Carta pastoral «Catolicismo y Patria» del cardenal Isidro Gomá, Primado de las Españas (1939)

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CARTA PASTORAL SOBRE EL VALOR DE PATRIA DEL CATOLICISMO QUE SU EMINENCIA EL CARDENAL ARZOBISPO DIRIGE AL VENERABLE CLERO Y FIELES DE LA ARCHIDIÓCESIS CON OCASIÓN DE LA SANTA CUARESMA

A NUESTROS AMADOS DIOCESANOS:

Cuando la revolución de 1931 conmovió los fundamentos de la Nación española por la sustitución brusca de sus instituciones políticas, y la inesperada acometida del ateísmo legal puso en peligro el pensamiento y la vida religiosa del país, los católicos, obedientes a la voz del Papa, nos replegamos a las posiciones inconmovibles de nuestros principios doctrinales, dispuestos a trabajar con el denuedo de siempre por Dios y por España en el nuevo orden de cosas establecido. Fue entonces cuando escribíamos a nuestros diocesanos de Tarazona las Pastorales «Los deberes cristianos de Patria» y «Los Deberes de la hora presente», y a vosotros, al tomar posesión de nuestra gloriosa Sede toledana, «Horas Graves», en las que exponíamos las exigencias del pensamiento y de la vida cristiana ante las grandes cuestiones que se rozan con las instituciones civiles y políticas y que se planteaban en toda su gravedad por aquellos días: Religión, Estado, autoridad y libertad, patria, democracia, familia, propiedad y trabajo, deberes ciudadanos, etc.

Desde entonces hemos pasado unos años de angustia mortal: la de la lucha a brazo partido, en el orden de principios, con las fuerzas de orden político que se empeñaron en dejar nuestra sociedad huérfana de Dios; y luego la de esta lucha cruentísima, que ensangrienta aún el suelo patrio y que sería una catástrofe sin igual en nuestra historia si no presagiara el resurgimiento de los valores del espíritu que la revolución impía trato de aniquilar.

Y vamos a insistir en estos temas vivos que han sido en todos los siglos y en todos los pueblos germen y fin a un tiempo de sus evoluciones o revoluciones. Como en el juego de ajedrez, el tablero humano es siempre igual, sobre todo en las civilizaciones ya definidas; sólo cambian el juego y las figuras, que se mueven y sitúan según la fuerza ciega de los hechos o el querer de los hombres, todo bajo la acción próvida y soberana de Dios. En estas horas en que avizoramos ya, gracias a Él, el fin de la terrible contienda, y se está elaborando, entre temores y esperanzas, el porvenir de la Patria grande, os hablaremos de nuevo del tema eterno de las relaciones entre Religión y Patria –“Arae et foci”: “Altares y hogares”- escribiéndoos esta nueva Carta, “CATOLICISMO Y PATRIA”, en la que nos proponemos daros las lecciones que reclaman las circunstancias del momento.

Nos mueven a ello, por una parte, el anhelo de que la prueba terrible de la guerra tenga su equivalente de resurgimiento religioso en el futuro de España, y el miedo de que pueda frustrarse, por falta de orientaciones de orden espiritual, el sacrificio en que hemos puesto todos algo de nuestra vida; y por otra, las voces, aisladas si se quiere, que se han levantado de los dos bandos combatientes sobre el tema vivo de la religión en orden a los postulados de Patria. Porque leíamos hace poco en un periódico de la zona roja estas palabras de amenaza: “Que nadie se imagine que el Catolicismo pueda recobrar el puesto que aquí ocupó con anterioridad a la guerra. Quien se arriesgue a laborar por este fin, deberá ser inmediatamente encarcelado como provocador y agente del fascismo”. Y en un libro publicado en la España Nacional hallamos frases como éstas: “La empresa de edificar... un plan de resurgimiento histórico ... es algo que puede realizarse sin apelar al signo católico de los españoles”... “Es una empresa que la Iglesia católica misma ni intenta, ni debe, ni se le permitiría emprender”. “España necesita patriotas que no le pongan apellidos”. “El patriotismo al calor de las Iglesias se adultera, debilita y carcome”.

Es decir, que aun teniendo nuestra guerra, en alguno de sus aspectos, todos los caracteres de una Cruzada, tanto por lo menos como algunas guerras de religión que registra la historia, mucho más de lo que se nos ha concedido en ciertos medios católicos del extranjero, se intenta separar el hecho de la guerra y sus consecuencias del catolicismo patrio, empeñándose algunos espíritus mezquinos en levantar una España nueva poco menos que sobre un materialismo o un racionalismo estúpido, o sobre un espíritu colectivo de heroísmo vacío de Dios que quedaría, en la mejor hipótesis, relegado al fondo de las conciencias o a la soledad de los templos. Es confirmación de que en toda contienda política se toca el problema de la religión, y de que hasta en el estrépito de las batallas y en las grandes convulsiones de los pueblos, son Dios y sus derechos la preocupación de los hombres.

Gradas a Dios, la voz autorizadísima de nuestros gobernantes ha asegurado reiteradamente que la España futura se asentará sobre los principios católicos que la hicieron grande en otros tiempos. No lo seria si así no fuese.


Catolicismo y Patriotismo[editar]

Empezaremos por definir los términos.

Catolicismo y Patriotismo son dos palabras que expresan la proyección social de dos grandes conceptos: Dios y Patria, Para nosotros, españoles, Dios es el Dios Trino y Uno que confesamos en el Credo; y es, en su manifestación temporal y humana, el Enviado del Padre, su Hijo Jesucristo, Fundador de la religión católica, con su doctrina, su ley, su culto y su organización social. Y la Patria es España, tierra de nuestros padres, “terra patrum”, con su territorio, sus instituciones y su historia, con su vida específica que la distingue de todos los pueblos, con los hermanos que son, fueron y serán, y que hace su camino a lo largo de los siglos.

Catolicismo es, pues, sinónimo de religión católica, no sólo en cuanto es un sistema religioso peculiar de una institución fundada por el Hijo de Dios, la Iglesia católica; sino en cuanto es la profesión de la doctrina, la práctica de la ley y el ejercicio del culto que la Iglesia católica impone a sus adeptos. Y Patriotismo es el complejo de las virtudes que se condensan en et amor y servicio de la Patria.

La filosofía y el sentido popular de todos los pueblos civilizados unieron siempre en lazo sagrado los nombres de Dios y Patria. Sólo los sin-Dios y sin-Patria han podido romperlo. La razón es profunda y simple, como todos los grandes hechos de orden universal. Dios es el Autor del hombre, su Hacedor. Sin Dios no hay hombre. Desde el momento en que el hombre tiene conciencia de sí, habrá de reconocer el lazo profundo que le une al Ser que le dio la vida. Es la relación de la obra con su autor, con los vínculos de amor, de dependencia, de servicio que exige la creación en un ser moral, y que vienen comprendidos en la palabra santa de “religión”, expresión de la “religadura” que el acto creador implica entre la criatura racional y su Criador.

Pero Dios no nos ha manifestado directamente su pensamiento y su voluntad con respecto a nosotros. Somos, por exigencia de nuestra naturaleza, seres enseñados y educados. Ni ha querido darnos personalmente la totalidad del ser y la perfección del ser. Somos hijos de nuestros padres, en nuestro ser orgánico y en nuestra educación. Y somos hijos de la Patria, que no es más que una prolongación y una ampliación del hogar paterno, donde recibimos la plenitud de nuestra vida natural. Ser social como es el hombre por naturaleza, aparece en el seno de una sociedad determinada que es su Patria, que labra la nueva vida en colaboración con Dios y con los padres, con todos los recursos de una pedagogía más o menos perfecta según sea su civilización.

Así el hombre, por exigencia de su misma naturaleza, está atado con triple vínculo: a Dios, a sus padres y a la Patria; y este triple vínculo, que es de criatura racional y por lo mismo de pensamiento y de voluntad, implica una triple religión o “religadura”, con su expresión que es el “culto” o servicio, de pensamiento, de libertad, de acción: el que debemos a Dios, que es propiamente la religión, función sagrada que tiene por objeto al Dios santísimo; el culto a los padres, que se dice por analogía del que debemos a Dios, y que se traduce en los servicios de amor y obediencia reverente; y el culto de la Patria, con sus exigencias de amor y servicio, hasta de la vida en ciertos casos.

Dios, los padres, la Patria. Son tres paternidades a cuyas influencias ningún hombre se sustrae. Dios Padre, “de quien viene toda paternidad en los cielos y en la tierra»” (Eph. 3, 15); nuestros padres según la carne, que nos engendran y educan dentro de ciertos límites; y la Patria, que recibe la obra de Dios y de los padres al nacer un nuevo ciudadano y en cuyo seno, prolongación del de la familia, como esta es prolongación espiritual del útero materno en frase de Santo Tomás, el hombre logrará la plenitud de su desarrollo: fuerza, amplitud y trascendencia para su pensamiento; energía y eficacia para su voluntad, formación de su sentido estético, satisfacción plena de las necesidades materiales, el goce, en fin, de la vida perfecta en el orden natural, que es el fin de la sociedad para los hombres que la integran.

A la luz de estas sencillas reflexiones aparece claro el sentido de estas palabras: Catolicismo y Patriotismo. Prescindiendo, para nuestro objeto, del pequeño coto de la familia, “seminario” de la sociedad, sagrado reducto de las virtudes domésticas que dan su fuerza íntima al hombre y que tienen su expansión en la vida social, queda la doble paternidad, de Dios y Patria: Dios, que reclama para sí toda la actividad de la vida humana, como último fin que es de ella; y la Patria, que exige, salvando la dignidad de la persona humana y las exigencias de otras instituciones, todo el servicio que puedan prestarla los ciudadanos para la formación de esta obra maravillosa, la sociedad humana, la más excelsa de las manos de Dios en el orden natural.

Catolicismo, que es nuestra Religión. Hijos del Padre Jesús y de la Madre Iglesia, que salió de su costado abierto por la lanza en la Cruz, nos llamamos “cristianos”, de Cristo nuestro Padre, y “católicos”, porque es católica nuestra Madre la Iglesia; y nuestra profesión religiosa, esta ligadura que nos ata al Soberano Señor de Cielos y tierra, es la religión católica o Catolicismo. Religión sobrenatural, porque Dios, por Jesucristo, ha querido darnos una participación de su misma naturaleza (2 Petr. 1, 4) y, por último destino, la visión de su propia esencia en un cielo eterno. Y Patriotismo, el culto de la Patria de la tierra, España para nosotros, que reclama el abnegado esfuerzo de todos para su grandeza, ayudándonos ella en cambio al logro de nuestros destinos temporales y eternos.

Así Catolicismo y Patriotismo representan para nosotros a un tiempo los factores máximos de nuestra grandeza y el doble altar en que ofrezcamos los mayores sacrificios. Lo primero, porque todo en el hombre tiene su aspecto social, en orden a la Patria de la tierra y a la del cielo. Lo segundo, porque los sacrificios responden al favor de nuestros bienhechores, y no hay otro superior al que nos hace Dios al hacernos hijos suyos, y el que le sigue en orden, que es el que nos hace la Patria al acabar en nosotros, en el orden natural, la obra de Dios y de nuestros padres.

Ya veis, amados diocesanos, cómo el doble concepto de Dios y Patria, que tiene su expresión social en el Catolicismo y Patriotismo, están profundamente vinculados, en el orden objetivo y en el de nuestros afectos; y que difícilmente puede sufrir quebranto uno de los dos amores sin que de rechazo sufra el otro, en el tesoro de nuestros sentimientos o en su manifestación externa y social.


Patria, Nación, Estado[editar]

Pero la Patria es algo indefinido. Con razón se ha dicho que es uno de los conceptos más difíciles de concretar. Desde el: “Ubi bene ibi Patria”, del escéptico, “Donde vivo bien allí es mi Patria”; hasta el internacionalismo de los sin-Patria, hasta el “Dulce et decorum est pro Patria mori”, del que sabe morir con gozo y gloria por ella, hay variadísima gama de matices, de idea y de sentimiento con respecto a la Patria. El Patriotismo va al compás de la idea de Patria y del amor que la sigue. Por ello, y sólo para el fin moral y espiritual de esta Carta, aclararemos estos conceptos, de orden natural y político, para mejor comprensión de sus lecciones.

La Patria no es sólo la tierra en que nacimos, o el conjunto de familias y ciudades que la pueblan, aun concibiéndolas organizadas para las necesidades de la vida material. Es más bien una asociación de orden espiritual y moral que por ley natural y bajo la providencia de Dios se ha formado, bajo la fuerza unitiva de unos mismos lazos, de historia, de cultura, de aspiraciones, de religión y raza, de tierra y lengua. La Patria, como la familia, es obra del instinto en su expresión más concreta y robusta. Podríamos comparar la Patria a una gran casa solariega, a cuya construcción, en la “terra patria”, han contribuido una serie de generaciones, con la aportación de todo recurso humano, ciencia y virtud, trabajo y arte, autoridad y obediencia, leyes y costumbres, aptitudes y tradiciones, empresas e ideales, sacrificios y triunfos, que han llegado a formar, por dentro, una conciencia colectiva de unidad, que es el soporte y el aglutinante de toda fuerza conservadora de la entidad; y, por fuera, le han dado una fisonomía peculiar que la distingue de toda otra Patria.

A todo este cúmulo de grandes cosas humanas llamamos: “La madre Patria”. Lo es, porque nacimos en ella -nuestros padres formaron parte de ella- y porque, como toda madre, ha impreso en nosotros, al formamos con los recursos de su pedagogía, una fisonomía peculiar que nos distingue ante el mundo. Los “padres de la Patria” se llaman así, no tanto porque fomentan sus intereses, cuanto porque, representantes suyos legítimos y depositarios del patrimonio de todos, deben aplicarlo a la valorización y a la perfección de todos.

Por esto es universal el amor de Patria; porque es la manifestación más profunda y rica del instinto social y porque, después del Sumo Bien, es el bien máximo de todo hombre. Amor que impone el sacrificio de la vida cuando se trata de salvar la unidad, la independencia soberana, la incorruptibilidad de la Patria; y que llevó al paganismo a conceder a la Patria los mismos honores que a la divinidad, cuando en Roma se consideró crimen de lesa Patria negar un puñado de incienso para el altar del genio del Imperio.

El Catolicismo ha sublimado el amor de Patria. No hay poema comparable al que forman los libros históricos y proféticos del Viejo Testamento cantando las glorias de Israel o lamentando sus defecciones, y que la Iglesia ha hecho suyos. Ni habrá jamás para ninguna Patria amor patrio como el de Jesucristo, ora exultante, ora de predilección, ora de conduelo para su país. Inspirándose en el de Cristo decía hace poco su Vicario en la tierra, refiriéndose a su Patria, Italia: “Hemos ofrecido Nuestra ya vieja vida por la paz y prosperidad de los pueblos; la ofrecemos de nuevo para que persevere invulnerada la paz interna, la paz interna y de las almas y la floreciente prosperidad de esta Italia, que a Nos es carísima entre los pueblos a Nos todos caros, como particularmente querida era su Patria a Jesús, el Cual se entregaba a Sí mismo a la pasión y muerte por el género humano” (“Al Colegio Cardenalicio con motivo de Navidades de 1938”).

Añadamos unas palabras sobre los conceptos de Nación y Estado, para derivar de todo ello algunas lecciones de vida cristiana, que se concretarán más en los puntos siguientes.

La Nación es como la sustancia humana del Estado; y éste es la Nación políticamente organizada.

La Nación es el pueblo, en su concepto de permanencia a través del espacio o territorio y particularmente en el de duración a lo largo del tiempo; el Estado es el poder público que concreta los elementos de la nación y hace posible la unidad de vida orgánica y la regularidad de la marcha de un pueblo a sus destinos. La Nación aporta las generaciones humanas, familias que se unen a familias, pueblos a pueblos, con sus caracteres etnográficos, con sus tradiciones técnicas, estéticas, morales, religiosas, con su lengua y costumbres: el Estado es todo ello políticamente organizado por un poder que tiende a la supervalorización de la vida de la Nación en una unidad en la que convergen todas sus fuerzas y hacia la que se encauzan todas las energías vitales con el vencimiento de toda resistencia de los egoísmos particularistas, pero con el respeto máximo a lo que la persona humana y las instituciones, naturales o sobrenaturales, tienen de intangible e imprescriptible, aunque con aprovechamiento y colaboración de toda fuerza que pueda acrecer el valor de la comunidad organizada, Todo ello ordenado a un bien común, que es la vocación del Estado y que León XIII definió con plenitud magnífica: “Suppeditare vitae sufficientiam perfectam” (“Immortale Dei”, 5). “Dar la perfecta suficiencia de la vida” de los ciudadanos; y este bien común, que es el fin de todos los Estados, ordenado a la consecución de los altos destinos que la historia y la Providencia han señalado a cada pueblo.

Si a ello añadimos un territorio definido en el que la Nación vive y se desarrolla y sigue la ruta de sus destinos, porque el hombre es animal racional y está por su cuerpo atado a la tierra, tendremos todo el contenido de Nación, Patria y Estado, nombres que concretan distintos aspectos de una misma gran realidad. España es nuestra Nación, porque Dios ha querido que “naciéramos” de ella y entroncáramos con las generaciones que la forman, en el espacio y en el tiempo; es nuestro Estado, por cuanto nos hallamos sometidos al poder y a la autoridad que sostienen nuestra Nación organizada y la conducen a sus destinos; y es nuestra Patria querida, porque Nación y Estado han hecho de España una gran familia, una entidad espiritual y moral que debe ser como una inmensa entraña en la que, con los lazos de una especial fraternidad, recibimos ambiente cálido y recursos para la total perfección natural de nuestro ser.

Amemos a nuestra Patria, españoles. Es un impío quien niega a Dios el tributo de su amor; es un desnaturalizado quien lo hace con sus padres; es un ingrato, indigno de la sociedad que le recibió en su seno, el que no sabe amar a su Patria. Y amémosla, no como amara a la suya un pagano, griego o romano, sino en católico, es decir, con amor de caridad cristiana. Esta exalta y sobrenaturaliza todos los amores naturales, el de esposos y padres, el de hijos y hermanos, el de esta “fraternidad en caridad” de que con tanta emoción nos habla el Apóstol (Rom, 12, 10). Nunca el amor de Patria logró fuerza mayor que cuando se unió al de Religión; pero jamás fue más fuerte y puro, y por lo mismo más abnegado y fecundo, que cuando se abrevó en la fuente de la caridad cristiana. Es entonces cuando se vive y se lucha por ella, como hemos visto en nuestros días en España, con el doble empuje que comunica el pensamiento sobrenatural de Dios y Patria y cuando se muere besando en caridad la bandera, símbolo de la Patria, y la Cruz, síntesis de nuestra Religión Divina.


Lo que el catolicismo avalora en la Patria: la persona humana[editar]

El hecho que acabamos de indicar y que brilla con fulgores de epopeya ante el mundo, a saber, lo que el pensamiento y la fuerza del Catolicismo han hecho en nuestra Patria en nuestros mismos días, podría tener la fuerza de un argumento apodíctico en pro de nuestra Religión como factor de Patria. Pero, mejor que cantar nuestra gloriosa gesta y la fuerza del factor religioso que la informó, lo que dejamos para la historia, estimamos oportuno desentrañar algunos conceptos que responden a los valores fundamentales de Patria e indicar lo que el Catolicismo ha hecho y puede hacer para avalorarlos. Y lo primero de todo es el valor que da el Catolicismo a la persona humana, base fundamental de la Patria.

Todo el valor de una Nación o Estado estriba en el de los seres humanos que lo forman. Las almas de buena calidad son la mejor riqueza de la Patria. Ser esencialmente social como es el hombre, aporta a la colectividad el tributo de su ser, de sus cualidades, de su actividad; en cambio, recibe de la sociedad las influencias del bien acumulado por la aportación de todos. “El bien o el mal que cada uno se hace a sí con sus obras refluye sobre la comunidad”, dice Santo Tomás (1ª, 2ª, q. 21 a. 3 ad 3) ). Y la comunidad, a su vez, hace recaer sobre los individuos el bien y el mal que representa la síntesis de todos. Y de esta comunicación recíproca nacen los pueblos gloriosos.

Bajo este aspecto no hay doctrina alguna, filosófica o religiosa, que favorezca a la Patria como el Catolicismo, con todos sus recursos inmensos de valorización y formación de la persona humana. “Verdadero microcosmos, que vale por sí solo más que el universo inanimado”, dice Pio XI (“Mit brennender Sorge”) el hombre es, para la filosofía y la teología católicas, el más preciado joyel del mundo visible.

Para nuestra filosofía, “persona significa lo que es perfectísimo en toda la naturaleza” (Summ. Theol. 1ª, 2ª, 9, 3). La persona es espíritu, no máquina ni materia pura, y como tal es inteligencia inmortal, capaz de remontarse a las más altas especulaciones, de escudriñar las sustancias y las leyes, de disponer libremente de sus destinos. Nuestra filosofía, cierto, hace al hombre dependiente de Dios, siervo de Dios; pero esta dependencia es la garantía única de su grandeza, dice San Agustín: “Sólo es grande el hombre cuando es vasallo de Dios; porque sólo cuando es vasallo de Dios domina al mundo” (“Sermo Dom. in monte” c. 2).

Pero, sobre todo, ¡cuán bella y fecunda es, amados diocesanos, la doctrina de la fe sobre nuestro ser y nuestros destinos! Porque Dios “nos ha hecho a su imagen y semejanza” (Gén. 1, 26), con un alma libre e inmortal y con destinos de gloria eterna. Cuando la caída primera deshizo en nosotros la obra de Dios, Él nos tomó de su mano y nos condujo a través de los siglos, “como madre que lleva a su hijo a sus pechos” (Is. 60, 12), hasta llegar a los tiempos de nuestra redención, que fue obrada por la inmolación personal del mismo Hijo de Dios. Somos el reino de Dios en el mundo, dice el Apocalipsis (5, 16); patria de los santos en la tierra, que tendrá su expansión en la patria inmortal de los cielos.

“Un alma que se eleva levanta al mundo”, se ha dicho; y nosotros hemos sido elevados a la categoría de “hijos de Dios» (1 Jo. 3, 1), para constituir la “raza escogida” ( 1 Petr. 2, 9). Somos dioses todos, ha dicho el profeta, e hijos del Excelso (Ps. 81, 6). “Para que el hombre fuera elevado a la categoría de Dios, dice San Agustín, se hizo hombre Dios” (“Sermo 13. De Tempore”). Incorporados a Jesucristo, formamos con El, Hijo de Dios, “un cuerpo compacto e íntimamente trabado, corriendo por todo él la misma vida divina” (Eph. 4, 16), con “vocación de libertad de hijos de Dios” (Rom. 8, 21), con destino de “crecimiento continuo en Cristo, que es nuestra Cabeza” (Eph. 4, 15), cuya virtud “nos transforma de claridad en claridad” (2 Cor. 3, 10), y nos dispone paulatinamente a la visión de la Luz eterna (Ps. 35, 10), donde Dios nos anegará “en el mismo torrente de su beatitud” (Ps. 35, 9). Tal es la síntesis de nuestro ser, de nuestra ruta, de nuestro fin.

Ya no extraña, al tenor de esta doctrina católica, que la política cristiana haya hecho a la persona humana centro y objetivo de todo el mecanismo del Estado. Ya no somos parias o esclavos, como en las viejas sociedades paganas; ni meros individuos que se computan por números, como en Rusia. Somos para la sociedad, amados diocesanos; pero la sociedad es para nosotros. Se proclama hoy un principio que es incompatible con nuestra doctrina: “Todo para el Estado, nada contra ni fuera del Estado”. No; la persona humana tiene derechos inalienables que el Estado no puede desconocer. Hablando con Santo Tomás, “la persona humana se ordena a la sociedad política, pero no en su totalidad ni en todas sus cosas”. El santuario de la conciencia, las altas cumbres de su pensamiento, la libre tendencia a sus destinos según la ley suprema de Dios, son cosas inaccesibles al poder del Estado. Por esto ha podido decir Pio XI que “la sociedad es hecha para el hombre, no el hombre para la sociedad… Sólo el hombre, sólo la persona humana y no la colectividad en sí, está dotada de razón y de voluntad moralmente libre” (Enc. “Divini Redemptoris”). De tal manera, añade León XIII, que “si los individuos, si las familias al entrar en la sociedad encontrasen en ella, en vez de sostén un obstáculo, en lugar de protección una disminución de sus derechos, debiéramos huir, más que buscar, la sociedad” (Enc. “Rerum Novarum”).

Por esto no hay personalidad más recia, ni caracteres más robustos que los que labra el catolicismo. Ninguna doctrina, vieja o nueva, ha exaltado más la dignidad del hombre. No hay poder humano que haya podido someter a su arbitrio a un cristiano digno de este nombre. En este sentido la historia hablará muy alto de muchos católicos españoles de nuestros días. Obediente a la autoridad, abnegado para todo cuanto sea el fomento del bien común, jamás se inclinó un católico ante las exigencias de una tiranía que atentara contra su conciencia. Nuestros mártires y nuestros santos forman un ejército de “personas humanas” tan profundamente definidas que ninguna religión ni organismo político pueden ofrecerlas iguales.

A la luz de la doctrina católica siguieron los grandes pueblos de Europa sus rutas gloriosas; y al empuje de la divina fuerza que de Jesucristo derivó a hombres y pueblos, lograron éstos los más altos ápices de nuestra civilización, la más llena y florida de la historia. Ciencia, arte, literatura, instituciones políticas, costumbres públicas, el respeto individual y las formas maravillosas del orden social; todo logró un esplendor desconocido de los antiguos. Y el germen de toda grandeza estaba en el elemento hombre, en el cultivo de la persona humana, en la claridad de su pensamiento iluminado por la verdad divina, en la energía de su voluntad que informaba la ley de Dios, en la expansión de todo elemento personal al contacto con el fermento que la doctrina católica puso en el fondo del espíritu y del sentimiento humano, en este optimismo del hombre que se siente llamado a grandes destinos. Era Dios mismo que disponía de la masa humana, que la dignificaba al ser servido por ella y la vestía con un destello de su propia gloria.

Pero vino la revolución, o mejor, vinieron las sucesivas revoluciones que paulatinamente, en poco más de tres siglos, han aventado el patrimonio espiritual de la civilización europea. “Nemo repente fit summus”, decían los antiguos: “Nadie se hace súbitamente bueno o malo”, ni individuos ni pueblos. Y los de Europa han venido a parar al estado de pulverización actual por las sucesivas acometidas del espíritu laicista, de independencia con respecto a Dios, que tuvo sus comienzos en el Protestantismo y que, a través de la Enciclopedia y la Revolución francesa, ha llegado a las etapas del liberalismo, del socialismo y del comunismo nihilista.

La Revolución, expresada en sus metamorfosis históricas por estos nombres, cada uno de los cuales representa una forma de la independencia del hombre con respecto a Dios, ha dejado al hombre ciego e inerme: ciego, porque ha sufrido de insuficiencia mental para resolver los grandes problemas cuya llave está en la doctrina trascendental de la revelación divina; e inerme, porque está escrito que “si Dios no edifica la ciudad, en vano se esfuerzan los que trabajan en levantarla” (Ps. 126, 1).

Es la situación terrible que describía el Apóstol a los fieles de Tesalónica: “Porque no recibieron el amor de la verdad que debía salvarles, -“Eo quod charitatem veritatis non receperunt ut salvi fierent-, Dios les enviará el artificio del error, con que crean a la mentira, para que caigan bajo su juicio todos aquellos que han rehusado su fe a la verdad y han consentido en la iniquidad” (2 Thes. 2, 10-11).

Sobre esta gran desgracia de nuestros tiempos llamaba la atención el actual Pontífice en su primera Encíclica: “Sentimos, decía, una especie de terror –“terrebat nos quam maxime”-, a la consideración de las condiciones funestas de la humanidad en la hora presente”.

“¿Puede desconocerse la enfermedad, tan profunda y grave, que sufre, en estos momentos más que en pasados tiempos, la sociedad humana, y que agravándose de día en día y corroyéndola hasta la médula la lleva a la ruina? Esta dolencia, bien la conocéis, es, con respecto a Dios, el abandono y la apostasía; y nada hay sin duda que acarree más seguramente la ruina, según la palabra del Profeta: “He aquí que los que se alejen de Ti perecerán” (Ps. 72, 27). Cuál será el resultado de esta lucha que pobres mortales han declarado a Dios, ningún espíritu sensato podrá ponerlo en duda. Cierto, es fácil al hombre que quiere abusar de su libertad violar los derechos de la autoridad suprema del Criador; pero el Criador tiene siempre segura la victoria. Más todavía: la ruina amenaza de más cerca al hombre justamente cuando con mayor audacia se levanta éste con la esperanza del triunfo” (Enc. “E supremi apostolatus”).

Pero la revolución, amados diocesanos, no hubiese prendido en el alma moderna si los hombres, los individuos, no se hubiesen hecho revolucionarios. Esto podrá parecer una perogrullada; pero lo expresamos en esta forma para sacar de ella una lección directa para cada uno de vosotros.

La sociedad, hemos dicho, se forma de personas. El valor social depende del de sus componentes. Si éstos hubiesen resistido al encantamiento de los maestros de la mentira; si no hubiéramos sido, uno a uno, como las nubes de que nos habla el apóstol, “que son arrastradas de aquí para allá por los vientos” (Jud. 12), si hubiésemos resistido al empuje de la mentira, arraigando el pensamiento en la fe añeja de nuestros padres y de nuestro Dios, la revolución, como dardo que da en la roca, hubiese perdido su fuerza de penetración en la masa social.

De aquí derivamos una lección de vida cristiana, que formulamos con la palabra elocuentísima de San León: “Agnosce, christiane, dignitatem tuam”: “Reconoce, cristiano, tu dignidad”. Somos nada, amados diocesanos; el gran mérito del cristiano está en fundar los cimientos de su grandeza, en frase de San Agustín, en el hoyo profundo de nuestra nada. Pero, si con el filósofo podemos decir que, en el orden natural, es el hombre “una caña que piensa”, en el orden sobrenatural nos ha hecho “poco inferiores a los ángeles” (Ps. 8, 6), ha llenado nuestra frente de barro de verdades del cielo; ha hecho de nuestro corazón vaso de oro de la caridad divina que nos hace semejantes a Él; ha robustecido toda nuestra vida con la coraza de la gracia; con ella nos ha hecho capaces de toda virtud: “Omnia possum…” (Phil. 4, 13); nos ha puesto bajo la custodia de un ángel del cielo que nos guíe en esta tierra de miseria; y nos tiene en el cielo reservado un trono mil veces más brillante que el de las majestades del mundo.

iQué base ancha y profunda, la del Catolicismo para hacer una gran Patria! San Agustín argüía contra los paganos de su tiempo desafiándoles a que buscaran ciudadanos más probos, magistrados más incorruptibles, soldados más valientes, industriales y mercaderes más justos que los católicos. Es que el católico que lo es de veras sabe que ha de traducir en su vida de cada día las grandezas del pensamiento y de la ley de Dios, únicas que pueden hacerle grande; que su misión en el mundo es hacer de sí un “hombre perfecto, como el Padre celestial es perfecto” (Mat. 5, 48); que su integridad personal es, por lo que a él toca, garantía de la incorruptibilidad social; que su honor y su virtud son parte integrante del patrimonio espiritual de su pueblo; y que la gloria de una nación, de la Patria, es la resultante del bien y de la gloria de todos los hermanos, que se multiplican por el contacto y por las influencias mutuas de todos ellos.

En nuestro pueblo español se ha dado un verdadero estallido de patriotismo desde el levantamiento nacional. Diríamos que ha sido una compensación del período de anestesia del sentimiento patrio en que gran parte de nuestro pueblo había vivido durante años. Si no hubiese sido nuestro vigor espiritual hubiésemos sucumbido. Y este vigor nos ha venido de algo sobrehumano, aun dando su parte a los factores puramente terrestres. Ni la raza, ni la historia, ni el puro sentido de Patria hubiesen producido la tensión tremenda del espíritu nacional. En el fondo estaba Dios y la fuerza que Él comunica a los adalides de su causa. El número incontable de “verdaderos mártires”, como les ha llamado el Papa, que sucumbieron por conservar su fe, por no mancillar sus almas con la apostasía, por amor a su Dios; y el de tantos miles de hombres que salieron a defender, ante todo y sobre todo, sus ideales religiosos, es la demostración de que Dios es todavía el “vigor tenaz” –“tenax vigor”- de gran número de españoles. Nunca tiene tanto relieve la persona humana, ni llega a tan alto valor social como cuando la informan el pensamiento y la ley y la vida de Dios.

“Manteneos firmes, amados diocesanos, os diré con el Apóstol, y no caigáis de nuevo en servidumbre” (Gal. 5, 1). Os hemos de prevenir contra un peligro que ha surgido en nuestros tiempos por reacción natural contra la revolución llamada liberal y democrática. Tal vez apunte, en algunos pueblos de Europa, una nueva forma de atentar contra la persona humana, tal como la quiere la doctrina cristiana Nos referimos a la tendencia de algunos Estados a absorber toda actividad social. El liberalismo fue el ácido corrosivo que deshizo la contextura social cristiana por la pulverización de sus elementos al separarlos de Dios. Los lemas de libertad, igualdad y fraternidad y la proclamación de los Derechos del Hombre fueron el señuelo que engañó a los hombres haciéndoles creer la fábula de su soberanía; y los pueblos se convirtieron, desgajados de Dios, en masas de individuos sin relieve, en rebaños humanos explotados por sus conductores.

Tan temible es la reducción de los valores humanos, la disminución de la personalidad humana, hecha desde abajo como desde arriba; y sería lamentable que, en vez de buscar la fuerza social y la grandeza de la Patria en la dignificación espiritual del ciudadano y en la trabazón armónica y natural de todos los elementos que integran un pueblo, se formara un artificio de fuerza, más o menos brillante, que regulara, en cuadrícula inflexible, el pensamiento y las actividades de todos. Busquemos todos y cada uno el reino de Dios dentro de nosotros –“intra vos est”- para que obtengamos el dominio sobre cuanto nos es inferior; pongámoslo en el acervo común de la Patria; que los poderes humanos que moderan la actividad de la Nación lo hagan según el orden establecido por Dios; y lo demás se nos dará por añadidura: la paz, el orden, el bienestar social y el esplendor de la gloria patria.


Patria, Catolicismo y Familia[editar]

Pero la Patria no es grande sólo por la grandeza personal de sus miembros: lo es por la fuerza de sus instituciones, y la primera de todas es la familia. Por ella entra el hombre a formar parte de la Patria. Creemos útil indicar unas ideas sobre el Catolicismo en función de la familia.

Ella, dice Pio XI, “es una institución de orden moral y jurídico para encauzar los instintos, combatir el desbordamiento de las pasiones y hacer servir como se debe las inclinaciones y atractivos sensibles al bien de la propagación de la especie y al desarrollo de una vida verdaderamente humana” (Enc. “Casti Connubii”).

Es la familia la más natural de todas las sociedades: porque la reclama más imperiosamente que a toda otra la existencia de la especie humana; porque su constitución y funciones son indicadas por la naturaleza mejor que las de otras sociedades; porque preside el origen de la vida humana, es cuna de la sociedad civil y base necesaria de todo el edificio social.

La familia es nuestra pequeña patria, amados diocesanos; precisamente la gran Patria se llama así por lo que tiene de familia, porque no es más que el desarrollo, copioso y magnífico, de la célula inicial de la familia.

No sólo es nuestra pequeña patria la familia, sino que es el exponente de la fuerza y de la gloria de la Patria grande. La familia es el germen de la Ciudad, que es poderosa o débil según sea el vigor de la semilla de la familia. No es necesario insistir en un punto que ha demostrado la historia de todos los pueblos. El Catolicismo ha dado todo su vigor a la familia en nuestra civilización cristiana. Antes de él la familia había llegado a todos los rebajamientos: el matrimonio corroído por sus grandes lacras, divorcio y poligamia; el padre convertido en déspota de la casa, o mutilado en su autoridad por el Estado; la madre sin dignidad ni libertad; los hijos, o sometidos de por vida a la autoridad tiránica del padre, o entregados a la máquina del Estado para la pública utilidad. Fuera de él, la familia ha caído en las mismas aberraciones del paganismo: el divorcio, la desvinculación de padres e hijos, la desnatalidad, los hogares deshechos por el mutuo desamor, o debilitados por la intromisión del Estado.

Todo ha sido restaurado en la familia por el Catolicismo. Él ha asentado la institución doméstica sobre la moral natural, al tiempo que la ha sobrenaturalizado en su ser y en sus oficios, llevándola al más alto grado de pureza y colocándola bajo la garantía positiva de Dios.

Contra la doctrina naturalista que pretende que el matrimonio no es más que una variedad de la especie de contratos y que puede disolverse legítimamente por la voluntad de los contrayentes, la doctrina católica defiende la indisolubilidad y la unidad del contrato conyugal, que ha sido elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento. Ya, pues, “lo que Dios ha unido no podrá separarlo el hombre”, y la familia tendrá en derecho y en su misma base la firmeza de las cosas de Dios.

El marido es jefe de la familia y cabeza de la mujer. Esta es el corazón de la casa y ocupa el segundo lugar en la jerarquía de la autoridad y del amor. La caridad divina debe estar presente siempre para regular los mutuos deberes de los cónyuges. El sitio preferente de la esposa es la santidad del hogar cristiano, del que debe hacer un cielo en la tierra con su abnegación y las exquisiteces de amor que Dios puso en su corazón. “Y si más allá del hogar, que se hundiría si dejase en él de ser la reina, las costumbres y las leyes abren cada vez más en nuestros días las anchas esferas de la cultura intelectual, de la acción social y de la vida cívica, tendrá por ello un título especial para utilizar estos nuevos medios de influencia para promover en todas partes el respeto de la vida doméstica, el cuidado por la formación cristiana de los hijos, la enérgica protección de la moral pública” (Card. Gasparri a M. Duthoit, 1927).

Los hijos son de los padres, con anterioridad a todo derecho y a toda concesión del Estado, y sobre ellos tienen el derecho de instrucción y educación. El fin primordial del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos. El bien del hijo no termina con el beneficio de la procreación; es preciso que se añada otro, contenido en su buena educación. La grandeza de los padres, la fuente primera de perfección y santidad en su unión, es que tengan la noble responsabilidad de la educación de sus hijos en la tierra, y hasta, con la Iglesia, para la vida ultramundana; que tengan ellos el deber de vivir ellos mismos según la ley doméstica que haga posible esta educación.

La gloria de la familia es su fecundidad: “Creced y multiplicaos…” Las familias numerosas son gloria de la Patria. Gloria y fuerza, porque “es un hecho de observación diaria, dice un moralista, que los pocos hijos hacen a los padres débiles, y que los padres débiles hacen siempre los hijos impertinentes y caprichosos”.

“Cuando más poblada está una nación, más se la juzga gloriosa”, dice Santo Tomás (“De Reg. Princ”. 1, 4, c. 11). “La gloria del Rey y su dignidad está en la multitud de su pueblo”, dice Bossuet. Y el salmista canta la gloria de los padres, sentados a la mesa y rodeados de copiosos hijos, “como de retoños de olivo” (Ps. 127, 3). Los períodos de gran prosperidad para los pueblos son los períodos de crecimiento y de saturación de población: así fue por la antigua Grecia y por Roma; así para los pueblos europeos de los siglos medios. Y este crecimiento depende de la familia cristianamente constituida.

Todas estas indicaciones sobre la familia, tomadas de la Escritura, de las Encíclicas Pontificias o de concienzudas observaciones históricas, demuestran paladinamente una doble verdad, a saber, que la grandeza de la Patria es inseparable de la grandeza de la familia y que sólo por el Catolicismo ha logrado la familia el máximo de su consistencia, de la fecundidad y de la eficacia para la debida formación de los hijos que serán los ciudadanos de mañana. Y cada vez que han surgido doctrinas atentatorias contra esta sagrada institución de la familia, ora en nombre de la religión, como lo hicieron los montanistas y albigenses; o de la economía, como Malthus y los protestantes partidarios del “Birth Control”; o de la política, como el socialismo y el comunismo; o de la ciencia, como los eugenistas, la Iglesia católica ha dibujado de nuevo, como al buril, los trazos irreformables de la familia tal como Dios la quiere, o ha tenido anatemas terribles contra los deformadores de esta institución fundamental de todo pueblo que no quiera morir. Aquí están, entre los documentos pontificios modernos, las grandes Encíclicas “Arcanum”, de León XIII, y “Casti Connubii” y “Divini illius Magistri”, del gran Pontífice reinante.

Patria, Catolicismo y familia: no hay Patria gloriosa sin familia fuerte; y no hay robustez de la familia fuera o contra el Catolicismo. Este y el Patriotismo se dan la mano en las familias cristianas de verdad. El Catolicismo está en la familia fuerte como el autor en su obra; la Patria está también allí; porque allí tiene asegurada la vena inextinguible de su vida; para recibir de ella los hijos bien formados y ayudar a completar su formación; abriendo sus senos para que se vierta en ellos el puro amor patrio que brota de las familias bien formadas; para buscar, en estas horas de vibración nacional, cuando amenaza el peligro o se quieren acometer grandes empresas, las sublimes abnegaciones hasta el sacrificio de la vida, este tributo de caridad social, y porque los valores de familia son solidarios de los de Patria.

Conservad, amados diocesanos, las santas tradiciones de la familia española. Como toda fuerza que se abreva en nuestra religión, parecía embotado el vigor de nuestras familias; y hoy, en la tremenda tribulación de la Patria, las hemos visto vibrar ante el peligro, y dar sus bienes, y sus hijos, y sus actividades para la salvación de la madre común, España. Nuestras virtudes raciales, labradas a fuerza de siglos por el Catolicismo, se han condensado en la virtud magnífica del Patriotismo. España se ha salvado porque no había dejado de ser católica; y lo era, contra el querer del Estado, porque sus hijos habían sido hechos católicos en el regazo de sus madres y en el ambiente cristianísimo de la mayoría de las familias.

“Hermanos, os diré con el Apóstol, estad firmes y mantened las tradiciones que habéis aprendido” (2 Thes. 2, 14). La fidelidad en los deberes y en el mutuo amor, la constancia en el trabajo, la conservación del patrimonio material y moral que leguéis a vuestros hijos, el celo en formarlos para Dios y la Patria, las prácticas de religión y piedad que habían tenido fervoroso culto en nuestros hogares, la asistencia colectiva a la parroquia, el respeto a toda jerarquía y la caridad con todos; conservadlo todo y seréis grandes patriotas, más que muchos voceros del Patriotismo, porque sobre tales familias se asienta la grandeza de vuestra Patria.


Catolicismo y orden social[editar]

Pero ni la persona humana con su dignidad, ni la familia con sus encantos y con la plenitud de su amor fecundo se bastan a sí mismos. “Hay en el hombre, por su naturaleza, el germen de la vida civil; porque no pudiendo llegar por sí solo a todos los cuidados necesarios a su vida, ni al desarrollo total de sus capacidades intelectuales y de sus anhelos del bien, la Providencia le ha hecho nacer para la unión y la sociedad, no sólo la doméstica, sino la civil, única que puede procurar la perfecta suficiencia de la vida” (Enc. “Immortale Dei”).

Demos por constituida tal como está nuestra sociedad, la Patria en que nacimos, prescindiendo de las razones geográficas, históricas o etnográficas de su formación. Nuestra sociedad es la Nación o Estado español. Nuestro primer deber es sentimos orgullosos de tal sociedad y de tal Patria.

De lo que no podemos prescindir, al tratar del orden social y concretarlo a España, es del Catolicismo, tan profundamente enraizado en la conciencia nacional y en la historia Patria. No podemos hacer estas sencillas reflexiones sobre el orden social en pura teoría, porque no nos ocupamos de sociología o de historia, sino de la formación religiosa y moral de vuestras conciencias.

Porque nosotros, amados diocesanos, prescindiendo de la sociedad doméstica en cuyo seno nacimos, formamos parte de dos grandes sociedades: la temporal, que es nuestra Nación, y la espiritual o sobrenatural, que es la Iglesia católica. Por nuestros padres, según la carne, hemos entrado a formar parte de la Patria de la tierra; por el bautismo, que hemos recibido en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hemos sido admitidos a la unión intima con Dios, “para que nuestra sociedad sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Joh. 1, 4). Desde este momento, ni en nuestro ser, ni en nuestras actividades de orden particular o social, ni en la orientación de nuestra vida podremos prescindir de ninguna de las dos sociedades. Ni ellas, tratándose de un Estado que se llama oficialmente católico, podrán ser indiferentes una a otra, antes deberán trabajar mancomunadamente para el bien temporal y eterno de sus asociados.

Estas dos palabras, lo temporal y lo eterno, nos dan la fórmula de conjunción y colaboración de las dos sociedades, al tiempo que señalan nuestros deberes y nuestra posición ante cada una de ellas. Y son, al mismo tiempo, las que concretan el orden social en un país católico como el nuestro. La Iglesia, que tiene por objeto la constitución del reino de Dios en la tierra, es decir, una sociedad sobrenatural de hombres, que atados por los vínculos de la fe y de la caridad trabajan para conformar su vida con la de Jesucristo, Modelo soberano de todos, para con ello lograr su destino definitivo, que es la visión de Dios en el Cielo; y el Estado, cuyo fin es procurar el máximo bien temporal a los ciudadanos en el orden material, intelectual y moral.

Pero notad un hecho, amados diocesanos; estas sociedades, que son perfectas y soberanas cada una en su orden, tienen, en un Estado católico, los mismos súbditos, con una actividad que no puede desdoblarse, porque el católico debe serio “integralmente”; y por lo mismo ambas pueden ayudarse, y de hecho lo hacen en los pueblos cristianamente constituidos para el logro del doble fin del hombre, temporal y eterno, trabajando, cada una en su órbita, en ayuda de la otra. Así de la acción espiritual y sobrenatural de la Iglesia derivan grandes bienes de orden temporal para el Estado; como éste, dentro de sus actividades, puede ser el gran auxiliar de la Iglesia.

Para el objeto de esta Pastoral, fijémonos un momento en los grandes bienes que el Catolicismo aporta a la Patria. Los concretaba en forma general León XIII al comienzo de su gran Encíclica sobre la constitución cristiana de los Estados: “Obra inmortal del Dios de misericordia, la Iglesia, bien que en sí y de su naturaleza tenga por objeto el bien de las almas y la salvación eterna, es, no obstante, hasta en la misma esfera de cosas temporales, la fuente de tantas y tan grandes ventajas, que no podría procurárselas más en número ni mayores a la sociedad civil si hubiese sido fundada principal y directamente en vista de asegurar la felicidad de esta vida que llevamos sobre la tierra» (“Immortale Dei”).

El primero de todos es, amados diocesanos, la aportación de su ley inviolable y la formación luminosa e inflexible de las conciencias en orden a los principios fundamentales en que se asienta la paz y el bienestar de los pueblos. Sin duda que el Estado tiene un fin moralizador; porque se propone el bien común, que no puede dejar de ser un bien humano, y por lo mismo material y espiritual a la vez. Más aún: el hombre, ser social, está sujeto por su misma naturaleza a determinadas reglas de moralidad; si las infringe, aun en el terreno personal, la sociedad sufre daño, porque, como dice Santo Tomás, “todo pecado es, en cierta manera, una injusticia social” (II, II, 58, 5 ad 3). Tiene el Estado, por lo mismo, un ministerio de moralidad, por cuanto lo moral se relaciona necesariamente con lo social.

Pero le faltan al Estado dos elementos para el éxito total de su obra moralizadora: no puede, en primer lugar, constreñir a los ciudadanos sino con unas leyes que, como dice Santo Tomás, “siendo hechas para la multitud de los hombres, cuya mayoría son imperfectos, no pueden prohibir más que los vicios más graves y más atentatorios contra la vida social” (I, II, 96, 2); y luego, no puede bajar al fondo de las conciencias para imponerles, en el nombre de Dios, el cumplimiento de la ley; ni puede urgirlo con los dos grandes recursos de la ley cristiana, el amor de Dios, germen y forma de toda virtud, y el temor de las sanciones eternas, capaz de contener toda desviación de la vida.

“Estad sujetos, no sólo por la fuerza de la ley, sino por deber de conciencia”: “Subditi estote propter conscientiam” (Rom. 13, 5). Estas palabras del Apóstol han hecho más por el bien de las naciones que las instituciones más sabias y los códigos mejor organizados. Por ello es que, “por dondequiera que ha penetrado la Iglesia, ha empezado a cambiar la faz de las cosas y a impregnar las costumbres públicas, no solamente de virtudes desconocidas hasta entonces, sino incluso de una nueva civilización” (León XIII, “Immortale Dei”). El Catolicismo es, según expresión de Pio XI, “el que ha defendido la dignidad humana y la ha levantado hasta Dios; ha corregido las costumbres públicas y privadas, de manera que todo esté sometido a Dios, que ve los corazones, y que, siendo la conciencia de los sagrados deberes la regla de todos, particulares, gobernadores e instituciones, Jesucristo sea todo en todos” (Pío XI, “Ubi Arcano”).

Hace más el Catolicismo por la Patria: ayuda a los Poderes públicos con la aportación de sus principios inmortales y con la colaboración de sus mejores adeptos. Se ha acusado a la Iglesia de inmiscuirse en los públicos negocios, o de reducir las actividades de los ciudadanos en pro del Estado. Es necia la acusación. Porque la Iglesia, a medida que ha penetrado las instituciones del Estado con sus principios, “que son la floración espontanea de la doctrina evangélica” (“Immortale Dei”), lejos de restar fuerza a los humanos poderes y a la sociedad que gobiernan, ha iluminado a aquéllos, y ha logrado en ésta transformaciones sucesivas que la han hecho capaz de nuevos grados de civilización. Cuanto a los ciudadanos, la Iglesia no sólo quiere que se ocupen del bien común del Estado, por deber de justicia social, de religión y de caridad, sino que los hace, particularmente por la Acción Católica, “más aptos para llenar las funciones públicas, gracias a una severa formación, a la santidad de vida y al cumplimiento de sus deberes cristianos. ¿No es ella la destinada a procurar a la sociedad sus mejores ciudadanos, y al Estado sus magistrados más íntegros y más expertos?” (Pío XI, “Quae nobis”).

“Si amas a tu país -le decía a su discípulo un filósofo antiguo-, hazle en tu persona el regalo de un buen ciudadano”. Esto es lo que hace un buen católico para su Patria: labra en sí paulatinamente, con la práctica de todas las virtudes cristianas, un buen ciudadano que aportará al acervo de la Ciudad y para el bien común todo su valer, de orden natural y sobrenatural. Los santos, que son la flor del Catolicismo, son al mismo tiempo los más perfectos y útiles ciudadanos: ellos son los que entonan con sus altos ejemplos la moral de todo un pueblo, al tiempo que muchos de ellos han hecho obra profundamente social.

El Catolicismo, además, asegura la paz de la Patria por el reinado de la justicia y de la caridad. “La paz es la obra de la justicia de una manera indirecta, en cuanto ésta aparta los obstáculos de la paz. Pero la paz es directamente la obra de la caridad, porque ella, de su propia naturaleza, produce la paz. Es, en efecto, el amor la fuerza que une” (“Ubi Arcano”). Ambas, la justicia y la caridad, regulan nuestras relaciones con los demás ciudadanos: la justicia nos hace dar a cada cual lo que le es debido; la caridad nos hace rebasar los límites de la justicia para hacer partícipe al ciudadano de lo que es nuestro, y ello con la efusión del amor que arranca del que tenemos a Dios, Padre de todos, y que nos constituye a todos en la unidad de la fraternidad cristiana: “Ut sint unum”. El Catolicismo es el asiento más firme de la justicia, porque enseña y obliga al Estado y a los ciudadanos a dar a cada cual lo que es suyo, en todos los órdenes. “Si el Estado -y lo mismo podemos decir del ciudadano- se niega a dar a Dios lo que es de Dios, se niega asimismo, por una consecuencia necesaria, a dar a los ciudadanos lo que les debe como hombres, porque, quiérase o no, los verdaderos derechos del hombre nacen precisamente de sus deberes para con Dios” (“Immortale Dei”). Por lo que atañe a la caridad, ella es desconocida fuera del Catolicismo. Sólo ella ha realizado en la tierra, cuanto es dable al mísero corazón humano, la palabra del Profeta: “Ved qué bueno y delicioso es vivir juntos los hermanos... Como el bálsamo que viene de la cabeza a embeber hasta las orlas del vestido de Aarón...” (Ps. 132, 1-2).

Paz interior, amados diocesanos, es la que brota de las doctrinas y de la práctica del Catolicismo, “condición indispensable para la paz externa de orden vital-social”, dice Santo Tomás (II, II, 29, 1). No faltan sociedades brillantes en las que la ley ha regulado maravillosamente lo necesario para el bienestar de los ciudadanos. Pero cuando los espíritus se han vaciado del sentido de justicia y del amor de caridad, todo artificio humano es incapaz de conservar indefinidamente la paz social; porque, como dice Pio XI, “las instituciones humanas destinadas a favorecer la paz y el mutuo auxilio entre los hombres, por bien concebidas que ellas parezcan, reciben su solidez del lazo espiritual que une sus miembros”.

Ved todavía otras ventajas que el Catolicismo aporta a la Patria en el orden social. Sus doctrinas, cuando han llegado a formar la conciencia del pueblo, son la mejor salvaguardia de la libertad, de la competencia, de la eficacia, de la autonomía legítima de la autoridad civil.

El es el que regula y tempera las relaciones entre la autoridad y la libertad: a los poderes públicos les dice que la ley rectora de los pueblos no es el “imperium despoticum”, de los fisiócratas de la sociedad, sino el “imperium politicum”, que conviene al régimen de las personas humanas; y a las democracias extraviadas que reclaman el Derecho absoluto a la libertad, les dice que hay en la sociedad algo intangible porque viene de Dios, que es la autoridad, y que hay que obedecer a los que legítimamente la ejercen.

El es el que salva la trascendencia del bien común amenazada por el trabajo tenaz del nacionalismo exagerado y del Estado absolutista; al tiempo que salva la libertad individual, que tiende a ser absorbida por el despotismo de las dictaduras.

El admite una trascendencia del Estado, que puede condicionar, amparar, fomentar y dirigir toda actividad de orden temporal en cuanto lo requiera el bien común; pero declara intangibles las instituciones de orden natural, cuyos derechos pueden ser superiores y anteriores a los del Estado, como el de la familia, o independientes del Estado, como la legítima libertad de asociación.

El tempera y equilibra el hecho de las diversas clases sociales enseñando a todo hombre la igualdad sustancial de naturaleza, de Redención, de fin último y ante los deberes del propio Estado; al tiempo que predica que las desigualdades adjetivas de los hombres sirven al esplendor social y a la mutua ayuda para el logro de los fines temporales y eternos.

Esto y mucho más, amados diocesanos, hace el Catolicismo en el orden de la Patria; y jamás se vio en la historia el hecho maravilloso de los siglos medios, cuando el pensamiento católico dominaba en señor sobre todo hombre y sobre toda institución, en estas naciones que, prescindiendo del progreso material que ha venido en siglos posteriores, se remontaron a alturas desconocidas de los antiguos en todo cuanto significa dignificación de la persona y de la sociedad humana. Nuestra Patria, España, no fue a la zaga de ninguna de ellas; y nunca llegó la Patria querida a mayor expansión, a mayor profundidad y esplendor de su cultura, a más llena y equilibrada función de sus instituciones, al supremo ápice de su prestigio internacional, que cuando en ella se embebió todo del pensamiento, del sentido y de la vida del Catolicismo. Sólo cuando el pensamiento católico se ha debilitado entre nosotros ha empezado la decadencia de la Patria, y cuando, como ocurre en los organismos depauperados, hemos recibido de prestado inyecciones de algún espíritu exótico que no han hecho más que trastornar la vida nacional y llevarla a trance de muerte. Son dolorosas y humillantes las experiencias hechas, y más que todas la que nos acarreó la actual catástrofe.

No ignoramos que hay naciones en que el Catolicismo se ha visto acorralado; en que se ha considerado la religión católica, hasta la religión cristiana en general, como una institución cuyo origen, doctrina, virtudes, culto, no son compatibles con un concepto de Patria que importa una exagerada sublimación de los valores nacionales. Es lamentable que en pleno siglo XX no se haya logrado la experiencia, ni se haya llegado a la convicción filosófica y dogmática de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la trascendencia de lo sobrenatural sobre todos los valores de la tierra, cualesquiera que ellos sean. Si un día, amados diocesanos, se os dijera una sola palabra depresiva para la Iglesia y la doctrina católica, al parangonarla con los valores más altos de nuestra Patria, rechazad la sugestión, y poned sobre el mismo amor de Patria, que es el más alto de vuestros amores después del amor de Dios, el amor a la Iglesia y al Catolicismo que nos engendró, no para la tierra, sino para el cielo. “Es preciso, dice León XIII, amar la Patria terrestre, que nos ha dado el gozar de esta vida mortal; pero es necesario amar a la Iglesia con más ardiente amor, porque a ella debemos la vida inmortal del alma; por cuanto es racional anteponer los bienes del alma a los del cuerpo, y son más necesarios nuestros deberes para con Dios que para con los hombres” (Sapientiae christianae”, 14)

Catolicismo y Patriotismo: Dios y Patria. He aquí los dos grandes nombres a cuya magia se ha levantado España para defender su ser y los fueros de su historia; pero en este mismo orden de dignidad, que ya reconocieron los antiguos -“pro aris et focis”-, y que han consagrado nuestros héroes y nuestros mártires muriendo a cielo raso, en las encrucijadas de los caminos o en los campos de batalla.


Catolicismo y orden político[editar]

Tratamos brevemente de las ventajas que en el orden político reporta el Catolicismo a la Patria.

Al definir el Estada hemos dicho que es la Nación políticamente organizada. Es un pueblo estructurado en orden a los fines generales de Patria y a los particulares de tal Patria, con su régimen y leyes, costumbres y energías materiales y espirituales, organizado todo por el Poder público y dirigido al bien de la comunidad y de los individuos en el orden temporal y facilitando el logro de los destinos eternos del ciudadano.

No temáis, amados diocesanos, que metamos la hoz en mies ajena al ocupamos un momento de política. Esta palabra ha tomado un sentido peyorativo, a veces de trascendencias trágicas, cuando ha significado estos pugilatos en que la ambición desata toda concupiscencia para el asalto del poder público. Esto es falsificación de la política. “Cosa honesta y grave”, llama León XIII a la política (Enc. “Cum multa”), y con razón; primero, porque la política, “ciencia de la Ciudad”, “ciencia civil”, como la llama el Angélico (“Polit.” Prol.), tiene por objeto procurar el bien común de los ciudadanos, que es el máximo bien que apetecen los hombres constituidos en sociedad; y luego, porque en los negocios del Estado de que la política se ocupa, se conjugan a veces los más grandes bienes humanos. ¿No hemos visto en España, en nuestros días, desarrollarse una política que nos ha acarreado la catástrofe más tremenda de nuestra historia? La política puede tocar a Dios y sus altares; poner sus manos, atrevidas y sacrílegas, en la Iglesia, sus leyes, sus ministros, sus bienes; asestar golpes mortales a la familia; puede aherrojar a un pueblo con leyes inhumanas o antihumanas, o lanzarlo, en nombre de la libertad y de la democracia, por caminos de disolución y muerte. Más todavía; sin tratar ahora de la posición de los católicos ante la política, decimos que ésta, en su más profundo sentido, no puede separarse de la religión. La razón es obvia. “El fin próximo del Estado es la perfección exterior de la sociedad, pero una perfección de tal naturaleza que pueda ayudar a la sociedad a lograr el Bien supremo” (Taparelli, “Saggio”, 815). Porque el bien público sólo se encuentra en una organización de la vida temporal que no dificulte, antes facilite la vida superior de los hombres (León XIII, “Libertas). “Si una sociedad no persigue otro fin que las ventajas exteriores, la abundancia de las riquezas y la elegancia de la cultura, si hace profesión de prescindir de Dios en la administración de la cosa pública y de no tener cuenta alguna de la moral, se aparta en forma muy culpable del fin de su institución y de las prescripciones de la naturaleza; y debe juzgársela más bien una imitación falsa de la sociedad que una verdadera sociedad y comunidad de hombres” (León XIII, “Sapientiae christianae”).

Y en esta doctrina se encierra el primero de los bienes que el Catolicismo ha hecho a la Patria en su régimen político. Nos referimos al carácter esencialmente moral de la política, y por lo mismo a la tutela que la Religión debe ejercer sobre ella.

Parece atrevida la afirmación; tal vez se verá en ella ocasión de conflictos entre Catolicismo y Patria. No: La verdad jamás contradice a la verdad. La política tiende a la conquista del bien común, y tratándose de seres racionales no se concibe un bien, menos el bien común que se asienta sobre la justicia, separado de la moral. “Lo que es falso moralmente jamás será justo políticamente”, ha dicho un gran político. Y Santo Tomás considera de esencia moral la política al hacer de su tratado una parte de la Etica (“Ethic”. Lec. 1).

Y desde el momento en que la política está íntimamente trabada con la moral, ¿quién podrá negar que el Catolicismo tenga sobre la política una trascendencia inmensa? La Iglesia es la Maestra, instituida por Jesucristo, de la moral, de toda moral, por cuanto es ella la que ha recibido del Hijo de Dios la regla de vivir. El Evangelio está lleno de preceptos de moral relativos a la vida pública; igual podemos decir de los Escritos Apostólicos, que contienen las líneas eternas de la moral aplicadas al régimen de individuos y pueblos. Las Encíclicas Pontificias, particularmente las de cincuenta años acá, no han hecho más que desenvolver la semilla de la moral social predicada por Jesucristo y los Apóstoles.

iQuisiera Dios que la política rectora de los pueblos modernos se inspirara en los dictados de la moral católica! Ella serviría al bien común, no a las concupiscencias de los desaprensivos; con ella por norma, el Estado garantizaría el respeto al derecho de todos; ella influiría sobre la dirección de las actividades individuales y colectivas en el sentido de la justicia para con Dios y los hermanos. Iluminada la inteligencia de los gobernantes por lo que llamaríamos pensamiento político de Dios en el régimen de la sociedad humana, tendrían un conocimiento más claro y profundo del pueblo, de sus necesidades y destinos, y aquella prudencia cristiana, el “sentido de Cristo” (1 Cor. 2, 16), que les dictaría las normas convenientes en cada momento a la felicidad temporal del pueblo, facilitando al mismo tiempo el logro de sus eternos destinos.

Fuera del orden propiamente moral, el Catolicismo hace un gran bien al Estado en sus funciones políticas. Es tan fuerte y clara la luz que la doctrina católica derrama sobre todo lo humano, que es temeridad prescindir de ella en la ciencia y arte dificilísimas de regir los pueblos. Cierto que el Estado está llamado a realizar sus fines sólo en el orden natural y temporal; pero en un Estado católico se suscitarán siempre cuestiones de orden natural íntimamente trabadas con el sobrenatural; y en este caso la Iglesia, Maestra única en este orden, ilustrará a los poderes del Estado sobre los puntos de interferencia, para que la obra de ambos sea total y armónica. Y aun prescindiendo de las cuestiones llamadas de fuero mixto, como quiera que la naturaleza humana desborda completamente el orden natural, por cuanto Dios la ha llamado a superiores destinos, a medida que las civilizaciones se hacen más refinadas por la espiritualización de sus factores, el Estado recurrirá con gran provecho a la Iglesia para levantar a mayores alturas todo elemento, particularmente la cultura y las costumbres, con sus doctrinas altísimas y la claridad inmaculada de su ley.

Hace más el Catolicismo en el régimen de las sociedades políticas: establece el equilibrio entre el poder político y el pueblo. Es el gran problema en cuya solución se han debatido en todos los tiempos ambos elementos. Ora es el Estado, como en las sociedades paganas, que se erigía en señor de todo y de todos, o el tirano que medía su poder según el ámbito de su voluntad; ora es, como en nuestros días, el pueblo que estalla en ansias de libertad y anula en la revuelta política todo vínculo social. Hoy mismo, al tiempo que en algunos países se restaura la doctrina de un Estado con poder absoluto, sin limitación por la moral y el derecho, erigido él mismo en fuente trascendente de todo derecho, en otros se cree todavía en el mito de una absoluta soberanía del pueblo o se profesa la eliminación del Estado como etapa definitiva de la evolución social.

El Catolicismo representa el equilibrio de derechos entre el poder y el pueblo. “La Iglesia se opone por su doctrina y sus costumbres, no solamente a la licencia revolucionaria, en la que los errores ya condenados por ella del liberalismo y socialismo envuelven la sociedad humana, sino también a esta doctrina política según la cual la Ciudad, es decir, el Estado es en cierta manera su último fin. De donde se sigue que la Ciudad, por una consecuencia necesaria, llega a desconocer y confiscar los derechos privados. Resultado, como fácilmente se concibe, no menos lamentable que funesto”. “Se propaga una teoría que está en abierta oposición con la doctrina católica; una teoría según la cual la Ciudad, es decir, el Estado es de sí mismo su último fin, y el ciudadano no existiría más que por el Estado, deberá aportarlo todo al Estado, y dejarse absorber totalmente por el Estado” (Pío XI, Aloc. Consist. 28 Dic. 1925 y 20 Dic. 1926). Es decir, ni el Estado panteísta que, encarnando la alta cultura y la fuerza en un grado superior, tuviese derecho al dominio sobre los hombres; ni un pueblo pulverizado por la soberana libertad individual que amenazaría a cada momento la seguridad colectiva. Una autoridad que viene de Dios, cualquiera que sea la forma de régimen que la ejerza, y un deber de conciencia –“propter conscientiam”- que someta la libertad individual a lo legítimamente ordenado: he aquí la fórmula católica de equilibrio. Autoridad fuerte, por parte del poder, dulcificada por el sentido de paternidad que la informe y que tienda, como el padre de familias, a procurar el máximo bien para los ciudadanos; y sumisión, “como a ministros de Dios” (Rom. 13, 41), por parte de los súbditos. Una autoridad de servicio al pueblo, y un servicio del pueblo a la autoridad, forma y garantía de la sociedad. Así los sacrificios de arriba y de abajo coinciden en un punto de firmeza sobrehumana, Dios, que da el poder y ordena la obediencia.

Sólo así se resuelve el difícil problema de la armonía entre el poder y la libertad. “Porque una vez puesto el principio inconcuso de que la autoridad viene de Dios, cualquiera que sea la forma de gobierno, la razón reconoce inmediatamente a unos el derecho legítimo de mandar, e impone a los otros el deber correlativo de obedecer. Y esta obediencia no puede perjudicar a la dignidad humana, por cuanto, hablando propiamente, es a Dios más que a los hombres a quien se obedece, y Dios reserva sus más severos juicios para aquellos que gobiernan, si no representan la autoridad conforme el derecho y justicia. Por otra parte, la libertad individual no podría ser sospechosa a nadie; porque, absolutamente inofensiva, no se apartará de lo justo y recto que esté en armonía con la pública tranquilidad” (León XIII, “Praeclara gratulationis”).

En un orden más general y más profundo a un tiempo, el Catolicismo equilibra y garantiza la misma constitución política de los Estados con respecto a otros y dentro de sí mismos, por cuanto es él el que pone la justicia y el equilibrio en el mismo sentimiento de Patria. Porque el Patriotismo, que es virtud moral cuyo limite puede ser el sacrificio de la vida misma, puede tener sus desviaciones y causar la ruina de los pueblos. Precisamente los grandes peligros de los pueblos modernos, que pueden amenazar hasta nuestra civilización secular, o que a lo menos pueden producir gravísimos trastornos de orden internacional, derivan de las adulteraciones del patriotismo y del nacionalismo.

Es a veces la exageración, la substancialización, hasta la divinización del Estado, que trastornan los fines del poder político, haciendo de él fin supremo de las actividades del hombre, que queda absorbido por la fuerza estatal que lo invade todo. O es el Estado-Dios que, sin respeto a la justicia internacional porque él se declara fuente de toda justicia, puede atentar contra la vida de otros Estados.

Otras veces es la falsificación del concepto de Nación, que puede dar lugar a las aberraciones que denunciaba el actual Pontífice en su Encíclica “Divini illius Magistri” sobre exageraciones de la fuerza física; o de “este nacionalismo inmoderado, germen de injusticias y de numerosas iniquidades”, porque olvidan sus partidarios “no solamente que todos los pueblos, en cuanto son miembros de la gran familia humana universal, están atados entre sí por relaciones de fraternidad y que los demás pueblos tienen derecho a la vida y a la prosperidad, sino que ni es lícito ni útil separar el interés de la honestidad” (Pío XI, “Ubi Arcano”); o de este otro nacionalismo que surge contra el Estado y sacude el yugo común que aunaba en la síntesis de la Patria única a varios pueblos que la Providencia y la historia redujeron a un denominador común.

La doctrina católica, en el orden nacional e internacional, predica a los pueblos la justicia y la caridad, hasta el orden político. Justicia que no consiente conculcar el derecho que todo Estado tiene a vivir, y que halla firme apoyo en la calidad de fraternidad internacional; y justicia y caridad que, dentro de un mismo Estado, impone el respeto a vínculos derivados de los hechos y principios legítimos que forman de varios pueblos una gran Patria.

Y todo ello, amados diocesanos -y este es el bien máximo que la doctrina católica ha hecho a las sociedades políticas- dominado y presidido por el gran principio del Evangelio, ley de la vida terrena de individuos y pueblos: “Unum necessarium”. He aquí el ápice de la vida del individuo y de la sociedad: La única necesidad suprema del hombre es lograr su fin último, que es la visión de Dios en el cielo. La sociedad, la Patria, es un medio para ello; si no lo es, si es obstáculo, no llena su fin. De la sociedad podemos decir, como del individuo, la palabra de Jesucristo. “Qué aprovecha el hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mat. 16, 26). Los grandes imperios, la gloria de las armas, el prestigio de la cultura, el respeto internacional son nada si no son para Dios y para llevar los hombres a Dios. Es más; los pueblos más gloriosos, cuando se han vaciado de Dios, y más si han renegado de Dios, están condenados irremisiblemente a su ruina; la historia nos dice que la decadencia de las naciones empieza en el punto inicial de su apostasía de Dios.

Por esto la Iglesia, el Catolicismo, es el auxiliar político más poderoso de la Patria, hasta para el logro del bien temporal de la sociedad. “El fin de la política, dice Santo Tomás, es el bien humano, es decir, el fin óptimo en las cosas humanas” (Eth. 1, 1, 2) ; no podría oponerse a este fin el otro fin supremo de orden sobrenatural, que es el que persigue la Iglesia.

“A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”: este gran principio regulador de la política humana, desconocido antes de Jesucristo, señala los fines y atribuciones de las dos sociedades y de los dos poderes, espiritual y temporal. Pero la gran suerte para los pueblos es que sus actividades no se desarrollen paralelas y sin contacto, sino que, en mutua comprensión y compenetración, sin salir del ámbito que por ordenación divina les corresponde, la Iglesia, Madre de los pueblos, ayude al Estado a la labor de la felicidad temporal de sus súbditos; y el Estado, dócil a las enseñanzas de la doctrina católica, concurra con la Iglesia a levantar lo que el genio de San Agustín llamaba la Ciudad de Dios, por oposición a la Ciudad del mundo (Bened XV, Disc. al Col. card. 24 Dic. 1919 ).

Sería fácil, amadísimos diocesanos, un recorrido sobre la historia política de España, para demostrar que las crisis de su crecimiento y expansión coinciden con los grandes momentos del Catolicismo patrio. Los Concilios toledanos y la unidad nacional; la Reconquista y la vida cristiana de nuestro pueblo, los grandes nombres de Cisneros, Isabel la Católica y Felipe lI; la conquista y colonización de América, con este gran monumento del pensamiento católico de nuestros juristas que se llama “Leyes de Indias”; la guerra de la Independencia y esta otra guerra contra el bolchevismo, opuesto por diámetro al Catolicismo: todos estos hechos son como la columna vertebral que sostiene la historia patria; su médula es el Catolicismo. Catolicismo y Patria se han dado un abrazo secular en tierras de España.


Conclusión[editar]

Por fortuna nuestra, como decía un pensador, “el carácter español, fecundado por la Iglesia y hasta por condiciones nativas especiales, que ella ha sabido desarrollar en el espíritu de nuestra raza, no admite creencias opuestas a la creencia católica; todas se agostan y perecen aquí antes de que puedan arraigar”. ¿Será así en lo sucesivo? Es decir, toda vez que es innegable el retroceso de la Patria querida en la fe y en la vida cristiana; ya que España, aunque acuciada por su Catolicismo tradicional, ha dado un aletazo hacia las alturas de la fe antigua, ha sufrido en gran parte de ella las consecuencias terribles de una descristianización sistemática, radical, ¿podemos esperar una reacción religiosa que dé al Catolicismo el valor de Patria que tuvo otros tiempos?

Nuestro gran Donoso se hacía en sus días la misma pregunta: “¿Es posible una reacción religiosa? Posible lo es, decía, pero ¿es probable?” Y el filósofo respondía que no, porque no había visto ningún pueblo que hubiese perdido la fe y hubiese vuelto a ella. Pero creemos que no es así, y que si el gran orador hubiese visto nuestros días, hubiera tal vez exclamado: “Adhuc fides in Israel”. Hay fe en España todavía; fe viva y profunda, en un gran sector de nuestro pueblo, que puede ser el factor decisivo de nuestra regeneración.

No sólo hay fe, sino, lo que tal vez no había en los días de Donoso, hay el miedo de recaer en nuestra inmensa desgracia actual: hay, por ello, un ansia vehemente de rehabilitación social, en todos los órdenes, aunque muchos no piensen en el Catolicismo como factor de ella; y hay, sobre todo, en millares de españoles, el fuego devorador del apostolado que les hace decir el “¿qué quiero sino que arda?” (Lc. 12, 49). ¿Qué quiero sino que culmine en la patria el pensamiento de Cristo, que arda en su amor el pecho de todo español?

Cierto; nos azora el hecho del golpe rudísimo asestado al Catolicismo en nuestra Patria; nos entristece este otro hecho, innegable, de que tal vez no haya entrado bastante en el alma nacional el agravio hecho a Dios en los últimos anos, y particularmente este secuestro de las cosas divinas que nuestro pueblo ha sufrido en la mitad de la Nación. Nos aturde el pensar que, en estos tiempos de fácil intercambio entre los pueblos, abierto como deberá quedar el nuestro a influencias extrañas, pueda estar sometido a infiltraciones que mixtifiquen este tesoro que hasta ahora hemos guardado casi intacto: la sinceridad y transparencia de nuestra fe, el caudal de venerabilísimas tradiciones que eran su soporte, la severidad de nuestras costumbres, el cristiano respeto a toda jerarquía, esta hidalguía que no han sentido más que los pueblos que durante siglos han respirado una atmosfera saturada del espíritu cristiano.

Pero, contra todo ello, esperamos el resurgimiento del Catolicismo en nuestra Patria. Lo presagia la decidida voluntad del Jefe del Estado, que reiteradamente ha dicho que, por exigencia de nuestra historia y por convicción personal, el Catolicismo ha de ser el nervio de la España futura. Hoy mismo, al derogar la Ley de Confesiones y Congregaciones, dice el Jefe del Estado español: “Es notorio que en nuestra Patria no hay más que una confesión religiosa, que marcaron los siglos con singular relieve, que es la Religión Católica, “inspiradora de su genio y tradición”. No podía en menos palabras comentarse la verdad que hemos querido demostrar en esta Pastoral: El Catolicismo y su valor de Patria. La nuestra, España, es lo que es por el Catolicismo. “Los poderes de los Estados, nos decía pocos meses ha nuestro Santísimo Padre, hacen hoy de los pueblos lo que quieren”. Demos gracias a Dios de que se quiera hacer de España un pueblo católico desde las alturas del poder.

Lo anuncia, además, la nueva legislación del Estado, que en su trayectoria general está informada del espíritu católico. Y confirma nuestra esperanza, amados diocesanos, el innegable resurgir religioso que hemos observado en la parte liberada de nuestra querida Archidiócesis. Tanto nos consuela este hecho, que no cesamos de dar gracia a Dios por ello y os alabamos ante todos, “para que la Iglesia reciba edificación”, como reza nuestro lema. Quiera Dios que en todas partes la prueba tremenda sea estímulo que levante nuestro pueblo a Dios.

Esperamos también que el alma nacional se reconcentrará en sí misma después de la guerra, y verá que no hay más camino para el resurgimiento de la Patria que la restauración de nuestro viejo Catolicismo. Un pueblo es por lo que fue; renuncia a ser el que no quiere vivir de su pasado. Una nación es una serie de generaciones que se dan la mano y se comunican unas a otras el espíritu que las animó; cesa la continuidad cuando cesa la unidad de espíritu. La peor desgracia para la Patria sería creer que podemos sustituir el espíritu del Catolicismo por otro. Si Catolicismo y Patria están como consustanciados en España en los pasados siglos, “para formar su genio y tradición”, sería suicidio declarar el divorcio de ambos.

Y esperamos, amados diocesanos, que cuando sea la hora, las milicias de Acción Católica, obedeciendo a la consigna del Romano Pontífice, íntimamente trabadas con la Jerarquía en cuyo apostolado participan, emprenderán las conquistas pacíficas de la post-guerra, que no pueden ser otras que librar a la Patria de todo mal y hacerla todo bien, en todos los órdenes, difundiendo en ella e intensificando el Reino de nuestro Señor Jesucristo.

Entretanto, para cumplir con los fines de esta Carta, ya que el Catolicismo de la Patria es la resultante del de cada uno, os diré con el Apóstol: “Renovaos en el espíritu de vuestro interior” (Eph. 4, 23). “Despojaos del hombre viejo y vestíos del nuevo, que fue creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”. Aprovechad este santo tiempo de Cuaresma para hacer examen de vuestra vida y para restaurarla según Cristo en lo que viereis que anda descaminada. Haced Catolicismo en vosotros mismos y en el ambiente en que viváis. Es lo único que puede salvarnos en la gran tribulación que sufrimos. No temáis que sea remedio anacrónico. Es el único, de ayer, de hoy y de todos los siglos. “El sólo, os diré con el mentado filósofo, es el que está en estado de demostrar que posee el índice ordenado de todos los problemas políticos, religiosos y sociales”. Con ello haréis Patria, una, grande, libre, ya que nos place hoy el triple adjetivo. Una, con la unidad católica, razón de toda nuestra historia; grande, con la grandeza del pensamiento y de la virtud de Cristo, que han producido los pueblos más grandes de la historia universal; y libre, “con la libertad con que nos hizo libres Cristo”, porque fuera de Cristo no hay verdadera libertad (Gal. 4, 31).

Y mientras esperamos la paz de las armas, que nos consienta a todos trabajar con toda nuestra fuerza por Dios y por la Patria, imploramos del cielo para vosotros la paz de Cristo, que sobrepuja todo sentido, y de ella recibid gaje con nuestra bendición que os damos en el nombre + del Padre y + del Hijo, y + del Espíritu Santo.

Os escribimos desde Pamplona, a 5 de febrero de 1939.

+ ISIDRO, CARD. GOMÁ Y TOMÁS,

Arzobispo de Toledo.


Fuente: "Por Dios y por España". Pastorales,instrucciones,discursos, etc. 1936-1939, del Excmo sr. D. Isidro Gomá y Tomás, cardenal-arzobispo de Toledo. Barcelona, 1940