Coronguinos

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Tradiciones peruanas - Novena serie
Coronguinos​
 de Ricardo Palma


I

Ni después del 15 de Junio ni antes del 15 de Julio se encuentra en Lima, ni para un remedio, a un solo coronguino.

Los sirvientes de hotel, los heladeros ambulantes y los peones que la Municipalidad contrata para enlozar y empedrar las calles de la capital, son, con rarísimas excepciones, hijos todos de la que hoy es ciudad y que, hasta 1888, se conoció con el nombre de villa de San Pedro de Corongos, cabeza de la provincia de Pallasca.

El coronguino trabaja, empeñosa y honradamente, en Lima durante once meses del año, sin otra aspiración que la de tener cautivos para Junio siquiera cincuenta duros, cautivos á los que pone en libertad el día 29 festejando al santo patrono.

Es popular creencia la de que todo coronguino tiene ganado lugarcito en el cielo; gracias á que ha sabido conquistarse, en vida, el cariño del portero de la gloria eterna.

El 29 de Junio, desde que clarea el alba, empiezan los coronguinos á empinar el codo; y al medio día, hora en que el párroco saca al santo en procesión, han menudeado ya tanto las libaciones, que hombres y mujeres están completamente peneques. Así, cuando llega el momento en que las pallas, escogidas entre las mozas solteras más bonitas, bailan la panatagua delante de las andas, nunca faltan, por lo menos, media docena de coronguinos que, armados de sendos garrotes, se lanzan sobre las odaliscas con el propósito de llevárselas, á usanza chilena, por la razón o la fuerza.

Allí se arma la gorda. Los padres y deudos de las sabinas acuden con poco brío y por pura fórmula; pero hay siempre algunos mozos del pueblo, galancetes no correspondidos por las muchachas, que por berrinche, reparten garrotazos a la de veras sobre los raptores. Los amigos de éstos acuden inmediatamente á prestarles ayuda y brazo fuerte, y en alguna festividad fue tan descomunal la batalla, que hasta San Pedro resultó con la cabeza separada del tronco, lo que dio campo á los envidiosos pueblos vecinos para que bautizasen á los coronguinos con el mote de Mata a San Pedro.

Cuando la lucha ha durado ya diez minutos, tiempo suficiente para que cada romano se haya evaporado con la respectiva sabina, acude el Subprefecto con el piquete de gendarmes, y no sin fatiga consigue restablecer el orden público alterado y que siga su curso la procesión.

Es de rito que ocho días después, y sin cobrarles más que la mitad de los derechos, case el cura á las sabinas con sus raptores. Título de orgullo para toda coronguina, que en algo se estima valer, es entrar en la vida del matrimonio después de haber dado motivo para cabezas rotas y brazos desvencijados.

Las coronguinas, en su aspiración á ser robadas el día de San Pedro, tienen mucho de parecido á las antiguas chorrillanas que fincaban su gloria, no en haber sido conquistadas á garrotazo limpio, sino en casarse después de haber estado tres meses a prueba en casa del galán. Así los padres de la chorrillana, cuando querían convidar á alguien á la ceremonia de iglesia, empleaban la siguiente fórmula:"Participo á usted que mi hija ha salido bien de la prueba, y que se casa mañana". i Vamos ! ; Si cuando yo digo que las buenas costumbres desaparecen sólo por ser buenas!

Cuentan que, hastiado del mar, hizo un marinero el propósito de no volver á embarcarse y de casarse con mujer que nunca le recordase cosas de la vida de á bordo. Echándose un remo al hombro, fué de pueblo en pueblo, preguntando á cuanta muchacha casadera encontraba si sabía lo que era ese palo, y todas le contestaban que era un remo. Al fin dio con una que lo ignoraba, y se casó con ella. En la noche de la boda al acostarse el matrimonio, la mujer exigió que se acostase primero su marido. Complacióla éste, y entonces le preguntó ella:

— Dime: ¿qué lado es el que me corresponde ocupar en la cama? ¿el de babor, o el de estribor?

Si el marinero hubiera, podido proceder a la antigua usanza chorrillana, de fijo que reprobaba en la prueba a la muchacha.

Después del octavario de San Pedro, cesa en Corongos todo jolgorio, y ya, sin un centavo en el bolsillo, regresan á Lima los coronguinos á trabajar de firme once meses... para la fiesta siguiente.


II


Que los coronguinos no inventaron la pólvora, y ni siquiera el palillo para los dientes, es artículo de fe en todo el departamento; pues hasta como heladeros quedan muy por debajo de los indios de Huancayo. Y para que no digan que los calumnio al negarles dotes de inteligencia, básteme relatar un hecho acaecido en 1865.

Un travieso muchacho fustigaba á un burro remolón, y tanto hubo de castigarlo, que el cachazudo cuadrúpedo perdió su genial calma, y le aplicó tan tremenda coz en el ombligo que lo dejó patitieso. Acudió gente, y con ella el boticario, quien declaró que no quedaba ya más por hacer que enterrar al difunto.

Aquel año ejercía el cargo de Juez de paz en Corongos un vecino principal llamado don Macario Remusgo, el cual, a petición del pueblo, levantó sumaria información del suceso, y en vez de terminar declarando, por lo expuesto por los testigos, que la muerte del muchacho era un hecho casual motivado por su travesura, concluyó dictando auto de prisión contra el burro.

Pero el condenado borrico se había hecho humo, y no hubo forma de encontrarlo y meterlo en la cárcel.

Y tanto se alborotaron los coronguinos celebrando la justificación y talento de su paisano Remusgo, que la cosa llegó á oídos del Juez letrado de la provincia, el cual pidió los autos, y en ellos estampó un decreto declarando la nulidad de todo lo actuado, por existir inmediato parentesco entre el Juez de paz y el burro.