Carta pastoral “Lecciones de la Guerra y deberes de la Paz” del cardenal Gomá, arzobispo de Toledo

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CARTA PASTORAL QUE, CON MOTIVO DE LA TERMINACIÓN DE LA GUERRA, DIRIGE A SUS DIOCESANOS EL EMMO. Y RVDMO. SEÑOR DR. D. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS, CARDENAL-ARZOBISPO DE TOLEDO, PRIMADO DE LAS ESPAÑAS

(AGOSTO,1939)

A nuestros amadísimos diocesanos de Toledo y a los de nuestra Administración Apostólica de Cuenca

En nuestra Alocución “Regina Pacis, ora pro nobis”, del pasado Mayo, os indicábamos el propósito de escribir algo sobre la cruentísima guerra de España que por aquellos días había terminado gloriosamente; y aunque abrumados por la carga pesadísima del gobierno y por la solicitud constante de tantas cosas confiadas a nuestro cuidado, os escribimos esta Carta Pastoral, que empezamos al cumplirse los tres años de nuestro movimiento nacional.

Ha sido durísima, amados diocesanos, la guerra que se daba por terminada el l.º del pasado Abril. La pérdida de más de un millón de españoles, con el desgarro que ello ha producido en el alma nacional; el encono con que se ha llevado la lucha por ambas partes y que se ha traducido ora en momentos de zozobra, ora en días de gloria radiante; la baja de nuestra riqueza nacional; la mutilación tremenda de nuestro patrimonio artístico; el embrollo de las complicaciones internacionales en que nuestra• patria se ha visto envuelta; los problemas de carácter interior que se han creado, de solución nada fácil; la misma duración de la guerra, por nadie prevista, que ha tenido en suspenso la vida normal de la nación: todo hace de nuestra gran contienda civil un episodio capital de nuestra historia.

Ya no podrá prescindirse de su estudio para el conocimiento de la historia patria. Tuvo arraigo profundo en los años que la precedieron, y tendrá una influencia decisiva, cualquiera que sea el rumbo que tome la vida nacional, en los que la sigan. Los espíritus serios, pasado ya el hecho, que nos ha agobiado durante treinta y dos meses con la zozobra de cada día, deberán ahondar en la historia de esta guerra para derivar de ella las lecciones de vida que nos imponga.

¿Cómo debemos enjuiciar este hecho terrible de nuestra historia? El militar, el diplomático, el simple historiador, el economista, el político lo verán cada uno según su faceta y desde sus puntos de mira. A nosotros nos toca ponderarlo bajo el punto de vista de Dios y en el ambiente de eternidad en que debemos vivir los cristianos. “No miremos, os decimos con el Apóstol, lo que aparece por defuera, sino lo que no se ve; porque lo que se ve es temporal, y lo que no se ve es eterno” (2 Cor. 4, 18).

Al fin, amados diocesanos, bien que envueltos en la corteza humana, en las grandes y en las miserables cosas de la vida humana, son los valores espirituales y morales, son las mismas cosas de Dios y del alma y de la civilización cristiana lo que ha entrado en juego y ha corrido sus peligros y ha triunfado definitivamente, a lo menos en los campos de batalla, en la durísima contienda. Por lo que toca a la Iglesia, institución que encarna todo cuanto de divino hay en el mundo, ha sido de tal magnitud este hecho, que no hallaríamos otro de mayor alcance en toda nuestra historia.

No podía menos de ser así. En todas las grandes cuestiones políticas -entendiendo esta palabra en su sentido más profundo- se tropieza con la teología, con Dios y su doctrina, con su culto, sus hombres y sus tradiciones. Y esta revolución, que ha sido profundamente, trascendentalmente política, porque ha llegado a interesar los mismos cimientos de nuestra sociedad, ha debido tocar a Dios, fundamento eterno de todas las cosas.

Por otra parte, los pueblos miran siempre adelante en sus horas graves. Desengañados de lo viejo, y afanosos de vivir una vida nueva, buscan tanteando lo que les parece más apto a su temperamento e historia. Tiene ello sus peligros, porque hay cosas nuevas tan peligrosas como las que causaron la ruina. De aquí la ventaja y el deber de quienes miran las cosas bajo el punto de vista de Dios. Ventaja, porque nadie juzga mejor de lo accidental y pasajero que aquel que se acostumbró a ver las cosas en su aspecto inmutable y en sus raíces más hondas. Deber, porque el hombre de Dios debe decirle al pueblo, como los Profetas, la verdad en aquello que se relaciona con sus grandes preocupaciones y desgracias: «Dirás esto a mi pueblo ..... »

Durante el período turbulentísimo de la historia patria que corre desde el cambio de régimen político en 1931 hasta el estallido de la guerra en 1936, y en las varias incidencias de la estrepitosa contienda, hemos procurado no faltar a los deberes de nuestro magisterio. A cada momento os hemos dado la oportuna lección, tanto en las horas en que el laicismo arremetió desde el Poder contra nuestras instituciones cristianas, como cuando la pugna de las ideas se ha traducido en el furor bélico que ha ensangrentado el suelo patrio. Deber, a veces bien pesado, que imponen de consuno la verdad, la caridad y el patriotismo a quienes puso el Espíritu Santo para regir la Santa Iglesia de Dios.

Al cesar el estrépito de la guerra, cuando todo el mundo se dispone, entre temores y esperanzas, a la reconstrucción de la patria, Nos hemos de seguir el camino empezado y deciros las gravísimas cosas que hay que decir en este momento culminante de nuestra historia. Lo haremos bajo los conceptos del epígrafe de esta carta Pastoral: “Lecciones de la guerra y deberes de la paz”.


I. -LECCIONES DE LA GUERRA. A) EN SUS CAUSAS[editar]

La vieja sabiduría concretó en un simple adagio la ley de la experiencia que debe regir la vida de hombres y pueblos: “Non bis in ídem”: “No tropezarás dos veces en lo mismo”. Para no tropezar en lo futuro recordemos las causas de nuestra ruina anteriores a la guerra. Lo hicimos ya en nuestra Pastoral “La Cuaresma de España”. Ahondemos y ensanchemos el tema.

1. La debilitación de la conciencia religiosa del país. -Lo que hizo posible la catástrofe, ya antes de la acometida laicista, fue, ante todo, la debilitación paulatina de la conciencia religiosa del país. Es fácil demostrarlo, aunque por desgracia empiece a cundir la doctrina materialista, derivada en línea recta del protestantismo, de que es la fuerza del Estado la que hace a los pueblos grandes.

No, que es Dios y la religión: «Quien destruye la religión, dice Platón en el libro X de las Leyes, destruye todo fundamento de la sociedad humana»; «Las ciudades y naciones más piadosas son las más duraderas y sabias», ha dicho Plutarco. Y como un capitán romano oyera a un filósofo burlarse de la divinidad, «Plegue a los dioses, le replicó, que nuestros enemigos sigan vuestra doctrina cuando estén en guerra con la República».

La sociedad, amados diocesanos, se basa sobre principios profundos, y de ellos vive. Ellos son los cimientos del edificio, las raíces del árbol, los fundamentos eternos de los montes. De ellos deriva la fuerza y la savia a todo lo que informan. Y de todos los cimientos, en todos los pueblos, el único inconmovible es Jesucristo nuestro Dios: «No puede ponerse otro», ha dicho el Apóstol (1 Cor. 3, 11).

Tanto es así, y ello nos ofrece una demostración histórica de fuerza incontrastable, que Cristianismo y civilización son dos cosas coincidentes desde que el Cristianismo, con sus principios, instituciones y fuerzas empezó a infiltrarse en la sociedad humana. Más todavía: la superficie de la civilización coincide con la de la predicación y arraigo de los principios cristianos; su profundidad corre parejas con la de la asimilación, por la absorción de la idea cristiana; por los órganos sociales.

Dios lo ha querido así, amados diocesanos, y es por ello que envió al mundo a su Hijo. El Evangelio tiene frases terribles para concretar esta voluntad inquebrantable de Dios. «Los suyos no le recibieron», dice San Juan refiriéndose al repudio que los judíos dieron a Jesús: y aquí está el pueblo judío pulverizado hace veinte siglos. “In ruinam et signum”, dice San Lucas (Luc. 2, 34); Jesucristo es ruina y bandera: ruina para quienes le contradicen; bandera para quienes le levantan sobre sus cabezas y le adoran. Jesucristo es piedra angular de toda estructura según Dios; pero ¡ay! de aquel sobre quien esta piedra cayere: “Confringetur”; “Será triturado” (Mt. 21, 44).

Pero ¿qué? diréis: ¿es que España había repudiado a su Dios? Sí y no, os diremos. España tiene regiones donde brillan la fe y la piedad cristianas como en la tierra mejor del mundo; pero las tiene, dilatadísimas, donde la densidad de vida cristiana es sobremanera endeble. Nuestro catolicismo se nutre, hace ya años, de las reservas que nos legaron nuestros cristianísimos antepasados y de la aportación cotidiana del apostolado sacerdotal, de la escuela y del hogar cristiano; pero se han casi secado en millones de españoles las fuentes personales de la vida cristiana y se ha enrarecido nuestro ambiente religioso social. No dudamos en afirmar que el catolicismo hace lustros está en España en franca decadencia. No miremos la explosión circunstancial del momento, sino nuestro corrimiento paulatino hacia la indiferencia, sobre todo de un siglo acá.

Y vino lo que debía venir. Cuando el espíritu religioso nacional fue bastante débil, las fuerzas del ateísmo internacional, aliadas con la inconsciencia y la irreligión de dentro, dieron la batalla al viejo cristianismo español, y estuvimos a punto de sucumbir. “Misericordiae Domini quia non sumus consumpti”: (Thren. 3, 22) “A la misericordia del Señor debemos nuestra salvación”. A ella, y a este nervio vivo del alma nacional que respondió todavía a las voces de angustia de Religión y Patria, amenazados de muerte.

2. Desviación de nuestra cultura. -Causa y efecto a la vez de la anestesia religiosa de nuestro país ha sido la mentalidad de los representantes de nuestra cultura y la gestión desdichada de los dirigentes de nuestra política.

Es innegable la influencia social de los profesionales del saber. De ellos, como del monte a la llanura, vienen las aguas fecundantes o devastadoras. Y es un hecho innegable que en España, en los últimos tiempos, la cátedra y el libro han sido indiferentes u hostiles al pensamiento cristiano. Raros han sido los cultivadores del legítimo pensamiento español, tan embebido de la ideología católica en siglos pasados. En cambio eran legión los repetidores de doctrinas forasteras, el liberalismo, el materialismo, el escepticismo volteriano, el socialismo más o menos panteísta. Maestros y discípulos, cuando a estos les llegaba el turno, desde el periódico o encaramados en la tribuna política, inoculaban el veneno en el alma nacional.

No acusamos a nadie: sólo denunciamos los daños de una corriente oficial o de un estado colectivo, común en todas las naciones de Europa. Por esto, en nuestro país clásico del catolicismo, se ha podido dar el caso reiteradísimo de personas de innegable probidad y talento, hasta de vida cristiana práctica, que han fracasado o han sido estériles en su gestión, por la debilidad de su formación teológico-política.

Igual podemos decir del estado llano de los intelectuales y políticos. Se han achacado nuestros males, incluso en el orden religioso, a los sistemas políticos .que han predominado. Todos son buenos, más o menos, cuando se manejan bien; todo va mal cuando se emplea mal el instrumento, democracias, parlamentarismo, poderes absolutos. Si los católicos hubiesen concurrido al gobierno del Estado, y más si hubiesen concurrido con la integridad de sus principios doctrinales y con la incorruptibilidad de sus intenciones y manejos, no se hubiese llegado a los excesos de las democracias sin Dios; como no se conocerían en algunos países los desórdenes del absolutismo si no se hubiese dado tanto crédito a juristas de mentalidad pagana.

De aquí, sobre todo en los años que precedieron a nuestra guerra, vino el racionalismo oficial y la debilitación de la conciencia católica. “Cuando la ley ha hablado, decía un hombre público, la conciencia se tiene que callar”. Mientras el racionalismo filosófico y político preparaban paulatinamente la forma laica de vivir de nuestro pueblo, la conciencia ciudadana, que protestó primero ruidosamente, fue luego aquietándose hasta quedar adormecida.

Caen los pueblos cuando se destruye en la conciencia de las multitudes lo que es el soporte de todas las cosas humanas, Dios. Lo más cercano a la barbarie es el racionalismo, padre de todos los egoísmos personales y de toda revolución social. El pueblo español se había abajado bastante para que en él se hiciera la experiencia de la acometida bárbara. Gracias a Dios, quedaba en el fondo del alma nacional fibra bastante recia para reaccionar en el sentido de la tradición secular de España.

3. Los errores de nuestros gobernantes. -La loca temeridad de los gobernantes, durante el quinquenio que precedió al estallido de 1936 fue otra de las causas culminantes de la guerra. El Estado español entró en quiebra en 1931; de ahí vino, a no largo plazo, la quiebra de la nación. El Estado es como la forma orgánica de la nación; es la fuerza que ordena sus instituciones y las infunde el sentido de unidad, de coordinación y de fin. Pero ésta, y menos en España, no puede lograrse sin la concordia espiritual en lo que es más sustantivo de la vida del hombre, que es la religión. Contra ella atentaron los hombres del infausto quinquenio. Cuando la crisis de los pueblos de Europa es esencialmente religiosa, nuestros gobernantes la enconaron llevando con leyes disparatadas la inquietud al fondo de las conciencias y a la vida social.

Fue un régimen de alevosía que hirió de un golpe a la Nación y al Estado; porque una civilización no se crea sino por un Estado constituido y por una Religión organizada. Al disolverse el vínculo religioso estallaron las fuerzas disolventes, el socialismo, el comunismo, el nihilismo ruso. Y vino la quiebra de la autoridad estatal. Hay un hecho famoso representativo de la ruina de la sociedad y de la autoridad: el asesinato legal de Calvo Sotelo. Sobre el cadáver de este hombre de estado se abrazaron la anarquía social y la ruina de una autoridad corrompida. Nunca se dio demostración más apodíctica de la tesis sostenida por un estadista contemporáneo, Mussolini: “Quien quiera que rompe o perturba la unidad religiosa de un país, comete un crimen de lesa nación”.

4. La influencia extranjera. -Nadie, por otra parte, desconoce la influencia extranjera en la organización de la revolución en España, particularmente de las sectas secretas. Agentes judíos de Rusia fueron los que por el año 1934, cuando el primer intento de revolución comunista, habían reclutado en España sobre 300.000 adherentes y simpatizantes de los procedimientos revolucionarios que más tarde pudieron ensayarse en gran escala. Dícennos que la recuperación de documentos masónicos arroja un enorme número de millares de afiliados a las logias masónicas. Un periódico inglés denuncia el hecho de que veintidós de los principales periódicos de aquel país nos hayan sido adversos desde antes de la guerra, y sabida es la prepotencia de las sectas secretas sobre la gran prensa. Las cancillerías europeas jugaron a la revolución con los revolucionarios de España; los han amparado en su derrota; han tratado de evitarla con intervenciones vergonzosas que hubiesen sido la definitiva ruina de la España nacional.

5. La falta de unión de los católicos. -A estos males se añadió otro del que siempre hemos adolecido en España: la falta de unión de los católicos para la obtención de los objetivos a conquistar en tiempos de paz. Tal vez tengamos un concepto insuficiente de las exigencias de nuestro catolicismo. San Pablo quiere que estemos llenos “de toda plenitud de Dios” (Ephs. 3, 19) y dice de la predicación de su Evangelio que la hizo “in plenitudine multa”, “con plenitud rebosante” (1 Thes.1, 5), son frases significativas de la exuberancia del pensamiento y de la verdadera vida religiosa, que deben invadir todo ámbito de la vida, en todos los órdenes. Satisfechos con nuestra conducta personal de cristianos, pagados tal vez de nuestra fama nacional de católicos, no hemos comprendido que las corrientes modernas nos emplazaban a unos campos de batalla desconocidos de los antiguos. La política, el trabajo, las costumbres públicas, la enseñanza, las formas de asociación profesional, el concepto de familia, de autoridad, de propiedad, todo se ha descristianizado; y no hemos querido, o no hemos sabido, oponer a estos grandes males sociales la fuerza social católica de nuestra unidad y de nuestra unión, que hubiese tenido un peso preponderante en nuestra vida nacional.

No gana las batallas el número de soldados, sino la unión, la consigna universal que traza el camino y una disciplina inquebrantable. Sería doloroso tener que puntualizar, pero hay que hacer examen de conciencia sobre si anteriormente se observó o no esa conducta. El solo recuerdo de algunos nombres, de algunos periódicos, de algunos partidos políticos, evoca el hecho de campañas nocivas a la caridad y a la verdad, del tiempo desdichadamente perdido, de la fuerza con esto lograda por el adversario.

No es lícito desgarrar la unidad en lo que es fundamental para la defensa y fomento de la vida religioso-social, sacrificándola a mezquinos puntos de vista o a aspectos secundarios de orden inferior. Ni lo es juntarse con gentes de todas las banderías prescindiendo de la religión para hacer la patria grande, porque esta no puede serlo sin la religión; y menos lo es cuando la unidad de doctrina y de vida impone la concordia con los hermanos: “Ut sint unum”. Si no se hubiesen olvidado estos principios elementales de táctica político-religiosa, quizás no hubiéramos llegado a la situación trágica que hizo necesaria la guerra; y desde luego, ya dentro de ella, no se hubiese dado la aberración de unos pactos abominables que nos han costado ríos de sangre y han puesto en peligro nuestro prestigio internacional.

6. El régimen económico en nuestro país. -Aunque se ha exagerado tal vez la gravedad del mal en nuestro país, no podemos menos de señalar nuestro régimen económico de antes de la guerra como una de las causas del malestar nacional que la precedió.

“Las riquezas creadas en tanta abundancia en nuestra época por el industrialismo -decía Pío XI en “Quadragesimo anno”-están mal repartidas y no se aplican como convendría a las necesidades de las distintas clases”. “Toda la vida económica, añadía, ha llegado a ser horriblemente dura, implacable, cruel”. No se había llegado en España a situación tan aflictiva como en otros países. Un suelo generoso y un subsuelo rico, con aire y sol para dar madurez y calidad a los frutos de nuestra tierra, y un mar que nos circunda para ponernos en comunicación con todo el mundo, son elementos bastantes para. el bien vivir de veinticinco millones de españoles. Ponderados todos los factores de vida, quizás era el español de la clase media quien gozaba de un mayor coeficiente de riqueza. Por esto vivimos largos años de paz social.

Duró ésta, mientras la austeridad natural y las virtudes cristianas de nuestro pueblo le contuvieron, sin afanes de concupiscencias nuevas, en el ámbito de su vida sencilla y honesta. Pero la exageración, con fines de proselitismo, de una injusticia social que existía en el fondo; las locas promesas de una felicidad que no es de este mundo y que debía lograrse por la igualdad comunista; y luego el ansia de gozar de placeres y bienandanzas que los medios fáciles de comunicación habían puesto a la vista de todos, descentró los espíritus y los hizo presa fácil de los revolucionarios de profesión. Por un fenómeno histórico que denunciaba Pío XI en la citada Encíclica, el poder público prevaricó: “El, que debía gobernar desde lo alto, como árbitro soberano y supremo, con toda imparcialidad y llevado del único interés de la justicia y del bien común, cayó hasta el rango de esclavo y vino a ser el dócil instrumento de todas las pasiones y de todas las ambiciones del interés”.

Nadie ignora lo que ocurrió. En vez de emprender una reforma que fuese fundamento de la reconciliación de clases, se enconó la lucha. En lugar de restablecer la noción de la fraternidad cristiana, se predicó la lucha hasta el exterminio de las clases favorecidas por la fortuna. En vez de favorecer las asociaciones que fuesen un refuerzo para el orden social, la religión y la patria, se puso el fermento de la revolución en la misma alma del pueblo, trabajándole para separarle de Dios por los mil procedimientos que tiene la impiedad. Y en vez de reforzar los vínculos de patria se entonaba el himno de una nación forastera, se gritaban ¡vivas! a un país totalmente dispar del nuestro y se tenía a oprobio nombrar siquiera el nombre bendito de España.

7. La desestima de la patria. -Porque esta fue otra de las características de nuestro país antes de la guerra; la descotización de la patria querida, la desestima de la nobilísima España en que la tuvieron millones de sus hijos.

Con lo que se cometió un doble pecado, amados diocesanos: uno contra naturaleza, por cuanto ya los filósofos antiguos tuvieron el amor a la patria como el ideal terrestre por excelencia; y otro contra una excelsa virtud cristiana, la caridad, porque la religión de Jesucristo ha hecho del patriotismo una ley, hasta el punto de que todo cristiano perfecto es un perfecto patriota.

Cada nación tiene su manera de ser y de vivir, como cada individuo tiene su temperamento y su historia. España, profundamente trabajada por los principios cristianos, ha logrado con los siglos y con la gracia de Dios un temperamento que refleja la virtud del Evangelio que la informó en todos los órdenes. Más que pueblo alguno de la tierra ha sido España creada, como Israel en otros tiempos, “creans Irael”, por la mano amorosa de Dios, “que quiso hacer de ella un pueblo para sí, para que publicara sus alabanzas” (Is. 43, 21). Era natural que, cuando se imponía a los españoles la ley de los sin-Dios, y cuando se desvinculaban los espíritus de un lazo que secular y sobrenaturalmente les tenía unidos en pueblo de selección, se aflojaran al mismo tiempo los vínculos naturales de patria, y se ofrecieran sus desgraciados restos a la voracidad de las naciones de presa.

Tales son entre otras, no más que indicadas, las causas que nos acarrearon la catástrofe. Cada una de ellas importa una lección que hemos de aprender, so pena de que preparemos con nuestra incorregibilidad mayores ruinas para nuestra patria.


B) EN LA GUERRA MISMA[editar]

Cuando estalló la guerra nadie pudo prever su duración, ni su magnitud, ni el espíritu que la informó, ni los complejísimos factores, de dentro y fuera, que han intervenido en ella. Acabada felizmente con el triunfo de la justicia, será útil, bajo el aspecto de la vida cristiana, dar una ojeada de conjunto al gran hecho para deducir las lecciones que queremos daros en este escrito. Hay en nuestra guerra hechos y cosas de un valor excelso, y otros lamentables, como ocurre en todo lo humano.

1. La fuerza indomable del espíritu nacional. -Señalamos entre los primeros la fuerza indomable del espíritu nacional. A pesar de dos siglos de decadencia en nuestra historia, con alternativas de fracasos políticos ruidosos, de amputaciones gravísimas del territorio nacional y de conatos infecundos de restauración del prestigio y de la historia patria, los graves errores políticos cometidos durante el quinquenio que precedió a la guerra tuvieron la virtud de despertar la conciencia nacional, adormecida por viejos y reiterados desengaños. Nadie ignora la tensión espiritual alcanzada por el espíritu español, el legítimo espíritu español, los días que precedieron a la guerra. Un hecho ruidosísimo fue la chispa que produjo el estallido del alma de España.

Pero Nos, amados diocesanos, no podemos separar este hecho de la lección que envuelve. ¿Quién, a pesar de siglos de desgracia, mantuvo vivo el nervio de la nación? Fue nuestra vieja fe cristiana; fue la conciencia tradicional de esta misma fe; fue la austeridad de vida moral que esta misma fe forjó en nuestro pueblo. Tenemos, amados diocesanos, una conciencia nacional católica, porque España, en su unidad, en su reciedumbre, en su expansión se ha forjado en la fragua de los principios cristianos. Los Concilios de Toledo dan la pauta político-religiosa que seguirá España en los siglos futuros; la Reconquista es el yunque en que durante ocho siglos se endurece y modela el alma de nuestro pueblo; en el siglo XVI, cuando sucumben las naciones de Europa al error protestante, que liquida vergonzosamente la magnífica cristiandad medieval, España se reafirma en sus añejas creencias y cierra el paso a la herejía; y cuando la francesada irrumpe como riada en nuestro territorio, trayendo acá una civilización que no se aviene con la nuestra cristianísima, surge nuestra paisanía, poderosa con su fe más que con sus armas, y vence al poder invasor. Las mismas guerras civiles del pasado siglo no son más que una lucha épica entre el rancio espíritu cristiano y los principios de una democracia que, nacida de Calvino y amparada por el filósofo de Ginebra, nada tenía de común con la fe católica, eje de nuestra nacionalidad.

Esta fe, sostenida durante quince siglos, por convicción racional y por luchas seculares contra terribles adversarios, es la que ha formado una tradición que es el peso del alma nacional; y esta misma fe secular, llevada a la vida individual y colectiva, es la que ha labrado el alma española y las almas de los españoles en la forma cristianísima de la austeridad, de la rigidez de costumbres, de la sobriedad de vida, de una cierta ingenuidad que desconoce el cálculo, pero que sabe recoger todos los valores, del fondo del espíritu y de la vida social, para lanzarlos contra lo que represente un peligro para la esencia de la patria, que es la esencia de su fe.

Esta es la razón de un fenómeno que ha sorprendido y ha asombrado al mundo; que ha desconcertado la conciencia internacional, que no supo enjuiciar la naturaleza de nuestro movimiento porque desconocía la entraña que lo engendró.

Esto explica que con medios insignificantes se emprendiera una guerra que en su desarrollo ha llegado a tener vuelos de contienda internacional.

Y esto explica el hecho de que, aun contando con el desamparo de la opinión mundial, y con la hostilidad implacable de la política y de la diplomacia forasteras, y con la ayuda abrumadora de propaganda, recursos y armamentos que a España confluyeron para apoyar al adversario, se mantuvo alto el pensamiento y tensa la voluntad que nos llevó a la victoria.

¿Que no todo ha sido oro puro en el movimiento nacional? ¿Qué cosa humana no tiene sus escorias? Pero nadie -y menos los que hemos sido testigos del alzamiento en alguna región de España-, podrá negar que el deus ex machina de esta guerra ha sido el mismo Dios, su religión, sus fueros, su ley, su existencia y su influencia atávica en nuestra historia. El zarpazo brutal con que en el infausto quinquenio se le quiso arrancar de España, hirió la conciencia nacional, toda embebida de Dios, y estalló la lucha en los campos de batalla. Ello deja lugar todavía al juego de la conciencia individual, como una conciencia bien formada no suprime las claudicaciones de la libertad.

Quiera Dios, este buen Dios que nos formó para sí, conservarnos como pueblo en la unidad de su fe y en la santidad de vida cristiana; y haga El, que «es dueño hasta de las voluntades rebeldes», como dice la Liturgia, y “sabe meter en el camino recto a los corazones vacilantes”, -“nutantia corda tu dirige”-que lo que tal vez es en muchos puro sentimiento o estado de subconciencia irreflexiva, se convierta en luz clara de inteligencia y en fuerza de voluntad que nos haga a todos dignos de la tradición de nuestros mayores.

2. El valor invicto de nuestros soldados. -Hablando de las lecciones de la guerra no podemos callar los ejemplos de valor indómito que al mundo han dado nuestros soldados. Vuestro Prelado, amados diocesanos, es pacífico por convicción y temperamento, aunque en otra forma le hayan pintado los enemigos de España. Quisiéramos, imitando una frase de la Escritura, que en todas partes “las espadas se convirtieran en rejas de arado y las lanzas en hoces; que no alzara espada gente contra gente, ni se ensayara nadie más para la guerra” (Is. 2, 4). Pero los Libros Sagrados están llenos de elogios a las virtudes castrenses y a los hombres que, luchando por los fueros de Dios y de la justicia, supieron dar buena cuenta de sus enemigos. Si la justicia puede exigir una guerra -a veces el mismo Dios la impuso en el Viejo Testamento-, a mayor bravura en llevarla responderá mejor servicio a la justicia.

Con ello está hecho el elogio de los soldados de España en la pasada contienda. Los fuertes se convirtieron en héroes; los débiles pudieron decir con el Profeta: “Quia fortis ego sum”; “También yo soy valiente” (Joel, 3. 10). Miles de ellos se han nimbado de gloria. Hay gestas y lugares que han pasado definitivamente a la inmortalidad. El mundo ha enmudecido de pasmo y ha llamado a los de España los mejores soldados del orbe. Cuando la guerra nos ha dejado exangües y abatidos, se inclinan las naciones extranjeras ante España, reconocen en ella un valor antes ignorado y le sopesan y calculan para el futuro juego de la política internacional.

Demos gracias a Dios, porque es fuerza reconocer que de Él nos ha venido la fuerza. No sólo de su protección, sino de su espíritu, que ha dado su temple al de nuestros soldados. Los altos ideales engendran los altos valores. Dios y Patria han sido siempre los fuertes resortes de todo ejército. Dios antes que la Patria y por encima de ella. Y cuando Dios es nuestro Dios; y cuando Dios es no sólo el ideal colectivo, sino que es el Autor, por su gracia, de las vidas justas y puras, entonces se entrega la vida generosamente por Dios. Es el valor de mayores quilates, porque es el que responde al más profundo de los amores. Se dice de un político de la República que al saber que se lanzaban a la guerra los mozos de cierta región, dijo: “Hemos perdido la guerra”. “Es invencible, decía el mismo, un soldado recién confesado y comulgado”. Este es el secreto de las gestas del Alcázar de Toledo, de Santa María de la Cabeza, de tantas otras menos clamorosas que no tienen explicación humana sino en la divina fuerza del pensamiento religioso.

Donde éste no fue el sostén del espíritu militar se debilitó la virtud guerrera. Nos referimos al ejército contrario. Como de soldados españoles, rayó cien veces su valor a gran altura, pero fue siempre, o casi siempre, superado por el adversario. Las ventajas de orden militar, de número, de armamento, de situación no equilibraron la inestimable ventaja del ideal religioso. A un ejército de sin-Dios le faltará siempre la cohesión y la bravura que da la victoria en los momentos supremos. Las batallas se juegan con las armas, el triunfo es obra del espíritu. Con los soldados de la España nacional, como en el Salado y Clavijo, en las Navas o en el Bruch, luchaba y vencía la vieja tradición amasada de Religión y Patria, aprendida en templos y hogares, nutrida del aire sano de la pura historia nacional, robustecida por la fuerza de corriente secular, como de torrente que se despeña de las alturas.

3. Heroísmo de nuestros mártires. -Fuera de los campos de batalla -es esta otra lección altísima que sacamos de la guerra- la fuerza religiosa del espíritu español lograba otros triunfos que han hecho reverdecer en nuestra tierra bendita las glorias de los tiempos heroicos de la santa Iglesia. Nos referimos al volumen imponderable del número, del heroísmo, de las formas inverosímiles de tormento, de paciencia invicta que nos ofrece el martirio de millares de españoles sacrificados por su profesión cristiana.

Ignoramos el veredicto de la historia sobre los hechos capitales de esta cruentísima guerra: nuestra convicción es que el fenómeno más espantoso y brillante a un tiempo; el hecho más glorioso y puro en medio de la iniquidad que lo produjo; el ejemplo más alto que de virtud cristiana se ha dado desde los primeros siglos del cristianismo; tal vez, Dios así lo quiera, lo que definitivamente dé su eficacia al movimiento nacional, ha sido el martirio que sufrió por Jesucristo gran número de millares de católicos españoles.

Ante el cúmulo enorme de víctimas del odio a Dios; en presencia de sus cuerpos exánimes, ora con el simple taladro de un proyectil, ora mutilados o quemados horriblemente; al hacer el recuento de nuestros deudos o de aquellos cuyo trato frecuentamos y que hacen más viva la memoria del martirio; al oír los edificantísimos relatos de su muerte, una exclamación brota espontáneamente de los labios: ”¡Qué extensión y qué densidad profunda la de la fe de España, que ha podido ser testificada por decenas de miles de sus hijos creyentes!” Porque un mártir es un testigo; y bien que lo es de su propio pensar y vivir personal, pero cuando los mártires, como ha ocurrido en España, pueden escogerse por centenares en cada localidad, son prueba invicta del arraigo de la fe colectiva de todo un pueblo.

“¡Coro de los mártires, dice en hermosa deprecación la Liturgia, alabad al Señor de los cielos!” Vosotros sois los que definitivamente habéis ganado la guerra. Nos referimos a vuestra victoria personal, y a vuestra intercesión en favor de España desde el cielo donde estáis. “A los ojos de los insensatos que os infirieron la muerte, pudo parecer que triunfaban de vosotros; pero vosotros gozáis de la paz eterna”. “Sois óptima raza de vencedores”, dice la Liturgia: “victorum genus optimum”. “El mundo loco os aborreció; pero vosotros despreciasteis al mundo, árido de flores y vacío de frutos”; y “con la síntesis de vuestra santa muerte lograsteis la vida bienaventurada”. Son pensamientos del Oficio de Mártires que no dudamos aplicar a los nuestros.

Amadísimos diocesanos: nuestra gloriosa Archidiócesis ha sido probadísima en su fe: a sus glorias añejas, a sus seculares prestigios, ha querido Dios añadir el que le viene a la madre de millares de palmas que a su rededor cimbrean sus hijos triunfadores y de coronas con que ciñen su frente. Bien regada quedó esta tierra con la sangre de Eugenio I, de Leocadia invicta y de tantos otros, que tales y tan copiosos frutos ha producido después de tantas centurias.

Hemos hecho el recuento de nuestros hermanos mártires: más de 600 en Toledo; más de 500 en Mora; 128 en Sonseca; en Consuegra 152; en Guadamur 45; 29 en Polán; y así, en esta proporción terrible, en la mayor parte de la Diócesis. De 600 sacerdotes no llegan a 280 los que sobreviven; ¡cerca del 60 por 100 de mártires entre los ungidos del Señor! ¡Qué prueba mejor ni mayor queremos del carácter religioso de esta guerra!

Y hemos llorado con vosotros, amados diocesanos. Los lamentos de huérfanos y viudas -¡una de ellas, a más del marido, con nueve hermanos asesinados!- nos han llegado al corazón, y hemos procurado en la medida de nuestras fuerzas prodigaros nuestros consuelos y cuidados. Pero, sobre todo os encarecemos lo que hemos dicho a muchos de vosotros: Perdonad. Cuando no fuera por otra razón, hay la de vuestra fe y de vuestro patriotismo: vuestra fe que os dice que la mala acción de los verdugos abrió a vuestros deudos el cielo; y vuestro patriotismo, que os ha exigido el sacrificio costosísimo para lograr el rescate de la Patria en peligro. Y que la fe invicta de nuestros mártires despierte la adormecida conciencia de los tibios y estimule las virtudes de todos.

4. La actitud de la Iglesia. -Nota destacadísima de nuestra guerra, de gran ejemplaridad para el mundo, ha sido la actitud de la Iglesia en España en orden al conflicto. Nuestras Iglesias• han sido las primeras víctimas de la guerra; sobre ellas se ha desencadenado la furia de gentes sin Dios ni conciencia. Su consigna era anonadarnos, aniquilar a los sacerdotes, suprimir el culto de Dios, destruir sus templos. Aquí están los restos gloriosos de doce Obispos, de millares de sacerdotes y religiosos, el horror de nuestras Iglesias destruidas o profanadas, la cantidad inmensa de alhajas fundidas, de obras de arte perdidas para siempre. Sus casas de formación, asilos y palacios episcopales han sido ocupados por los ejércitos, destruidos muchos de ellos.

Y en medio de sus grandes necesidades, agravadas terriblemente por la guerra, la Iglesia en España ha dado altísimos ejemplos, de caridad, de soberana independencia en la predicación de la verdad, de acendrado patriotismo, de generosidad sin límites, en el orden material y moral. No ha cesado de pedir a Dios el fin del conflicto horrendo, y ha puesto todo el peso de su inmensa fuerza moral al servicio de la justicia.

Desconoce la Iglesia las luchas e intrigas de los partidos, amados diocesanos. Todos sois testigos de la absoluta inhibición de la Iglesia en las luchas políticas que precedieron al actual conflicto: su voz se oyó solamente en el terreno doctrinal para condenar el error y señalar la línea inflexible de la verdad y del bien. Pero cuando España ha quedado partida en dos bandos irreconciliables, y cuando el mundo ha contemplado atónito la lucha fratricida y ha falseado la naturaleza de los factores morales que la han determinado y sostenido, la Iglesia, que tiene por derecho nativo el de dar su voto en la vida pública, sin abandonar su terreno propio, que es el de la verdad y de la caridad, ha dicho sin rebozo a la faz de las naciones, sin miedo a un enemigo insidioso, de qué parte estaban la razón, la justicia y el bien de la Patria. Aquí están los escritos pastorales del venerable Episcopado español, que han sido luz del mundo y quedarán como testimonio perenne de la ciencia serena, del ardiente patriotismo, de la caridad inagotable para todos, de la libérrima independencia con que, en nombre de la Iglesia, han enjuiciado hechos y doctrinas.

Y como “la caridad es benigna y paciente”, la Iglesia, terminado el conflicto en los campos de batalla, se ocupa en curar las heridas morales de millares de sus hijos, apacigua los ánimos, exhorta al perdón y trabaja para que todos los españoles se ocupen en la restauración de la Patria en el campo único y dilatado de la caridad. Y todo ello, porque “la caridad no busca su propio provecho”, con el desprendimiento espiritual de una madre pobre, que olvida la terrible estrechez en que vive para dar a sus hijos, ya que no otro que no tiene, a lo menos el pan del consuelo en la tribulación y el de la fe y de la esperanza que son el sostén de esta pobre vida.

5. La Santa Sede y España. -Más alta que el Episcopado español -y ello ha sido la consagración oficial y pública de su conducta en el actual conflicto- está la Santa Sede, que durante él ha dado reiteradas pruebas de su profundo sentido de justicia y de amor a nuestra Patria querida. La Alocución de Pío XI en Castelgandolfo a los peregrinos españoles, dos meses después de estallar la guerra; la alusión a nuestra España en la gran Encíclica sobre el comunismo; las reiteradas pruebas de afecto que en el terreno oficioso ha dado la Santa Sede a las altas autoridades del Estado español; el Mensaje radiofónico de Su Santidad Pío XII “Con inmenso gozo”, de 16 de Abril último; y las elocuentísimas frases que ha tenido el mismo Papa para nuestro ejército y para España en su discurso a los legionarios el día 11 del pasado Junio, son prueba copiosa de que la Iglesia, en su representación suprema, aun a trueque de contrariar una voluminosa opinión internacional que nos era adversa, ha tomado la decisión libérrima de dar su voto en favor del derecho y la justicia representados por el ejército español triunfador del ateísmo comunista.

“Bienvenidos seáis, jefes, oficiales y soldados de la España católica -les decía Pío XII a los legionarios- que habéis proporcionado a vuestro Padre un consuelo inmenso. Nos sentimos dichoso de ver en vosotros a los defensores aguerridos, valientes y leales de la fe y de la cultura de vuestra patria.... Recordamos los días de amargura en los que «la sombra de la patria vacilante -“Patriae trepidantis imago”, como dice Lucano, el poeta cordobés- nos ha hecho comprender que España sin hogares cristianos y sin templos coronados con la Cruz de Jesucristo no sería la España grande, siempre valerosa; más que valerosa, caballeresca; más que caballeresca, cristiana. Y Dios ha querido que este magnífico pensamiento haya hecho brotar de vuestros corazones dos grandes amores: el amor de la religión, que os asegura la eterna felicidad del alma, y el amor de la Patria, que os procura el honesto bien vivir de la vida presente. Son estos dos amores los que han encendido en vosotros el fuego del entusiasmo, lo han sostenido ardiente en las horas del sacrificio y finalmente han asegurado el triunfo brillante del ideal cristiano y de la victoria” (“Osserv. Rom.”, 12-13 Jun). ¿No veis en estas elocuentísimas palabras, amados diocesanos, el pensamiento y el corazón del Padre que se ha identificado con las congojas y con las glorias de su hija España?

6. La providencia de Dios.-Y por encima de todas las cosas humanas, ved otra lección que hemos recibido durante la guerra: nos referimos a la Providencia especialísima de Dios demostrada en innumerables episodios de ella.

Dios, amados diocesanos, lo gobierna todo con amorosa y poderosa sabiduría, así el mundo físico como los destinos de los pueblos. Las disposiciones de su providencia no fallan jamás. Y ora la divina Providencia queda como oculta en la trama de los hechos, ora manifiesta claramente su intervención en las humanas cosas. Podríamos decir que la Providencia de Dios se manifiesta en tres formas: por la vía ordinaria del orden y concierto que aparecen en el mundo, y en este sentido la llamó el filósofo a la Providencia “mens mundi” (Cicerón, De Nat. Deor. 2,58), “la inteligencia del mundo”, porque todo en él aparece ordenado; por la forma sobrenatural del milagro, y así se hizo patente en numerosos episodios de la historia de Israel, las plagas de Egipto, los prodigios del desierto, las maravillas realizadas en su nombre por los Profetas; y en esta forma de protección o de repudio que, en la historia personal o nacional, nos obliga a exclamar: “Ha sido cosa de Dios”; “La mano de Dios está aquí”; así levantaba Dios a Jerusalén sobre todas las ciudades y confundía a Babilonia con su maldición: “Filia Babylonis misera...” Es lo que llamaríamos Providencia extraordinaria de Dios en el cuidado y régimen de sus criaturas.

“Guerra de milagro” ha sido llamada nuestra contienda terrible por testigos de mayor excepción. Es hipérbole, amados diocesanos, porque no ha habido en ella, que sepamos, ningún hecho insólito que se haya realizado fuera o contra las leyes naturales que rigen el universo. Pero es una frase-como la de un defensor de nuestro Alcázar que decía que Dios, durante los días de asedio, “les había protegido descaradamente” que concreta un doble hecho: el de una asistencia particular, en su persistencia y en las formas de prestarla, con que Dios ha demostrado su predilección en favor de la España nacional; y el otro hecho, nacido del anterior, de la convicción de gran número de combatientes, particularmente de los altos directores de la guerra, de que en ella ha mediado una intervención especialísima de Dios. Mil veces lo hemos oído de labios de sencillos soldados y de altos jefes del ejército.

Nos fijamos en este hecho por su gravedad objetiva, por cuanto esta Providencia extraordinaria es una presunción de la justicia de la causa nacional y una demostración de que sigue siendo nuestra Nación querida predilecta de Dios; y por la gravedad de las responsabilidades que implica por nuestra parte; porque si Dios nos ha conducido con amorosa providencia a la victoria, esta debe ser el índice que nos señale en lo futuro nuestros deberes para con El. “Dios ha sido nuestra piedra, nuestra fuerza, nuestro Salvador», podemos decir con David (2 Reg. 22,2 un deber elemental de correspondencia agradecida nos obliga a no dejar los caminos de Dios, a hacer de Él el eje de la vida personal y social, a ponernos en sus manos para que nos rija. Nada nos faltaría, según el Salmista, si nos dejáramos gobernar por El: “El Señor me gobierna, nada me faltará” (Ps. 22, 1).

7. Relajación moral en campo contrario al nuestro. -No cerramos esta primera parte de nuestra Carta sin señalaros unos hechos gravísimos que se han producido durante la guerra y que nos exigirán una rápida reacción.

Denunciamos el hecho del rebajamiento moral y de la quiebra del sentido religioso del país en las regiones ocupadas por los ejércitos marxistas. Hace años que, hablando de la revolución bolchevique en Rusia, decía en el Parlamento un diputado francés: “Aquello es la explosión abominable de las más bajas pasiones de la más baja humanidad”. Cosa análoga ha causado la infiltración bolchevique en España. Tenemos sobre este punto datos abrumadores. En el orden moral no ha sido sólo la relajación de costumbres, sino la quiebra oficial y pública de todo criterio de moralidad. El latrocinio organizado desde arriba; el despilfarro en la pública administración; el infanticidio regulado por la ley y puesto al amparo de la ciencia; la religión proscrita como función social; la escuela convertida en foco de ateísmo y antro de depravación moral. Los estragos causados en nuestro pueblo son espantosos, y costará años de esfuerzo raer la mala hierba que ha crecido en nuestro campo en tres años de destrucción espiritual en todos los aspectos de la vida humana.

Y ¿por qué no indicar aquí que en la España nacional no se ha visto la reacción moral y religiosa que era de esperar de la naturaleza del movimiento y de la prueba tremenda a que nos ha sometido la justicia de Dios? Sin duda ha habido una reacción de lo divino, más de sentimiento que de convicción, más de carácter social que de reforma interior de vida. Es efecto del ataque brutal contra nuestro Dios y hasta del sobrecogimiento causado por la catástrofe; pero, en general, las guerras rebajan los valores del espíritu. Por algo se ha dicho que “los dos grandes mutilados de la gran guerra europea fueron el sexto y el séptimo mandamientos de la ley de Dios”. En medio de nuestra desgracia hemos visto ciudades alegres y confiadas en que se acumulaban los pecados de siempre; la frivolidad de la vida, el descoco en el vestir, las vidas muelles, los espectáculos reprobables, en contraste con el cuerpo sangrante de la madre patria.

8. Quiebra de las doctrinas marxistas. -Otro hecho que deberán tener presente las generaciones futuras es la quiebra total de las teorías marxistas y comunistas. Nunca se dio una explosión tal de egoísmos como la que se vio en la España roja. La intervención oficial en negocios e industrias lo ha arruinado todo sin beneficio para nadie. Los administradores del común han hecho gran acopio de bienes en beneficio propio. Joyas, metales preciosos en lingotes, obras de arte han caído en gran cantidad en manos de dirigentes aprovechados, para alargar las columnas de sus cuentas corrientes en la banca extranjera. Pingües predios que bastaban otros tiempos para el sostén de numerosos colonos, han parado en la esterilidad y ruina por la voracidad singular de cada uno de ellos.

Donde hay caridad y amor, amados diocesanos, allí está Dios. Cuando se expulsa a Dios, son los egoísmos personales los que ocupan su sitio, con el séquito de todas las pasiones insaciables, sin el calor de fraternidad que equilibra las necesidades de la vida. Lección durísima para los de abajo y los de arriba. Para estos, que en una organización sabia de la sociedad deberán hacer por fuerza y sin mérito lo que no les sacó el deber de justicia y caridad; para los de abajo, que han visto disiparse bruscamente los ensueños de paraíso al hacer el primer ensayo de doctrinas anticristianas.

9. La falsificación de la verdad sobre España. -Indiquemos, por fin, otro hecho de carácter internacional: es la falsificación increíble de la verdad sobre España. Para el mundo, hasta para inteligencias conspicuas y para los predicadores de la doctrina y de la vida pura, los defensores de la España nacional hemos sido facciosos, fascistas, desconocedores del derecho de gentes, adversarios de la libertad, de la democracia, hasta de Dios. Los otros han sido los defensores del pueblo, los vindicadores de los derechos sustanciales del hombre.

Es una demostración más, amados diocesanos, de que son las fuerzas secretas las que gobiernan el mundo. No es la conciencia de los pueblos la que ha prevalecido en la estimación de las cosas de España en este período, sino los manejos subterráneos de las sectas, de la política, de la diplomacia, de intelectuales descaminados; todos ellos han dado el tono que ha seguido mansamente el vulgo de la tierra. Y en esta defección del espíritu de justicia y rectitud, que nos ha causado enormes daños, han sido arrastradas naciones que por la afinidad de problemas y comunidad de destinos, o por su tradición de sensatez y cordura debían sostener nuestra razón, que no fue otra que la de no querer sucumbir al empuje de los bárbaros modernos.

Nos lo decía hace pocos meses con palabras vibrantes un Príncipe de la Iglesia, extranjero: “Los judíos, decía, jamás perdonarán a España su expulsión del país y el arraigo de su fe cristiana; los masones obran al dictado de los judíos; los protestantes no olvidarán nunca a Felipe II y a los inquisidores españoles que les cerraron el paso; los malos españoles, dueños del tesoro nacional los sobornan a todos y son a su vez sobornados por ellos, y todos juntos se han adueñado de los órganos de opinión mundial para producir esta prevaricación internacional contra la verdad de España”.

Derivamos de aquí una doble lección, amados diocesanos; es la primera, que en el fondo de las grandes cuestiones internacionales se debaten los principios básicos que deben regular la vida de los pueblos; la hegemonía de unos sobre otros o, lo que es más frecuente, si es Roma o Moscú, Cristo o el Anticristo el que ha de imponer la ley a las naciones; es la segunda, la delicada prudencia con que debemos formar juicio sobre problemas graves y universales cuyos factores no suelen estar a nuestro alcance.


II. -DEBERES DE LA PAZ: A) PARA EL PRESENTE[editar]

Gracias a Dios llegó la paz; y llegó cuando estábamos fatigados por cinco años de lucha espiritual, en los que nos vimos obligados a defender la ciudad de Dios en el terreno social y legal, a los que siguió la tormenta espantosa de la guerra. Tres años, o casi, en que España y el mundo han estado pendientes de los azares de la lucha épica, y en que hemos visto peligrar cada hora, con nuestras vidas, los valores sustantivos de nuestra sociedad y el porvenir de la Patria.

1. Dar gracias a Dios. - ¡¡Gracias a Dios!! Este es el primer deber que la paz lograda nos impone. Deber que no puede cancelarse con una simple plegaria o con la asistencia a un solemne Te Deum, sino que debe ser como una ofrenda de toda la vida al Dios que nos ha librado de tantos males y nos ha concedido tantos bienes.

Porque la paz, amados diocesanos, no es cosa pasajera: es, en estas horas gravísimas, la tranquilidad restablecida del orden profundamente perturbado; y en este simple enunciado se encierra todo bien que pueda apetecer la sociedad humana.

Mejor que no se hubiese perturbado la paz, y que ésta, en frase de San Agustín, se hubiese consolidado por el ejercicio de ella misma, no por recurso a las armas: “Acquirere pacem pace, non bello”. Pero ha debido hacerse la guerra para lograr la paz, y hemos ganado la guerra. Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria y con ella se ha podido restablecer una paz justa. Porque la paz, amados diocesanos, es todo el bien que pueda apetecer una sociedad condensado en la síntesis de esta brevísima palabra: Paz. “Tan gran bien es el bien de la paz, dice San Agustín, que entre las cosas creadas nada puede expresarse más grato, nada se puede desear más deleitable, nada puede poseerse más útil” (De Civ. Dei, 5). La paz es convergencia de pensamientos, sincronismo de corazones, concordia de •voluntades. Es lo más humano la paz; para una paz perpetua creó Dios al hombre, que la perdió al ponerse en guerra con Dios por el pecado: entonces descendió el hombre al rango de las fieras que se destrozan entre sí. “La alba paz, dijo el poeta, conviene a los hombres, la ira terrible a las fieras”. Sólo la reintegración de la justicia y del derecho pueden justificar la guerra, que no puede hacerse sino para restablecer la paz.

Gracias a Dios, amados diocesanos; que nos ha devuelto la paz. Porque ella es pródiga en frutos de la tierra: “Pacis alumna Ceres”, la llamó el poeta; ella es alegría de la ciudad, seguridad de las familias, la propulsora de las ciencias y de las artes; ella la obradora de toda civilización digna de este nombre; ella la madre de la virtud.

“La guerra por la guerra” es frase anticristiana y antihumana. El Cristianismo puro, no el adulterado por las doctrinas luteranas de la fuerza, es todo un sistema para lograr la paz y el mejor poema que se la pueda cantar “Et in terrapax”: “Y en la tierra paz”. Así nació el Cristianismo al nacer Cristo. «Buscad la paz de la ciudad», decía Jeremías (Jer.29, 7) bienaventurados los pacíficos, predicaba Jesús en el sermón del monte (Mt. 5, 9). “Vivid en paz»; “Buscad la paz con todos”; “Trabajemos por las cosas de la paz”, dice el Apóstol en sus cartas. La paz debe ser la suprema aspiración del cristiano, en la tierra y para el cielo, visión de paz.

Cuando se concertó la paz después de la gran guerra, el hombre que tuvo en ella la parte preponderante dijo: “El Cristianismo ha fracasado en su obra y yo espero salir a flote en su lugar por medio de la Sociedad de las Naciones”. Es una insensatez, hija del orgullo. Veinte años de historia han demostrado la inutilidad del instrumento, repudiado hoy por sufragio casi universal de las naciones. Quiere ello decir, amados diocesanos, que debemos reconocer nuestra paz como venida de Dios; que no la hay sin Él, y desaparece donde Él no está con la influencia de su pensamiento, con el aglutinante de su amor, con la eficacia de su ley. ¡Gracias a Dios! No sólo de palabra, sino con el holocausto de una vida que será la primera beneficiaria de la paz lograda.

2. El perdón de los enemigos. -Pero la paz no será durable ni verdadera si cada español, si todos los españoles no abrimos nuestros brazos de hermano para estrechar contra nuestro pecho a todos nuestros hermanos. Y lo somos todos; amados diocesanos, los de uno y otro bando. Quiere ello decir que tenemos el deber de perdonar y de amar a los que han sido nuestros enemigos. El precepto podrá parecer duro y sobre las fuerzas humanas; pero es clara y terminante doctrina de nuestro Señor Jesucristo: “Amad a vuestros enemigos; haced bien a quienes os odian” (Mt. 5, 44). “Porque si amamos no más a nuestros amigos, ¿qué mérito tenemos en ello? ¿No hacen esto los paganos?” Jesucristo, clavado en Cruz, perdonó a quienes le pusieron en ella, y desde ella abrió el cielo al ladrón, que probablemente le había antes injuriado, y trocó la vida del Centurión.

Insistimos en ello, amados diocesanos, porque nos consta, por conductos autorizados y múltiples, hasta por nuestras conversaciones con vosotros, que se mantiene vivo el odio en muchos corazones por el recuerdo de los lamentabilísimos hechos pasados. “Ellos, nos decía ingenuamente un paisano, se cansan de dos meses de intranquilidad, y nosotros hemos tenido que soportar ocho años de persecución: hay que sojuzgarlos”. Sabemos que se mantiene vivo el espíritu de desquite entre los bandos de algunas localidades y que en otras los agraviados se han tomado la justicia por su mano.

Esto, si queréis, es natural, pero, fijaos en ello, no tiene nada de sobrenatural. Es decir, que la voz de la sangre halló siempre en el corazón del hombre un eco terrible de venganza antes de Jesucristo. Los mismos libros sagrados tienen episodios en que “el hombre viejo”, el de la naturaleza, se lanza ciego a la vindicta del crimen. Pero esto era cuando, en frase del Apóstol, “los hombres estaban sin Cristo, extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo”: “Spem non habentes et sine Deo in hoc mundo” (Ephes. 2, 12). Pero hoy, cuando la sangre de Jesucristo nos ha sellado con la marca de una nueva fraternidad, no podemos odiarnos sin profanarla y hacerla inútil en nosotros.

Os insinuamos, a mayor abundamiento, otras razones. Fuera de Jesucristo no ha habido espíritu de dulzura y mansedumbre en el mundo: los pueblos cristianos se han barbarizado de nuevo, valga la palabra, en la misma medida en que se han separado de Él: es una razón histórica que consentiría amplísimo e interesante desarrollo. Nuestro nombre de católicos, de que nos gloriamos, y nuestras ansias de verdadera cultura, que es la del espíritu, nos obligan en estos momentos, cuando la barbarie ha querido eliminar a Jesucristo de entre nosotros, a hacerle más presente y más vivo practicando la caridad de fraternidad.

Más: somos españoles; queremos todos la grandeza de la patria; pero ésta no se logrará sino en la medida en que se logre el espíritu de concordia y el sentido de unidad. Los rencores entre los ciudadanos son el mayor corrosivo del patriotismo. Por esto ha podido decir San Agustín que la Iglesia, con su doctrina de la caridad, es la que ha creado la verdadera unidad de patria.

Y si queréis una razón que os toque al alma, os diremos: Amados diocesanos, los deudos a quienes lloráis y cuya pérdida ha engendrado en vuestros pechos el rencor, murieron, gran parte de ellos, perdonando a sus matadores, sin que se les ocurriera dejaros una herencia ele venganza por la suma injuria que se les infirió al quitárseles la vida. Al imitarles no hacéis más que cumplir su cristianísima voluntad.

En este punto, nos place consignar ejemplos de verdadero heroísmo que hemos podido admirar entre vosotros: de perdón generoso y espléndido; de renuncia a los derechos que os daba la justicia, hasta de solidaridad con quienes trabajaban por trocarla en misericordia para los asesinos de vuestros deudos. Es la cumbre de la perfección cristiana, porque es el ejercicio de la reina de las virtudes en lo que tiene de más difícil. Ni se logra sin un amor profundo a nuestro Señor Jesucristo.

3. Deberes para con nuestros muertos. -Aún nos queda otro deber que cumplir: el de perpetuar la memoria de los que sucumbieron por Dios y por la Patria. Todos los pueblos civilizados, hasta los paganos, han cumplido con esta deuda que los vivos contraen con los muertos. Dieron ellos sus vidas por los dos grandes ideales que son el soporte de toda sociedad bien constituí da: Dios y Patria, que seguirán siéndolo por su abnegación hasta la muerte. Es un tributo que han pagado los pueblos al valor de los que fueron ciudadanos, a la inmortalidad del alma, al anhelo de continuidad nacional en la historia.

Pero hay formas de traducir este pensamiento y este hecho universal que tal vez desdigan del pensamiento cristiano sobre Dios y patria, y hasta de la idea cristiana del heroísmo y de la muerte. Una llama que arde continuamente en un sitio público, ante la tumba convencional del “soldado desconocido”, nos parece una cosa bella, pero pagana. Es símbolo de la inmortalidad, de la gratitud inextinguible, de un ideal representado por la llama que sube, pero sin expresión de una idea sobrenatural. Un poema ditirámbico que se canta en loor de los “caídos”, con pupilas de estrellas y séquito de luceros, es bellísima ficción poética, que no pasa de la categoría literaria: ¿Por qué no hablar el clásico lenguaje de la fe, que es a un tiempo el clásico lenguaje español?

Más cristiano es lo que hemos visto en las parroquias de Francia, en las que se ha esculpido en mármol el nombre de los feligreses que sucumbieron en la gran guerra, con los símbolos y fórmulas tradicionales de la plegaria cristiana por los difuntos: es una forma de “memento” que al par que fomenta el espíritu de parroquia, recuerda a la feligresía el heroísmo cristiano de sus muertos y el deber de dedicarles oraciones y sufragios. No lo es menos el ansia que nos han expuesto muchos pueblos de nuestra Archidiócesis de que en el templo parroquial se dé sepultura a los parroquianos víctimas de la revolución. Y lo es más, el proyecto de una dama de dedicar una fuertísima suma de dinero a la celebración de misas para todos los muertos de la guerra: en este caso se juntan al valor máximo de oración y de expiación de la santa Misa, las ideas de una patria cristiana y el ejercicio de una caridad que no conoce acepción de personas.

Por nuestra parte, amados diocesanos, y por lo que atañe a nuestra Diócesis, nos proponemos hacer el esfuerzo máximo para que se recuerde a perpetuidad y cristianamente la memoria de nuestros héroes. Se grabarán los nombres de los trescientos y pico de sacerdotes sacrificados en odio a la fe en sitio visible de nuestra Catedral, iglesia matriz de la Archidiócesis, que ostentará con gloria, entre las preseas de los pasados siglos, la lista espantosa y fúlgida a un tiempo, de los ministros de Dios, que fueron ornamento de su Casa o que llevaron la virtud de su Evangelio hasta las regiones más apartadas de nuestra jurisdicción.

Se instituirá en la misma Catedral una misa solemne perpetua, que tendrá a un tiempo el carácter de sufragio para cuantos sufrieron el martirio glorioso «lavando sus almas en la sangre del Cordero», y el de acción de gracias por el honor y el altísimo ejemplo que de sus virtudes han derivado a la Archidiócesis. Cosa análoga podrá hacerse en cada una de las parroquias.

Se publicará, así que cese el actual agobio, una monografía diocesana de las persecuciones y triunfos de la Iglesia toledana, para lo que contamos ya con material copioso. Es obra obligada de apología, porque todavía se trata de aturdirnos con una literatura insultante que viene del extranjero, con el fin de demostrar al mundo que nosotros, víctimas del odio y de la perfidia, hemos sido los causantes de la ruina de nuestra Iglesia y de nuestra Patria. Así, al tiempo que digamos la verdad al mundo, podremos aprender las magníficas lecciones que derivan de este período trágico de nuestra historia.

Y en un orden más general haríamos más si pudiéramos: Dios sabe que hasta ahora no se perdió por falta de iniciativas o por debilidad de esfuerzo por nuestra parte. La obra de la Iglesia en España durante la tremenda guerra es gigantesca, en lo que ha sufrido y en las gestas heroicas de millares de sus hijos. Un deber de patriotismo, una exigencia de la conciencia católica piden que se haga el recuento de todo: ruinas, héroes en los campos de batalla o en los del martirio, el anecdotario épico, el sacrificio inmenso de nuestro arte religioso, la labor maravillosa de los católicos en estas nuevas Catacumbas que fueron nuestras ciudades bajo el dominio marxista, la caridad exquisita que en mil formas ataba a los católicos de aquende y allende las trincheras rojas; todo ello ha sido de un peso tal, de religión y patriotismo, que no dudamos en afirmar el derecho y el deber que tenemos todos a una valorización justa que nos dé en la historia el sitio que nos corresponde.

Y ello sin mengua ni desdoro para nadie. Hagan igual los demás estamentos y en santa y patriótica emulación aportemos todos al acervo de las glorias nacionales nuestros merecimientos. Tenemos a la vista el “Libro de oro” del clero y congregaciones francesas que tomaron parte en la gran guerra europea. Es justificación y apología. Es un hecho jurídico cuya fuerza inmensa nadie puede desconocer. Y, cuando el patriotismo se cotiza tan alto, es prueba fulminante de que el catolicismo es el primer factor de patria y que a la testera de las instituciones y textos de formación patriótica han de colocarse la Iglesia y el santo Evangelio.

4. Las lacras de la guerra. -Al recuento de las gestas heroicas de nuestra guerra debiera seguir el estudio de las lacras que nos ha dejado. No nos referimos ya sólo al cúmulo inmenso de los daños materiales, sino al profundo quebranto de la moral y hasta de la honestísima ideología que fue guía espiritual de nuestro pueblo. Repetimos que la guerra es mala maestra de moral; pero cuando en el fondo de ella se debaten, como en la nuestra, las ideas fundamentales de nuestra civilización cristiana, y cuando los errores y los crímenes más absurdos han llegado a triunfar por espacio de tres años en gran parte del territorio nacional, el daño inferido al pensamiento y a las costumbres del pueblo español habrá sido inmenso.

Hemos leído que, como consecuencia de la guerra europea, aumentó en forma espantosa el número de divorcios; sólo en Berlín y en el año 1919 se interpusieron más de 30.000 demandas. Igual ocurrió en Francia. Lo mismo en Inglaterra, sobre todo entre las clases elevadas. De España son desoladoras las noticias, sólo por este capítulo de las uniones ilícitas. Añádase la horrenda facilidad con que se cometieron los crímenes más inhumanos; la falta de escrúpulo con que se ha invadido la propiedad ajena; el hábito de vivir sin Dios y sin religión; la colaboración de no pocos católicos, aunque fuese por miedo, en la obra de destrucción de las pertenencias de nuestros templos; y, como atmósfera en que se ha incubado tanto mal, una predicación, tenaz e inteligente, ejercida por todo procedimiento de publicidad, y unas instituciones legales que fomentaron las más bajas pasiones y las doctrinas más demoledoras, sin más protesta que la que se levantaba en el fondo de las conciencias de quienes no habían perdido aún el sentido humano y el santo temor de Dios.

Disimular el mal o cerrar los ojos para no verlo sería funesto, amados diocesanos. En la vida individual, cuando se ha llegado a cierto punto de frialdad o relajación, aconsejamos un fuerte reactivo para evitar mayores caídas: una predicación, unos ejercicios que centren otra vez el espíritu en el cauce del deber. Igual hemos de hacer en el orden social. Pero para ello es preciso darnos cuenta del estrago causado en nuestras costumbres por la guerra, aplicar los oportunos remedios para atajarlo y no dejar que se corra a la nueva etapa de la restauración nacional que ha de seguir a la obra de la paz.

5. Obediencia a las autoridades. -Gracias a Dios, las autoridades del Estado no sólo hacen gala de sus sentimientos católicos, sino que vienen desarrollando paulatinamente una labor legal que podrá ser uno de los grandes factores de la restauración cristiana de nuestro país.

Y ello nos impone, hoy más que nunca, otro deber imperioso: el de nuestra unión y colaboración con las autoridades en cuanto se refiera a la reconstrucción de la patria en sentido cristiano.

No creemos inútil en estos momentos recordaros la actitud del ciudadano católico ante los poderes constituidos. Son muchos los españoles que habrán militado en el campo de una ideología adversa a la que sostienen hoy las autoridades nacionales. De los mismos que militaron siempre en nuestro campo no serán pocos los que anhelen otra forma de gobierno o distinta orientación política de la cosa pública. Ante la necesidad suprema de una unidad fundamental que sea consecutiva a esta otra unidad que nos ha llevado a la victoria y que nos conduzca a ganar lo que con razón se ha llamado «la guerra de la paz», sentamos, como línea de vuestra conducta, los siguientes principios.

La autoridad es elemento esencial de la sociedad, porque ésta necesita un poder inteligente que encauce las voluntades de todos en el sentido del bien común. Por lo mismo, un deber elemental de ciudadanía impone el respeto y la obediencia a la autoridad; mejor que se lleve hasta la veneración y el amor. Por esto es tan categórica la moral ciudadana del cristianismo en este punto: toda ella se reduce a esta palabra: “Obedite praepositis vestris”: “Obedeced a vuestros jefes...“

Para un católico toda autoridad viene de Dios. Si no fuera así, perdería a los ojos de los ciudadanos su carácter más augusto y degeneraría en una soberanía artificial de base inestable como la voluntad de los hombres de quienes se la haría derivar. Ella la imprime un carácter sagrado y ennoblece los deberes y la sumisión de los ciudadanos. Y ya no obedecernos servilmente a hombres, en frase del Apóstol, sino a Dios por su ministerio (Cor. 7, 23). Ello será un refuerzo, necesario a la sociedad, cuando la autoridad sea ejercida por hombres menos aptos o menos dignos.

En política, más que en otros órdenes, dice León XIII, se producen cambios imprevistos. Estos cambios distan mucho de ser siempre legítimos en su origen. No obstante, el criterio supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos gobiernos nuevos, establecidos de hecho, en lugar de los gobiernos anteriores que, de hecho, ya no existen.

En las cuestiones puramente políticas la Iglesia deja a cada ciudadano la justa libertad, dice Pío XI, es decir, una libertad conforme a justicia, que deje sano y salvo el bien común. Por lo mismo, en el orden especulativo, los católicos, como todo ciudadano, tienen plena libertad de preferir una forma de gobierno a otra. Y en el orden práctico es facultativo a cada ciudadano sostener el triunfo de uno u otro ideal político, con tal se sirva de medios legales y honestos y reconozca la autoridad constituida.

Creemos, amados diocesanos, que con estos principios, entresacados así a la letra de las enseñanzas pontificias, puede resolverse toda la casuística que, en cualquiera de los planos de la ideología política, pueda producirse. Unión, obediencia, colaboración con nuestros gobernantes que, como lo hicieron en la guerra, en frase de Pío XI, así se han impuesto en la paz la dura tarea de salvar la patria, empobrecida y lacerada. Esperanza ilimitada en la Providencia de Dios que, si lo merecemos con nuestra conducta, encauzará las energías nacionales en el sentido que mejor convenga a nuestra historia pasada y a nuestro futuro progreso. Y hacernos cada uno de nosotros cada día mejores, para que el peso de la virtud colectiva haga más fácil e intensa la labor de conquista del bien común bajo la égida de una autoridad suave y justiciera, austera y próvida.

Y si un día sufriéramos una desviación, porque nunca son perfectas las obras de los hombres, porque el exceso del mal llevara a tolerancias indebidas, porque un equivocado concepto político del Estado cohíba o tuerza la vida colectiva o amenace deformar nuestra fisonomía histórica, siempre quedará a los católicos, que no deberán ceder a nadie en las avanzadas del patriotismo, el derecho de unirse para la defensa de los que derivan de nuestra religión y hacerlos presentes con todo respeto a las autoridades del Estado, que no quieren más por hoy que gobernar según las exigencias de la Religión y de la Patria.


B) PARA EL FUTURO[editar]

1. Nuestra reforma personal.-El primero de los deberes que deriva del hecho mismo de la paz es nuestra reforma personal. La perfección de cada uno de nosotros es una exigencia de la Redención, por cuanto el fin primordial de Jesucristo al venir al mundo, dice San Clemente, es “mejorar las almas”: “Animas meliores reddere”. Y es una exigencia de nuestro mismo ser libre y de nuestra profesión de vida cristiana: “Sed perfectos”. Pero cuando, como en los días trágicos que hemos atravesado, podemos justamente achacar los males sufridos a un olvido general de nuestros deberes, es preciso que entremos en nosotros mismos para rectificar lo torcido y aportar al acervo común de la sociedad nuestras vidas reformadas. A la justicia colectiva reintegrada por la victoria debe seguir esta otra justicia individual que haga imposible el retorno a un estado de desequilibrio social.

La guerra eleva y embrutece a la vez; por ello es preciso que al llegar la paz nos purguemos de todo lo bajo e incorporemos los elementos nobles a nuestro esfuerzo personal de perfección. En la guerra entran dos factores: la inteligencia que dirige y la fuerza bruta que domina en los campos de batalla; la explosión de las virtudes patrióticas y religiosas y el desencadenamiento de las fuerzas bajas de la vida. En la paz debemos, cada cual por nuestra parte, purificar el ambiente malsano de la guerra en lo que tiene de depresivo de la dignidad humana; y valorizar cuanto contribuya a una mayor dignidad humana y cristiana.

Y esto es obra particularísima, amados diocesanos, que gravita, con toda su responsabilidad, sobre la conciencia de cada uno de nosotros. En ello se funda nuestra trascendencia personal en orden a la regeneración social. La sociedad no es una persona ni una libertad, sino una multitud de personas, cada una de ellas con su propia libertad. Ni se ejercita la sociedad en la virtud si no lo hacen sus miembros; ni es buena si son malos sus componentes. Cuando Pío X hablaba de restaurar todas las cosas en Cristo, añadía que ello no será si antes Cristo no lo ha restaurado todo en cada uno de nosotros.

Hincamos en este punto para preveniros contra unos errores filosóficos modernos: el de los fisiócratas de la sociedad, para quienes el interés individual se identifica con el colectivo; de donde infieren que en una sociedad racionalmente organizada el problema moral se resuelve por el simple hecho de la organización social.

Y el otro error de un estatismo moderno exagerado, que hace del Estado a un tiempo regla de moral y pedagogo de las multitudes.

No es así, sino en un plano muy secundario. La acción del Estado será siempre externa y limitada: lo primero, porque no le es dado al Estado franquear siquiera los umbrales de la conciencia, donde se fragua el bien moral del individuo; lo segundo, porque la sociedad, sobre la que trabaja el Estado, ofrece un límite a la acción legisladora y coercitiva de la autoridad social, por la misma composición de sus elementos, heterogénea en el orden moral.

Santo Tomás tiene una frase gráfica para señalar el límite educador y moralizador del Estado: “Qui nimium emungit-dice el Doctor Angélico- elicit sanguinem”: “Quien suena demasiado recio, suelta sangre”. No se puede en nombre de la ley exigir a la multitud lo que a cada individuo exige el imperativo de su conciencia personal.

Tiene sin duda el Estado un área inmensa en que ejerza su acción formadora de las multitudes, como pueden sus desviaciones ser un gran factor de corrupción social. ¿Quién es capaz de medir los daños que a la sociedad pueden inferirse por la prensa, los espectáculos, escuelas, una indebida organización del trabajo, etc., todo ello sujeto al poder legislativo del Estado? Este, como la familia, como el ambiente social, es un gran auxiliar de la virtud personal; pero, en último término, cuando se trata de resolver entre el bien y el mal, queda siempre el hombre abandonado al esfuerzo de su libertad personal, la única que, con la gracia de Dios, puede empujarle por los caminos de la virtud. El plan mejor concebido para hacer un hombre bueno puede fracasar ante la desviación o la protervia de su voluntad.

Formaos una buena conciencia, amados diocesanos, y ella será la que promulgue dentro de vosotros mismos la ley a que debáis obedecer en cada caso singular. Gracias a Dios, tenemos la ventaja del “sentido cristiano”, de que habla el Apóstol –“Nos autem sensum Christi habemus” (Cor. 2, 6)- formado a fuerza de siglos de vida y tradición social cristianas, y no nos será difícil discernir entre lo que nos toca hacer y lo que debemos evitar. Y aplicando este sentido a los actuales momentos de desquiciamiento moral producido por la guerra, y a estos tanteos de ordenación nueva, en los que se busca la forma definitiva de la nueva vida nacional, no nos será difícil tomar nuestro partido haciendo el bien que nos impone nuestra condición de cristianos. Esta denominación, la de cristianos, con los deberes que importa, es la que debe prevalecer a través de todos los nombres y de todas las corrientes sociales. Sólo al precio de un gran esfuerzo de la libertad personal, que se adapte a las leyes de Dios y de la Iglesia y a la condición de nuestro estado, podrá lograrse la mejora de la masa social de la que formamos parte. Y sólo a esta condición podremos alejar la posibilidad de otro azote como el que nos ha diezmado en todo orden y en el que debernos ver el castigo de nuestras indolencias y de nuestros pecados.

2. A Dios lo que se le debe. -Pero miremos el aspecto social de la persona humana, con los deberes que de ello derivan en estos momentos culminantes de nuestra historia.

Somos personas singulares, amados diocesanos, con el atributo esencial de nuestra voluntad libre: “Homines sunt voluntates”, decían los antiguos; pero somos esencialmente sociales, nacidos para convivir con otras voluntades, y colaborar con ellas en la gran obra de la vida social. ¿Qué deberes nos importa la paz en este orden? Los reducimos a un concepto: el cultivo de las virtudes sociales opuestas a los grandes vicios que nos acarrearon la guerra. Ponemos a la cabeza de todas el sentido social de Dios, como Señor de todo y de todos y como regulador de toda nuestra actividad social.

No es una ley física la que gobierna las humanas sociedades, como pretende una doctrina política moderna; ni es el puro sentimiento o la fuerza que aglutinen ciegamente las actividades del común para llevarlas a unos fines mezquinos que no trascienden sobre esta tierra de miseria. Las sociedades humanas se asientan sobre la metafísica de Dios, que las ha impuesto su ley y las ha señalado su rumbo. Añadimos nosotros cristianos, que nuestra sociedad se asienta sobre la política de Jesucristo, que ha querido inocularnos su virtud divina y que nos ha señalado fines desconocidos de las sociedades paganas.

De aquí deriva nuestro deber fundamental en estos tiempos de la postguerra. Hemos de restituir a Dios en el sitio que le corresponde en el orden social y que El reclama sin cesar, como Señor que no quiere renunciar a su señorío. Cinco años de repudio de Dios en las altas esferas de la autoridad social y tres años, los de la guerra, en que se ha visto la persecución de Dios más encarnizada que ha visto la historia, deben ser lección bastante para convencernos de que ningún pueblo -menos que todos el nuestro, tan profundamente enraizado en Dios desde siglos- puede subsistir sin Dios; y deben serlo para obligarnos a rendirle socialmente los honores que le son debidos.

Dios nos quiere, amados diocesanos: nos quiere mucho porque nos ha castigado mucho cuando le hemos vuelto las espaldas; nos quiere, porque en medio del castigo hemos sentido su presencia amorosa; y porque en el mismo sitio en que se produjo el vacío de Dios, el alma nacional, El ha producido el estímulo y el hambre de Dios.

“Amarás a Dios sobre todas las cosas”; con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, dice el Evangelio. Esta ley fundamental de la vida personal lo es de la vida social. Y como nunca el hombre halló más reposo ni rayó a perfección mayor que cuando se unió a Dios de pensamiento, amor y vida, así nunca fueron las sociedades más perfectas que cuando vivieron, en frase de la Escritura, sumergidas en Dios: “In ipso vivimus, movemur et sumus”.

Búscanse hoy en la historia patria las grandes virtudes de raza para restaurarlas y seguir viviendo días de gloria nacional. Ninguna virtud más trascendente que este sentido social de Dios de que está impregnada nuestra historia. Se habla ahora del vértice y de la verticalidad, en principios y procedimientos, como se habla de totalitarismos. Las palabras son nuevas, aunque se apliquen a otro orden; no lo son los hechos; porque en España Dios estaba en el vértice de todo -legislación, ciencia, poesía, cultura nacional y costumbres populares- y desde su vértice divino bajaba al llano de las cosas humanas para saturarlas de su divina esencia y envolverlas en un totalitarismo divino, del que sólo podían escapar las inevitables claudicaciones de la libertad individual.

3. Santificación de las fiestas. -Para volver a Dios en la sociedad el sitio que le corresponde, santifíquense sus fiestas del modo debido. No queda ya ni sombra, amados diocesanos, de la forma con que nuestros antepasados respetaron el día del Señor. La asistencia colectiva de las familias a los divinos oficios, la práctica de las obras de piedad y misericordia, el absoluto descanso de todo trabajo físico, un honesto esparcimiento eran las notas características de los días de precepto, de los que salían los buenos cristianos con alma y cuerpo remozados para emprender de nuevo la ruta fatigosa de la vida. El solo hecho de la observancia social del descanso y del cumplimiento de los deberes religiosos, daban a la presencia de Dios en las sociedades un relieve y eficacia extraordinarias. A más de que Dios bendice colectivamente a los pueblos que saben cumplir con este su gravísimo mandamiento.

Hoy no es así, todos lo sabéis. Las fiestas, para muchos cristianos, ya no son cristianas. Viajes, deportes, espectáculos, se llevan la mejor parte. Una misa, más espectacular que devota, es a veces el único acto religioso de grandes concentraciones en que, por desgracia, no puede complacerse el Señor, que quiso para sí «su día», no para fines totalmente ajenos a su gloria y al honor del nombre cristiano. Otras veces, no pocas, se ocupa la mañana del día festivo en el trabajo cotidiano para dedicar la tarde a vaguear por calles y casinos. Fiestas que no restauran, sino que agravan el espíritu, que enervan la vida, que se convierten a veces en puntos de referencia de una semana totalmente pagana, que tal vez absorban, con grave daño para la economía individual y social, los fatigosos ahorros de los seis días de labor que las precedieron.

La fiesta es de institución divina, amados diocesanos. Tal como están distribuidas a lo largo de nuestro calendario, son la obra sapientísima y secular de nuestra Madre la Iglesia. Cuando el pueblo cristiano las celebraba en la forma debida, eran reposo santo para el cuerpo, refección del espíritu, lección periódica de las virtudes de Jesucristo, la Virgen y los Santos, fomento del espíritu de piedad y beneficencia, contacto de todas las clases del pueblo, que se sentían como unificadas y envueltas en la atmósfera de Dios, Padre de todos, y por todo ello eran un gran elemento de perfección personal y de ponderación social. No volverán nuestros años tranquilos y prósperos a la vez si no damos de nuevo a Dios y a sus obras los días que quiso reservarse para gloria de su nombre.

4. Deberes de fraternidad: Justicia y caridad.-Y cuando Dios ocupe su sitio en la vida de nuestro pueblo, florecerán en él todas las virtudes sociales, que responden a otros tantos deberes de orden colectivo. Son fundamentales la justicia social y la caridad, que no se llenarán debidamente si no se da a Dios lo que es suyo.

«Secundum autem simile est huic», dice el Evangelio. Cuando Jesucristo hubo puesto, a requerimientos de un escriba, la condición primordial para la salvación eterna, que es el amor de Dios, añadió en seguida: «El segundo mandato es semejante al primero»: «Amarás al prójimo como a tí mismo»; y luego, para aclarar su pensamiento, propuso la sublime lección del Samaritano, que encierra más enjundia sociológica que todas las elucubraciones de los filósofos. «¿Quién es el prójimo? El que hizo misericordia con el desvalido». El que curó y vendó sus heridas, le llevó en su jumento a la hospedería y le dio al dueño de la posada cuanto fue preciso para la cura total del herido.

«La justicia consumada es conocer a Dios», dice el Sabio (Sap. 15, 3). «La justicia levanta las naciones»; y en ello «está la inmortalidad de hombres y pueblos». De esta suerte nos enseña la Escritura divina que quien cumple con Dios sabe cumplir con el prójimo; y que, como en estos dos preceptos se encierra toda la ley y los profetas, así se compendia en ellos la felicidad de los pueblos.

¡Justicia social! Nos llenamos hoy la boca con esta palabra. Es justo anhelo que responde a una exigencia profunda del orden social. Sin esta justicia no hay sociedad posible. Ella obliga a dar a cada ciudadano lo que le es debido y a dejarle en el libre uso de sus legítimos derechos. Sin ello se cae indefectiblemente en el régimen antisocial de los egoísmos sin freno. Y viene la disolución social en la misma medida en que se ha faltado a la justicia.

Pero no olvidéis jamás, amados diocesanos, que esta justicia no la hallarán nunca los pueblos fuera de Dios, que es en definitiva la fuente de toda justicia y de todo derecho. Las organizaciones políticas más sabias y mejor intencionadas no pueden ser más que auxiliares de esta ley, religiosa y moral a un tiempo, que nos manda dar a cada uno lo suyo. El egoísmo, padre de toda concupiscencia, hallará siempre forma de burlar los artificios de las leyes humanas promulgadas para amparar la justicia colectiva.

“Suum cuique”: «A cada uno lo suyo». A Dios, todo servicio y honor y todo amor; le corresponde por título de señorío y de paternidad. Pero luego, al hermano ciudadano que, como no puede vivir sin deberes así no se concibe sin derechos, darle también lo suyo según su medida. Del equilibrio y del respeto de los derechos de todos nace la fuerza y la gloria de las sociedades. En lo económico, en lo político, en lo social no pueden agraviarse los derechos de nadie sin que se infiera al mismo tiempo un agravio y un daño a la sociedad. Porque no se reconoció así a su tiempo hemos pasado la prueba terrible de la guerra.

Ni basta la justicia, en una sociedad cristiana, para la paz y la bienandanza social. Es precisa la caridad, el más íntimo de los lazos sociales y verdadero coronamiento de la ley de justicia social. Ella debe ser la primera virtud de nuestra época, ha dicho León XIII, porque es la que se opone diametralmente al primero de los vicios de nuestros tiempos, el egoísmo. Mientras escribimos estas líneas, recibimos otras en que se enjuicia duramente la situación del momento. Se habla en ellas de un espíritu conservador que se aferra a viejas posiciones y de un comunismo larvado que espera la hora del desquite. Habrá exageración en el juicio; si no lo fuera, es fácil predecir que los mismos pecados sociales engendran las mismas catástrofes.

«El amor de Dios no debe ser separado del amor del prójimo, os decimos con León XIII; porque todos los hombres han sido hechos partícipes de la infinita bondad de Dios y todos llevan en sí mismos el sello de su imagen y la semejanza de su ser. Hemos recibido de Dios este mandato: Que el que ama a Dios ame a su hermano. «Si alguien dijere: Yo amo a Dios, y al mismo tiempo odia a su hermano, miente» (Jn. 4, 20-21).

Hablando el mismo Papa a unos obreros franceses ponderaba los oficios sociales de la caridad, que fue en otros tiempos la que con la justicia resolvió el problema social, cuando el amor de Dios se traducía en una verdadera efusión de beneficencia pública. «Era preciso, decía el gran Papa, acercar las dos clases y establecer entre ellas un lazo religioso e indisoluble. Tal fue el oficio de la caridad. Ella creó un lazo social y le dio una fuerza y una dulzura desconocidas hasta entonces. Ella inventó, multiplicándose a sí misma, un remedio a todos los males, un consuelo a todos los dolores, y supo, por sus innumerables obras e instituciones, suscitar una noble emulación de celo, de generosidad, de abnegación. Tal fue la única solución que, en la inevitable desigualdad de las condiciones humanas, podía procurar a cada uno una situación soportable.»

No ignoramos que los Estados modernos se esfuerzan en buscar sucedáneos a la caridad cristiana. No hallarán ninguno que la supla en la amplitud y profundidad de la obra de beneficencia social; porque sólo el amor a Dios y al prójimo por Dios tienen la inventiva, la abnegación y el espíritu inmortal de continuidad que se requiere para adaptarse a la infinidad de formas que a través de la historia revistan las necesidades y miserias sociales.

5. Reforma de las costumbres públicas. Otro de los deberes de la postguerra es la reforma de las costumbres públicas. Está íntimamente relacionado con el sentido social de Dios de que os hablábamos y con el cumplimiento de los deberes de justicia y caridad social. Las épocas de mayor relajación social han sido siempre aquellas en que los hombres han prescindido de Dios, relegándolo a su cielo, y en que se han reconcentrado en su egoísmo, buscando con frenesí los bienes de la tierra, aun con daño de la justicia y caridad, para apacentar su vida en los campos de todo placer.

Tal vez podamos acusar una mejoría en punto a costumbres públicas. Ha sido demasiado rudo el golpe de la guerra, que nos ha aturdido a todos con el peso de alguna desgracia, para que no reaccionáramos socialmente en el sentido de una mayor rectitud de vida. La escasez, consecutiva a toda guerra, impone la reducción en los gastos superfluos: y los placeres son caros. La autoridad, al llenar con celo la función social de la vigilancia en cuestión de honestidad pública, ha contribuido también a la depuración de costumbres. Prensa diaria y libros perversos, sometidos a laudable censura en este punto, han dejado por hoy de ser pasto de las pasiones desenfrenadas.

Con todo, no nos hacemos grandes ilusiones en este particular. Tememos fundadamente que cuando volvamos al cauce de la vida normal reviva con toda su fuerza el hecho terrible de la pública depravación, sobre el cual decía Pío X que no cabe en las sociedades modernas ilusión posible. La razón la daba el mismo Papa: no está bastante arraigado en el corazón de las multitudes el espíritu de fe ni el amor a las costumbres verdaderamente cristianas. Y estas no se imponen por fuera, sino que brotan, como flor de árbol sano, de una conciencia formada individual y colectivamente en la Santa ley de Dios.

Fijaos en un fenómeno, amados diocesanos: los espectáculos baratos, y entre ellos contamos el cine y la playa -que ha llegado a la categoría de tal- sufren la misma relajación de los tiempos anteriores a la guerra. La misma escasez se ha convertido en pretexto para que se generalizaran unas modas de vestir que avergonzarían a nuestros antepasados. El ridículo maquillaje de nuestras elegantes, hasta de las pueblerinas, contrasta con las ruinas imponentes de la guerra y con la gravedad de la hora en que vivimos. ¿Qué ocurrirá cuando se aleje el recuerdo de las cosas terribles que hemos vivido y se normalicen con la economía general las condiciones del vivir? ¿No es de temer que, faltando el freno de las conciencias bien formadas, perdida la estima de los bienes del espíritu, metamos otra vez en honor, en la vida privada y pública -en frase de Pío X- lo que fue la vergüenza de la antigüedad pagana?

Tenemos pruebas copiosas del celo desplegado por individuos y entidades en la denuncia de gravísimas desviaciones de la pública moral. Nos permitimos excitar el de todos: sacerdotes, autoridades, padres de familia, asociaciones piadosas, y particularmente el de los organismos de Acción Católica, para que no sólo pongan freno en la medida de sus atribuciones a la pública inmoralidad, sino que trabajen en la formación de la conciencia cristiana en este punto. Harán obra de dignificación cristiana y nacional, contribuirán a la intensificación del reinado de Jesucristo entre nosotros y conservarán el tono de gravedad colectiva que corresponde al golpe rudísimo que hemos recibido y a la memoria de millares de hermanos muertos para la regeneración de nuestra querida patria.

6. Nuestros deberes políticos.-Os hemos hablado un momento de los deberes de religión, de justicia social y de caridad. Precisamente en ellos se funda el derecho y el deber, que quisiéramos inculcaros a todos, de intervenir en cuanto se refiere al bien común o a la cosa pública. En su expresión más clara -que no hemos querido usar por el descrédito de la palabra «política»-, lo decía Pío XI en un discurso a la Federación de hombres Católicos de Italia: «No podéis desinteresaros de la política, cuando política quiere decir el conjunto de los bienes comunes, por oposición a los bienes singulares y particulares». «No querer tomar parte en los negocios públicos, había dicho ya León XIII en Immortale Dei, es tan reprensible como no aportar ni cuidados ni concurso a la utilidad del común».

No digáis que la política divide; que ella fue la que partió España en dos bandos irreconciliables y que nos acarreó la guerra. Es un sofisma. La buena política no divide jamás, porque es la concurrencia de todos al bien común, aunque sea por caminos distintos. Si divide, es la división entre el bien y el mal; es la «espada» que vino Jesucristo a traer a la tierra; y esta división no importa, porque «si por miedo a ella nos abstuviéramos, las riendas del gobierno pasarían sin duda a manos de aquellos cuyas opiniones no ofrecen ciertamente grande esperanza de salvación por el Estado» (Pío XI, Litt. Peculiari). Si hubiese prevalecido en nuestro campo, siempre, el sentido de unión en lo fundamental del bien común, no hubiésemos descendido paulatinamente al campo de todas las discordias, que han tenido por remate la suprema discordia de una cruentísima guerra civil. No es hora de calificar hechos, sino de deducir deberes, «cuyo cumplimiento haría que las instituciones y leyes se conformaran a las reglas de la justicia, mientras que el espíritu y la acción bienhechora de la religión penetraría todo el edificio político» (León XIII, al Arz. de Bogotá).

«Así sucedió en los primeros tiempos de la Iglesia. De una fidelidad ejemplar para con los príncipes y de una obediencia a las leyes del Estado tan perfecta como les permitía la conciencia, los cristianos difundían por todas partes un resplandor de santidad, esforzándose en ser útiles a sus hermanos y a atraer a los demás a la sabiduría de Cristo, dispuestos, no obstante, a ceder su puesto y a morir valerosamente si no hubiesen podido, sin daño de su conciencia, conservar los honores, las magistraturas y los cargos militares. De esta manera introdujeron rápidamente las instituciones cristianas.» (León XIII, Immortale Dei).

Ni han faltado entre nosotros magníficos ejemplos de esta colaboración.

7. La conciencia católica y la acción ciudadana. -Pero para ello se requiere una condición que falla en la mayoría de los ciudadanos y que importa hoy otro deber imperioso: el de la formación de la conciencia católica en punto a la acción ciudadana.

Las doctrinas políticas y sociales han logrado en los últimos tiempos una complejidad extraordinaria en el orden científico, lo que en las aplicaciones diarias a la vida social se convierte en casuística difícil. Falta luz que ilumine las graves cuestiones que se ventilan en el terreno político-social; y de esta falta adolecen no sólo las muchedumbres, sino a veces quienes ejercen funciones de dirigentes de la cosa pública. De ello nos viene daño enorme, más de ignorancia que de intención maliciosa. Indicamos sólo unos nombres representativos de una serie de conceptos sobre los que se divaga• y se yerra en forma lamentable: Iglesia, su constitución y sus derechos; Estado, su naturaleza y límites de sus atribuciones; el derecho natural, el del Estado y el de la Iglesia en orden a la enseñanza; la enseñanza religiosa y la Iglesia; matrimonio católico y sus exigencias; el derecho de asociación; las asociaciones religiosas; la familia en orden a la Iglesia y al Estado; el poder eclesiástico y el civil y relaciones entre ambos; la Acción Católica, etc. Cierto que todas estas cuestiones tienen su aspecto científico, pero deben conjugarse diariamente en el orden político y social, lo que importa una responsabilidad moral.

Bastaba antiguamente, amados diocesanos, un somero conocimiento de la doctrina cristiana para cumplir los deberes de ciudadano y católico. Cuando no, el viejo ordenamiento de nuestra sociedad y el sentido cristiano que la informaba señalaban las normas de conducta. Hoy, no; verdades, errores y dudas han bajado a las clases populares por los mil medios de difusión del pensamiento y se han embrollado las conciencias, o han sido llevadas, como los carneros de Panurgo, a una actuación política y social previamente señalada por el índice de hierro de un poder estatal absoluto, según los pueblos, o se ha agrupado alrededor de los conductores de multitudes para su provecho político personal. Las mismas denominaciones de totalitarios y demócratas en que se dicen divididos los pueblos, ¿no implican a un tiempo una enorme confusión de ideas en el orden político-moral y la idea de las dificultades fundamentales que ofrece la constitución y régimen de los Estados?

Jesucristo iluminó todas las rutas de la vida, en el orden personal y social. Su obra es, como El, llenísima de gracia y de verdad. Y toda vez que ha querido que juntos en sociedad hagamos el camino del cielo, no querrá que en este orden andemos a tientas o a merced de conductores que puedan inferir violencia a nuestras conciencias. Nuestro deber es nutrir nuestro pensamiento de la verdad religiosa de orden político y social que, sacada del Evangelio y de la tradición, han expuesto maravillosamente los Papas en los últimos tiempos.

8. La libertad de la Iglesia.-Déjese para ello a la Iglesia en la absoluta libertad que deriva de su constitución, y téngasela en el honor altísimo que reclama su origen divino y hasta la gloriosa historia de su intervención en las humanas sociedades. Es otro deber que hemos de cumplir todos si queremos sea fecunda en toda suerte de bienes la paz lograda.

Se desconoce a la Iglesia, amados diocesanos. Se olvida que es el medio único, inventado e impuesto por el mismo Dios, no sólo para salvar las almas en el orden sobrenatural, sino para colmar las sociedades de bienandanza temporal. Tanto, que no pudiera hacerlo mejor si Dios la hubiese instituido exclusivamente para el régimen temporal de las naciones, ha dicho Pío XI. Se la desconoce y se la teme a la Iglesia, o a lo menos se la mira con recelo. Es la única razón de las persecuciones que ha sufrido, que empiezan al pie de la misma Cruz en que murió su Autor, y han continuado hasta hoy, en que hemos visto sucumbir, acometidos por un odio satánico, millares de sus ministros y de sus templos, ante nuestros mismos ojos espantados.

No es momento para hacer el recuento de los grandes bienes que la Iglesia ha producido en las sociedades humanas; pero es preciso insistir en un pensamiento que viene a ser como el nervio de la historia universal de los últimos veinte siglos: Sin la Iglesia o fuera de la Iglesia, menos aún contra la Iglesia, no se sostiene una civilización digna de este nombre.

Ni se diga que hay pueblos grandes que prescinden de la Iglesia o la tienen aherrojada. La vida de los pueblos se computa por siglos; la historia dirá de la prosperidad de las naciones que se han desgajado de su tutela o se han alzado contra ella. Podemos, por otra parte, afirmar que lo que queda de mayor vitalidad en ciertos pueblos que le son adversos, son los principios y las instituciones que en ellos entrañó la Iglesia. De uno de los grandes pueblos modernos se ha dicho con razón que, más que el brazo de hierro de sus políticos, es el espíritu de San Bonifacio el que sostiene el peso de sus legítimas glorias.

La Iglesia no ensombreció jamás ninguna de las glorias de un pueblo, antes por el contrario, dondequiera que ha ejercido su salvadora influencia, ha añadido a las leyes providenciales de orden natural la estabilidad y el fulgor de las virtudes públicas de orden sobrenatural. Ella ha hecho que Dios sea todo en todo y lo presida todo, y, repetimos, la ciudad no es verdaderamente servida si Dios no es el primer bien servido. Es que ella aplica y realiza la redención por Jesucristo, piedra única en que pueden asentarse los pueblos grandes, condición indispensable de toda civilización verdadera desde que el Apóstol promulgó la ley única del progreso, personal y social: «Crezcamos en Dios en todas las cosas, por Cristo que es nuestra cabeza» (Eph. 4, 15).

Nuestra Iglesia divina es la única institución que ha salvaguardado la independencia y la dignidad de la conciencia humana y que la ha regulado en forma precisa e infalible para la consecución de los fines temporal y eterno. Y esto es la garantía más firme de toda sociedad. No puede haber autoridad humana sin fundarse en la divina. La historia nos dice que las prescripciones del derecho natural nunca han sido bastantes, si no han sido reforzadas por una obligación religiosa, para dar vida larga y digna a los pueblos. Y la Iglesia ha fundado las conciencias sobre el resorte de Dios y de su ley, poniendo así la base más firme de las sociedades. No son los acorazados ni los cañones los que hacen fuertes a los pueblos, sino este vínculo espiritual que lo aglutina todo alrededor de Dios y de las grandes cosas que ha puesto Dios como soporte de las sociedades humanas.

La Iglesia afirma la supremacía del espíritu sobre la materia, pone un freno a las ambiciones humanas, sostiene sobre la cabeza del delincuente, aun en la soledad de la conciencia, la espada de una justicia divina que jamás se frustra. Ella impone en el mundo el imperio de la verdad, contra la mentira, personal u organizada, que es la que trastorna a los pueblos. Para ella el poder constituido es intangible, asegurando con ello la estabilidad política a las naciones. Pone la caridad como atmósfera social que lo dulcifica y armoniza todo.

Misión capital de la Iglesia en el curso de los siglos ha sido «proteger la inteligencia humana contra sus propios errores, impidiendo al espíritu del hombre que se destruya a sí mismo», decían en un manifiesto los intelectuales franceses al fin de la gran guerra; y, como quiera que los dogmas sólidos hacen los pueblos fuertes, la Iglesia, al asentar la vida de las sociedades sobre el bloque granítico de su doctrina, las ha dado una conciencia de eternidad que no pueden alterar más que el error y el mal, libremente admitidos por el pueblo o sus gobernantes; porque para dar a los pueblos vida copiosa y larga es por lo que vino Jesucristo al mundo, decimos imitando su palabra divina.

Pero, sobre todo, la Iglesia mantiene en el mundo el fermento de la vida sobrenatural, que robustece todo elemento natural del hombre y de la sociedad y que lo levanta todo a un plano divino, de fuerza, orden y esplendor, que jamás pudieron soñar los utopistas, ni pudo verse realizado en las viejas civilizaciones como se vio, a lo menos en parte, en el medio evo de nuestra Europa.

Por esto pudo el Papa actual decir en ocasión solemne que «la sociedad política se mutilaría a sí misma y dejaría de llenar su cometido en la medida misma en que, viviendo separada de la Iglesia, o lo que sería peor, contrariando la acción de la Iglesia, renunciase a beneficiarse de la plenitud de gracia y de verdad que el Salvador ha hecho refluir sobre su Esposa, porque ella desviaría a sus miembros de los fines supremos a los que debe subordinarse necesariamente toda actividad humana». (Carta a la Sem. Soc. de Reims).

Amad entrañablemente a la santa Iglesia, amados diocesanos. Jesucristo nuestro Dios quiso que naciera de su costado al morir clavado en Cruz, para hacerla Madre espiritual del mundo. Es, efectivamente, la Madre de las más espléndidas civilizaciones; la educadora de los pueblos; la que ha dado su elevación a nuestra vieja Europa; la que en el orden individual nos prodiga sus consuelos y nutre nuestras esperanzas.

Cuanto a España, ha llegado a ser lo que es porque ha sido hija de la Iglesia. Hemos llegado a punto de morir cuando manos temerarias y sacrílegas han intentado estrangularla entre nosotros. Si nos hemos salvado ha sido precisamente por el vigor que en el espíritu nacional había ella dejado escondido durante siglos de actuación entre nosotros. No seguiríamos nuestra historia el día en que pretendiéramos separarnos de la que espiritualmente nos dio a luz y nos nutrió durante siglos.

9. Amor y gratitud al Sacerdote.-Con la Iglesia, amad a sus Sacerdotes. Si lo hacéis así, no se truncará esta unión íntima del pueblo español con la Iglesia. La Iglesia viva y operante, amados diocesanos, está representada entre vosotros por el sacerdocio, por vuestro Cura, que es «el hombre de Dios», el ministro de la religión, el padre espiritual de vuestras almas. Y este Cura,• el Sacerdote español, ha sido perseguido y matado en nuestro país, en cantidad y forma que no conocieron en ningún otro los pasados siglos. Ha sido un conato infernal de extirpación de la Iglesia entre vosotros.

Pero yo os digo que esta sangre de hombres consagrados que ha regado nuestra tierra será una nueva prenda del amor que les profeséis en lo futuro. Al odio de los malvados que asesinaron a nuestros Sacerdotes responderá un amor más fuerte por parte de nuestro pueblo. Es obvia la razón, si no se invierten aquí las leyes de la humana psicología. Amor con amor se paga; y el amor de vuestros Sacerdotes ha llegado al extremo del amor, que es dar generosamente la sangre por el amado. Por vosotros la han dado en el momento trágico de su muerte, como os habían dado gota a gota su vida para vuestra santificación. Más; los héroes arrastraron siempre tras sí pensamiento y corazón de las multitudes; y el heroísmo colectivo de nuestros Sacerdotes mártires es caso único en la historia.

¡Tremendo contraste el que se nos ha ofrecido en el espacio de meses! En Julio de 1936 empezaba la matanza horrible de nuestros pobres Sacerdotes, que murieron muchas veces en el mayor desamparo; ni los suyos quisieron recibirles cuando quisieron salvar sus vidas. Y meses después, al ser liberadas las parroquias, eran los sobrevivientes recibidos con júbilo, mientras empezaba el clamor de angustia con que autoridades y pueblo donde el Cura fue sacrificado nos piden Sacerdote, como jamás se pidió el socorro de una necesidad colectiva. «Mándennos Sacerdote a cualquier precio que sea», nos dicen los feligreses de una parroquia. Es frase vulgar y sublime, porque es forma plebeya de pedir que revela una necesidad profunda del espíritu humano y cristiano.

¡Qué pena profunda para un Pastor, amados diocesanos, carecer de colaboradores para dar a todos el pasto espiritual! Dejad que hagamos el recuento de nuestras necesidades diocesanas, para aumentar en vosotros, hijos del pueblo, el amor y hambre de vuestro cura y de su gestión, y en vosotros, queridos colaboradores, el ansia de multiplicaros para la edificación de nuestra Iglesia de Toledo. Tal vez ello determine una corriente de caridad que de otras Diócesis venga a socorrer la nuestra. He aquí una tabla con los Arciprestazgos y en cada uno de ellos el número de parroquias y de feligreses que carecen de servicio religioso permanente:

Arciprestazgos

Núm. de Parroquias

Núm. de feligreses

Alcaraz 5 7.600
Brihuega 17 6.531
Cazorla 5 13.016
Elche de la Sierra 2 4.100
Guadalajara 19 12.003
Guadalupe 7 6.492
Huescar 4 2.998
La Mancha 7 11.871
Ocaña 2 1.300
Pastrana 18 13.719
Puebla de Alcocer 10 10.996
Puente del Arzobispo 12 14.786
La Sagra 11 9.202
Talavera de la Reina 12 14.784
Tamajón 23 6.871
Toledo 8 10.944
Torrijos-Escalona 10 11.549

Total 172 parroquias sin cura, con 158.762 diocesanos sin servicio religioso permanente. Es decir, casi la mitad de las parroquias de la Diócesis, con más de la cuarta parte de diocesanos que no tienen cura.

Países serranos, como el arciprestazgo de Tamajón, que de 26 parroquias tiene 23 sin sacerdote, y tierras dilatadas y llanas como La Mancha, con pueblos de feligresías nutridas, donde solo tienen cura 9 de las 16 parroquias. Unas pobladísimas, como Villarrobledo, con 22.000 feligreses; Mora, con 12.000, y otras con varios millares, con un sacerdote, a lo más dos. Muchos curas con tres o cuatro parroquias, situadas a grandes distancias, alguno con más.

Añádase el hecho de que la revolución nos ha matado la flor de la juventud sacerdotal; que las necesidades de Catedral, Curia y Seminario retienen a un buen número; que han quedado mermados sobre manera los cuadros de teólogos y filósofos en nuestro Seminario y que la muerte ha de abrir nuevos huecos en nuestras filas, que no serán compensados por nuevos sacerdotes; y decidnos si nuestra alma de Pastor no ha de sentirse abrumada por la tremenda desgracia.

Casi estamos como en tierra de misiones, venerables sacerdotes y amadísimos diocesanos. La un tiempo opulenta Toledo, que contaba por millares los sacerdotes seculares y religiosos, se ve hoy reducida como jamás pudo soñarse, con poco más de 200 sacerdotes útiles para ministerios en general, y para el de la cura de almas, descontados los que precisa la Curia, Seminario y otras atenciones imprescindibles, unos 160, en un territorio vastísimo de 28.000 kilómetros cuadrados, con un promedio de 4.000 almas para cada sacerdote, diseminadas a largas distancias, a veces con difíciles vías de comunicación.

¡"Parvuli petierunt panem, et non erat qui frangeret eis"! ¡Cuántas veces ha repetido nuestro corazón apenado la tremenda frase del Profeta! Gente sencilla, que siente el hambre de Dios y que no tiene el hombre de Dios que le reparta el pan de la palabra y de la gracia, consuelo y esperanza de esta vida, alma de nuestra civilización y medio único de lograr los eternos destinos!

10. Nuestros deberes sacerdotales.-Ello nos mueve a terminar esta Carta, ya demasiado extensa, con una cálida exhortación a nuestros sacerdotes y al laicato de nuestras Diócesis.

Sacerdotes carísimos: Quisiéramos que os convencierais de que nos hallarnos en un momento culminante de nuestra vida sacerdotal y de la vida religiosa de nuestro país. Cuanto a éste, nos aterra el pensar que nuestro pueblo pueda acostumbrarse a vivir sin sacerdote, que a la larga lleva el vivir sin Dios. El miedo del sacerdote asesinado, que acosa a nuestros pueblos con el estímulo de un crimen social que quiere purgarse; la emulación por la suerte de los pueblos vecinos que gozan del servicio directo del sacerdote; la reacción en el sentido de Dios que ha producido la catástrofe de la guerra; el ansia natural de las almas buenas, que con la falta de cura sienten como una mutilación profunda de su vida: todo ello son factores que sostienen el hambre de sacerdote en nuestras parroquias. Si no vienen sacerdotes a ayudarnos en la ruda tarea; y aun viniendo, si no multiplicamos nuestro esfuerzo, Nos temernos fundadamente que el sentido religioso del país sufra un colapso que difícilmente tendría remedio si el mal se prolonga algunos lustros.

No olvidemos que los tres años de ocupación marxista han barrenado la fe y las costumbres cristianas del país y que, pocos como somos, debemos trabajar en campo más árido y lleno de espinas que antes de la guerra. Apena ver que el cumplimiento de los santos mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia no es lo que era de esperar después de la tremenda lección recibida. Hay parroquias donde apenas el cinco por ciento de los hombres y no más del veinte por ciento de las mujeres cumplen con el precepto de la Santa Misa; ni es mucho mayor el porcentaje respecto al precepto de la confesión y comunión pascual.

Hagámonos dignos de nuestros hermanos mártires, queridos sacerdotes. Nos han conquistado con su sangre un prestigio que no podríamos malograr sin hacernos reos de gravísima culpa ante Dios y los hombres. Nos confiamos que la sangre sacerdotal, tan pródiga, tan heroicamente derramada en nuestra Archidiócesis, no sólo será semilla de nuevos sacerdotes, sino que vigorizará la actuación de los sobrevivientes. Vindiquemos el precio de esta sangre haciendo con nuestro esfuerzo que caiga en caridad, como lluvia fecunda, sobre la tierra ingrata que un día malhadado no pudo soportar su presencia. Ellos desde el cielo, como Jesús desde el monte: y nosotros remando en el mar de la vida, llevemos a Dios las almas; las que cuidaron ellos quedan desde ahora a nuestros cuidados.

La Iglesia ha aportado todo el peso de su prestigio, puesto al servicio de la verdad y de la justicia, para el triunfo de la causa nacional. Esta causa no está liquidada con el triunfo de las armas, que no han hecho más que restablecer la justicia pública por medio de la fuerza. Ningún español será digno de su nombre si no trabaja con todo su esfuerzo, en el orden y grado social que le corresponda, para el triunfo definitivo de lo que llamaríamos justicia fundamental de la patria, que es la del espíritu. Menos lo seríamos nosotros, porque España se ha batido en la gran contienda por los principios religiosos, de que somos heraldos; y más aún porque no sería posible la reconstrucción de nuestro país sin la base religiosa que descansa sobre la acción sacerdotal.

Dijo Gibbons que el edificio de Europa ha sido construido por los Obispos, es decir, por el sacerdocio católico. Más que de ninguna nación puede decirse ello de España, cuya alma hemos trabajado con tenacidad heroica durante siglos. Seamos fieles a nuestra misión. No perdamos el espíritu de conquista, ni consintamos caiga el cetro de nuestro poder espiritual en manos de los enemigos de Dios y de España, el socialismo y el comunismo, que casi se adueñaron de lo que costó siglos de esfuerzo. En nuestros tiempos de actividad febril no es lícito quedar parados o en retraso. El enemigo -lo vemos apuntar por muchos sitios- ni se da por vencido ni ceja en su empeño de triunfar de Dios y de nuestra España.

Seamos sacerdotes "usquequaque", de cabo a cabo: más sacerdotes que nunca; con el pensamiento lleno de verdad, sobre todo sacerdotal; con el alma encendida por el celo; «fundados y radicados en la caridad de Cristo», de quien somos coadjutores y que nos ha confiado el fruto de su Sangre bendita en la tierra y en el tiempo en que vivimos.

Tengamos presente que somos los responsables de la salvación de la Iglesia y de la sociedad: de la Iglesia, que ha puesto en nuestras manos todos los recursos de su vida y la continuación de su obra específica, que es la aplicación de la Redención de Cristo; de la sociedad, que si no vive de nuestro espíritu morirá sin remedio, porque en el orden social, como en el personal, «sin Cristo no se puede hacer nada» en orden a los destinos eternos. Hasta la felicidad temporal de los pueblos ha querido Dios vincular a la acción sacerdotal, que es la que mantiene los sarmientos de los pueblos unidos a la vid, Cristo.

Vigilad todas las encrucijadas de la vida, en el coto donde ejerzáis vuestros ministerios, para verter en ella, en todas sus articulaciones, la sangre salvadora de Jesús, en esa transfusión de la vida divina al mundo que nos ha confiado la Iglesia.

Haced parroquia, venerables curas. De nadie podrá decirse mejor que de vosotros la frase del Samaritano al hospedero al entregarle el cuerpo maltrecho del pobre viajero: Curam illius habe. El Samaritano es Jesús, o es el Obispo que ha sido puesto por su Espíritu para regir la Iglesia; vosotros sois los rectores de esta hospedería en la que se figura la Iglesia; y los pobres enfermos -¡hay tantos en todas partes, víctimas de toda dolencia!- son las almas de vuestros feligreses, que están bajo vuestra responsabilidad pastoral. Curadlas, haciendo vuestro oficio de «curas». Jesucristo os pagará con el doble denario del gozo del deber cumplido y del peso ingente de gloria que tiene reservada a quienes administran bien su verdad y su gracia.

Hagamos Seminario, todos. Lo tenemos maltrecho, en su fábrica; en el cuadro de sus profesores, catorce de los cuales, flor de la Diócesis, fueron vilmente asesinados; en el número de sus alumnos mayores, que ha sufrido gran merma por los azares de la guerra; la misma disciplina ha de resentirse forzosamente del desconcierto material en que han quedado los edificios. En un momento hemos visto desvanecidas las ilusiones que pudimos forjarnos a raíz de nuestra Semana pro Seminario. Queremos que persista su espíritu y el pensamiento que la informó. Para ello volveremos sobre este punto así que lo aconsejen las circunstancias. Entre tanto, pensad que el Seminario es el corazón de la Diócesis, la pupila de nuestros ojos, la esperanza más firme de la vida religiosa en el país. La responsabilidad del Seminario pesa sobre todos.

Seamos los predicadores de la verdad -"cooperatores veritatis"- de toda la verdad, a todos los hombres, en todas las formas que nos brinden nuestros complejos ministerios. Predicad el Evangelio, enseñad el catecismo, revalorizad los conceptos de la Liturgia, inmenso tesoro de verdad que no hemos sabido interpretar a nuestro pueblo cristiano. Y ello en el púlpito, en los escaños de la parroquia; en el confesonario, a la cabecera del enfermo, en estas horas de dulce contacto con las familias, cuando pasan gozos o penas.

Más, queridos sacerdotes: no os será difícil hacer penetrar en el pensamiento y en la práctica de la vida social, con la inteligente prudencia que os dictará vuestro celo, los principios de un civismo católico que, derivando espontáneamente de la doctrina cristiana, lleven su savia hasta la médula de la vida colectiva. Sin hacer política, que no es nuestro oficio, pero impregnándolo todo del espíritu cristiano. Familia, enseñanza, trabajo, asociaciones, prensa, todo ha sido o puede ser manejado por la política y todo puede orientarse contra nosotros; tal vez hayamos estado ausentes en el terreno doctrinal de estos y otros temas, que hoy son vulgares y de manejo diario, y ha prevalecido sobre ellos un criterio contrario a los intereses del espíritu cristiano. Más que la prensa y el libro y la tribuna, nosotros, en contacto íntimo con el pueblo, debiésemos ser los forjadores de la legítima opinión sobre estas grandes cuestiones. Insistiremos sobre estos puntos del magisterio sacerdotal, dando nueva vida a nuestra cara institución del Magisterio eclesiástico. La política más alta es la del celo sacerdotal, porque es la única que pone el pensamiento del hombre en contacto con Dios, que ilumina con plenitud todos los problemas de la vida: es el lema del Apóstol: «Enseñamos a todo hombre toda doctrina, para que el hombre sea perfecto en Cristo Jesús» (Col. l, 28).

Que no os quebrante la veleidad ni el desamor de los pueblos. Hombres y naciones oscilan siempre, acercándose a Dios o apartándose de El: en todo trance deberemos realizar la frase del Apóstol, tan plenamente sacerdotal: «Ego autem libentissime impendam, et superimpendar ipse pro animabus vestris:» (II Cor. 12. 15) «Y yo gustosísimamente gastaré todo y a mí mismo me consumiré por vuestras almas».

Y si el pueblo nos desdeña o no nos comprende o llega a odiarnos, recordemos el otro principio paulino: Licet vos diligens minus diligar: (II Cor. 12; 15) «Aunque amándoos yo dejéis vosotros de amarme», seguiré trabajando para llevaros al cielo.

Mantengamos alto nuestro prestigio, amados sacerdotes, en todo orden, en la ejemplaridad de vida, en el trabajo, en la ciencia y en la piedad. Es el nuestro el mayor y el más eficaz prestigio social, porque es el de los principios que encarnamos y que son los valores más positivos de la sociedad. El Crisóstomo tiene una sentencia terrible que como puede ser un anatema contra un sacerdocio indigno, así puede ser execración para el pueblo que nos desprecie; «Donde se vilipendia al sacerdote o se conculca la dignidad sacerdotal, dice, allí se "violan las leyes y se subvierte la justicia».

11. Deberes del laicato.-Para terminar, van unas palabras para vosotros, queridos diocesanos seglares. También los rangos del laicato se han colocado entre nosotros a gran altura; a la que correspondía a la densidad de fe y de piedad que todavía se conserva aquí. Es una resta tremenda de selectos la que hemos sufrido; pero, porque creemos en la fecundidad de la sangre derramada por las causas justas, confiamos en el resurgir del espíritu cristiano en nuestra jurisdicción. Ayudarán a ello, con la intercesión de nuestros mártires unas sencillas reflexiones.

Hay que extirpar, ante todo, la absurda ignorancia religiosa del país. La calificamos de absurda, porque no cabe en un país cristiano que se ignore a Cristo y su religión como entre nosotros. Lo que se ignora no se ama; si es un precepto o una forma de vida, no se practica. Así se explica la absoluta indiferencia de muchos en materia religiosa y la vida arreligiosa, cuando no impía, de no pocos. No se ha perdido el contacto con Jesucristo nuestro Dios; porque todavía bautizamos a los infantes, y damos la primera comunión a los jóvenes, y casamos a los adultos y damos tierra sagrada a nuestros muertos. Pero, entre la Cruz que se traza al nacer sobre la frente del neófito y la que se dibuja sobre el féretro o la sepultura, apenas si dan muchos una palpitación de vida cristiana.

La culpa es de todos, de los padres, de los maestros, de los mismos sacerdotes, poniéndonos a Nos en el primer rango de responsabilidad. La culpa es de la desestima social en que se tiene la religión; de la atonía de espíritu, que es el peor mal de un pueblo; de la falta de contacto del alma de las multitudes con el vasto sistema de tantas cosas populares de religión como nos dejó la Iglesia y el espíritu de nuestros antepasados. La culpa es del mismo género de vida o de trabajo que han de llevar millares de nuestros diocesanos: la infracción del descanso dominical y el régimen de cortijales en algunas regiones implican la falta de contacto con el sacerdote y la vida religiosa. Si a ello se añade la acción tenaz de una propaganda impía llevada sabiamente en los últimos años, se comprenderá la escasísima densidad doctrinal de nuestro pueblo en el orden religioso.

Hay que convencernos de lo que llamaríamos valor civil del catecismo: porque si es mal gravísimo, en orden a la consecución de los eternos destinos, ignorar la verdad religiosa, no lo es menos en el orden social el hecho de que se ignoren un dogma y una ley que son los únicos que pueden poner freno, a los dirigentes y a las masas. Nos no concebimos la monstruosidad inmensa en forma y volumen, de los crímenes cometidos durante la revolución última sin que primero se hubiesen vaciado las almas de toda noción justa de la religión o se las haya llenado de prejuicios y errores sobre la misma religión y sus cosas. He aquí porque clamamos, ante todo, para que venga otra vez sobre nuestro pueblo el espíritu de verdad. Para ello reclamamos un esfuerzo ímprobo de quienes estamos llamados a difundirla.

Hay otro mal grave en nuestra vida social. Hay quien conoce la religión, y no la vive. Nuestro sistema de verdad religiosa no es una montura filosófica para deleite del pensamiento, sino que es una vida. De las alturas del pensamiento debe bajar al gobierno de nuestros actos según sus dictados. «Vana es la religión de quien no refrena su lengua», dice el apóstol. Igual podemos decir de quienes, en frase del Evangelio, «dicen y no hacen»: dicen, porque saben; pero carecen de la ciencia cristiana de verdad, que es la de vivir en cristiano. Los principios religiosos deben ser normativos de la vida o no tienen valor ninguno en orden al fin por que se nos dictaron por Dios: como el buque tiene su cofa desde donde se oriente su ruta, so pena de estrellarse, así ocurre con la verdad religiosa: es mayor ruina para quienes no quieren seguirla.

Otro mal es el de los cristianos que se desdoblan. Son dos hombres en uno; con dos medidas, con dos conductas, para el campo o la ciudad, el casino o la familia, las funciones privadas o públicas, el ciudadano o el político. Desconocen que la vida cristiana es por su naturaleza integral y homogénea. No saben que si a algo es aplicable el totalitarismo es en la profesión de vida cristiana, que debe regirse por el lema de San Pablo: Omnia in omnibus Christus. Cristo debe serlo todo en todo.

Y otro, por fin, es el de quienes minimizan la religión en su vida, reduciéndola a la categoría de un adorno, de un bien parecer, de una costumbre laudable, o recortando de la verdad y de la ley lo que no se ajusta a su conveniencia o capricho.

12. La voz de nuestros muertos.-Amadísimos diocesanos: todo esto no sirve, o sirve poco, para la reconstrucción de la sociedad cristiana que todos anhelamos en esta hora en que queremos emprender la ruta definitiva de una nueva España. Partimos de la base de que ésta será católica o no será. Si no es católica, no será la que fue. Insistimos en el valor de magisterio y de vida de los muertos: no son estos un poco de polvo mezclado con la tierra que nos sostiene, sino que son el alma de nuestra historia. Y para seguirla con el mismo aliento cristiano con que la forjaron, estos millares de muertos levantan hoy sus voces trágicas, desde la tierra arada por la metralla, de los muros cuarteados de nuestras ciudades o de las prisiones y checas en que sufrieron la tortura, y nos dicen:

«Hermanos de religión y patria: Hay que rehacer, para salvar el espíritu, el alma católica de las multitudes».

«Hay que repoblar el suelo patrio de caracteres robustos, con la robustez que únicamente pueden dar los principios católicos, que ignoren el arte de orientarse a todo viento, cosa que perturba las conciencias de los sencillos y causa gravísimo daño a la sociedad».

«Hay que reivindicar el derecho a la sobrevivencia y al predominio de las ideas que han triunfado en la tremenda guerra; y estas no son de acomodo, ni consienten el recambio. Lo más fuerte y sustantivo, porque es lo que brotó más espontáneamente del alma popular, es todo el conjunto de cosas que se contiene en la palabra «Religión». Diga lo que quiera el clamor internacional, en España sabemos que se ha hecho una Cruzada, y que el signo que mejor califica el tremendo hecho es la Cruz» «Quienes mantuvimos la fe en los días del Alcázar, sabemos bien que nuestra fortaleza viene de Dios», ha dicho un General invicto en una ocasión solemne.

«Hay que elevar el nivel intelectual de los hombres de selección, llenándolos de la verdad divina, no solo en lo estrictamente religioso, sino en todos los aspectos de la vida que se rozan con la religión y pueden recibir el influjo de ella. No se daría el caso de que verdaderas capacidades en su profesión, llamados por ello al régimen político de la sociedad, ignoraran la verdad católica sobre puntos capitales del pensamiento moderno. Las iniciativas de la Iglesia y de los católicos, tienen aquí ancho campo en que ejercitarse».

«Hay que devolver a la sociedad su rango, que han envilecido las ideas, villanas y perversas, de las falsas democracias. Y esto sólo se logrará cuando la ideología católica haya penetrado la esencia de estas grandes cosas que integran la vida social: Estado y pueblo, autoridad y obediencia, propiedad y trabajo, el poder y su ejercicio. La revolución lo ha adulterado y desquiciado todo, y si se la quiere vencer no hay más remedio que reconstruirlo todo según las exigencias de la filosofía cristiana y de la revelación, y sobre todo subordinarlo a la ley divina, que es la única que lo eleva y ajusta todo».

«Y como la unión es la fuerza, y los tiempos exigen el sincronismo y la identidad del esfuerzo, hay que procurar la convergencia de todos en los puntos incontrovertibles de la doctrina católica. Hijos de la Iglesia, antes que todo y por encima de todo, no debe faltar el concurso de nadie que se precie de católico en cuanto se refiera a la recristianización de nuestra vida social.»

Como última palabra y advertencia suprema, estos millares de muertos que levantan hoy sus voces trágicas nos dicen: «Procurad, hermanos católicos y españoles, la instauración definitiva del reinado de Jesucristo en España. No quita poderes quien es el origen fontal de todo poder. Ni puede venir daño alguno de quien bajó del cielo para colmarnos de todo bien, en el tiempo y en la eternidad. Millares de nosotros hemos dado la vida pronunciando al morir vítores al Rey inmortal de los siglos. Poned su nombre y su ley como fundamento y remate de la vida social. Que El extienda sus manos benditas sobre todo y lo vivifique todo con sus influencias divinas, y nada podrán los poderes adversos contra la España rediviva».

Hemos trazado sin quererlo, amados diocesanos, un esbozo de Acción Católica, exigencia fundamental de nuestros tiempos, de la que nos propusimos hablaros al comenzar esta Carta, dejándolo para ocasión más propicia.

Antes de dar fin a esta carta pastoral no podemos menos de desahogar nuestro corazón de sacerdote invitándoos a todos vosotros, mis queridos diocesanos, a la realización de una obra expiatoria en la que pongáis todo vuestro amor y todos vuestros anhelos de reconstrucción y reparación de cuanto arruinó y profanó la mano sacrílega de los enemigos de Dios.

En la capital de nuestra Archidiócesis en las fértiles vegas que riegan las aguas del Tajo, en la explanada de la antigua Basílica de Santa Leocadia, donde se venera el Santísimo Cristo de la Vega, fue erigido por iniciativa e impulso apostólico de nuestro venerable Hermano y predecesor en esta Sede, el Emmo. Sr. Cardenal Segura, un magnífico Monumento al Sagrado Corazón de Jesús, que fue presto centro de atracción de la piedad de Toledo y de otros pueblos de la Diócesis, que organizaron peregrinaciones para visitarlo y celebrar en la cripta abierta debajo del Monumento fervorosos actos de amor y expiación al Corazón divino. En él se fijaron también los enemigos de Dios, durante su dominación en nuestra ciudad; pero fue para poner en él sus manos sacrílegas derribando con odio satánico la imagen desde lo alto de su pedestal, la cual al caer causó algunos desperfectos en el Monumento, quedando la misma despedazada, menos la cabeza que resultó intacta; lo que no deja de ser admirable, pues los que allí fueron con ansias de sacrílega destrucción, eran sin duda los mismos que tantas otras imágenes de Jesús y de la Virgen mutilaron en nuestra misma ciudad. La predicha cabeza de la imagen viene siendo desde entonces objeto de veneración especial de los fieles, muchos de los cuales rezan devotamente ante ella el pío ejercicio de los primeros viernes y otras devociones.

Pero vivimos ya, gracias a Dios, en nuestra Patria días de paz y ha llegado la hora de pensar en reparar la ofensa y el sacrilegio cometidos. Es necesario reconstruir la imagen del Divino Corazón; conservando en la nueva estatua la cabeza prodigiosamente salvada y que reviste ya carácter de verdadera reliquia. Hay que reparar el Monumento y ultimar algún detalle del antiguo proyecto que quedó sin rematar. Hemos de celebrar, con el favor de Dios, una gran fiesta expiatoria en la que sea más fuerte nuestro amor al ensalzar el Corazón Divino, que lo fuera el odio de los sicarios al derribarlo de su trono de amor.

Para la realización de todo eso nombraremos oportunamente una Junta o Comisión de la que recibiréis detalladas instrucciones. Por hoy solamente nos hemos propuesto llamar vuestra atención hacia una obra que en nuestra Diócesis la consideramos como símbolo, cifra y compendio de cuanto venimos diciéndoos en esta carta pastoral sobre la obra restauradora de nuestra vida religiosa.

El Corazón Divino de Jesús os bendiga y prenda de su bendición sea la que os damos de todo corazón en el nombre del Pa+dre, y del Hi+jo, y del Espíritu+Santo.

De nuestro Palacio Arzobispal, a 8 de agosto de 1939.

+ ISIDRO, Card. Gomá y Tomás,

Arzobispo de Toledo

A. A. de Cuenca


Fuente: "Por Dios y por España". Pastorales,instrucciones,discursos, etc. 1936-1939, del Excmo sr. D. Isidro Gomá y Tomás, cardenal-arzobispo de Toledo. Barcelona, 1940