Caramurú/Capítulo XII

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo XII

Capítulo XII

Protector y protegido

Era una hermosa noche de verano: brillaba la luna llena en el zenit, y el oscuro azul del firmamento, salpicado de rutilantes estrellas, semejaba un inmenso pabellón de su bordado de plata, que algún arcángel hacía tremolar en el espacio, envolviendo al mundo con su sombra protectora. Noche de amor y poesía iluminada por el melancólico fulgor de los astros que se destacaban en el fondo del cerúleo velo como chispas refulgentes que iba dejando en su camino el carro del Hacedor al cruzar la ancha red del universo. Noche de indefinible embeleso, en la que suspiraba el alma contemplando al cielo, cual si anhelase romper los grillos que la sujetaban a la tierra, y en alas de la fe y la esperanza volar hasta el trono radiante del Altísimo...

Apacible calma, misterioso silencio cubrían la vasta extensión del campo solitario; calma y silencio que al perturbarse le prestaban nuevo hechizo, nueva majestad y encanto. Tal vez una ráfaga perdida pasaba murmurando por encima de los bosques y sacudía las gallardas copas de millares de árboles, que se iban inclinando unas en pos de otras, semejantes a las olas del Océano cuando la brisa las empuja suavemente y las derrama sobre la arenosa playa; acaso los tristes gemidos del ñacurutú, y de otras aves nocturnas resonaban de vez en cuando, interrumpidas por el espantoso aullar de los cimarrones , que, hambrientos, vagaban por las fragosidades de la sierra; acaso se estremecían los pajonales y ondeaba el césped bajo los ágiles pies de los hurones, que buscaban su presa a los trémulos rayos de la luna; o el pesado Anta se revolvía en el fango de algún riachuelo, dejando escapar por su pequeña trompa un áspero resoplido, indicio del placer que experimentaba; tal vez alguna aleve tribu asomaba por las empinadas lomas tendida al viento la larga cabellera, y descendía al llano haciendo retemblar el suelo bajo el sonante casco de sus veloces potros, inclinada sobre su cuello, para que a la distancia la confundiesen con alguna manada de caballos o novillos silvestres; y en fin, quizá un rumor lejano, parecido al bullente hervor de una gran caldera que rebosara y se derramase apagando las llamas que la envolviesen, anunciaban que algún río gigantesco salía de madre y se dilataba por los campos vecinos, sin estrépito ni violencia, pero imponente, arrollador, incontrastable, como el tiempo en el océano de las edades, tragando y vomitando siglos.

El reloj de la parroquia de Paysandú dio doce lúgubres campanadas: largo rato hacía que Amaro se paseaba por el cementerio aguardando a sus amigos.

La luna reflejaba sus rayos en las blancas osamentas amontonadas en un extremo de la mansión de los muertos; gemía el crecido césped de las tumbas, y los sauces y cipreses se doblaban a intervalos con doliente murmullo; fugitivas exhalaciones cruzaban allí y aquí; se oían clara y distintamente dentro de los nichos el ruido de los dientes y los chillidos de las alimañas que se nutren con los fríos despojos de los cadáveres; el eco repetía en el cóncavo suelo las pisadas y voces misteriosas, tristes ayes y quejidos parecían salir del seno de la tierra, de las losas de los sepulcros, de los árboles, del césped, de las osamentas, y hasta de los pajizos y derruidos muros.

Empero Amaro, a pesar que creía, como todos los gauchos, en duendes y aparecidos, paseábase impasible y tranquilo de un extremo a otro del osario. Fijaba sus ojos en el paraje donde habían enterrado al enchalecador, y se sentía capaz de volver a matarle si se levantase de nuevo de su tumba. Nada había en el mundo que le hiciera temblar; ni los vivos ni los muertos. Su alma, inaccesible al miedo, podía ser aniquilada; pero mientras permaneciese en su cuerpo, prestaría aliento a su brazo hasta para luchar como Luzbel contra su mismo Hacedor.

Sacole de sus meditaciones la aproximación de D. Carlos Niser, que venía acompañado del vaqueano.

Al verlos, saltó por las tapias del cementerio, y salió a su encuentro,

D. Carlos y su acompañante retrocedieron llenos de pusilánimes aprensiones; es indudable que a no estar prevenidos y a no haberles él gritado que era el que aguardaban, hubieran echado a correr, sin detenerse hasta llegar al pueblo.

Sr. D. Carlos, dijo Amaro, quitándose el sombrero: mi amigo Chirino ya os habrá informado del empeño que tengo en serviros.

-Sí, y te doy por ello las más expresivas gracias, contestó el abogado trémulo aun, y mirando en torno suyo con ojos despavoridos. La repentina aparición del gaucho, envuelto en su poncho, por la parte del camposanto donde estaban apilados los huesos y calaveras, le había asustado en términos que no le conoció, a pesar de ser la fisonomía de Amaro una de aquellas que no es posible confundir con otra alguna.

-Vengo a ayudaros a recobrar vuestra hija, añadió este cubriéndose, persuadido de que ya le habría reconocido.

-¡Ah, sí, mi hija, mi querida hija! exclamó don Carlos, -recordando de pronto el objeto de la cita que también se le había olvidado. Habla, di, ¿qué recompensa quieres?

-¡Recompensa! replicó el gaucho con amargura: yo no os exijo nada; tengo que pagaros una deuda de honor.

A estas palabras, Amaro se sacó por segunda vez el sombrero, cuyas anchas alas impedían que la luz del astro de la noche iluminasen su semblante.

D. Carlos, preocupado con otras ideas, la miró, y aunque le pareció que aquella cara no le era desconocida, no cayó al punto en quién era.

-¿Me harás el favor de decirme cómo te llamas? le preguntó; tengo idea de haberte visto en otra parte.

-¿No recordáis, Sr. de Niser, un viaje que hicisteis al departamento de Minas?

-¿Cuándo? ¿En 1810?

-No: en 1815.

-También estuve en esa época.

-¿Y no os acordáis, señor, de un joven de veinte años que estaba en capilla y debía ser fusilado al día siguiente por haber muerto en desafío sin testigos al único hijo del más rico y considerado propietario de aquel departamento?

-Sí... me acuerdo... pero confusamente.

-¿No os acordáis, señor, que a ruego de vuestro pariente D. Nereo, interpusisteis vuestra poderosa mediación con el comandante, a quien estaba confiado el mando de aquel pueblo, y partisteis esa misma tarde para el campamento del General Artigas, volviendo cuatro días después con el perdón que me otorgó, gracias a vos?

D. Carlos se acercó al gaucho, le miró con avidez y dando un grito de gozo:

-¡Ah, tú eres Amaro! exclamó; ¡gracias, gracias, Dios mío! Ahora recobraré a mi hija.

-No contento con eso, continuó el amante de Lia, que necesitaba enumerar uno a uno todos los beneficios que debía a su padre, a fin de tener fuerzas para hacerle por completo el heroico sacrificio que deseaba; no contento con eso, me disteis un cinto de onzas, cartas de recomendación para Buenos Aires, y por fin, me salvasteis por segunda vez la vida, desbaratando una celada dispuesta por mis enemigos para asesinarme al pasar el Uruguay.

-Es verdad... me interesaba por ti como por un hijo; pero tú, tú no has correspondido a mi afecto como debías. Ni una vez sola ha procurado verme en el espacio de ocho años.

-¿Habéis necesitado de mí alguna vez?

-No. Ahora únicamente.

-Pues ahora estoy aquí.

-Y tanto confío en ti, que solo al verte he creído que volvería a recobrar a mi hija, porque sabiendo tú dónde se oculta, por grado o por fuerza la traerás a mis brazos, aunque te costase la vida, ¿no es verdad?...

Al expresarse de esta manera, muy lejos estaba D. Carlos de valorar todo el alcance de sus expresiones; no hacía más que manifestar su ciega confianza en las promesas del gaucho. Sabía que ellos son esclavos de su palabra, que mueren antes de quebrantarla, sin retroceder ante sacrificio alguno, cuando se le exige su cumplimiento.

-Acaso nunca sepáis, Sr. de Niser, repuso dolorosamente Amaro, vos, que me acusáis de ingrato, ¡cuán caro me cuesta retribuiros vuestros beneficios!

-No te comprendo, respondió D. Carlos admirado.

-Ni es necesario que me comprendáis... decidme: ¿tenéis presente, por ventura, lo que os dije el día que recibí mi perdón?

-Me jurasteis que en cualquiera situación, y en cualquiera parte donde te hallases, acudirías a mí en cuanto yo te lo indicase, y fuese cual fuese el favor que te pidiera, lo ejecutarías en el acto sin vacilar.

-Heme aquí por lo tanto esperando vuestras órdenes.

-Quiero ver a mi hija, si es posible recobrarla.

-Pasado mañana, Dios mediante, la tendréis en vuestra casa.

-¿A qué hora?

-Después de las carreras.

-¡Ah, por la Virgen, no me engañes, Amaro, repitió el anciano con recelosa alegría; no me hagas consentir en tamaña ventura, que luego debe hacer más amarga la triste realidad.

-Os repito que pasado mañana, suceda lo que suceda, cueste lo que cueste, abrazaréis a vuestra hija.

El tono avasallador del jefe de los montoneros no dejaba lugar a dudas. D. Carlos cedió a la influencia que dominaba a los demás. Inútil era reflexionar: Amaro subyugaba por la fuerza del sentimiento. Convencía sin amenazar. Su porte, su ademán, su acento hablaban con más elocuencia que sus palabras.

-Si acaso yo mismo no os la entrego, prosiguió, salid de Paysandú, y muy cerca de sus trincheras encontraréis mi cadáver sangriento...

-¿Qué dices? ¡Explícame ese misterio! exclamó D. Carlos azorado.

-¡Nada me preguntéis; nada!... porque nada puedo deciros, respondió el gaucho con voz solemne, lenta y resignada; ¡cúmplase la voluntad de Dios!

Grande era la curiosidad y el ansia del amoroso padre, pero convencido como estaba de que por más instancias que hiciera al gaucho no le arrancaría una sola palabra, habiendo manifestado que nada diría, guardó silencio, y se dispuso a marchar.

-Hemos concluido, dijo; adiós, Amaro; descanso en ti.

-Dos palabras, señor, si gustáis replicó este deteniéndole del brazo.

-Di lo que quieras.

-No puedo ni está en mi mano poneros ninguna condición; pero debo preveniros que el motivo de haber abandonado vuestra hija la Estancia de su tía, no es otro que el estar comprometida con un hombre a quien no ama.

-¡Dios del ciclo! repitió D. Carlos: ¿y cómo ahora me libro del compromiso que tengo con el conde?

-¿El conde? preguntó Amaro con acento amenazador; es conde, ¿eh?

-Sí, conde de Itapeby.

-El gaucho se llevó las dos manos cerradas a las sienes, cual si quisiese detener su explosión de su ira. En seguida se volvió al anciano, que le contemplaba absorto, y añadió, poseído de un vértigo infernal:

-No puedo devolveros a Lia si no me juráis que no violentaréis su voluntad.

Un relámpago iluminó a D. Carlos: las tinieblas que envolvían su mente se disiparon; vio la verdad tal como era; adivinó que su hija estaba en poder de aquel hombre, y que él la amaba y era amado de ella.

-¡Desgraciado! exclamó: tú la has seducido; tú eres su raptor; tú has abusado de su inexperiencia y de sus pocos años. ¡Infame!

El indómito gaucho, al oírse apostrofar tan duramente, por un movimiento involuntario llevó la mano al puno de su daga; pero con la misma rapidez se detuvo, hincó una rodilla, tomó el puñal por la punta y se lo presentó a D. Carlos, diciéndole:

-¡Sí, yo os he robado vuestra hija; soy un miserable; lavad con mi sangre vuestra afrenta!

-¡Tan niña y perdida para siempre! repetía el anciano, llorando y escondiendo la cabeza entre sus manos.

-¡Oh, no la ultrajéis; está inocente y pura como los ángeles!... Si se halla en mi poder, es contra su voluntad.

Entonces Amaro se puso en pie, y en breve; palabras, llenas de elocuencia y pasión, le contó la historia de sus malhadados amores. El abogado le escuchó en silencio, y antes que acábase su narración, ya estaba convencido de la inocencia de Lia.

-Sin embargo, murmuró, su reputación está gravemente comprometida. Si al menos pudieses casarte con ella...

-¡Ese es todo mi anhelo, mi única ambición, mi más dulce ensueño de felicidad! contestó el gaucho, radiante el rostro de placer.

D. Carlos le miró frente a frente, y con una amarga sonrisa de desprecio, le dijo con altanería:

-¿Y quién eres tú para enlatarte con mi familia?

-Ignoro quiénes son mis padres, y nada tengo, replicó Amaro humildemente, pero siento en mí algo que me anuncia que mi estirpe es tan clara como la vuestra.

-Pues bien, continuó el buen viejo, enternecido y cediendo sin advertirlo a la magia que ejercía el caudillo patriota sobre cuantos le rodeaban; tú eres joven y valiente, procura averiguar quiénes son tus padres, o conquistar con tu esfuerzo una posición social, adquirir un nombre que valga tanto como el que la suerte te niega, y Lia será tuya.

-¡De veras! ¡No me engañaréis! exclamó Amaro, anhelante, inmóvil, suspenso de la respuesta que aguardaba.

-¡Sí; te lo juro por mi honor, por la salvación de mi patria, lo que más amo en la tierra después de Lia!

-Entonces, D. Carlos... el gaucho se detuvo dudando si debía o no descubrirle aun su segundo nombre: el nombre glorioso, sinónimo de heroísmo y lealtad, que todos los orientales fieles a su patria pronunciaban con respeto y admiración.

-¿Entonces, qué?... preguntó Niser con ansiedad. El aire distinguido del gaucho, su manera de expresarse, el misterio que le envolvía; habían herido fuertemente su imaginación. Una vaga sospecha de quién podía ser cruzaba al mismo tiempo por su frente.

-Entonces, dadme la mano... contestó aquel porque soy...

-¿Quién?

-¡Caramurú!

-¡Abrázame, hijo mío! gritó el anciano, estrechándole contra su pecho; sí, tú mereces llamarte hijo mío; era imposible que mi Lia se hubiese enamorado de un hombre vulgar.

Largas explicaciones se sucedieron, y de ellas resultó que D. Carlos se convino, no en negar su consentimiento a la boda, porque entonces se expondría a la venganza de D. Álvaro, sino en dilatarla, y solo en el último trance oponerse abiertamente, hasta que, arrojados los intrusos del patrio suelo, pudiese obrar con toda libertad, sin miedo de que le calificasen de anarquista, conspirador, y le confiscasen sus cuantiosos bienes.

Conformes en este punto, Amaro entabló otra animada discusión con el vaqueano, mudo espectador de las anteriores escenas; y muy importante debía ser el asunto, cuando la luz del nuevo día vino a anunciarles que ya era hora de retirarse.

D. Carlos y su futuro yerno tornaron a abrazarse de nuevo; y como el primero se lamentase del mal éxito que podía tener la empresa de que habían hablado antes, el jefe de los montoneros le contestó con su habitual indiferencia:

-No tengáis recelo alguno, amigo mío; la fortuna ayuda a los audaces. ¿No es verdad, Chirino?

-Señor, repuso el Cambueta: con vuestra gente, y los aliados que yo me encargo de proporcionaros, no digo con mil portugueses, ¡con mil demonios somos capaces de pelear!

-¡Dios proteja la buena causa! dijo el anciano alzando los ojos al cielo.

-¡O muerte, o libertad! repitió Amaro: y cada uno de los tres personajes, pensativo y meditabundo, se encaminó por distinto sendero; el abogado a la ciudad, el vaqueano a recorrer el departamento, y Caramurú al fondo de la selva a informar a sus valientes de que había llegado el momento solemne de vencer o morir.