Caramurú/Capítulo XVI

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo XVI

Capítulo XVI

Venganza de un gaucho

Amaro había resuelto, según se expresaba, hacer un escarmiento con los jefes prisioneros: su amor, más enérgico que su voluntad, sofocó la explosión de su venganza. A todos los perdonó sinceramente, menos a D. Álvaro, porque era imposible, aunque lo desease. Hombres de su temple no reciben una bofetada y se quedan con ella. Hay agravios que solo con sangre se lavan.

En medio del rencor y justa indignación que le ocasionara el ultraje del conde, no podía menos de conocer que era un valiente; y esto, junto con sus sarcasmos y la mortificación de que creyesen los demás que le mataba porque le tenía miedo, contribuyó no poco a que cediese al fin a los nobles impulsos de su corazón y a los fervorosos ruegos de las personas que más amaba en el mundo: Lía y su padre.

D. Álvaro había dicho que se deshacía vilmente de él, porque era un cobarde, incapaz de exigirle por sí mismo la satisfacción que estaba pronto a darle; y Amaro, vuelto de su momentánea alucinación, comprendió que para vengar su ofensa cual caballero, aquel era el camino y no otro: un duelo a muerte.

Tan pronto como esta idea surgió en su cabeza, salió, montó a caballo, y voló en busca de ellos.

Ya hemos indicado que afortunadamente logró alcanzarlos fuera del pueblo, a pocos pasos del lugar donde debía verificarse la ejecución.

-¡Deteneos! Les gritó desde lejos, no bien los divisó, ¡deteneos!

Soldados y prisioneros volvieron el rostro con igual sorpresa: habían conocido la terrible voz de Caramurú.

Aproximose este a galope, bajó de su alazán, y tomando al conde de un brazo, se alejó con él a bastante distancia para que no le oyesen los demás,

-¿Sois hombre de honor?...

-Dudo que me lo preguntéis, contestó D. Álvaro con altanería, pruebas tenéis de que nadie, ni aun prisionero, me insulta impunemente.

-¿Aceptaréis un duelo a muerte?

-¡Con el mayor placer!

-En ese caso... os dejaré ir en libertad.

-Pensé que nos batiríamos ahora mismo, repuso el conde.

-Ahora no puede ser, conviene que el más impenetrable secreto envuelva nuestro desafío.

-Entonces... murmuró el Sr. de Itapeby perplejo.

-Os iréis a Montevideo... dentro de seis meses, el 3 del próximo octubre a la tarde saldréis como de paseo, y os dirigiréis solo al Pantanoso: yo allí os espero... en los médanos.

-¿Las armas?

-Escogedlas vos.

-Me es indiferente; pero para un duelo a muerte estoy por las pistolas.

-Sean las pistolas, respondió el gaucho lentamente, mas como son armas traidoras, y yo apenas las sé manejar, tiraremos lo más cerca posible.

A todo estoy dispuesto, replicó D. Álvaro afectando la más completa indiferencia para ocultar mejor el disgusto que te ocasionaba aquella proposición; ¡a todo! siempre, cuándo y del modo que gustéis.

-Excuso advertiros, continuó Amaro, que esto debe quedar entre nosotros dos, y que no se necesitan padrinos, médicos, ni...

-¡Oh, descuidad!... comprendo: sé de lo que se trata y también tengo yo mis motivos para ocultar este lance; por otra parte...

-Hemos concluido, exclamó el gaucho, sin dejarle terminar la frase; id con Dios, señor conde; disfrazaos de chasque con vuestro amigo, y estos mismos soldados os acompañarán hasta que salgáis del radio que vigilan mis montoneros.

-Una palabra, una sola palabra, exclamó D. Álvaro deteniéndole por el halda del poncho; decidme: ¿Lia está inocente?

-¿Y lo dudáis, por ventura? ¿Lo dudáis? repitió indignado su rival, a quién aquella pregunta extemporánea le producía el efecto de un dardo envenenado.

-Creía... pues... juzgaba...

-¡Eh! continuó Amaro en el mismo tono; yo no podía deshonrar a la que va a ser mi esposa.

-¿Tu esposa?...

-¡Sí, mi esposa!...

-Hace mucho tiempo que su madre tiene el enlace entre su hija y yo.

-¡No importa!

-Su padre me ha empeñado solemnemente su palabra de honor.

-¡No importa!

-Ella misma, sin que nadie la obligase, me ha dicho que me amaba y accedido muy gustosa a aceptar mi mano y mi nombre.

-¡Mientes! replicó el gaucho ya exasperado.

-Un miserable como tú no puede ser esposo de Lia Niser, contestó el conde, vertiendo por sus encendidos ojos la hiel de la envidia y de los celos que le abras iban el alma.

-Yo romperé el odioso compromiso que la liga a ti, arrancándote la vida, añadió Amaro con voz seca y breve.

-¡Eso lo veremos! gritó D. Álvaro.

-¡Silencio, imbécil! murmuró aquel poniéndole la mano en la boca; no es preciso que otros se enteren de lo que tratamos...

El conde ahogó en su garganta el torrente de insultos que brotaban de su corazón, despedazado por todas las furias del infierno.

Amaro dio las órdenes oportunas a su gente, y sus instrucciones se ejecutaron al pie de la letra: Floridan y el conde llegaron a Montevideo sanos y salvos, sin que nadie les molestase en el camino.

Cuatro días después, D. Nereo, so pretexto de arreglar algunos asuntos de grande importancia con un banquero que acababa de quebrar, partió a la capital en compañía de doña Petra.

Había presenciado la escena entre los dos amantes, y adivinado por las últimas palabras de su hermano las condiciones bajo las cuales su rival le concedía la libertad. Deber suyo era impedir aquel duelo sacrílego, si no abiertamente, valiéndose de otros medios ocultos que surtiesen el mismo efecto.

Antes de partir entregó los cien mil patacones de la apuesta a Amaro, que mandó distribuirlos entre su gente, sin reservar ni un peso para él. Desinteresado y generoso proceder que aumentó su popularidad y disipó el general disgusto y descontento de sus feroces montoneros, a consecuencia del perdón, otorgado a los oficiales Brasileros, y sobre todo al comandante D. Ricardo Floridan y al conde de Itapeby.

D. Carlos y su hija, por razones de conveniencia, se retiraron a una Estancia que poseía el primero en los confines de la República, cerca de Ituzaingó, paraje célebre por la gran batalla que se dio en él, el 20 de febrero de 1827.

Con las prósperas noticias que corrían, el anciano esperaba que de un momento a otro se viesen los invasores obligados a abandonar el país; y halagado por esta esperanza, deseoso de dar tiempo a la maledicencia y a la calumnia para que se cansasen de despedazar la reputación de Lia, y también a fin de no verse en el duro caso, muy amargo para él, que era en extremo pacífico y prudente, de tener una explicación con el conde, exponiéndose a su venganza si le desairaba, D. Carlos resolvió encerrarse en su Estancia y aguardar en ella el desenlace de los sucesos.

Amaro iba a verlos frecuentemente, y se pasaba las horas muertas al lado de su adorada y del viejo jurisconsulto, forjando castillos en el aire para cuando llegase el suspirado día de su felicidad. Y si su volcánica pasión hubiera sido susceptible de aumento, sin duda creciera con las continuas pruebas de amor que se prodigaban ambos.

Todos los domingos en la tarde Lia salía a recibirle al camino con un ramo de flores silvestres, que había cogido en el campo para él, y él le daba en cambio alguna preciosa avecilla, prisionera con no pocos afanes por sus montoneros en el fondo de los bosques: inclinábase sobre el cuello del caballo, y al ponerla en sus manos estampaba un púdico beso en la casta frente de la hermosa. D. Carlos se sonreía; invitábale a dar un paseo por los alrededores, y él, que no deseaba otra cosa, descendía de su cabalgadura, y ofreciendo el brazo a Lia, se encaminaban juntos por la margen del cercano río. Contábanse lo que habían hecho en toda la semana, y sin dejar meter baza al pobre viejo, hablaban y hablaban sobre el mismo tema, sobre lo que hablan siempre los enamorados, desde que se reunían hasta que se separaban, prometiendo verse el domingo siguiente.

Amaro galopaba treinta o cuarenta leguas sin descansar, exponiéndose a caer prisionero o a ser muerto, solo por tener el placer de pasar dos horas a su lado, y aunque aseguraba siempre que estaba acampado por allí cerca, Lia, mejor informada, le reconvenía amistosamente, y le rogaba que no se expusiese tan a menudo ni fuese tan imprudente y temerario: exigíale formal promesa de no volver en algún tiempo; él le prometía cuanto deseaba, y al cabo de siete u ocho días se presentaba como de costumbre.

Así se pasaron seis meses, seis meses de envidiable ventura, dos meses de un sueño divino, en que su alma, desprendida de los lazos terrenales por la violencia de su pasión, se nutría tan solo con la pura llama de su amor, e inundando sus corazones de esa misteriosa voluptuosidad, de esa secreta expansión de esos transportes ideales que no necesitan de los sentidos para producirse, les revelaba la felicidad perfecta, eterna, sin noches, sin límites ni horizontes, que Dios guarda a sus escogidos en el paraíso, y gustaban de antemano sus inefables delicias...

Alguna vez, sin embargo, el recuerdo del conde venía a anublar el plácido cielo de sus esperanzas. Lia temblaba por su padre, y Amaro se acordaba con recelo que podía matarle en el duelo a muerte que tenía tratado. Probablemente aquella era la primer ocasión que se le había ocurrido tal idea; porque él, acaso mejor que D. Juan Tenorio, estaba habilitado para decir:

«A quien quise provoqué,
con quien quise me batí,
y nunca me imaginé
que pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté»

Pero la felicidad enerva hasta los corazones más intrépidos. Se teme perder el bien que nos ha costado mucho trabajo alcanzar. ¿Cómo no amar la vida?... ¡Era tan dichoso al presente y esperaba tanto del porvenir! ¿Cómo no desconfiar de la negra estrella que le perseguía desde la cuna?... ¡Ay! ¡Tal vez en el momento que llevase a los labios la copa de su ventura; tal vez el plomo de su rival la despedazaría entre sus manos cortando el hilo de su existencia!

Este doloroso pensamiento no dejaba de preocuparle a medida que se acercaba el plazo fatal: mas no por eso tembló, ni dudó de su valor, ni pensó jamás en rehuir el combate o dilatarlo.

Resuelto a matar al conde o a ser muerto por él, presentose en los médanos del Pantanoso en el día y hora convenidos; un hombre le aguardaba desde por la mañana con una carta de D. Álvaro.

Grande fue la sorpresa del gaucho cuando leyó la siguiente misiva, fechada en Río de Janeiro.

«Amaro: A los pocos días de estar en Montevideo el gobernador me envió aquí con pliegos para S. M. Creí evacuar mi cometido y volver antes de los seis meses; pero el emperador, sordo a mis ruegos, me ha prohibido expresamente que salga de Río de Janeiro, donde me detiene para confiarme, según dice, el mando de algunas de las fuerzas que se están organizando en Río Grande y que deben en la próxima primavera reforzar a las tropas que tenemos en esa provincia, pues, como no ignoráis, vamos a declarar la guerra a Buenos Aires antes que ella nos la declare.

»Yo espero de vuestra lealtad que no atribuiréis a ningún motivo innoble mi involuntaria falta; y también espero que en cualquier tiempo y ocasión, donde quiera que nos encontremos, aunque hayan trascurrido cincuenta años, realizaremos nuestro desafío como conviene a gentes de honor; es decir, en la forma y modo que teníamos concertado.

»No hay remedio: es preciso que uno de los dos baje a la tumba: los dos amamos a Lia, y uno solo ha de poseerla.»

«El conde de Itapeby»

Amaro se atusó el bigote, guardó la carta, volvió grupas a su caballo, y se alejó tranquilamente, sin querer interrogar al emisario: pensaba escribir al conde.

Creemos excusado advertir que todo había sido una intriga de D. Nereo, quien, valido de la amistad que le unía al conde de la Laguna, gobernador de Montevideo, consiguió que enviase a su hermano a la corte, a pesar de sus protestas, y hasta de la resistencia que él opuso, y allí, por medio de su influencia y relaciones con los ministros de D. Pedro, y especialmente con Francisco Gómez da Silva, alias Chalaza, favorito del monarca a la sazón, logró que aquel le detuviese con el pretexto que hemos dicho. D. Álvaro estaba desesperado.

Siempre con la esperanza de obtener de un día para otro el consentimiento del emperador, se trascurrieron tres años, en los cuales el Brasil en mal hora declaró la guerra a Buenos Aires.

En mar y tierra las armas imperiales se vieron humilladas, tan humilladas, que hoy todavía tiembla el imperio delante de Rosas, sin atreverse a recoger el guante que le ha arrojado mil veces a la cara, recordando aquella época desastrosa.

Don Pedro de Braganza, no obstante, hombre de corazón y de mente elevada, antes de abandonar la joya más hermosa de su corona, la disputada provincia cisplatina, reclamada por Buenos Aires como parte integrante del antiguo virreinato, y por él como su frontera natural en el Plata, hizo un postrer esfuerzo, formó un numeroso ejército en la frontera, y no pudiendo marchar él mismo a su frente, como anhelaba, confió el mando al marqués de Barbacena, uno de sus cortesanos en quien más confianza tenía. El conde obtuvo por fin permiso de incorporarse al ejército.

El general argentino D. Carlos María de Alvear mandaba las fuerzas patriotas, y Amaro, con sus montoneros, un escuadrón de lanceros alemanes y dos batallones de infantería formaba en el ala izquierda.

Los dos ejércitos se avistaron en la misma provincia de Río Grande, y después de muchas marchas y contramarchas por parte del general enemigo, cuyo objeto aun se ignora, se detuvo una noche en los campos de Ituzaingó, en una situación bastante ventajosa, con ánimo de presentar al día siguiente la batalla, y Alvear, que adivinó su intención, aceptó el reto.

Colocados casi a tiro de cañón, patriotas y realistas se veían desde sus campamentos al fuego cercano de sus respectivos vivaques, y unos y otros aguardaban con impaciencia los primeros vislumbres de la alborada para caer sobre sus contrarios y anonadarlos o ser anonadados por ellos. El entusiasmo y el deseo de combatir era igual en ambos; pero en cuanto a táctica y disciplina, las tropas brasileñas, veteranas en gran parte, eran muy superiores a las nuestras.

Esa misma noche, cerca de la diez, recibió Amaro por medio de un desertor del campo enemigo un billete del conde, que no contenía más que estas breves palabras:

«Dentro de una hora os espero a la entrada del bosque que se extiende a espaldas de vuestra línea: iré solo, y sin más compañeros que mis pistolas».

El gaucho requirió al punto las suyas, montó a caballo seguido de unos cuarenta jinetes, dio un largo rodeo como si anduviese recorriendo el campo, y por último, ordenando a los suyos que continuasen patrullando y se retirasen cuando oyesen dos o más tiros, se internó solo en el bosque.

Al propio tiempo llegaba el conde por la parte opuesta, disfrazado de gaucho.

Era una clara noche de primavera; la luna de febrero vertía su luz diáfana y trasparente sobre el estrecho recinto donde se habían detenido D. Álvaro y su rival, y su amarillo fulgor reflejábase de lleno en el rostro de ambos combatientes. El hacha de los leñadores había derribado los árboles que crecían alrededor, formando un anfiteatro de veinte varas de largo y pocas menos de ancho.

Los dos se saludaron con frialdad inclinando levemente la cabeza.

-Nos colocaremos a veinte pasos y tiraremos avanzando, dijo el conde amartillando sus pistolas.

-A veinte pasos es mucha distancia, contestó Amaro preparando las suyas.

-A diez.

-No: ha de ser cogidos de la mano.

-¡Eso es un asesinato estúpido! exclamó D. Álvaro con viveza.

-Caballero, respondió el gaucho contemplándole fijamente y con reconcentrada ferocidad, como si quisiera leer en su interior; caballero: ¿tenéis miedo de morir?

¡Miedo no! pero me parece una locura y una necedad suicidarnos de ese modo: con uno de los dos que deje de existir, sobra.

-¡En buen hora! echemos suertes, y al que le toque tirará primero, a quemarropa, se entiende.

D. Álvaro se pasó la mano por la frente, y clavó la vista en el suelo, dudando si admitiría; mas esta indecisión no duró dos minutos; avergonzado de su debilidad, levantó con arrogancia la cabeza, y exclamó precipitadamente:

-¡Acepto!

-En ese caso hacedme el gusto de retiraros a alguna distancia; yo me volveré de espaldas para no veros: sacad una moneda o un objeto cualquiera; escondedlo en una mano, y dadme a escoger. Si acierto, tiraré yo; si no, os tocará a vos matarme.

-¡Sea! murmuró el conde con voz agitada.

-¿Está ya?... preguntó el gaucho con su impasibilidad habitual, viendo que tardaba en realizar la operación mencionada más de lo que parecía regular.

-Escoged, replicó D. Álvaro, presentándole las dos manos cerradas.

Amaro golpeó la izquierda con el cañón de su pistola.

Exhaló el conde un grito de feroz alegría, y abriendo ambas palmas le mostró una pieza de plata en la derecha.

-¡Encomiéndate a Dios, desgraciado! añadió sin poder ocultar su gozo. ¡Vas a espiar tus crímenes; llegó tu última llora!

-Dadme la mano, Sr. D. Álvaro, y ved bien cómo me despacháis, porque todavía no estoy muerto, contestó el gaucho con una sonrisa infernal, sacándose el poncho y desabrochándose la chaqueta, el chaleco y hasta la camisa, para que viese que no llevaba ningún resguardo debajo de ella.

En seguida tendiole la siniestra mano, que apretó por un movimiento nervioso la de su rival, e invocó en su mente el nombre de Lia.

El conde apoyó la boca de su arma sobre la piel, encima del corazón del gaucho, y gozándose de antemano en su triunfo, con el pretexto de informarse caritativamente si tenía algo que encomendar a su cuidado, se detuvo para examinar el efecto que le ocasionaba la idea de su próximo fin.

Pero aunque Amaró debía sufrir horriblemente, su fisonomía era una máscara de bronce que nada dejaba entrever. Latía su corazón con fuerza; pero no temblaba su mano: contraíanse los músculos de su frente; pero no vacilaban sus piernas: le zumbaban los oídos; pero sus ojos de águila, clavados en los del conde, fijos y sin pestañear, lejos de traducir el miedo, revelaban la ira del valiente a quien llevan a la muerte maniatado...

D. Álvaro no pudo menos de admirarse de su sangre fría y serenidad. El verdugo, favorecido por la fortuna, estaba más conmovido que su víctima.

-¿Tiráis o no? le preguntó Amaro ya impaciente.

El conde apretó el gatillo, crujió la llave sobre la cazoleta, se incendió la pólvora, mas... ¡no salió el tiro!

-¡Ahora a mí! gritó el gaucho apretándole la mano que tenía cogida con la suya.

El noble conde, acometido de súbito espanto, inclinó el cuerpo hacia atrás, y procuró desasirse de aquella férrea y vigorosa mano que le tenía enclavado allí como la potente garra de un espíritu maléfico.

Aquel vértigo, aquel estupor, aquella impresión de terror involuntario, pasó como un meteoro; apenas vuelto en sí, D. Álvaro se quedó inmóvil, inclinó la frente, y dijo con voz vibrante de indignación y despecho:

-¡¡¡Matadme!!!...

Amaro a su vez apoyó el cañón de su pistola en el pecho de su adversario.

El conde, por más esfuerzos que hacía para disimular su angustia, temblaba de los pies a los cabellos: anchas gotas de sudor le bañaban las fases; los ojos querían escapársele de las órbitas; se comprimían sus dedos; le flaqueaban las rodillas, y su respiración desigual y convulsiva traicionaba el espanto escondido en su pecho.

El gaucho levantó poco a poco el arma homicida, moviendo la cabeza con una amarga sonrisa de desprecio, descargó su pistola en el tronco de una palmera inmediata.

-Podéis marcharos, Sr. de Itapeby, le dijo, señalándole el camino del campamento, a menos que queráis recomenzar el combate, añadió con ironía.

D. Álvaro procuraba en vano reanimarse: había confiado más en su valor: él no era ciertamente cobarde; lo había demostrado en cien campos de batalla y en otros lances de honor; pero en aquella ocasión perdió toda su energía. La noche, la soledad, las extrañas condiciones impuestas por Amaro, y las circunstancias que mediaban en aquel duelo singular, le intimidaron desde un principio. Protegido y engallado por la suerte, no estaba preparado para morir cuando sus armas le traicionaron. Con todo, en medio de su turbación, todavía tuvo bastante pundonor para exigir a su enemigo que le tirase.

-Yo no mato a un hombre que está medio muerto, fue la respuesta del valiente guerrillero; además, detesto esas armas de que os valéis vosotros los de la ciudad. No puedo, no, asesinar a nadie a sangre fría. Para que yo mate a un hombre necesito luchar con él cuerpo a cuerpo, enardecerme con los golpes que dé y con los que reciba, perder la cabeza, en una palabra, y no reflexionar. En uno de esos instantes mataría a mi propio hermano o a mi padre, si los tuviera; pero me desdeño, me avergonzaría de ensañarme con el que inerme me entrega su vida, aunque fuese mi mayor y más odiado enemigo, como lo sois vos, señor conde...

Aquí se detuvo Amaro, esperando que le respondiese, pronto a ofrecer otro duelo a arma blanca a su rival si veía en él indicios de prestarse dignamente a sus deseos; pero se equivocó: en todo pensaba D. Álvaro menos en volver a batirse.

-¡Oíd! continuó el jefe de los montoneros, después de una pausa no muy corta; puesto que ahora no os place cumplirme vuestra palabra, mañana o pasado se dará una batalla, batalla campal que debe decidir los destinos de este país: pues bien; si queréis lavar la mancha que ha caído hoy sobre vuestro honor, buscadme en medio de la pelea, que yo también os buscaré para pediros cuenta otra vez del agravio que me hicisteis en Paysandú. Adiós Sr. de Itapeby; hasta mañana.

Anonadado el conde por tanta generosidad, no supo qué responder. Su odio y admiración eran iguales: tentado estuvo de llamar al noble gaucho, estrecharlo en sus brazos y descubrirle su secreto; pero entonces, entonces sería preciso renunciar a Lia, y este sacrificio era superior a sus fuerzas. ¡También él la amaba con delirio!

-¿Qué hacer?... Nada: ¡que me mate o matarle!... exclamó pasado su primer impulso; me avergüenzo de deberle dos veces la vida. Dios ha colocado entre nosotros un abismo con el amor de esa mujer, abismo que no puede llenarse sino con la sangre de uno de los dos. Él ha podido deshacerse de mí en dos ocasiones distintas, y no lo ha hecho... ¿Será la voz de la naturaleza quién le habla?... ¡No! le ciega su vanidad... ¡Insensato! Mañana se arrepentirá de su necia hidalguía...

Y costeando el bosque, se encaminó paso a paso al campamento, devorando a solas su vergüenza y desesperación. Por fortuna nadie presenció aquel nuevo oprobio grabado en su corazón con letras de fuego. Él, tan orgulloso y audaz, había temblado delante de Caramurú, que le perdonó por no degradarse matando a un hombre medio muerto, según se explicaba en su rudo lenguaje. Solo el conde comprendía todo el sarcasmo, toda la ignominia envuelta en estas palabras. La venganza magnánima del gaucho sobrepujaba al ultraje que él le había inferido.