Crónica del reinado de Carlos IX/04

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III - La juventud cortesana[editar]

«Jochimo: ... The ring is won
Posthumus: The stone's too hard to come by.
Jochimo: Not a whit. Your lady beig so easy».

(Shakespeare: Cymbeline.)


Al llegar a París, Mergy esperaba ser eficazmente recomendado al almirante Coligny y obtener un puesto en el ejército, que, según se decía, iba a combatir en Flandes a las órdenes de ese gran capitán. Suponía con cierto orgullo que los amigos de su padre, para los que llevaba cartas de recomendación, le apoyarían en su demanda y le servirían de introductores en la corte del rey y cerca del almirante, que también tenía sus cortesanos. Mergy sabía que su hermano gozaba de algún valimiento; pero estaba indeciso si debía de ir o no a buscarlo. La abjuración de Jorge de Mergy le separó por completo de su familia, en la cual aquél era considerado como un extraño. No era el único caso de familias desunidas en aquel entonces por la diferencia de opiniones religiosas. Desde hacía mucho tiempo, el padre de Jorge tenía prohibido que en su presencia se pronunciara el nombre del apóstata, apoyando su rigor en el pasaje del Evangelio que dice: «Si tu ojo derecho es causa de escándalo, arráncatelo». Aunque Bernardo no participaba de tanta severidad, el cambio de religión de su hermano le parecía también una vergüenza para el honor de su familia, y, necesariamente, los sentimientos de cariño fraternal tenían que sufrir bastante ante tal convencimiento.

Antes de adoptar un partido sobre la conducta a seguir respecto a este asunto, y antes de presentar sus cartas de recomendación, pensó que lo más urgente era proporcionarse medios de llenar su bolsa, que estaba ya totalmente vacía, y con tal intención salió de su posada para ir a casa de un orfebre del puente de San Miguel, deudor a su familia de una suma que Mergy tenía el encargo de cobrar.

A la entrada del puente se encontró con algunos jóvenes vestidos con gran elegancia, que caminaban del brazo, obstruyendo por completo el estrecho pasaje, lleno de tiendas y barracas, colocadas como dos muros paralelos, quitando a los transeúntes la vista del río. Detrás de aquellos caballeros iban sus lacayos, llevando cada uno de la mano una de esas largas espadas de dos filos, llamadas de desafío, y una daga, cuya cazoleta era tan grande, que en un caso de necesidad podía servir de escudo. Estas armas debían creerlas muy pesadas aquellos caballeros, o acaso estaban deseosos de mostrar a todo el mundo que poseían lacayos a quienes vestían con gran lujo.

Parecían los jóvenes de excelente humor, a juzgar por sus carcajadas continuas. Si una mujer elegante pasaba ante ellos, la dirigían un saludo, mezcla de cortesía e impertinencia; otros de estos muchachos parecían tener un gran regocijo en dar fuertes codazos a los graves burgueses, que se retiraban murmurando por lo bajo miles de imprecaciones contra la insolencia de los cortesanos. De todos estos jóvenes no había más que uno que caminaba con la cabeza baja y parecía no querer tomar parte en las diversiones.

— ¡Pero, Jorge, por Dios! —exclamó uno del grupo, golpeándole la espalda—, ¿qué es lo que te pasa? Hace un cuarto de hora largo que no has abierto la boca. ¿Es que has decidido hacerte cartujo?

El nombre Jorge hizo estremecerse a Bernardo; pero no pudo escuchar la respuesta de la persona a quien iban dirigidas esas palabras.

— Me apuesto cien pistolas —dijo el mismo caballero— a que se halla enamorado de algún dragón de virtud. ¡Pobre amigo! Te compadezco. Sí que es tener desgracia enamorarse en París de una mujer poco accesible.

— Vete a casa del hechicero Rudbeck —añadió otro— y te dará un filtro para hacerte amar.

— Acaso —indicó un tercero— nuestro amigo el capitán se ha enamorado de una monja. Estos diablos de hugonotes, convertidos o no, gustan mucho de las esposas del Señor.

Una voz, que Mergy reconoció al instante, respondió con tristeza:

— ¡Pardiez! No estaría tan triste si se tratara de asuntos amorosos; pero —añadió más bajo— ha llegado Pons, al que envié con una carta para mi padre, y me dice que aquél persiste en no querer que le hablen de mí.

— Tu padre es de la vieja cepa —añadió otro de los jóvenes—. ¡Es uno de esos antiguos hugonotes que son indomables!

En aquel momento, el capitán Jorge, que volvió la cabeza por azar, advirtió a Bernardo. Dando un grito de sorpresa se fue hacia él con los brazos abiertos. Mergy no dudó un instante y le recibió en los suyos, estrechándole contra su pecho. Tal vez si aquel encuentro no hubiera sido imprevisto, ellos habrían procurado mostrarse un poco indiferentes; pero la casualidad devolvió a la naturaleza todos sus derechos. Y empezaron a tratarse como amigos que no se ven después de un largo viaje.

Luego de los abrazos y de las primeras palabras, Jorge se volvió hacia sus compañeros, que se habían detenido para contemplar la escena, y les dijo:

— Caballeros, acabo de tener un encuentro inesperado. Perdonadme si me he separado de vosotros para abrazar a un hermano que no había visto desde hace siete años.

— ¡Pardiez! Nosotros no permitiremos que nos abandones hoy. La comida está dispuesta, y es necesario que no faltes.

Y el que hablaba así le agarraba al mismo tiempo de la capa para no dejarle escapar.

— Beville tiene razón —añadió otro—, y no estamos dispuestos a tolerar que te vayas.

— ¡Eh, pues buena dificultad! —replicó Beville—. Que tu hermano venga a comer con nosotros. En vez de un buen compañero tendremos dos.

— Disculpadme, caballeros —dijo entonces Mergy—; pero hoy tengo tantas cosas que hacer... Debo enviar unas cartas...

— Dejadlo para mañana.

— Me es necesario que salgan esta noche... Y —añadió Mergy, sonriendo y un poco avergonzado— os confesaré que me hallo sin dinero, y que me es indispensable ir a buscarlo.

— ¡Ah! ¡Ah! ¡Bonita excusa! —exclamaron todos a la vez—. No podríamos permitir que rehusaseis comer con unos caballeros cristianos para ir a tomar préstamo de un judío.

— ¡Tened, querido amigo! —dijo Beville, sacando con cierta afectación una gruesa bolsa de seda—. Fiaros de mí como de vuestro propio administrador. El juego me ha tratado bien estos últimos días.

— ¡Vamos! ¡Vamos! No nos detengamos más, y a comer, que la comida nos espera — dijeron varios.

El capitán, todavía indeciso, miraba a su hermano.

— ¡Bah! —dijo al fin—, ya tendrás tiempo suficiente para escribir tus cartas. Respecto al dinero, yo lo tengo. De modo que vente con nosotros, y así empezarás a hacer conocimiento con la vida de París.

Mergy se dejó llevar. Su hermano le fue presentando a sus amigos, uno después de otro: el barón de Vandreuil, el caballero de Rheincy, el vizconde de Beville, etc., los cuales recibieron con palabras cariñosas al recién venido, quien se vio obligado a abrazar a todos. Beville fue el último.

— ¡Oh! ¡Oh! —exclamó al hacerlo—. Por mi vida, camarada, yo percibo cierto olor herético. Apostaría mi silla de oro contra una pistola a que sois muy religioso.

— Es cierto, caballero. Aunque no estoy seguro de ser tan buen religioso como aseguráis, y es mi obligación.

— ¡Ved si no sé distinguir un hugonote entre mil personas! ¡Mal rayo! Qué aire más serio ponen estos caballeros cuando se les habla de su religión.

— Me parece que no se debe hablar nunca en broma de una cosa tan seria.

— M. de Mergy tiene razón —dijo el barón de Vandreuil—, y a vos, Beville, os producirán desgracia vuestras feas burlas de las cosas sagradas.

— ¡Mirad el carita de santo, por dónde sale! —dijo Beville—; es el más taimado libertino de todos nosotros, y de vez en cuando se cree en el caso de predicarnos un sermón.

— Dejadme ser lo que sea, Beville —dijo Vandreuil—. Si me entrego al libertinaje es porque no puedo domar mi carne; pero respeto cuanto es respetable.

— Pues yo sólo respeto mucho... a mi madre, que es la única mujer virtuosa que he conocido. Los hombres, querido, que se llamen católicos, hugonotes, papistas, judíos o turcos, los creo todos unos. Me preocupo de ellos lo mismo que de una espuela rota.

— ¡Impío! — murmuró Vandreuil. E hizo el signo de la cruz sobre su boca, limpiándosela después varias veces con el pañuelo.

— Debes saber, Bernardo —dijo el capitán Jorge—, que entre nosotros no hallarás disputas como aquellas que entablaba nuestro sabio maestro Teobaldo Wolfrteinius. Hacemos poco caso de conversaciones teológicas, y, a Dios gracias, solemos emplear mejor nuestro tiempo.

— Acaso —respondió Mergy con un poco de amargura— hubiera sido preferible para ti que escucharas más atentamente las doctas disertaciones del digno pastor que acabas de nombrar.

— Deja este asunto, hermanito; quizá te hable de ello más tarde; sé que tienes de mí una opinión... No importa... Pero no estamos aquí para hablar de estas cosas... No dudes que soy un hombre honrado, y tú lo comprenderás algún día... Mas ahora no debemos pensar sino en divertirnos.

Y se pasó la mano por la frente como para desechar una idea penosa.

— ¡Mi buen hermano! — le dijo por lo bajo Mergy, estrechándole la diestra. Jorge se la apretó mucho, y ambos se apresuraron a reunirse con sus compañeros, que les precedían algunos pasos.

Al transitar delante del Louvre, de donde salían señores vestidos con gran lujo, el capitán y sus amigos saludaban o abrazaban a casi todos ellos. Al mismo tiempo iban presentando a Mergy, el cual hizo conocimiento en un instante con infinidad de personajes célebres de la época, averiguando también sus motes —porque entonces cada hombre tenía el suyo—, así como las historias escandalosas que a cada cual le achacaban.

— ¿Veis —dijo uno— a ese consejero pálido y amarillo? Es Petrus de finibus; en francés, Pedro Seguier, que, en cuanto emprende, se da tan buena maña, que consigue siempre lo que se ha propuesto. He aquí al capitancete Quemabamos. Thoré de Montmorency; ahora viene el arzobispo de las Botellas[1], que todavía puede tenerse derecho sobre la mula, porque no ha llegado la hora de la comida. Este que veis es un héroe de vuestro partido, el bravo conde de la Rochefoucauld, llamado de sobrenombre el enemigo de las coles, pues en la última guerra hizo arcabucear un campo de esas hortalizas creyendo que eran soldados contrarios.

Antes de un cuarto de hora, Mergy averiguó el nombre de los amantes de casi todas las damas de la corte y el número de los duelos que la belleza de éstas había motivado. Se dio cuenta de que la reputación de una dama era proporcional con los muertos que produjeran sus encantos. Así, madame de Courteval, cuyo amante mató a dos de sus rivales, tenía una mayor consideración social que la pobre condesa de Pomerande, que no había dado ocasión sino a un duelo insignificante, resuelto con una herida leve.

Una mujer, alta de cuerpo, montada en una mula blanca, que conducía un escudero, y seguida de dos lacayos, llamó la atención de Mergy; el traje se ajustaba a la última moda y sus fuertes bordados le obligaban a una actitud de rigidez. Debía de ser muy bonita, aparentemente, pues es sabido que en aquellos tiempos las señoras principales no salían a la calle sino con el rostro cubierto con un velo; el suyo era de terciopelo negro. Sin embargo, se veía, o más bien se adivinaba, por las aberturas de los ojos, que debía de tener el cutis de una maravillosa blancura y los ojos de un azul intenso.

Al pasar delante de la juventud cortesana aligeró el paso de la mula y pareció mirar con cierta atención a Mergy, cuya figura le era desconocida. A su paso, las plumas de todos los sombreros rozaban la tierra, y ella, para contestar a tanto saludo que le dirigían sus admiradores, inclinaba la cabeza con un ligero y gracioso movimiento. Mientras ella se alejaba, un suave golpe de viento hizo levantar los bajos de su hermoso y largo vestido de satén, dejando ver un instante, que era toda una promesa, un zapatito de terciopelo blanco y algunas pulgadas de sus medias de seda color rosa.

— ¿Quién es esta dama a quien todo el mundo saluda? — preguntó Mergy con curiosidad.

— ¡Ya te has enamorado! —exclamó Beville—. Esta mujer acapara a todo el mundo. Lo mismo los hugonotes que los papistas se enamoran de la condesa Diana de Turgis.

— Es una de las bellezas de la corte —añadió Jorge—; de las más peligrosas Circes para los hombres galantes. Pero, ¡mala peste!, una de las ciudadelas más difíciles de conquistar.

— ¿También es causa de muchos desafíos? — preguntó Jorge riendo.

— ¡Oh! Los cuenta por veintenas —respondió el barón de Vandreuil—; pero lo gracioso es que ella misma ha querido batirse. Envió un reto en las formas habituales a una amiga que se le había adelantado en cierto asunto.

— ¡Qué divertido! — exclamó Mergy.

— No hubiera sido la primera dama de la corte que sufriera un percance —dijo Jorge—. El reto lo envió en regla y con buen estilo a la señora de Sainte-Foix, provocándola a un combate a muerte, a espada y daga, y en camisa, como hacen los duelistas «refinados». [2]

— Me hubiera gustado mucho ser el testigo de esas damas, para poder verlas en camisa — dijo el caballero de Rheincy.

— ¿Y se efectuó el duelo? — preguntó Mergy.

— No —respondió el capitán—. Se las reconcilió.

— Sí fue el mismo Jorge quien las reconcilió —dijo Vandreuil—; era entonces el amante de la Sainte-Foix.

— ¡Cállate! ¡No hables de eso! — suplicó Jorge con un tono de hombre discreto.

— A la de Turgis le pasa lo que a Vandreuil —dijo Beville—. Hace una mezcolanza con la religión y las costumbres de la época; quiso batirse en duelo, que es un pecado mortal, y oye dos misas diarias.

— No te ocupes de las misas que podamos oír — exclamó Vandreuil.

— Sí, va a misa ella todos los días —expuso Rheincy—; pero es para dejarse ver sin velo.

— Por ese único motivo me parece que van tantas mujeres a misa — observó Mergy, encantado de encontrar un motivo de menosprecio para una religión que no profesaba.

— Y al sermón hugonote —añadió Beville—: pues cuando concluye se apagan las luces, y entonces ocurren cosas muy bonitas. Por los sermones siento envidia de los luteranos.

— ¿Pero creéis esos cuentos absurdos? — exclamó Mergy en tono despectivo.

— ¡Que si lo creo! Nuestro amigo Ferrand iba a los sermones en Orleans para ver a la esposa de un cierto notario. ¡Una mujer soberbia! ¡Se me hace la boca miel recordándola! No la podía ver más que allí. Por fortuna, un hugonote conocido suyo le indicó un sitio para entrevistarse con ella en la iglesia reformista... Fue a los sermones, y ¡figuraos si nuestra camarada en aquella obscuridad emplearía mal el tiempo!

— Eso es imposible — Dijo Mergy secamente.

— ¿Imposible? ¿Y por qué?

— Porque un protestante no hará nunca la bajeza de llevar a su templo a un papista.

Esta respuesta produjo una explosión de carcajadas.

— ¡Ah! ¡Ah! —dijo el barón de Vandreuil—. ¿Creéis que un hugonote no puede ser ladrón, traidor o ducho en terceras?

— Este hombre ha caído de la Luna — exclamó Rheincy.

— Por mi parte —dijo Beville—, si quisiera hacer una jugarreta a un hugonote, me dirigiría a su pastor como medio para no perder el tiempo.

— ¿Será, sin duda —respondió Mergy—, porque vuestros sacerdotes están habituados a hacer semejantes papeles?

— Nuestros sacerdotes... — dijo Vandreuil, rugiendo de ira.

— Concluid esas enojosas discusiones —interrumpió Jorge, advirtiendo el tono agrio de cada uno—; dejad todas esas gazmoñerías sectarias. Propongo que el primero que pronuncie las palabras papista, hugonote, protestante o católico, sufra una fuerte multa.

— ¡Aprobado! —exclamó Beville—. Y que se le obligue a invitarnos a vino de Cahors en la hostería adonde vamos a comer.

Hubo un momento de silencio.

— Después de la muerte del pobre Lannoy, a la de Turgis no se le ha conocido ningún amante —dijo Jorge, deseoso de evitar las discusiones teológicas—. ¿Quién será capaz de afirmar que una parisiense carece de amante? —exclamó Beville—; lo único seguro es que Comminges tiene bien estrechado el cerco.

— Por esa causa Navarrete ha abandonado la conquista —dijo Vandreuil—; parece tener miedo de su terrible rival.

— ¿Es celoso Comminges? — preguntó el capitán.

— Como un tigre, y está decidido a matar a cuantos galanteen a la hermosa condesa; de modo que si no quiere quedarse sin amante, se conformará con Comminges.

— ¿Pero quién es ese hombre formidable? — preguntó Mergy, que experimentaba, sin darse cuenta, una vivísima curiosidad por cuanto de cerca o de lejos se refiriera a la condesa de Turgis.

— Es uno de nuestros más famosos refinados —respondió Rheincy—. Y como acabáis de llegar de provincias, os voy a explicar lo que significa esa palabra. Un refinado es el más perfecto de los hombres de mundo; un caballero que se bate porque otro ha tocado su capa con la suya, por haber recibido un pequeño pisotón o por otros motivos tan fútiles y arbitrarios.

— Comminges —dijo Vandreuil— llevó un día un hombre a Pré-aux-Clercs[3]; se quitaron sus justillos y tiraron de espada. «¿Eres tú Berny de Auvernia?» — preguntó Comminges. «No —respondió el otro—. Me llamo Villequier, y soy de Normandía». «Te torné por otro —respondió Comminges—; pero, ya que te provoqué, es necesario que nos batamos...» Y lo mató bravamente.

Cada uno de los jóvenes citó algún rasgo de la destreza o las provocaciones de Comminges. La materia era abundante, y en esta conversación siguieron hasta llegar a la hostería de More, situada fuera de la ciudad, en medio de un jardín, y muy cerca del sitio donde se estaba construyendo las Tullerías, obra que comenzó en 1564. Muchos jóvenes de la amistad de Jorge y de sus compañeros fueron encontrados en el camino, y se unieron al grupo, sentándose todos a la mesa en numerosa y bulliciosa camaradería.

Mergy, que había tomado asiento al lado del barón de Vandreuil, observó que éste, al ocupar su sitio, hizo el signo de la cruz, y musitó, teniendo los ojos cerrados, esta singularísima oración:

«¡Sans Deo, pax vivis, salutem defunctis, et beata viscera virginis Mariae quae porfaverunt Aeterni Patris Filium!»

— ¿Sabéis el latín, barón? — preguntó Mergy.

— ¿Habéis escuchado mi rezo?

— Sí; pero os confesaré que no lo he comprendido.

— A decir verdad, yo no sé latín; y apenas si entiendo una palabra del sentido de esa oración; pero me la enseñó una de mis tías, teniéndola por muy milagrosa, y yo puedo asegurar que me ha hecho muy buenos servicios.

— Me parece que esos latinajos son muy católicos, y, por tanto, nosotros, los hugonotes, no podemos comprenderlos.

— ¡A pagar la multa! ¡A pagar la multa! — gritaron a la vez Jorge y Beville. Mergy la pagó de buena gana, y en la mesa fueron servidas nuevas botellas, cuyo vino aumentó el excelente humor de la alegre compañía.

La conversación se hizo cada vez más bulliciosa y Mergy se aprovechó del tumulto para hablar con su hermano, sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Pero al segundo plato les sacó de su aparte el rumor de una violenta disputa que acababa de estallar entre dos comensales.

— ¡Eso es falso! — gritaba el caballero de Rheincy.

— ¿Falso? — dijo Vandreuil.

Y su rostro, que era de natural pálido, se puso como el de un cadáver.

— Es la más virtuosa, la más santa de las mujeres — prosiguió el caballero.

Vandreuil sonrió con amargura, encogiéndose de hombros. Todas las miradas estaban fijas en los autores de esta escena, y cada uno parecía querer esperar, en una neutralidad silenciosa, el resultado de la disputa.

— ¿De qué se trata, caballeros? ¿A qué viene ese alboroto? — preguntó el capitán, deseoso, según su costumbre, de oponerse a cualquier atentado contra la buena armonía.

— Nuestro amigo Rheincy —respondió tranquilamente Beville— pretende que la señora de Sillery, de la cual se halla enamorado, es muy virtuosa, mientras que el barón afirma que es una cualquiera.

Una carcajada general, que estalló al oír tales palabras, aumentó el furor de Rheincy, que miraba con los ojos inflamados de rabia a Vandreuil y Beville.

— Puedo mostrar una carta — dijo el barón.

— Te desafío a que lo hagas — gritó el caballero.

— ¡Bien! —dijo Vandreuil, con tono burlón y desdeñoso—. Voy a leer una de sus cartas a estos caballeros. Quizá conozcan su letra tan bien como yo, pues no tengo la pretensión de creerme el único hombre agraciado por sus billetitos y sus encantos. He aquí una carta que hoy mismo me ha enviado ella.

Y empezó a escudriñar en sus bolsillos a la rebusca del billete.

— ¡Mientes! ¡Mientes!

La mesa era muy ancha para que la mano del barón pudiera alcanzar a su contrario, que se hallaba enfrente de él.

— ¡Te haré pagar muy caro ese insulto! — gritó.

Y, acompañando la acción a la palabra, le arrojó una botella a la cabeza. Rheincy pudo eludir el golpe, y, derribando la silla en su precipitación, corrió a descolgar su espada de la pared.

Todos se levantaron; unos, para intervenir en la quimera, y la mayor parte, por la precaución de no estar muy cerca.

— ¡Deteneos! ¿Estáis locos? —exclamó Jorge, colocándose delante del barón, por tenerle más próximo—. ¿Se van a batir dos buenos amigos por una despreciable mujerzuela?

— Una botella arrojada a la cabeza equivale a un bofetón —decía fríamente Beville—. ¡Vamos, caballeros! ¡A desenvainar las tizonas!

— ¡Hacer plaza! ¡Hacer plaza! ¡Y a pelear con limpieza! — gritaron casi todos los jóvenes. — ¡Hala, Juanito!... Cierra la puerta —dijo indolentemente el hostelero, acostumbrado a presenciar escenas semejantes—. Si los arcabuceros del rey pasasen en este momento, interrumpirían a esos caballeros, y perjudicarían mi casa.

— ¿Pero vais a batiros en un comedor de hostería como si fuerais soldados borrachos? —prosiguió Jorge, deseoso de ganar tiempo—. Esperad al menos a mañana.

— ¿Hasta mañana?... Pues bien, sea — dijo Rheincy.

E hizo ademán de envainar la espada.

— ¿Hay miedo, caballerito? — contestó Vandreuil.

Rápido Rheincy, separando a cuantos obstruían su ataque, se lanzó sobre su enemigo. Los dos se acometieron con grande ímpetu; pero Vandreuil había tenido tiempo de arrollarse una servilleta al brazo izquierdo y se valía de ella, con mucha habilidad, para evitar los golpes de filo, mientras que Rheincy, el cual había olvidado tal precaución, se encontraba en situación desigual, y fue ligeramente herido en los primeros asaltos. Sin embargo, no dejaba de pelear con gran valentía. Llamó a sus lacayos y les pidió que le trajesen su daga; pero Beville los detuvo, manifestando que como Vandreuil carecía de ese arma, su adversario no podía, pues, usarla noblemente. Algunos amigos de Rheincy protestaron contra ello; cambiáronse palabras fuertes, y es seguro que el duelo habría concluido con un combate general si Vandrauil no se desembarazase a escape de su adversario, hiriéndole en el pecho con una estocada hábil y peligrosa. En el acto colocó un pie sobre la espada de Rheincy, para impedirle que la recogiera, y levantó la suya, con objeto de dar el golpe de gracia mortal, pues las costumbres de los desafíos permitían en aquel entonces atrocidad tan cobarde.

— ¡Herir a un enemigo desarmado! — exclamó Jorge.

Y arrancó la espada al barón.

La herida del caballero no era mortal; pero ya iba perdiendo mucha sangre. Se fue atajándola, lo mejor que se pudo, con las servilletas, mientras que el herido, con una risa forzada, decía entre dientes que el asunto no había terminado.

En seguida acudieron un fraile y un cirujano, disputándose cuál debía atender antes al paciente. El cirujano fue al fin el preferido, e hizo transportar al enfermo hasta la orilla del Sena, desde donde se le condujo en una barca hasta su casa...

Mientras que los criados se llevaban las servilletas ensangrentadas y limpiaban el pavimento, rojo de la sangre vertida, fueron colocándose nuevas botellas sobre la mesa... Vandreuil, después de limpiar cuidadosamente su espada, la envainó, hizo el signo de la cruz, y, con una imperturbable sangre fría, sacó de su bolsillo una carta, suplicó silencio y leyó la primera línea, cuyas palabras produjeron enormes carcajadas:

«Querido: Ese fastidioso caballero que me persigue...»

— Salgamos de aquí — dijo Mergy a su hermano, con una expresión de disgusto.

El capitán le siguió... La carta absorbía la atención de todos, y no fue notada la ausencia de los hermanos.



  1. El arzobispo de Suiza.
  2. Entonces se llamaban «refinados» los grandes espadachines.
  3. Lugar clásico en aquel entonces para los duelos. La Pré-aux-Clercs se hallaba enfrente del Louvre, en un terreno comprendido entre las calles de Petits Augustins y Bac.