Crónica del reinado de Carlos IX/14

De Wikisource, la biblioteca libre.


XIII - La calumnia[editar]

«Thou dost belle him Percy, thou dos belle him».

(Shakespeare: K. Henry IV)


Jorge había estado en el palacio del almirante aquella misma mañana para hablar del asunto de su hermano. En dos palabras le refirió la aventura.

El almirante, mientras escuchaba, partió el mondadientes que tenía en la boca; en él era esto un signo de impaciencia.

— Conozco ya lo ocurrido —dijo— y me asombra que me lo contéis..., pues se trata de algo muy público.

— Si os importuno, señor almirante, es porque conozco el interés con que os dignáis favorecer a mi familia, y me atrevo a esperar que solicitaréis el favor del rey para mi hermano. Vuestro crédito cerca de su majestad...

— Mi crédito, si alguno tengo —interrumpió vivamente el almirante—, mi crédito estriba en que no dirijo sino demandas justas a su majestad.

Y al pronunciar este nombre se descubrió con gran respeto.

— La circunstancia que obliga a mi hermano a recurrir a vuestra bondad, es desgraciadamente muy común hoy en día. El rey ha firmado el año último más de mil quinientos indultos, y el propio adversario de Bernardo pudo gozar con frecuencia de la inmunidad.

— Vuestro hermano ha sido el agresor. Quizá, y desearía que fuese cierto, no ha hecho sino seguir detestables consejos.

Y al hablar así miró fijamente al capitán.

— He hecho grandes esfuerzos para impedir las funestas consecuencias de la contienda; pero sabéis que M. de Comminges no era hombre acostumbrado a dar explicaciones sino con la punta de la espada. El honor de un caballero y la opinión de las damas han...

— ¿Éste es el lenguaje con que hablabais a ese joven? ¿Sin duda aspiráis a hacer de él un «refinado»?... ¡Lo que su padre sufriría si supiera cómo su hijo ha despreciado sus consejos! ¡Dios mío! Va a hacer ya dos años que concluyeron las guerras civiles y ya se han olvidado las olas de sangre vertida... No están contentos... ¡Se conoce que es necesario que todos los días los franceses asesinen a los franceses!

— Si yo hubiera podido suponer, señor, que mi petición os iba a desagradar...

— Escuchad, señor de Mergy, yo podría hacer violencia a mis sentimientos de cristiano y excusar la provocación de Bernardo; pero su conducta en el duelo, según el rumor público, no ha sido...

— ¿Qué decís, señor almirante?

— ¡Que el combate no se ha efectuado de una manera leal, y como es costumbre entre caballeros franceses!

— ¿Y quién ha osado propagar tan infame calumnia? — exclamó Jorge con los ojos centelleantes de furor.

— Calmaos... No podréis dirigir vuestro reto de desafío a nadie, porque todavía no es costumbre batirse con las mujeres... La madre de Comminges ha dado al rey ciertos detalles que hacen poco honor a vuestro hermano. Así se explica cómo un formidable campeón ha podido sucumbir fácilmente a manos de un chicuelo.

— El dolor de una madre es grande y justo. ¿Es para asombrarse que la pobre mujer se resista a la verdad estando sus ojos todavía bañados en lágrimas? Me congratulo, señor almirante, de que no juzgaréis a mi hermano por la referencia de la señora de Comminges.

Coligny pareció estremecerse y su voz perdió un poco de su amarga ironía.

— No podéis negar, sin embargo, que Beville, el testigo de Comminges, no sea íntimo amigo vuestro.

— Le conozco desde hace mucho tiempo, y hasta le estoy muy obligado. Pero Comminges era también íntimo amigo suyo. Además, fue el propio Comminges quien le escogió para testigo. En fin, la bravura y el honor de Beville le resguardan de cualquier sospecha de deslealtad.

El almirante contrajo su boca con aire de profundo desprecio.

— ¡El honor de Beville! —dijo encogiéndose de hombros—. ¡Un ateo! ¡Un hombre entregado al libertinaje!

— ¡Beville es un hombre de honor, lo aseguro! —exclamó el capitán con energía—. ¿Pero a qué tantos discursos?... ¿No estaba también yo presente en el duelo? ¿Vais, señor almirante, a poner en duda mi honor, y acusarme de asesinato?

En estas palabras había algo como de amenaza. Coligny hizo como que no comprendía la alusión a la muerte del duque Francisco de Guisa, que le atribuían por odio los católicos. Los rasgos de su fisonomía no se alteraron.

— Caballero de Mergy —dijo en tono frío y desdeñoso—, un hombre que ha renegado de su religión no tiene derecho a hablar de su honor, pues nadie le creerá...

El rostro del capitán se puso rojo púrpura, y un momento después, de una palidez mortal... Retrocedió unos pasos, como para no ceder a la tentación de pegar al anciano.

— ¡Señor! —exclamó—, vuestra edad y vuestra jerarquía os permiten insultar impunemente a un pobre caballero en lo que tiene de más preciado. Mas os ruego que ordenéis a uno de los vuestros, o a varios, que sostengan las palabras que acabáis de pronunciar. ¡Juro ante Dios que se las haré sorber hasta que los ahoguen!

— Será ésa, sin duda, la práctica entre los «refinados». No estoy en sus costumbres, y separo de mi servicio a los caballeros que los imitan.

Y al hablar así volvió la espalda a Jorge.

El capitán, con la rabia en el alma, salió del palacio de Chatillon, saltó sobre su caballo, y como para aliviar su furor, hizo galopar violentamente al pobre animal, pegándole fuertes espolazos en los flancos. En esta impetuosa carrera estuvo a punto de aplastar a varios pacíficos transeúntes; y fue una felicidad que no encontrara un «refinado» en su camino, porque con la rabia que le poseía hubiera asido cualquier ocasión por los cabellos para desnudar su tizona.

Al llegar cerca de Vincennes comenzó a calmarse la agitación de su sangre. Volvió bridas y dirigió hacia París el caballo, que se bañaba en sudor.

— ¡Pobre amigo! —dijo—. Eres tú quien recibe el castigo del insulto que me han dirigido.

Y acariciando el cuello de la víctima inocente, puso al animal al paso, hasta casa de Bernardo, a quien dijo tan sólo que el almirante se había negado a intervenir en su favor, suprimiendo los detalles importantes de la conversación.

Pero pocos momentos después entró Beville, que abrazó a Mergy diciéndole entusiasmado:

— Os felicito, buen amigo. Aquí tenéis vuestro indulto, que se os concede a ruegos reiterados de la reina.

Mergy mostró menos sorpresa que su hermano. En su alma atribuía este favor a la dama tapada; es decir, a la condesa de Turgis.