Caramurú/Capítulo XVII

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo XVII

Capítulo XVII

La batalla de Ituzaingó

Al expirar el año de 1825, el Brasil se había visto obligado a declarar la guerra a Buenos Aires, que si no protegía abiertamente a los rebeldes, permitía que se equipasen de armas y se organizasen en sus fronteras y hasta en la misma capital. Las justas quejas y reclamaciones del gabinete imperial eran desatendidas; las notas se cruzaban sin resultado alguno; y después de la batalla de Sarandí, ganada por los patriotas a las órdenes de los generales Rivera y Lavalleja, D. Pedro emperador constitucional y defensor perpetuo del Brasil, resolvió confiar a la suerte de las armas lo que no podía alcanzar por las negociaciones diplomáticas.

La lucha intestina que entonces devoraba a las provincias de la Confederación, no permitió a Buenos Aires prestar a los orientales todo el apoyo que era necesario para inclinar la balanza a su favor, y la lucha continuó con fortuna varia hasta principios de 1827.

En esa época, como acabamos de indicar en el anterior capítulo, D. Pedro, cansado de una guerra que parecía interminable, que diezmaba al Brasil y empobrecía su erario, determinó trasladarse en persona al teatro de los sucesos y ponerse él mismo al frente del numeroso ejército que se estaba organizando en la provincia de Río Grande.

Serias complicaciones en Río de Janeiro le obligaron a volver a la corte y a confiar el mando de sus tropas al marqués de Barbacena, sujeto que gozaba de una alta reputación de consumado militar, sin haberla conquistado en ningún campo de batalla.

La noticia de la llegada de D. Pedro a la frontera, produjo en Buenos Aires la más viva sensación; el presidente de la República dirigió una proclama a todos sus habitantes invitándoles a unirse contra el usurpador; incorporándose al ejército que pasó en seguida a la Banda Oriental; el marqués por su parte, al tomar el mando de las tropas imperiales, expidió otra proclama asaz jactanciosa, prometiéndoles que en breves días la bandera del imperio tremolaría victoriosa en la capital de la Confederación Argentina.

Confiaba tanto el marqués en la victoria, que no quiso aguardar un refuerzo de dos mil hombres que venían en su apoyo a las órdenes de Bentos Manoel, caudillo que después se ha hecho célebre, proclamando la República en Río Grande y sosteniendo él solo la guerra por catorce años con dos o tres mil insurgentes, contra todas las fuerzas reunidas de las demás provincias del imperio, que a veces ascendieron hasta veinte mil hombres.

Preciso es confesar, no obstante, que sus tropas eran excelentes, y que tal vez habrían justificado su orgullosa predicción dirigidas por otros jefes y combatiendo con otros hombres que no estuviesen animados del santo amor de la independencia.

Al día siguiente del que tuvo lugar el desafío entre el conde y Amaro, se libró la batalla. En la situación en que estaban colocados ambos ejércitos, queriendo uno de ellos, era casi imposible esquivarla. El retirarse equivalía a una derrota.

En el primer ímpetu, los realistas arrollaron a los patriotas; y aunque se ha dicho que Alvear retrocedió cautelosamente para desalojarlos de las ventajosas posiciones que ocupaban, lo cierto es que rompieron su línea, envolvieron a los nuestros, y los persiguieron largo espacio, ocasionándoles pérdidas muy considerables.

Por fortuna la caballería pudo rehacerse al pie de una colina, y los atacó por el frente y por los flancos; desbandáronse los primeros escuadrones enemigos, remolinearon, volvieron grupas, y fueron a caer sobre su propia infantería. Replegose la nuestra merced a este movimiento, y después de un desesperado combate, que duró seis horas, la victoria se declaró a favor de los patriotas.

Entre tanto Amaro y el conde se buscaban con igual impaciencia y deseo de lavar su común afrenta. Sobre todo el segundo, que anhelaba borrar la nota de cobarde que había caído sobre su honor.

La casualidad, el destino, o más bien la mano oculta de la Providencia, los separaba. Por dos ocasiones se divisaron desde lejos, y llamándose por sus nombres, cerraron espuelas a sus corceles, blandiendo el uno su formidable lanza, cabo de ébano, y el otro su bien templada hoja de Toledo: un tropel de fugitivos se interpuso entre ellos, y la lanza del gaucho, creyendo herir a su rival, se clavó en el pecho de un teniente lusitano, y la espada del conde cayó sobre un morrión de uno de sus propios soldados, partiéndole el cráneo. Luego el tumulto y la confusión, el polvo que levantaban los caballos, la negra atmósfera, producida por la pólvora incendiada, extendían en rededor un azulado velo que se desvanecía y condensaba en lívidas y sangrientas ráfagas al estallar de nuevo los cañones y fusiles. Los combatientes no se veían a cuatro pasos de distancia.

-¡D. Álvaro! gritaba Amaro con tronador acento, abriéndose camino por entre la apretada muchedumbre con la punta de su lanza, que destilaba sangre hasta la cuja.

-¡Caramurú! repetía el conde sin oírte, empinándose furioso sobre el arzón de la silla, atropellando y acuchillando cuanto intentaba detenerle...

¡Empeño inútil!... Su voz se perdía en medio del bramido del cañón, el choque de los sables, el estrépito de las balas, y de los gritos; imprecaciones y lamentos que víctimas y verdugos arrojaban en la palestra, y cuando se disipaba por un instante la espesa humareda que los envolvía, ya no se encontraban.

El arrojo y valentía del conde en la ocasión presente contrastaban con su anterior debilidad. Nadie al verle impávido y audaz precipitarse ciegamente en lo más recio de la batalla, y desafiar una y mil veces la muerte, allí donde el peligro era más inminente, nadie hubiera creído que aquel mismo hombre la noche antes había temblado como un niño al sentir sobre su pecho el cañón de una pistola. Pero tal es la condición humana y tan efímeros la mayor parte de las veces los fundamentos del valor. ¡Cuántos que pasan por valientes se baten y sucumben como unos héroes cegados por las impresiones del momento, tiemblan y retroceden ante una muerte tranquila, segura, inevitable! Lo que más afligía a D. Álvaro era que su rival le creyese capaz de esquivar el duelo y huir de él; capaz de temerle allí como le había temido en el bosque. A esta idea bramaba de coraje, y hubiera dado con gusto su alma a Satanás a trueque de encontrarle.

Por satisfacer este deseo que le resecaba las entrañas, desde los primeros choques se había separado del batallón que mandaba, roto deshecho largo tiempo hacía. Y era tal su ceguedad, estaba tan dispuesto a cumplir su palabra, que cuando presenció la completa derrota de los suyos, en vez de ponerse en salvo, se bajó tranquilamente del caballo, cogió el sombrero y el poncho de un patriota muerto, se los puso, y fue a colocarse en la senda del camino por donde necesariamente tenía que pasar Amaro persiguiendo a los fugitivos.

Sus cálculos le salieron exactos; a poco apareció el intrépido gaucho, seguido a bastante distancia de algunos montoneros; al parecer, galopaba tras un jefe realista, a quien sin duda equivocaba con él.

Apenas se convenció el conde que el que avanzaba era Amaro y no otro, lanzó su caballo a escape, y le llamó por su nombre, gritándole:

-¡Caramurú, aquí estoy!...

Renunciamos a pintar el transporte de salvaje alegría que barrió el semblante del vengativo gaucho: la pantera que herida de muerte por el cazador consigue abrazarle, hundirle sus garras en el pecho, y ensañarse en su cadáver antes de expirar, no ruge con tanto gozo como Amaro al divisar al conde.

Recogida al punto debajo del brazo, doblose silbando la poderosa lanza en su robusta mano, y enhiesto el cuello, apretados los dientes, entreabiertos los labios, fija y centelleante la mirada, apresurando la rápida carrera de su bridón cual si temiera que se le escapara de nuevo su adversario, fuese derecho a él, cual imantada saeta despedida con violencia y atraída al mismo tiempo por un blanco de acero.

Con idéntico brío, con igual ímpetu y satisfacción arrancó el conde hacia su odiado rival.

No era mucha la distancia que los dividía, y sus caballos volaban; pero en su anhelo por llegar a las manos, se figuraban que había una legua de por medio, y que sus alazanes, rendidos de fatiga, no acertaban ya a galopar.

Por último se encontraron: Amaro revolvió el brazo atrás, y su lanza, describiendo un doble círculo, corrió certera entre sus dedos, recta al corazón de su enemigo.

El conde, que era un excelente tirador de toda clase de armas, la rechazó con su espada, y casi casi se la arranca de las manos. Vuelve Amaro a acometerle otra vez, y vuelve él a desviar los golpes que le dirige. Ataca D. Álvaro, y con tal velocidad y destreza, que apenas puede aquel defenderse con la lanza: arrójala enfurecido, y empuña el sable.

Chócanse, rebotan, martillean y crujen los aceros en sus potentes diestras: los dos combaten con encarnizamiento ciegos de ira, sedientos de venganza, mas no consiguen herirse.

De repente da el conde un grito, inclina lentamente la cabeza sobre el cuello del caballo, extiende el brazo, suelta la espada, vacila, pierde los estribos, y cae al suelo.

Ancho raudal de sangre se escapa de su pecho; una traidora lanza lo ha traspasado por detrás de parte a parte.

Amaro indaga con la vista quién ha sido el aleve que se ha atrevido a herirle cuando combatía cuerpo a cuerpo con él; el hierro ensangrentado de uno de sus montoneros le revela al culpable; vase a él, y le tiende a sus pies de una cuchillada,

El desgraciado creyó hacer un servicio importante a su jefe librándole de un enemigo que tan bien se defendía y atacaba.

En seguida se desmonta, examina la herida y mueve la cabeza dolorosamente. ¡La lanza que le ha traspasado estaba envenenada!

El conde no ha perdido el conocimiento, y Amaro trata de disculparse de aquel accidente imprevisto.

-No es necesario que os justifiquéis, le contesta: todo lo comprendo...

Acuden algunos soldados; el caudillo patriota les confía al conde, y corre a buscar a uno de los cirujanos del ejército: vuelve con él, y hecha la primera cura, ordena que lleven al herido a la casa más próxima que se encuentre.

D. Álvaro le da las gracias con una melancólica sonrisa, que equivale a decir: ¡ya es inútil! le tiende la mano, pronuncia el nombre de D. Carlos Niser, y ruega con voz apagada que le conduzcan a su estancia, que dista muy poco del lugar de la batalla. D. Carlos es su pariente inmediato, y antes de morir quiere arreglar sus asuntos, y nombrarle albacea de sus cuantiosos bienes.

Amaro vacila, porque teme que se le atribuya aquella muerte, y se disculpa con pretextos triviales.

El conde adivina su pensamiento, y haciendo un grande esfuerzo para hablar, le tranquiliza diciéndole:

-Os he visto castigar a mi matador; y os conozco bastante para no atribuiros semejante vileza... Es la mano de Dios quien me hiere: nada sabrá Lia.

El generoso gaucho, al ver aquel cambio inesperado, y no sabiendo a qué atribuirlo, se siente también enternecido, y olvida sus agravios. No es ya su antiguo rival; es solo un moribundo quien le implora. Sería una crueldad y una infamia oponerse a sus últimos deseos. En consecuencia, manda colocar al herido en una camilla, y le acompaña en persona hasta cerca de la Estancia; vuélvese al campamento y cumpliendo sus postreras instrucciones, expide un chasque a D. Nereo para que en el acto se ponga en marcha, por si aun llega a tiempo de recoger el último suspiro de su infeliz hermano...

La necesidad de enumerar, aunque sea incidentalmente, los acontecimientos políticos de alguna importancia, eslabonados con los personajes de nuestra historia, acontecimientos que pueden considerarse como el fondo del cuadro que bosquejamos, como la peana donde descansan sus principales figuras, nos obligan a consignar aquí, en pocas palabras, los resultados de esa gran batalla que decidió una lucha de doce años, y abrió una nueva era para la joven República Oriental.

A consecuencia de ella, D. Pedro desesperado de triunfar, y cediendo después de una porfiada resistencia a las bases presentadas por lord Ponsomby, ministro plenipotenciario de S. M. B., consintió que sus ministros, en unión con los de Buenos Aires, firmasen en Río de Janeiro el 27 de agosto de 1822, bajo la mediación de la Gran Bretaña, la célebre convención preliminar de paz, que hoy Rosas hace valer como uno de sus títulos para intervenir en nuestros asuntos domésticos.

Ahora solo cumple a nuestro objeto decir que por los artículos primero, segundo y tercero, tanto el Brasil como Buenos Aires, renunciaron solemnemente a todas sus pretensiones de dominio y soberanía sobre el país disputado, «a fin de que se constituyera en estado libre e independiente de toda y cualquiera nación, bajo la forma de gobierno que juzgase más conveniente a sus intereses, necesidades y recursos, obligándose ambas altas partes contratantes a defender su independencia e integridad, por el tiempo y en el modo que se ajustase en el tratado definitivo de paz.»

Así recompensó Dios la fe, la constancia y heroicidad de sus dignos hijos. El 4 de octubre del mismo año fueron canjeadas en Montevideo las ratificaciones de ese pacto de honor y justicia, que habían alcanzado nuestros padres, merced a su indomable arrojo. ¡En aquel día de imperecedera gloria, la más hermosa estrella de las muchas que ostentaba el estandarte imperial, pálida y sin brillo entre ellas, arrancada por la punta de sus lanzas, inundó el horizonte con sus rayos, y las eclipsó a todas, convertida en sol esplendoroso!