajonal, aunque al entrar buscasen refugio en sus pantorrillas o brazos alguna araña descomunal, más negra que el hollín, algún alacrán, lagarto, gato de monte, perro cimarrón, tábano venenoso, hormiga ídem, víbora de coral, u otro inofensivo animalito por el estilo, de tantos como Dios crió en la tierra americana sin duda para que sus habitantes aprendan prácticamente la historia natural.

Pero estos pequeños percances y otros que no mencionamos por no fastidiar al lector con digresiones inútiles, eran flores para Amaro, como para el protagonista de cierta comedia los silbidos arrullos, y los vituperios alabanzas. Lo que aquel buscaba era la seguridad de Lia, y que nadie pudiese sorprenderlos. ¿Qué importaba lo demás?... Él era quién había de esconderse en el pajonal, y ya sabría precaverse de las picaduras de los insectos y de las mordeduras de los cuadrúpedos y reptiles.

Cuando Lia llegó, encontrole apoyado contra el tronco de un tala, siguiendo con la vista la corriente de las cristalinas aguas, y tan abismado en sus tristes pensamientos, que no se apercibió de su aproximación.

-¡Amigo mío!... dijo la joven con timidez.

El gaucho alzó rápidamente la cabeza, y se descubrió, preguntándola como había pasado la noche.

-No muy bien, contestó; me he desvelado pensando en el yacaré. ¿Y vos?

Amaro se sonrió; pero guardó silencio.

-¿No queréis contestarme? Bien, añadió Lia, interpretando a su favor la sonrisa del proscripto.

-Pues yo tampoco he dormido... dijo este después de un instante.

-¿Pensando en el yacaré?... Preguntó la joven encendida como una grana, temiendo y deseando que le respondiese lo que confusamente preveía.

-No: en un ángel que Dios me enviaba para librarme de la muerte.

Al pronunciar Amaro estas palabras, clavaba sus centelleantes ojos en los de Lia que inclinaba los suyos teñida la frente de púdico rubor y sin poder soportar la fulgurante radiación de su mirada.

Los dos bajo la impresión de una misma agradable idea, permanecieron en silencio algunos minutos. Por fin Lia se atrevió a romperle: su corazón latía con violencia.

-Amigo mío, le dijo con un timbre de voz que revelaba su profunda emoción, ¿podré saber a quién tengo la dicha de deberle la vida?

Amaro la miró enternecido.

¡Ah! os interesáis por el desventurado proscripto, exclamó: tal vez cuando sepáis su nombre os cause horror...

-No: ¿por qué?...

-Porque mis enemigos, mis cobardes enemigos me han calumniado atribuyéndome los crímenes más atroces... ¡Villanos!... ¿No habéis oído nunca hablar de un indio, de un mestizo o mulato, renegado de nuestra santa religión, que tala los campos, incendia los pueblos, pasa a cuchillo a los prisioneros, no respeta el pudor de las mujeres, y hasta se atreve a profanar los templos y a poner sus impías manos en los ungidos del Señor?...

-Pero por Dios, ¿quién sois? tornó a preguntar la joven con doble interés y curiosidad.

-¿Me juráis no huir de mí cuando os lo diga?

-¡Sí!

El gaucho se acercó a ella, giró la vista en torno suyo, y casi al oído, con voz apagada, murmuró:

-¡Me llamo Amaro, y los intrusos me apellidan...Satanás!

¡¡¡Caramurú!!! exclamó Lia con un grito de sorpresa, que Amaro creyó producido por el espanto; pero su recelo se desvaneció al punto, al ver la inefable delectación que bañó el rostro de la joven.

Lia, ebria de gozo, le miraba de arriba abajo con avidez, como si dudase de lo que veía. Aquel hombre, vivía en su imaginación hacía tiempo, y le profesaba ella ese afecto vago y misterioso que suelen inspirar los genios a sus admiradores.

Amaro, no sabiendo a que atribuir aquel escrupuloso examen, dijo sonriéndose.

-Sin duda, con los rumores que circulan acerca de mí estaríais persuadida que era un demonio en figura de hombre.

-Al contrario, muchas veces al oír hablar de vos me formé una idea que la realidad confirma, y me admiro únicamente de no haberos conocido desde el principio...

-¿Y ahora tendré derecho a preguntaros vuestro nombre? añadió el gaucho.

-Me llamo Lia, contestó ella, callando intencionalmente su apellido. Presentía que Amaro iba en breve a ser dueño de su corazón, y no quería que llegase a saber que estaba comprometida, y que este corazón tan puro y virginal ya no le pertenecía.

Un nuevo horizonte de felicidad se descorría ante sus ojos, y fuese admiración, entusiasmo, gratitud o amor, el deseo de conquistar su aprecio y cariño se despertaba en su alma, vehemente e irresistible. Hasta entonces había visto, sin comprenderlas, las miradas abrasadoras de los hombres, y escuchado sus alabanzas con la más completa indiferencia. Ahora las tiernas miradas del proscripto la llenaban de una dulce agitación, y sus lisonjeras palabras dilataban su pecho y henchían su alma de placer.

La hora de separarse llegó pronto, más pronto de lo que ellos desearan.

Para los dichosos, el tiempo no corre, sino que vuela, Amaro estrechó dulcemente la mano de Lia, y creyendo inútil encargarle la mayor reserva sobre el secreto que acababa de confiar a su amor, se contentó con rogarla que no faltase al día siguiente. -No, no faltaré, contestó ella, retirando la mano que su libertador se olvidaba de soltar.

Amaro tomó el camino de la selva y ella el de la Estancia; pero a los pocos pasos volvieron ambos a un tiempo la cabeza, y se saludaron con la sonrisa en los labios, casualidad que se verificó más de una vez, y que solo se explica por ese magnetismo, o sea doble vista del amor, que adivina los movimientos e ideas de la persona amada aun cuando estén separados por largas distancias.

-Ella me amará, se dijo Amaro al sorprender una de aquellas miradas furtivas de la hermosa, que se alejaba repitiéndose llena de rubor y orgullo:

-¡Él me ama!...

Lia, con el instinto propio de las mujeres, había conocido, a pesar de su inexperiencia, lo que su futuro amante no había hecho más que vislumbrar. Él vacilaba apelando al porvenir: ella medía de una ojeada el tesoro de pasión que escondía el pecho del proscripto, y se decía apoderándose de él:

-¡Ya es mío!

De este modo continuaron viéndose por espacio de tres semanas: al cabo de este tiempo Amaro declaró su amor a Lia, y oyó de sus labios la ingenua confesión de que era correspondido, y que antes de conocerle por ningún hombre había sentido lo que por él.

Entonces mediaron explicaciones muy dolorosas para ambos. Lia le declaró, firme en su plan de ocultar la verdad, que era hija de un comerciante de Guadalupe; y como él, al saber que era amado, le manifestase su intención de ir a verle para pedirla en matrimonio, la pobre niña, arrepintiéndose demasiado tarde de su mentira, pensó descubrir la verdad para disuadirle de su intento.

-Has de saber, le dijo bañada en llanto, que mi padre ha empeñado su palabra de honor y ha ofrecido mi mano a otro hombre...

-¡Dime su nombre, su nombre!... repitió el gaucho con reconcentrada ira.

Lia leyó en sus ojos la sentencia de muerte del desgraciado cuyo nombre pronunciaran sus labios.

-Es un primo mío, contestó fríamente, y harías muy mal en matarle, porque yo no le quiero.

-Pero te casarás o te casarán con él, continuó Amaro en el mismo tono.

¡Jamás!... ¡Tuya, o de Dios!... replicó Lia con un acento tan veraz y arrojándole una mirada tan llena de ternura y sublime resignación, que su amante no pudo menos de creerla.

Otros quince días trascurrieron, como quince minutos. Lia guardó su secreto, y Amaro, empeñado en dar cima A sus planes de preparar una sublevación general en el Departamento, lo esperó todo del porvenir y del sincero afecto de su amada. Sus ilusiones no debían durar mucho.

Una mañana se presentó Lia llorosa y abatida: la tarde anterior había recibido una carta de su padre en que le anunciaba que estaría en la Estancia dentro de cuatro días, para llevársela a Montevideo, ya que felizmente se hallaba restablecida del todo. Y no era esto lo peor, sino que añadía a renglón seguido que D. Álvaro, el odioso conde, había vuelto de Río de Janeiro y tendría el gusto de acompañarle, junto con su madre, que solo por esta circunstancia había podido resolverse a salir de la capital. Lia estrujó la carta entre sus manos, la rasgó en mil pedazos, y maldijo la hora y el momento en que se había tomado aquella resolución.

-¿Qué tienes, alma mía? le dijo tiernamente Amaro al verla tan triste.

-¡Ay! ha llegado el momento de separarnos, respondió ella deshaciéndose en lágrimas.

-¿Separarnos?... ¡Jamás! replicó su amante con fiereza; ¿quién, quién en el mundo puede separarnos?

-Mi padre, que vendrá dentro de cuatro días.

-¡Ah, tu padre!...

El proscripto inclinó la cabeza sobre el pecho como abrumado por el tropel de ideas que afluían en torbellino a su mente. Los, rizos de su larga cabellera, agitados por el viento de la mañana, ondeaban sobre su rostro como un espeso velo que recatase su mortal angustia, mientras ella con palabras entrecortadas por el llanto, procuraba en vano disipar su pena.

-¡Amor mío! le decía... créeme por lo que más ames en la tierra... ni nada ni nadie me harán ser infiel a mis juramentos... Mi corazón, mi vida, mi alma son tuyos... y antes que pertenecer a otro, dejaría de existir... ¡Sin ti nada quiero... ni la gloria eterna!

Amaro, al oírla, se estremeció, semejante a un corcel guerrero cuando escucha el estrépito de los tambores, atabales y clarines que dan la señal de acometer, y alzando rápidamente la cabeza, se echó atrás con ambas manos sus ondeantes cabellos, y exclamó:

-Lia, ¿me amas?

-¿Si te amo?... ¡No!... ¡Te adoro, te idolatro! contestó ella con toda la vehemencia y pasión de que es susceptible una mujer locamente enamorada.

-Pues si me amas, añadió él acentuando las palabras, ¡es preciso que lo abandones todo por mí!

-Te seguiré, respondió la inexperta niña sin saber lo que decía; pero apercibiéndose al punto de la gravedad de su compromiso, añadió sollozando:

-¡Ah! ¡no puedo... no puedo, no!... Mi padre... mi pobre padre se moriría de pena!

-Tienes razón, contestó fríamente el gaucho en ademán de retirarse, y enternecido a su pesar por las lágrimas de Lia; tienes razón. Al fin yo no soy otra cosa que un despreciable gaucho sin Dios ni ley, como decís vosotros los de la ciudad, y tú eres rica, hermosa y de elevada cuna... ¡Conmigo serías muy desgraciada! ¿Que podría yo brindarte, en cambio de la felicidad que me sacrificarías?...

¡Nada!... Nada, Lia; solo un nombre, infamado, y la miseria, los azares, los contratiempos y penalidades de mi borrascosa existencia... ¡Adiós! ¡Él te haga tan dichosa como yo deseo! Si alguna vez oyes decir que he muerto, no derrames ni una lágrima por mi memoria. Olvida para siempre al desventurado proscripto. ¡Adiós!

-¡No, no te irás! exclamó Lia asegurándole de un brazo.

Amaro volvió el rostro, y entonces Lia pudo notar dos gruesas lágrimas que rodaban a lo largo de sus mejillas. Aquel hombre terrible, a quien llamaban sus enemigos Satanás, acaso por la vez primera sentía humedecidos sus ojos el llanto.

-¡Adiós! tornó a repetir, insensible a los ruegos de su amante.

-Te seguiré, ingrato; te seguiré... haré lo que quieras, dijo Lia estrechándole ciega entre sus brazos.

-Reflexiónalo bien.

-La infamia, el deshonor, la muerte, ¡todo lo acepto por ti!

Los labios del gaucho estamparon el primer beso en la púdica frente de su amada.

-No: de hoy en adelante, eres mi esposa; no faltará quien bendiga nuestro enlace: yo conquistaré gloria y riquezas para ti. Algún día se ha de eclipsar la negra estrella que me persigue: entre tanto el desierto es grande, y en él encontrarás siempre una choza donde guarecerte y servidores fieles que te acaten como a su reina. ¿Ves ese dilatado bosque que se pierde de vista, donde nadie se atreve a penetrar temiendo a las fieras que en él se esconden? Pues allí, allí hay más de cuatrocientos montoneros, que solo esperan una palabra mía para alzar el estandarte de la rebelión en este punto; pero todavía no ha sonado la hora de recomenzar la lucha... Somos muy pocos y no tenemos ni armas, ni pólvora, ni balas... Allí vivirás hasta que caiga el odiado pendón portugués de los muros de Paysandú, y ondee en su lugar la bandera azul y blanca.

Una vez resuelta Lia, concertaron el modo de llevar a cabo su evasión, la cual no podía verificarse sino de noche, porque antes de llegar al bosque tenían que atravesar un gran trecho ocupado por los rebaños de la Estancia, y podían ser detenidos o vistos por los peones que los guardaban; y a Amaro en aquella circunstancia le interesaba, como había indicado antes, no despertar la más leve sospecha, y mucho menos dar margen con una imprudencia semejante a que entrasen en la selva buscando a Lia y descubriesen a sus amigos.

Convinieron, pues, en que ella ganaría al esclavo que cuidaba de las puertas, para que cerrase una en falso a fin de que pudiese salir a media noche, al oír la señal acordada que era el canto de Aguará, y aplazaron su ejecución para dos días después.

Pero no bien se separó Lia de Amaro, no bien la fría calma de la reflexión sucedió al vértigo febril de las pasiones, y se vio libre de la avasalladora e incontrastable fascinación que aquel hombre ejercía en todo su ser, Lia retrocedió ante las consecuencias de su extravío, se arrepintió de su debilidad, recordó enternecida la desesperación de su buen padre que tanto la quería, y después de una obstinada lucha entre su amor y su deber, en la que triunfó por fin éste, se propuso engañar a su amante con plausibles pretextos hasta la llegada de D. Carlos...

Hemos visto en el capítulo primero cómo la agreste impetuosidad del gaucho desbarató sus planes, y cómo, a pesar de sus buenos deseos, a pesar de su heroica resistencia hasta el último momento, fue robada de la Estancia de su tía y conducida... ¿donde?... el título del siguiente capítulo os lo está diciendo.