Caramurú/Capítulo XIV

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo XIV

Capítulo XIV

La montonera

La pequeña hueste de Amaro reunida ya a su jefe, equipada y provista de armas en aquellos días, avanzaba lentamente en orden de batalla, silenciosa, imponente, resuelta como los trescientos compañeros de Leónidas, a morir peleando. El sol, próximo a hundirse en el ocaso, hacía brillar la desnuda hoja de sus corvos sables y la fulmínea punta de sus lanzas con siniestros resplandores.

La confianza y decisión con que marchaban a una muerte, al parecer inevitable, despertaba en sus enemigos un sentimiento muy parecido al miedo, hijo tal vez de la admiración que les infundía a su pesar, aquel arrojo sobrehumano.

El nombre de Caramurú, sin embargo, bastaba para esparcir el terror en sus filas, como el caballo del Cid para poner en vergonzosa fuga a los infieles.

La multitud, previendo lo que iba a suceder, se había dispersado más rápida que una bandada de palomas, a la aproximación de un milano.

Entre los fugitivos iban D. Carlos y D. Nereo: el conde, arrastrado al principio por las oleadas de los que huían, valiente, y pundonoroso militar, apenas se vio libre volvió al campo, sin querer oír los ruegos de su hermano y de su futuro suegro, que le suplicaban se viniese con ellos a la ciudad, puesto que estaba desarmado; y no tenía responsabilidad ni mando en las tropas reunidas allí, las que, por otra parte, siendo muy superiores en número, y la mayor parte veteranas, no podrían menos de arrollar a los insurgentes.

-Os engañáis, respondió él meneando la cabeza, Caramurú está a su frente; ese bandido, ese demonio acostumbrado a batir mil soldados nuestros con cien montoneros suyos. Y además, ¿creéis que solo con ellos tendremos que pelear?... ¡Mirad! por la parte opuesta, detenidos en el confín de la llanura, cerca de mil rebeldes se disponen a secundarlos. La cosa es más seria, de lo que pensáis, amigos míos. Mi deber me llama allí; adiós.

Y espoleó y soltó la brida, a su caballo, perdiéndose muy pronto de vista.

Sobrábale razón a D. Álvaro: ochocientos gauchos, peones y esclavos divididos en cuatro grupos, aguardaban la señal de acometer. Unos sacaban los trabucos y sables que llevaban ocultos, los primeros bajo el poncho, y los segundos bajo las caronas, otros esgrimían sus largos facones, y el mayor número blandía sus formidables bolas y doblaba el lazo, haciendo silbar por encima de su cabeza la pesada argolla de hierro que sirve de contrapeso para lanzarle hasta a cincuenta varas de distancia. Todo anunciaba que la lucha iba a ser encarnizada, y que los brasileros, en caso de vencer, comprarían muy cara su victoria.

El comandante general, confiado en sus mil soldados y en la ventaja de su artillería e infantería, resolvió esperarlos a pie firme, y dispuso que se replegasen sus batallones y dejasen aproximarse a los rebeldes a tiro de cañón. El apóstata oriental, el traidor D. Ricardo Floridan ignoraba con quien se las había, y juzgaba tan seguro el triunfo, que solo temía que sus contrarios no se atreviesen a atacarle. Quería que no se le escapase ni uno solo.

-¡Viva la patria! gritó Amaro volviéndose a los suyos: -¡Viva la patria! gritaron estos; -¡Patria y libertad! contestaron a su frente sus amigos, y en el mismo instante, los montoneros y sus aliados, se lanzaron a toda brida sobre las huestes brasileras.

Una detonación espantosa ensordeció la llanura: cuatro cañones preñados de metralla y quinientos fusiles estallaron a la vez, esparciendo la muerte y la desolación entre las filas de los patriotas.

Terrible fue aquel momento; una tercera parte de los valientes mordió el polvo: una nube de negro humo los envolvió, como un ancho sudario el inmenso cadáver de un gigante, y un coro desgarrador de ayes, lamentos o imprecaciones resonó tristemente como el himno fúnebre que anunciara su derrota.

¡Viva la patria! tornó Amaro a repetir sin detenerse con voz tremenda, que dominaba el fragor de los cañones y los lamentos de los moribundos: -¡Viva la patria! contestaron sus esforzados compañeros, siguiendo sus huellas: ¡Patria y libertad! volvieron a gritar sus aliados, ya encima de los invasores; y unos y otros cayeron simultáneamente sobre los cuadros enemigos, rompiendo la triple muralla de bayonetas que les cerraba el paso.

Entonces se trabó un desesperado combate a arma blanca, en el que cada patriota tenía que pelear contra diez realistas, y en el que, a pesar de su valentía, era de temer que al fin cediesen agobiados por el número.

Los portugueses huían, es verdad; pero a su retaguardia otros batallones venían en su apoyo, y mientras los rebeldes se volvían y los desbarataban, los fugitivos se rehacían y los esperaban de nuevo con las armas preparadas. La única ventaja que llevaban los orientales era que la caballería enemiga, como de costumbre, había huido cobardemente a los primeros choques, y abandonada la infantería, rota y dispersa varias veces, vagaba aquí y allí, sin poder reunirse en una sola columna, como sus jefes anhelaban. La rapidez y arrojo de los montoneros, el espanto que infundía Amaro apenas se aproximaba, hacía abortar sus mejores maniobras e inutilizaban toda su estrategia y sus esfuerzos.

Cabalgaba el intrépido gaucho sobre un arrogante potro, negro como las negras sombras que envolvían el caos antes que Dios separase la luz de las tinieblas, veloz como el pampero cuando el invierno desata sus alas, y blandía en su mano una poderosa lanza, cabo de ébano, que remataba en dos medias lunas. Se había sacado el poncho, empapado en agua al precipitarse en el río: tenía descubierta la cabeza; el sombrero flotaba sobre sus robustas espaldas, sujeto a la garganta por el barbijo; descendía, hasta besar los hombros, su cabellera húmeda, destrenzada en lacias guedejas; el entusiasmo bélico, la sed de venganza, el estridor de los sables, la vista de la sangre, el ambiente de la pólvora contraían sus labios, coloreaban sus mejillas, crispaban sus músculos, erizaban sus bigotes, y comunicaban a sus negras pupilas no sé qué eléctricas vibraciones, qué efluvios de luz, que producían en la muchedumbre el efecto de los magnetizadores en las personas sujetas a su influencia. Parecían dos soles rojizos, que giraban como estrellas artificiales, despidiendo un millar de chispas centelleantes.

Así, ceñido de una aureola de fuego, más terrible que el apóstol Santiago combatiendo contra los musulmanes, revolvíase sobre el caballo, llevando la muerte donde fijaba sus ojos; la muerte, sí, porque el rayo de su mirada no era más ligero que la punta de su lanza. El pensamiento y la acción se sucedían en él con tal velocidad, que era imposible distinguir si el primero engendraba a la segunda, o si este era engendrado por aquella.

Empero ya el sol había desaparecido, y muy pronto el crepúsculo iba a extender su gasa de sombras por el Occidente. Era preciso, pues, antes que llegase la noche arrollar a todo trance a los que se conservaban en el campo para que se declarase una derrota general en el pequeño ejército enemigo, Amaro había jurado clavar esa noche el estandarte azul y blanco en las trincheras de Paysandú, y cubierto de gloria devolver a Lia a su padre, o perecer en la demanda. Su suerte estaba echada, vencer o morir.

Detuvo su corcel un momento; paseó la vista por la llanura para cerciorarse del estado en que se encontraban tanto los suyos como los enemigos, indagó si les venían refuerzos de alguna parte, y cuando ya se preparaba a volver sobre ellos, notó por casualidad en el horizonte lejano, encima de una montaña, un bulto blanco, la forma vaga y misteriosa de una mujer, mirola, sintiendo acrecer su esfuerzo al contemplarla, su anhelo de triunfar o sucumbir.

¡Ah! la voz secreta de su corazón, que nunca le engañaba, le decía que aquella mujer era Lia; Lia, que había salido del bosque contraviniendo sus órdenes, y después de haber rogado a sus guardianes que le acompañasen hasta la cumbre del monte, tales cosas les dijo que les obligó a avergonzarse de su inacción y a volar en apoyo de sus compañeros, exponiéndose al enojo y acaso a la venganza de su jefe.

-Su amante la había dejado custodiada por diez hombres, los cuales debían, si la suerte le era adversa, acompañarle al otro día hasta cerca de Paysandú, y entregarla al vaqueano para que la pusiese en manos de su padre; pero ella, a las primeras descargas, con un valor admirable en sus pocos años y en su sexo, mandó a los gauchos que la llevasen a alguna de las montañas inmediatas, que dominaban la llanura, y estos, que solo tenían orden de no separarse de ella, pero no de oponerse a su voluntad, obedecieron.

Llegaron a la cumbre en los momentos en que, rechazados los auxiliares de Amaro, huían en desorden ante un batallón realista capitaneado por el conde, los únicos que sostenían dignamente el honor de las armas brasileras.

-¡Ay! Huyen los nuestros, dijo Lia acongojada, alzando las manos al cielo: ¡todo se ha perdido!

-Todavía no; ¡ya se reharán! Contestó uno de los que la acompañaban con la sombría calma peculiar de los gauchos cuando están muy afectados, y, además, mirad a la izquierda... allí... cerca de la artillería... ved como corren los intrusos...

-Sí; ¡aquel es Amaro! gritó la joven, trémula de gozo y de temor; ya rompe el segundo cuadro, y llega al pie de los cañones enemigos... ¡Dios mío!... ¡Protégele!... Ya no lo veo... ha caído del caballo, ¡ay!...

-Señorita, no os asustéis: no ha nacido todavía el hombre que ha de matar a Caramurú.

-Al mismo tiempo que le apuntaban, le he visto caer; contestó ella sollozando.

-¡Ja! Ja! ¡Ja!... ¿Caer él? Habrá dado alguna vuelta por debajo del vientre del caballo; y si no, miradlo...

En efecto, Amaro disipada la nube de humo y fuego que le envolvió algunos segundos, lanceaba en aquel instante a los artilleros al pie de los cañones, y se iba apoderando de ellos con la mayor facilidad.

¡Oh! ¡El cielo le protege! replicó Lia trocando sus lágrimas de pesar en otras de gozo. ¡Dios da fortaleza a su brazo, y corona con el triunfo su heroico esfuerzo!

Súbita idea, hija del entusiasmo que le inspiraba su amante, coloreó su frente de marfil; un rayo de amor patrio levantó su nevado seno, y condensándose en sus negras pupilas, se escapó de sus labios virginales llevando la convicción de su deber y el ansia de la gloria al corazón de los que la rodeaban.

-Amigos míos, les dijo, para nada os necesito; dejadme sola, id allí, allí donde caen vuestros hermanos despedazados por la metralla.

Los ganchos se miraron unos a otros manifestando involuntariamente su pesar de verse detenidos allí. Lia continuó:

-¡No os avergonzáis de presenciar el combate en vez de participar de él! ¡Ah! ¡Si yo fuese hombre!...

-¡Por la virgen del Pilar, señorita! exclamó el que hacía de jefe; tenemos orden expresa de no abandonaros. Nos va en ello la vida... más que la vida... el aprecio de Caramurú...

-Os juro que nada sabrá, y si lo sabe, ¿crees que me negaría vuestro perdón pidiéndoselo yo?

Los gauchos volvieron a mirarse unos a otros vacilando.

-No hay que perder tiempo, replicó Lia tomando un aire de reina ofendida que la sentaba perfectamente; ¡ea, marchad; yo os lo mando!

-No puede ser, señorita, contestó el sargento imperturbable.

-¡Eh! añadió la joven con escarnio, sabiendo que este era el único medio de hacer que saltasen por todas las consideraciones, y se fuesen al enemigo como fieras; ¡sois unos cobardes, tenéis miedo, y andáis buscando pretextos para disculpar vuestra flojedad! ¡Miserables! ¡No tenéis una gota de sangre oriental en las venas!...

-Eso no, ¡voto al diablo! gritó el sargento dirigiéndose a sus nueve compañeros; ¿quién quiere seguirme? ¿Quién quiere venirse conmigo a hacerse matar de puro gusto, para que esta niña se retracte de sus crueles palabras?...

-¡Yo, yo! respondieron a una voz todos los gauchos.

-Es preciso que alguien se quede.

-No necesito a nadie, repitió Lia dándoles las gracias y animándolos con una mirada capaz de levantar de su tumba a un cadáver; id, amigos míos, y cubríos de gloria con vuestros hermanos, o caed a su lado. Vencidos o vencedores, aquí me encontraréis rogando por vosotros.

Y no bien se perdieron en el declive de la montaña, la encantadora virgen cayó de hinojos y levantó las manos al cielo orando por la salvación de su patria. Viva imagen de su quebranto y de sus esperanzas, idealización sublime del sangriento drama que a sus pies se representaba, ella simbolizaba el lóbrego presente y el espléndido porvenir de América, triste e incierto ahora, pero en el futuro rico de ventura como una promesa de Dios.

¡Y qué bella, qué hechicera, qué divina estaba sobre la alta cumbre, vestida de blanco, elevando de rodillas sus plegarias al Todopoderoso, entre las dudosas sombras del crepúsculo y la múltiple cuanto pavorosa armonía que se remontaba de la llanura cargada con las almas de los muertos! ¡Cuánto recogimiento en su semblante! ¡Cuánta ternura en su mirada! ¡Cuánta expresión en su actitud seráfica!... Era imposible, sí, era imposible que Dios desoyese su ruego. El ángel de la victoria, compadecido de su dolor, debía posarse sobre las banderas que ella siguiese con la vista...

Amaro penetró serpeando como una centella por enmedio de los batallones enemigos; la consternación y el espanto se apoderaron de los brasileros; ya no le esperaban; huían desde lejos al verle venir, y no los ojos, los gemidos de los que caían derribados por su temible lanza, les indicaban su dirección,

En breve la derrota se hizo general: la carnicería fue espantosa: no se dio cuartel por espacio de tres horas.

D. Ricardo Floridan, el marido de doña Eugenia y el conde, cayeron prisioneros, y debieron el no ser muertos a la aparición de Amaro, que llegó cuando los tendían en el suelo para degollarlos.

El primer rayo de la luna que brilló en el cielo a media noche, encontró clavada en las trincheras de Paisandú la bandera blanca con el sol de oro y las siete fajas azules, y a dos leguas de allí trescientos cadáveres tendidos en la llanura. ¡Magnífico festín para los buitres y caranchos que en muchos días cruzaron en numerosas bandadas desde una a otra ribera del Uruguay, anunciando la catástrofe a los que todavía la ignoraban!