Contra la marea: 22

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Contra la marea
de Alberto del Solar
Capítulo XXII

Capítulo XXII

¿Qué había sido de Miguel Viturbe entretanto? Lo de siempre. Dedicado por completo a su vida favorita, la del ocioso mundano, veíasele únicamente en los teatros, en los paseos y en los clubes.

A pertenecer a uno de estos últimos había sido arrastrado también Rodolfo un buen día por su amigo Jorge, de modo que, a su vez, comenzó a mezclarse con los jóvenes que frecuentaban más íntimamente el trato de Viturbe. Se encontraron, pues, ambos rivales allí en dos o tres ocasiones. No se saludaron.

Un día de aquel año -era la estación de invierno-, cierto encargo incidental de Lucía, de los muchos que por el estilo solía hacer a Rodolfo cuando se trataba de sus intereses, dio a éste ocasión de ver y juzgar más de cerca de cuánto era capaz en materia de villanías el renombrado Miguel, conocido en la sociedad tan sólo por sus prendas exteriores y por la engañosa apariencia tras de la cual encubría sus defectos.

Había llovido terriblemente aquel invierno. El espléndido edificio de El Ombú sufrió desperfectos de consideración, ocasionados por los grandes temporales. Se trataba, pues, de dar cuenta a Lucía de la mayor o menor importancia de esos desperfectos, con el fin de hacer las reparaciones del caso lo más pronto posible, para lo cual, una tarde, no habiéndolo podido hacer de mañana, se trasladó Montiano, solo, a la posesión de Levaresa.

Era la hora de la puesta del sol cuando llegó allí. El campo pareciole mustio, desolado; la lluvia había caído sin cesar; inmensos lodazales cubrían el camino que conducía de la estación a la propiedad. El pueblo estaba desierto. Los árboles, despojados de sus hojas, destilaban gotas de agua que caían, desprendidas, una a una. ¡Por todas partes soledad, tristeza, silencio!

Cuando se detuvo Rodolfo frente a la mansión de Lucía salieron los cuidadores a recibirlo. Examinó detenidamente lo que había que ver, en lo cual empleó más de media hora, y se disponía a retirarse para regresar, cuando divisó a lo lejos la casita blanca de Rosa la lavandera; solitaria enmedio del paisaje descarnado; triste, mustia también como todo lo que la rodeaba.

Le vino entonces la idea de visitarla antes de partir. No había visto a sus moradores desde algún tiempo atrás; pues durante el verano anterior, como se recordará, sólo había ido de paso, y con cortos intervalos, a la posesión de Levaresa.

Obscurecía ya cuando tomó esta determinación. Su propósito era únicamente saludar a la pobre familia y tomar enseguida el primer tren de regreso a la capital. Ordenó, pues, a su cochero que lo aguardase y se encaminó a pie hacia la choza.

Al aproximarse llamole la atención el silencio que reinaba en su interior. No se oía el menor ruido. Al través de la ventanilla brillaba tan sólo la luz pálida de un pequeño farol colgado a la pared.

Golpeó. Una voz le respondió desde adentro.

-Soy yo, amigos míos -dijo Montiano-, don Rodolfo, que quiere saludarlos.

Sintió entonces el visitante algo como el ruido de una silla que se removía sobre el pavimento; luego el choque de una palmada repetida dos o tres veces, al mismo tiempo que el eco de la voz de la madre de Rosa que decía:

-¡Ninna, Ninna, la puerta!

Pareció extraño a Rodolfo que fuese una de las pequeñuelas y no la madre de Rosa misma quien saliera a recibirlo.

Pronto debía tener su explicación esta anormalidad...

La niñita acudió al umbral; corrió el cerrojo y dio entrada a Montiano.

-¿Cómo lo pasan ustedes? -preguntó éste cariñosamente. Y antes de que la niña tuviera tiempo para contestar, añadió:

-¿Y tu mamá? ¿Y tu hermana Rosa? No las veo a tu alrededor.

Ninna, la chicuela de diez a doce años, contestó:

-Mamá está muy enferma, en el cuarto del lado, y Rosa, se fue.

-¡Se fue! Y ¿cuándo? -preguntó Rodolfo con la mayor sorpresa.

-Salió de aquí una noche y no volvió ya más.

- Explícate bien, niña, insistió el joven. Dices que salió una noche; pero ¿a qué salió? ¿Iba sola o acompañada? Explícate.

La niña con el semblante cándido y la voz triste hizo entonces la siguiente relación:

-Hace ya unos quince días, durante toda la tarde Rosa había estado muy callada. Mamá quería saber por qué. Ella no respondía sino que la abrazaba y lloraba.

-¿Y por qué lloraba? -interrumpió Rodolfo.

-Rosa no decía por qué.

-Prosigue.

-Comimos aquí, adentro, porque la tarde era obscura para llevar la mesa debajo del ombú.

-¿Y Rosa comió con ustedes?

-Sí, pero no quiso probar nada, y cuando acabamos abrazó muchas veces a la mamá llorando siempre. Mamá estaba agitada. ¡Daba pena verla! Tenía los ojos llenos de unas miradas muy tristes. Parecía que, además, sentía miedo, porque preguntaba a cada momento si no oíamos pasos afuera si no veíamos a nadie. Había tormenta. Era ya de noche cuando notamos que no estaba Rosa. Llovía mucho.

-¿Y ustedes no la vieron salir?

-No, señor, pero luego la echamos de menos. Cuando pasaron varios minutos y mamá y nosotros vimos que no volvía, salimos todos a buscarla, pues la creíamos en El Ombú.

-Bien, interrumpió Rodolfo impaciente; la creían en El Ombú y ¿no estaba allí?

-No estaba allí; ni en el bajo, ni cerca del parque de lo de Levaresa, ni cerca de lo de Viturbe, adonde también iba a veces...

-¿Acostumbraba ir, dices?

-Sí, señor.

-¿Y nada han sabido desde entonces sobre el paradero de la joven?

-Nada.

-¿Y dices, también, que tu madre está ahora enferma en el cuarto siguiente?

-Enferma, sí, señor.

Rodolfo pasó a la pieza indicada.

Estaba allí en efecto la enferma, con el semblante pálido y descompuesto, el cabello sin peinar y los ojos enrojecidos.

-¡Pobre mujer! -díjole compasivamente Montiano al entrar-. Comprendo su dolor; pero puede ser que el caso tenga aún remedio.

La madre movió tristemente la cabeza.

-No volverá, señor, no volverá; contestó. La conozco. ¡Malvada! Se ha ido por su voluntad. Hace tiempo que vivía inquieta; yo sospechaba algo; pero nunca la verdad.

-Luego usted atribuye la desaparición de su hija...

-A una fuga, señor; fuga voluntaria.

-¿Y en qué funda usted esa creencia?

-En que no trabajaba, señor, como antes; en que sólo pensaba en ir al pueblo; en que se preocupaba demasiado de los trajes de las señoras a quienes veía; en que le gustaba demorarse en la misa los domingos, no para rezar, sino para quedarse atrás; en que se había amistado con una costurera de mala fama del pueblo, la cual le hizo dos vestidos, que no sé yo cómo podía costearlos. En fin, señor, en que varias veces la sorprendí con algún dinero, en mayor cantidad de la que podía ella honradamente tener...

-Todo eso está revelando que su hija ha sido mal aconsejada, seducida tal vez por alguien; ¿no lo cree usted así?

-Sí, señor, lo creo.

-Y ¿tiene usted sospechas sobre quién pueda ser ese alguien?...

La mujer no respondió de pronto. Levantó la cabeza, miró a Montiano como escudriñando su semblante y luego tras un momento de silencio, dijo:

-¡Es tan difícil, señor, opinar sobre todo cuando una es pobre y humilde y hay de por medio personas ricas...

-¿Ricas? -interrumpió Rodolfo, fingiendo sorpresa-. ¿Luego cree usted que no sea sólo gente de su condición la que ha intervenido en este asunto?

-¡Ah! ¡No, señor!

-Y ¿entonces?...

-No me atrevería a asegurarlo; pero tengo mis sospechas sobre un mozo, muy caballero, según dicen, pero muy malo, sin duda, también, a juzgar por su acción.

-Y ¿no podría usted decirme de quién se trata? Tal vez la ayudaría yo a dar con el paradero de su hija.

-Sería inútil, señor; dijo la madre, moviendo de nuevo tristemente la cabeza. Inútil.

-¿Por qué?

-Porque, como se lo he dicho ya, la fuga de Rosa ha sido voluntaria; no tengo la menor duda sobre este particular. Y siendo así, prefiero no volver a verla. Mi hija deshonrada ha muerto para mí. ¿Qué sacaría con armar un escándalo? ¡Dar a conocer a todos mi desgracia! Luego, señor, yo estoy muy grave: sufro del corazón; sé que no viviré largo tiempo; este golpe acabará de matarme; ¡mi única preocupación, por ahora, es la de mis criaturas! ¡Quedarán desamparadas! Felizmente cuento con el apoyo de la caritativa señora Lucía. He querido escribirle, contándole mi desgracia; pero no me he atrevido a hacerlo. ¡Cuando sepa que mi hija Rosa a quien tanto quería ella me ha abandonado así!... ¡Qué vergüenza, señor; qué vergüenza!...

Y la pobre madre rompió a llorar. Montiano la calmó con reflexiones y palabras de consuelo. Debía procurar tranquilizarse para recuperar la salud. Y luego, ¿por qué no perdonar a Rosa? ¿Acaso no habría sido engañada, seducida? Era joven; carecía de experiencia y de conocimiento de la vida.

Sobre este punto la madre agraviada se demostró inflexible. Rosa había huido por su voluntad, por vicio, según decía. Pues ¡que purgara su falta! ¡Habría de pesarle alguna vez!

-¿Quiere usted, en todo caso, que narre; yo el hecho a la señora Lucía? -preguntó Rodolfo.

-Hágalo, sí, señor; eso es, hágalo. Pero que no se afane ella, tampoco, en buscar a la pícara: ya he dicho que no quiero verla. Si usted o ella -la señora-, llegan a saber a dónde está, díganle, no más, que mientras su madre viva, no la verá. Después de muerta yo, que cumpla, si así lo quiere, su deber: si se arrepiente, que proteja a sus pobres hermanos huérfanos; ¡puede ser que Dios la perdone así! Yo también la perdonaré entonces, desde el otro mundo...

Un nuevo sollozo ahogó en la garganta la voz de la enferma. Continuar insistiendo sobre el triste tema pareció inconveniente a Rodolfo. La recomendó, pues, calma y tranquilidad; la dijo que contara seguramente con la protección de Lucía, y que si llegaba a carecer de los medios de subsistencia acudiera a él. Desde luego, haría que la viera en el acto un buen médico; todos los gastos correrían de su cuenta. Su criado Perico iría a menudo a informarse de su salud.

Enseguida tomó Montiano de su cartera unos cuantos billetes y se los dejó sobre la almohada. La pobre mujer cubrió de besos las manos del joven.

Antes de retirarse Rodolfo, detúvose a hablar durante algunos minutos con los chicuelos.

Había obrado el bien. ¡Mucho tiempo hacía que no saboreaba una satisfacción tan pura, tan dulce, tan serena como aquella!

El juicio de Montiano en lo referente a la fuga de Rosa, como se comprenderá fácilmente, estaba de antemano hecho.

Pocos días después, por circunstancias que no habría para qué apuntar aquí, tuvo ocasión de verlo del todo confirmado. Rosa, trasladada a la capital, vivía, según los informes que, no sin trabajo, pudo obtener, en una casita de cierto lejano barrio de la ciudad y era, a la sazón, la querida de Miguel Viturbe. ¡El lobo había triunfado!...

Conforme con la voluntad de la madre, no dio paso alguno en el sentido de denunciar el rapto. Obrar de otro modo habría sido pecar de comedido.

Por lo que respecta a Lucía, limitose a comunicarle el caso; pero sólo en la parte que a la desaparición de la muchacha y al estado de miseria de la familia se refería. Calló nombres, antecedentes y hechos, juzgando indigno el valerse de este género de armas para combatir a sus enemigos. Y luego ¿no convendrá reservarlas para algún caso extremo?...