Carlos VI en la Rápita/XXX

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XXX

Las grandes superficies de agua conducen muy bien el sonido. Prestando atención e imponiéndonos silencio, oíamos salpicar en el espacio sílabas de palabra humana, que se confundían con el lenguaje de las aves de la marisma. Era la conversación del Arcipreste y los suyos alejándose por los fangales de la Enveja, al través de carrizos, charcos, salinas y espesuras de eneas y barrillas. Un cabero, que era como cabo de nuestra partida, apodado El Topo, me dijo: «Van a los altos de Muntciá, donde duermen. Todo el día andan por aquí de caza y pesca... No se puede con ellos: donde quiera que van, se hacen los amos». Como yo le indicara que la Guardia civil podía bajarles los humos, El Topo, con grave acento semejante al que usan los políticos, me contestó: «Nosotros los caberos no nos pondremos nunca de parte de los que dañen a don Juan, porque don Juan es bueno, aunque cabecilla, y socorre a los pobres de la Enveja y de la Caba, de Camarles y Campredó, sin distinguir carlinos de isabelos, ni asolutos de liberalos».

Volví a mi casa, ya cayendo la tarde, sin poder disimular mi inquietud. El Castrense, bien enterado por Polonia de mi situación ante el Arcipreste, me aconsejó que, para evitar alguna escena desagradable, nos fuésemos a San Carlos tempranito, y nos metiésemos a bordo del barco en que hemos de partir. Pareciome atinado el consejo, y en cuanto despedimos a nuestro amigo, que tornó a Tortosa en burro, comuniqué a Donata mis inquietudes y el plan de ponernos en salvo por la vía de agua más corta. Menos temerosa que yo, Donata confiaba con cerrada convicción en el amparo de la Virgen... Yo pensé que, sin dejar de fiarnos de la Virgen, debíamos correr todo lo que pudiésemos. Y nuestras prisas coincidieron con las órdenes de Ansúrez, que al partir nos dejó recado de que no nos descuidáramos, pues el barco estaba listo para darse a la vela... Si el enemigo desde tierra nos expulsaba, el amigo nos llamaba con cariñosa voz desde el mar. Dios hablaba por él, y a Dios nos confiábamos en tan críticas horas.

No me fue muy fácil encontrar embarcación que nos llevara cómodamente: la lancha de pescadores que a duras penas conseguí no era nueva ni grande; mas la tuve por suficiente, y en ella nos embarcamos con dos chicos marineros que manejarían los remos o la pértiga, según lo indicara el practicaje por aguas de tan variado fondo. Retrasados por la tardanza en encontrar embarcación, dadas las siete metimos a bordo nuestros equipajes, mi escopeta y cartuchos, luego nuestras personas, y en marcha, aguas abajo.

Navegamos sin contratiempos unas dos horas; después se nos varó la embarcación por impericia de nuestros pilotos. Fue menester cargar a popa los baúles y el peso de Donata, mientras yo y los marinerillos, metidos en el agua, empujábamos hacia atrás. Cuando logramos coger de nuevo la parte del canal donde hay más fondo, seguimos bogando avante... De improviso sonaron voces por babor: venían de los canalizos que comunican con el estanque de Algady... Donata palideció y me dijo: «Es la voz de Rufulet, es la voz de Gasparó... No podemos escapar. Sería preciso volar, y aun volando nos cogerían...». Apenas dicho esto, vi que tras de nosotros, por un canalizo que desembocaba entre juncos, apareció una chalana. Ya no había duda. En ella venía el Arcipreste, y él movía con vigoroso brazo la pértiga que impulsaba la frágil embarcación. Cuando apareció la nave enemiga, estaría como a sesenta brazas de la nuestra; pero la distancia por momentos se acortaba, y el Arcipreste parecía reducirla más con estos feroces gritos: «¡Cabra loca, detente!... Ya no te me escapas... Y tú, más loco que la cabra, para el remo, si no quieres que yo te le rompa en la cabeza».

Furioso cogí mi escopeta. No soy buen tirador; pero en aquel momento de ceguera y coraje, confiaba en que mi intento pudiera más que mi puntería. Con más presteza que yo, Donata acudió a impedir mi movimiento. «No, no, Juanico mío... Será peor si le das... Estamos cogidos. Sálvenos la Virgen nuestra Madre».

No tardé en comprender que toda defensa era inútil. Tras de la primera chalana aparecieron otras... Conté tres, cuatro. El cabezudo Ruiz tenía también su escuadrilla, y suyos eran en la marisma el fango y el agua. ¿Contra una potencia terrestre y marítima, qué podíamos nosotros?... Acortamos remo, y él llegó ávido. Soltando la pértiga, echó la manaza a la borda de nuestra lancha para abarloar las dos embarcaciones. Hecho esto, saltó a la mía, diciendo con horrible sarcasmo: «¿Creyeron mis amigos que les dejaría marchar sin darles mi despedida? ¿Eso creíais, sinvergüenzas, canallas?... Por los cojilondrios de San Rufo, que hubiera sentido no poder echaros mi bendición antes que salierais a la mar. Ya os tengo cogidos... Reíos ahora de mí, cojilondrios; llamad a la Guardia civil marítima para que os defienda... llamad al general Dulce y a la putativa de su madre; llamad a la Isabel con toda su corte, o a O'Donnell con su ejército... ¡Ja, ja!».

Ni Donata ni yo dijimos nada. Aterrados, mudos, sin otra idea que la de nuestra pequeñez ante la grandeza del enemigo que con su poder nos abrumaba; absolutamente convencidos de que nadie había de venir en nuestro socorro en aquella soledad, éramos como condenados a muerte que ya no pueden pensar más que en un morir digno. Conté los tripulantes de la escuadrilla: eran nueve. Apenas entró don Juan en nuestra lancha, dio un cosque a cada uno de mis marinerillos, y les mandó que se fueran a la chalana. De ésta pasó a mi embarcación Rufulet, cuya imponente corpulencia vale por media docena de hombres. Estábamos, pues, no sólo vencidos, sino maniatados, y con el filo del cuchillo en la garganta. Rápidamente pensé yo: «¿Qué hará este bruto? ¿Nos degollará? ¿Nos tirará al agua? Puede que me mate a mí solo, y se lleve a Donata...». En momento tan angustioso, miré en derredor y no vi más que algunos patos que al ruido de las embarcaciones tomaban tierra, y graznando se alejaban por entre cañas... Envidié a los patos; envidié a las anguilas que bajo las aguas deslizan sus resbaladizos cuerpos entre el fango; envidié a los pulpos, a las almejas y a los más diminutos bicharracos de la Creación... En este paréntesis de mis envidias estaba yo cuando don Juan, cogiendo mi escopeta como si quisiera desembarazarme de un estorbo, la dio a un mocetón de la chalana más próxima, y a mí me dijo: «¿Para qué quieres tú este chisme, Confusio?... ¿Escopeta un teólogo? ¡Ja, ja!...».

Donata permanecía como estatua. En su palidez marmórea, en la tensión de los músculos de su cara, vi una conformidad de tanta fuerza como el heroísmo. El Arcipreste hablaba por los tres. «Veo que estáis resignados -nos dijo sentándose en el borde de la lancha, mientras Rufulet remaba solo-. Comprendéis que tengo razón, y que el que me la hace, me la paga». Miré a Donata. Creí leer en su mirada fija esta terminante admonición: «Callemos... dejémosle que desfogue la barbarie...». En esto, llegamos a un ensanche del canal, formando como una bahía casera para naves de juguete. Con fuerte voz, don Juan mandó echar anclas. La escuadrilla, con admirable maniobra, formó un círculo en derredor de la que llamo mi lancha, que ya no era mía, sino del enemigo, y dio fondo, arrojando al mar, no las anclas, que esto allí no se usa, sino las potalas, una piedra suspendida con una cuerda. Mientras daba fondo la armada vencedora, el Arcipreste mandó que se sirviese la comida, pues eran las doce, según indicó la altura del sol, que allí no había cronómetros, sextantes ni astrolabios.

En una de las chalanas vi una parrilla sobre plancha de hierro, donde ardían palitroques, eneas y cañas secas: era la cocina. El almuerzo consistía en ruedas de saboga asadas, vino y pan. Hiciéronnos los honores que se deben a los reos en capilla; Donata y yo fuimos los primeros a quienes se sirvió el frugal almuerzo, naturalmente sin platos ni servilletas, ni más cuchillos ni tenedores que los santos dedos... Pero Donata y yo, con el pie en el patíbulo, estábamos absolutamente desganados. Quedose mi amada con la saboga y el pan en la mano, sin rechazarlo ni comerlo; yo rechacé mi parte cortésmente... «No tenéis gana -dijo el Cura-; yo sí, que esta vida de mar da mucho apetito». No pude contenerme más tiempo dentro del horrible cerco de mi angustia, y con más dignidad que arrogancia dije a mi enemigo: «Señor don Juan, sepamos pronto, pronto, en qué ha de parar esto. Nada puedo contra usted... Usted puede matarnos, arrojarnos al agua, sin que nadie más que Dios le pida cuenta de su crueldad».

-Puedo mataros, echaros al agua con una piedra al pescuezo; puedo hacer lo que me dé la real gana -dijo el Cura flemático, comiendo y saboreando el pan y la saboga.

-Dígalo claramente. Somos cristianos y queremos prepararnos para morir.

-¡Pues no tienes poca prisa! Calma; dejadme comer. Después hablaremos... ¡Estaría bueno que os matara sin atormentaros antes un poquito!... Ea, chicos, traed ese porrón, que tengo sed.

En esto se levantó Donata de la tabla de popa en que había permanecido desde el abordaje, y se llegó a la cuaderna mayor de la nave, donde estábamos el Arcipreste y yo. Noté en ella una lividez extremada, y vibración rápida de los músculos de su boca. Con actitudes y contorsiones que me parecieron epilépticas, se inclinó hasta tocar con sus dedos el agua. Mojados los dedos, se santiguó... Después sacó del pecho un haz de ramas secas, semejante a una escobita, y lo mojó en el agua, diciendo con tartamudez: «¿Es salada ya... ya salada?».

-Salada es -murmuró el Arcipreste, que contemplaba con estupor a mi odalisca.

-Salada -repitió Donata-, y como salada, bendita. Todo el mar es agua bendita... ¡Salve, Madre de Dios, estrella del Mar!...

Con la prodigiosa escobita, que hacía veces de hisopo, roció al Cura tres veces, diciendo con voz grave, cavernosa, que yo no había oído nunca en ella: «En nombre de la Reina de los Cielos, de la Tierra y del Mar, te mando que huyas, enemigo de las almas, y dejes en paz a estas infelices criaturas pecadoras, que a Dios darán cuenta; a Dios y a la Virgen, no a ti, que eres malo. Si has tomado forma de diablo para atormentarnos, suelta esa forma vana y mentirosa, o vete con ella a los Infiernos...». Así concluyó el exorcismo; y una vez dicha la última palabra, cayó Donata al fondo de la barca, como si con el esfuerzo de su voz mística quedase rendida y exhausta. Era una epiléptica, una iluminada, que en momento crítico recibía fuerza y voz de los espíritus celestes para combatir a los malignos... Contagiado yo de aquel delirio, también quedé mudo y paralizado de todos mis miembros, y en el Arcipreste advertí, cuando acudió a levantar a Donata, temblor de manos, fruncimiento de cejas y alteración total del fiero rostro.

Rociamos con agua bendita, esto es, agua salada, el rostro de la iluminada mujer, y cuando la tuvimos medio repuesta de su arrebato místico, sentadita en la tabla, con el apoyo y sostén de mis brazos, don Juan, en tono muy distinto del que había usado hasta entonces, habló así: «Ni tú, gran mocosa, ni ningún nacido me gana en devoción a Nuestra Señora... Pero esos arrumacos estaban de más. Suprímelos para otra vez. Yo, sin perder la chaveta con supersticiones y tonterías milagreras, digo con toda mi alma, cuando el caso llega: Tú, Señora, -dame agora -la tu gracia -toda hora -que te sirva -toda vía... Si me hubieseis dicho esto cuando entré en vuestra barca, yo os hubiera respondido: -No os haré ningún daño. Vengo no más que a despediros y a daros consejos». Dicho esto, dio la orden de levantar anclas, o sea potalas, y navegando la escuadrilla con rumbo hacia La Rápita, don Juanondón escondió las uñas de su fiereza, aunque no las de su ironía.

«Sois felices, y os queréis mucho, ¿no es verdad? Pues a ti, Confusio, te felicito. No te llevas una mujer, sino una santa. ¿Has visto alguna vez beatería más recargada de supersticiones que la de tu odalisca? Así la llamas: lo sé todo... Pues a ti, Donatilla, también te felicito. Te llevas, no diré un hombre, sino un profeta, un sabio, un padre de la Iglesia. Entre los dos vais a reformar el mundo. ¡Ja, ja!».

Luego moduló suavemente su tono hasta llevarlo a esta humana y más verdadera expresión de lo que sentía: «Eres un gran majadero, Confusio; eres un chiquillo sin conocimiento, esclavo de tu imaginación y de las mil vaciedades románticas que has sacado de los malditos libros... ¿Te acuerdas de lo que hablamos aquella tarde en el bodegón de Llopis? ¿Has olvidado lo que te dije? Pues te dije que en la vida, y no en las bibliotecas, debes atracarte de lectura y estudio. En fin, ya estás aprendiendo, y mucho más aprenderás en la compañía de esta visionaria... Ya verás, hijo. No te arriendo la ganancia... Recordarás que te encajé mi teoría de que todo cuanto bueno hay en el mundo es para nuestro goce, y que Dios no hizo a la mujer para que la despreciemos, sino para todo lo contrario... No la hizo de piedra, sino de carne. ¿Por qué no me dijiste entonces que querías a Donata?... Yo te la hubiera cedido... gustoso, sí, gustosísimo. Ya estaba yo pensando en el cómo y cuándo de colocarla...».

Esta declaración del maldito Arcipreste me llenó el alma de turbación, de vergüenza... No había yo conquistado una mujer, sino robado una esclava, como pude haber cogido furtivamente la cabra o el gallo del vecino. Socialmente considerada mi aventura desde el punto de vista del Arcipreste, era el más lamentable desengaño. Callé para evitar discusiones que habrían embrollado las cosas. Se me hacían siglos los minutos que tardábamos en perder de vista al diablo de Ulldecona. Para fastidiarme por completo, me dijo: «Pues tus aficiones te llaman a la Teología y a la vida eclesiástica, persevera en ellas, que por tu talento has de llegar a donde llegan pocos. Con esto, y la guapa sobrina que te llevas, serás dichoso...». Nada contesté... temía encenderme en cólera... Miré a Donata, y en su rostro sorprendí la ola de satisfacción que levantaban en su alma las ideas del que fue su señor. Para ella, el cambio de dueño había sido un triunfo, la realización del vago adulterio de amor libre y delirio religioso. Para mí, ¿qué era? No lo sabía entonces, no daría con el quid de mi problema psicológico mientras no pudiese reflexionar y sondearme a gusto en la soledad del mar.

¡El mar! ¡Oh!, ya estábamos en él... La Rápita desplegó ante mis ojos su espléndido panorama. Remando fuerte, llegamos al falucho, en franquía ya, dispuesto para salir. Antes de que transbordáramos, don Juan nos dio los últimos consejos. «Sed buenos y no escandalicéis, o escandalizad lo menos posible... Al acecharos y perseguiros hoy, no ha sido mi objeto haceros daño, sino daros un gran susto, y luego despediros con afectos y con mi bendición. Donata, mira lo que haces: persiste en tu amor a la Virgen, pero sin arrumacos ni requilorios. Tú, Confusio, métete en lo eclesiástico, que ése es tu camino y para eso has nacido. Yo me quedo aquí amparando a los pobres, y mirando por la guerra, que la guerra es la sacudida que damos al pueblo español para que se despabile y aprenda a tomar lo suyo... Porque todo es suyo... y nada es del maldito Gobierno... Con que adiós, hijos míos. Se me olvidaba deciros que si para el viaje necesitáis dinero, a prevención he traído mil reales...».

Le dimos las gracias, sin aceptar su generosa oferta. Subimos al barco, y el buen Ansúrez mandó levar anclas, pues no esperaba más que por nosotros. Desde la borda miramos a don Juanondón, que con vaga tristeza nos saludaba moviendo cabeza y manos. No sé qué casta de diabólica filosofía se aposentaba en el ánima de aquel hombre malo y bueno, según Donata. ¿Sabréis vosotros, nobles Marqueses de Beramendi, descifrarme este complicadísimo enigma? ¿Y de mi aventura qué decís? ¿Pensáis que voy contento, que voy triste? ¡Ay!... se puede apostar a que tampoco me descifraréis esto. ¿Hallaré junto a Donata el apacible y durable encanto de amor, o tendré que salir un día gritando: Quién me compra una odalisca?

No sé, no sé más sino que ya estoy en la mar, y que la mar me da todos sus alientos. ¡Oh, qué grandeza de horizontes, qué frescura de aires, y en las ideas que aquí surgen de mí, qué amplitud, qué extensión de esperanzas! Algo me ha de traer la vida más allá de estos términos del agua movible... Adiós, hechos pasados que entrego al papel... Hechos futuros, ¿dónde iré a buscaros?...

Nota para concluir. Al comienzo de mi relato de la salida de Amposta, poned fecha de Vinaroz. Aquí lo escribo, y aquí lo firmo con el clarísimo nombre de Confusio.


FIN DE «CARLOS VI EN LA RÁPITA»


Madrid, Abril-Mayo de 1905.