Cuestión de ambiente/I

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Capítulo I - Atmósfera[editar]

Cogió con mano febril La Época, que en blasonada bandeja de plata la ofrecía un criado vestido con la librea roja y verde de la Casa; buscó una postura cómoda para su respetable humanidad en la pequeña bergère que junto a la encendida chimenea ocupaba; desplegó el periódico húmedo aún, aspirando con fruición el acre olor a tinta de imprenta, y se dispuso a leer lo que con tanta impaciencia deseaba hallar. No debía ser su flaco la machacona prosa del artículo de fondo, puesto que, haciendo una imperceptible mueca de desprecio, pasó por alto la columna y media que ocupaba y leyó el título del artículo que allí venía.

«Tardes de la Aldea», cuento, rezaba el rótulo. Miró la firma: «Juan Liste». ¡Majadero! ¿Qué sabría aquel chiquillo, que sólo salía de Madrid para pasar el verano en Biarritz y luego detenerse algunos días en París, lo que sucede en las aldeas? De seguro sería alguna papa como aquella de «Juanón y Mariona», publicada por él, días antes, en el mismo periódico. Pero, señor, ¿qué entenderán estos chicos de lo que pasa en el alma, de los amores, de las pasiones y de tantas otras cosas de que hablan con adorable frescura? Cierto que ella tampoco comprendía gran cosa, pero por lo menos no se metía en tales honduras. Venían después los ecos de sociedad: Baile en la Embajada de Inglaterra. Primero, descripción de la casa. Se la sabía de memoria. Después, minuciosa explicación de las galas que cada dama ostentaba. Todas bellas, elegantes, distinguidas. Sí, sí, «a otro perro con ese hueso». ¡Si sabría ella a qué atenerse sobre el particular! Excepción hecha de cinco o seis, realmente elegantes, las demás, con arreglitos caseros del año pasado iban tirando... Todo lo fue pasando por alto, hasta llegar a las gacetillas colocadas al final de la crónica. La primera, una boda: ¡valiente noticia! Todo el mundo estaba harto de saber aquel matrimonio. En la segunda se detuvieron sus ojos. ¡Gracias a Dios que encontraba una noticia interesante! Veámosla. «Se hablaba esta tarde en los círculos aristocráticos de una cuestión personal, surgida anoche a la salida de la Embajada inglesa, entre dos jóvenes muy conocidos en la buena sociedad madrileña.» Se alegró. No porque les deseara mal alguno, ¡Dios la librara! Ni sabía quiénes eran. Sólo porque, como se aburría, necesitaba de una comidilla sabrosa para entretener sus ocios.

No era mala, ni tampoco buena. Era, sencillamente, frívola. Fue de esa generación de mujeres que no supo hablar más que de trapos, preparando otra que sólo supiese ocuparse de la galantería. Nada interesante, nada sólido. Cuando joven, fiestas y vestidos; cuando vieja, visitas y tresillo. ¡Oh, pero en su tresillo había algo más grato que el juego! Desde que envejeció, su delicia fue la murmuración. Ella no tenía gran malicia; por eso mismo hallaba un placer más picante y sentía más admiración por la de sus contertulios. Ellos sí que tenían gracia. Aquel veterano general, cubierto de laureles, era la peor lengua de España.

No quería nada que la molestase. «No quiero músicas», decía cuando alguien venía a causarla algún trastorno o a llorarla alguna pena. Ella ¿qué culpa tenía? Sus padres, los Condes de los Alpes, habíanla educado así; su marido, el difunto Barón de Las Heras, no había intentado variarla.

Buscó por todo el periódico para encontrar algo más relativo al desafío. En la segunda plana lo halló: «Cuestión personal». Se había resuelto con un acta. Fue entre Pepito Arnal y el Conde de Casa Baia. «Por lo de su hermana, seguramente», murmuró.

Se abrió la puerta, dejando paso a la criatura humana más hermosa que vieron jamás ojos mortales. Para crear una imagen cercana a la suya en belleza, haría falta la paleta de Ticiano, el cincel de Fidias o la pluma de Milton; y, sin embargo, aunque ninguno de los tres poseo, voy a intentarlo. Su rostro pequeño y blanco, perfilado en un dibujo perfecto, se iluminaba con la claridad que en suaves ondas emanaban dos pupilas aterciopeladas, de un azul tan obscuro que casi tocaba en negro: aquellos ojos, de brillo diamantino, producían sobre la persona en que con insistencia se fijaban, una impresión dolorosa que no bastaba a mitigar la suave sombra que sobre ellos proyectaban unas largas pestañas de oro. También rubia, aunque con reflejos de cobre, era la enorme mata de rizados cabellos que coronaban su gallarda figura, aprisionados en un aro de zafiros y brillantes. Su cuello, largo y flexible, acababa en un busto de una suavidad de contornos ideal, revestido de una piel blanquísima, surcada de tenues venas azules, tan transparentes que casi se veía circular la sangre bajo ellas... Los hombros mórbidos, completamente desnudos, sólo se separaban de los torneados brazos por ligeras cadenas de piedras azules. Desde el busto descendía, marcando la irreprochable línea de las caderas y extendiéndose, al llegar a las rodillas, en anchos pliegues señoriles, que daban a aquella figura una distinción de diosa, el traje de terciopelo azul heráldico. Realmente, era un conjunto encantador de hermosura y elegancia.

Avanzó tan bella mujer, lentamente, con pasos cortos e iguales, ligeramente fruncido el pequeño entrecejo y agitando el aire con un enorme abanico de plumas grises. Se detuvo ante la butaca donde la otra dama proseguía su lectura, esperó un instante, y al ver que no levantaba los ojos del papel, dijo en voz alta: «¡Cuánto tardan esos!» Esos, eran su marido, el ilustre Duque de Alcuna, y un chico de provincia, algo pariente, y que por segunda o tercera vez llevaban a un baile; y pareciéndola que aquella frase no sacaba a la anciana de su abstracción, cogió una novela de Prevost, que sobre la chimenea dormía, y abriéndola por una señal, se enfrascó en la lectura, reinando de nuevo el silencio.

Esta vez quien lo interrumpió fue la anciana.

-Por tu parte se podía hundir el mundo sin que me dijeras una palabra. ¿Qué fue lo del desafío? Estoy impaciente deseando que llegue el general para saber lo que hay; no cuentas nada.

Cerró la joven la novela, abrió la boca de rosa y marfil para hablar. Pareció arrepentirse.

-Ya te lo contará Suárez (el general).- Y empezó a hojear el libro. Después de cinco minutos que transcurrieron silenciosos, murmuró con profundo hastío: «¡Qué aburrido es comer en familia!» Lo dijo ingenuamente, sin intención de ofender a su madre.

Ella también era frívola, pero con frivolidad bien distinta. Era la suya una frivolidad apasionada. No se contentaba, al igual de la autora de sus días, con hablar de trajes, criticar a las amigas, rezar como un papagayo y pertenecer a ocho o diez juntas benéficas. No. La educación había sido la misma. El carácter, muy distinto. «Mientras sea muy católica, todo irá bien», decía su madre. Y fue muy católica. ¿No había de serlo? Todos los domingos iba a misa y todos los años hacía ejercicios por Semana Santa.

-Aparte de eso, que haga lo que quiera.- ¡Y vaya si lo hizo! De cosas serias aprendió poco; pero ¿clases de adorno? Era en ellas maestra. Equitación, música, pintura. La pintura era su especialidad. Luego leyó, leyó mucho, sin orden ni concierto, desde Fray Luis de León a Bocaccio, desde Virgilio (traducido) a Paul de Kock. Pero su pasión eran los autores psicólogos: Bourget, Prevost. Se creía un espíritu complicado. ¡Ella sí que comprendía a D'Annunzio!

¡Mentira! Ella no le comprendía, ni ganas. Era una postura (pose, como dicen los franceses).

Hubo una época en que la dio por hablar con los que pasaban por usar mayores libertades de palabra. Luego, por charlar con literatos artistas.

Sí, sí. Era una apasionada, pero de lujo, de elegancia, de ostentación y de amor. De amor a su manera.

¡Qué aburrido era comer en familia! En aquella casa se practicaba el culto al hogar, pero sólo ante los extraños; cuando estaban solos, era otra cosa.

Entró uno de «esos». Era el pariente. Ignacio de Loidorrotea. De regular estatura, porte distinguido, buen color, pelo castaño obscuro, partido a un lado por la raya, y frente ancha y despejada que le daba un aspecto de franca nobleza; eran, sin embargo, lo más interesante de su fisonomía, sin duda alguna, los ojos, donde vagaba una mirada llena de dulzura y lealtad que no excluía la inteligencia que en ellos brillaba. En convivencia con los ojos, se plegaban los labios en una sonrisa de bondad. En verdad que era simpático aquel muchacho. Vestía bien, sin exageración.

Se inclinó ante la baronesa viuda, que le tendió su mano, siempre enguantada; saludó a la joven y fue a colocarse de pie ante la chimenea. Agotó en breve dos o tres temas de conversación. La anciana no parecía hacerle gran caso, sumida ahora en la lectura de un crimen espeluznante, cuyos espantables detalles parecían producirla profundo interés. La rubia, colocada a alguna distancia, le envolvía, mientras hablaba, en una mirada tibia y acariciadora. Algunas veces se tornaba en ardiente, y entonces ella descendía con rapidez sus largas pestañas para velar el fuego de sus pupilas. Pasado un rato dio algunos pasos hacia él, arrastrando con majestad su larga cola sobre la mullida alfombra.

-¡Qué poca gracia tienes para arreglarte la corbata!- Tiró el abanico sobre una butaca y se preparó a perfeccionar con sus bellas manos el nudo. Hizo un movimiento de coquetería. Perdió la estatua su rigidez marmórea. Se ladeó la cabeza curvando el cuello, olvidó la cara en una picaresca sonrisa su irreprochable dibujo, se achicaron los ojos, echáronse hacia adelante los hombros dejando su clasicismo para tomar un no sé qué de lúbrico, adquirieron movilidad las caderas, y la imagen cambió por completo, exhalando toda ella un perfume de voluptuosidad embriagador. Dejó la diosa de serlo y se convirtió en mujer. Tal vez estaba más apetitosa así, pero indudablemente estaba menos bella.

Después de la corbata le pasó la mano por el bigote, luego por el pelo. ¡Para eso eran primos! Él la miró casi con inocencia. ¿Qué tenía de particular? Aquellos parientes eran muy buenos, muy buenos; le habían recibido como a un hermano; como si lo fueran les quería, y como a tal le trataban.

Volvió a abrirse la puerta. El marido. Bien vulgar por cierto.

Corrió a su encuentro. Le abrazó. ¡El amor conyugal era su flaco!

-Hijito..., ¡cuánto has tardado! ¿Dónde has estado?- formuló melosamente. Tomó el prócer un acento solemne y extendió el brazo como si fuese a pronunciar un sermón:

-Ahora que ya pasó, se puede hablar de ello. He sido padrino del Conde de Casa Baia.

«El motivo de la cuestión es un secreto que no puedo violar. (La suegra no preguntó nada. Bien sabía ella que se lo contaría al día siguiente.) Afortunadamente, la cuestión, juzgada a través del más severo prisma de honor, no daba motivo para ir al terreno, y se resolvió con un acta y un almuerzo.»

Ellos, los padrinos, habían estudiado minuciosamente el motivo, y así, resuelto. Si hubiese habido la menor ofensa, no hubieran cesado hasta lavarla en sangre. «Como las mujeres sois así -continuó-, nada os quise decir, para no causaros inquietud».

Calló el magnate. La tierna esposa estaba emocionada con aquel rasgo de cariñosa prudencia.

¡Oh! Indudablemente las cuestiones de honor eran el fuerte del ínclito caballero. Volvió a tomar la palabra para encararse con Ignacio. A propósito; ya sabía que la noche antes no habla quitado los ojos del palco de la hermana del Marqués, y ella parece que también correspondía. Se alegraba. Una gran familia, muy noble; el padre, un gran señor; la madre, una santa. Pues ¿y el hermano? Un perfecto caballero.

¡Qué bondad condescendiente ponía aquel señor en sus palabras!

Verdaderamente, era un ser paternal.

Los tres le agobiaron. Una boda magnífica. La niña, un ángel; gran posición; todos se alegraban mucho. Ellos, que tanto le querían, no cejarían, no, hasta arreglarlo. Allí estaba su futura felicidad; de ello no cabía duda. «-Sí, sí -acabó la anciana-. Cosa hecha; te casamos, o poco hemos de poder. Ellos son algo parientes, y nos consideramos como hermanos».

Sonreía, un poco cortado, la cara teñida de rojo, y en los ojos una franca y reposada alegría. ¡Qué buenos eran! ¡Qué suerte la suya! Había encontrado allí unos padres que velaran por él. No lo negó. ¿Para qué? Hubiera sido ingratitud. Era verdad. La noche anterior no quitó en todo el transcurso de la representación los ojos del palco que, en unión de sus padres, ocupaba la hermana de Casa Baia, latiéndole el corazón con agitadas palpitaciones. Ella también le miraba mucho, no cabía duda. ¿Por qué aquel cambio, cuando veinticuatro horas antes no parecía fijarse en él? No podía explicárselo. Pero ¿qué le importaba? ¿Acaso hace falta buscar la explicación de los sentimientos cuando se tiene un corazón sano y joven? Analizar es más propio del médico que del amante. Para creer, para amar, no hace falta el análisis: basta sentir. El que analiza, mata.

Una impresión gratísima le invadía al sentir nacer aquel amor en su alma ansiosa de cariño, y condenada a estar privada de él desde la muerte de sus padres.

¿Podrían llegar a realizarse tan bellas ilusiones? Sentía ganas de arrojarse a sus plantas y cubrirles las manos de besos. ¡Qué buenos! ¡Oh, qué buenos!

Entró la doncella sosteniendo un rico gabán de chinchilla, en el que se envolvió la dama. Después se acercó ésta a su madre y la besó la mano. Lo hacía siempre que había gente. Aquel era su orgullo. «Mi hija -decía en cuanto se ofrecía ocasión propicia- está muy bien educada. La he dado una educación patriarcal. Me muero por los hogares a la antigua usanza, y aunque me esté mal el decirlo, el mío tiene mucho de ellos.»

Sí tenía mucho. Por el pronto los sitiales de la antesala.

Se colgó del brazo de Ignacio para descender la monumental escalera de mármol, seguidos por el marido, y un minuto más tarde se perdían al trote de los soberbios caballos que arrastraban la berlina entre las brumas de la noche.