Cuento raro

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CUENTO RARO



Vivía Zint-ching en una pequeña población, sita a la orilla de un río, de esos que hay en China, que sirven para navegar y para vivir en ellos sin navegar. Mendigo, primero, en Pekin, y curandero después, en la sazón de esta historia, era nuestro habitante del Celeste Imperio todo un personaje en aquel rincón virgen aún del zarpazo de la civilización. Personaje, entendámonos: queremos decir hombre de consejo entre la gente menestcrosa, que él también lo era, en fuerza de curandero y filósofo.

En las calles mal olientes de la diminuta población de Chom—him, no se veía otra cosa que la figura magra y broncina del chino oyendo cuitas o dando en mascadas palabras algún sabio consejo.

Creiase en Chom-him que al lado de los brebajes y unturas del curandero había una honda filosofía que el viejo chino conservaba como en cerrada, aromática caja. Y no había enredo público o privado, diatriba u oculta cosa, en que la macerada humanidad de Zint-ching no asomara para poner, a las veces con su sola presencia, calma o dirección en los espíritus.

Hubo un día en la pequeña población musitado mnovimiento en las calles. Los mendigos que, por ser tantos, daban en pedir los unos a los otros, debatían un intrincado asunto que les era atañedero y relacionado con la mutualidad local a la que estaban todos adheridos. Una asamblea que se llevaría a cabo en breve daría la razón a unos u otros. Y alguien pronunció en la ocurrencia: "Por qué no llamar a Zint-ching para que nos ilustre, él que es sabio y entendido en la materia, que ya perteneció a la asociación de pordioseros de Pekin?..." — "Sí; que venga a la asamblea, él desatará el nudo" — dijeron varios a la vez.

Llegó el día. Un zumbido de moscardones flotaba en un medio pesado y plomoso. Hablaron muchos, y, a la postre, quiso oirse a Zint-ching. Todo el mundo calló. El chino habló con su acostumbrada dificultad, pero solemnemente. Sus razones fueron al parecer aceptadas por todos. Pero cátate que un individuo maldadoso, que pretendía ser jefe de los mendigos de Chom-him, se alza contra Zint-ching y le trata malamente, colmándole de insultos. El chino soportó la lluvia de improperios en el mayor silencio. No se aprobó lo aconsejado por él, y sí lo aconsejado por el jefe o caudillo.

Salió el pobre chino humillado y dirigióse a su casa por los más solitarios senderos, sorteando el encontrarse con gentes. Allí se echó sobre un jergón y permaneció varios días sin ver la luz del sol... Ya no se tendría por él esa devoción de antes; ya no le llamarían los dolientes con esa fé ciega... Por todo el pueblo correría la especie de su ultraje...

Pero no fué así. Cuando el filósofo consiguió arrancarse a su vergüenza y salió a la calle experimentó una sorpresa: los hombres y las mujeres le saludaban con más reverencia. Pensó entonces que todo era debido a su silencio. "El silencio!", se dijo.... "el silencio!"... — Y sintió como un estremecimiento de beatitud.

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Un día, entrada ya la noche, vió un agente de seguridad pública que un hombre echaba a correr con un envoltorio que pretendía ocultar. Fué trás él y le detuvo. Era un ladrón. Conducido a presencia del juez, declaró haber robado en casa de Zint-ching.

No lo creyó así el magistrado. El viejo filósofo era muy pobre; no podía ser poseedor de los objetos robados. Se dió aviso a los ricos del pueblo, pues entre ellos debía estar el damnificado. Y aconteció que todo lo hurtado pertenecía a gente que no tenía comunicación ni trato con Zint—ching. El ladrón mentía entonces; no fué a Zint—ching a quien robó. Y se le mandó dar de palos. Pero él sostenía que lo substraído lo sacó de casa del filósofo. Se llamó a éste. El chino entró al estrado del juez como un santo hecho del tronco de una encina. Sus ojos eran dos obscuros misterios; su boca una grieta helada; su ancha frente un yunque enmohecido...

—Es esto tuyo?, le lanzó el magistrado con arrogancia, señalándole los objetos robados. Nada respondió el chino. Se le apaleó. Todo fué inútil.

—Cómo tenías estos objetos en tu casa?..., continuó el representante de la ley....—Entonces los robaste!... y el ladrón te los robó a ti...

Ordenó el juez fueran decapitados los dos ladrones. Levantóse el ensangrentado tablado al lado del río. La multitud vistió de blanco en señal de duelo. Las cortesanas adornaron sus casas flotantes con flores rojas y blancas y dieron gracia y brillo a sus relamidos peinados con agujas de oro y de plata.

Cayó la primera cabeza. Faltaba la de Zint-ching. La multitud estaba anhelosa. "Hablará?"... "Se salvará?"... El filósofo avanzó un paso, entregóse mudo al verdugo. Cuando éste iba a dar el golpe, levantó un brazo, como diciendo: "Espera!"... Un ahh!!... de alivio corrió por todos los pechos. Zint-ching paseó una mirada yerta por el ondulante gentío, y con solemne gesto puso el índice verticalmente sobre los labios. Silencio!!..., gritaron las cortesanas. Y la cabeza del chino cayó en el agua inmóvil, verdosa, inmunda de la orilla.