Cuestión de ambiente/VIII

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Capítulo VIII - ¡Padre mío! ¿Por qué me abandonas?[editar]

Palabras de Cristo en el Calvario.

Abrió los ojos y miró a su alrededor para ver el sitio en que se hallaba. Era éste un vasto jardín de añosos árboles de secular ramaje, cubierto de verdes hojas, al través de las que se filtraba el sol poniente, formando caprichosos dibujos de oro sobre las bien cuidadas calles de arena que entre los simétricos cuadros de verdura que llenaban el parque, corrían; dibujo que a cada momento variaba de forma, merced a los suaves soplos de la brisa cálida y henchida con los perfumes de aquella tarde primaveral. En el fondo del jardín, cortando el purísimo azul del firmamento, se elevaba un gran edificio de ladrillo rojo con tejado de pizarra. La mayoría de sus ventanas, cuya simetría daban a la mole aspecto de colegio u hospital, estaban abiertas de par en par, pero sin dejar ver ni rastro de ser humano. Ante la casa había un pequeño parterre donde, entre los caprichosos arabescos de yerba, crecían bonitas flores ostentando sus brillantes colores, mecidas al sol por el aire que las acariciaba con sus suaves besos.

No pudo darse cuenta de dónde estaba ni por qué causa reposaba en aquel rústico banco, ni de las circunstancias que allí le llevaron. Su memoria parecía borrada como si hubiesen arrancado de ella la noción de los hechos pasados. Trató de levantarse y experimentó agudos dolores en todo el cuerpo y un cansancio físico, unido a un abatimiento moral tan espantoso, que tuvo que permanecer sentado. Según el tiempo transcurría, iba como recobrando la idea de los acontecimientos y dibujándose, aunque con borrosos contornos, los sucesos, y cuanto más volvía a la realidad, mayor era su tormento, si bien su debilidad le impedía ser víctima de las violentas conmociones de la víspera. Así fue recordando la escena con la Alcuna, su radiante belleza..., la atmósfera de molicie de que se rodeó aquella infausta noche, el criminal amor que hacia él sintiera, el beso aquel que por su mal la dio y que aún le quemaba los labios, el anónimo, el drama con su mujer, que trajo por consecuencia el derrumbamiento de su dicha, y, por último, su enfermedad.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Dónde se hallaba? Eran preguntas que se hacía y a las que no podía contestar. En cambio veía más claro en los hechos pasados. Aquella rápida boda la habían hecho con sus ulteriores miras la Alcuna y Eulalia. ¡Qué duda cabía! La una le deseaba, la otra quería ocultar su vergüenza. Aquel anónimo era obra de la enamorada, irritada por el despecho. ¿Por qué no? Buscó una explicación infame, fatal, para cada hecho y cada frase. A ello le impulsaba el desengaño. Al comprenderlo así, volvió con infinito dolor los ojos al recuerdo de sus padres. «¡Padres míos, no me abandonéis!» Sollozó, ocultando la cara entre las manos. Cuando se descubrió vio ante sí una figura, que por un momento pudo suponer creación de su mente alucinada. Era un anciano de luenga y pobladísima barba, de eucarística blancura. Su rostro, surcado de profundas arrugas, tenla una grave y majestuosa calma, que imponía suave respeto; en él brillaban, con luces semejantes a fuegos fatuos, dos pupilas negras como la lóbrega profundidad de la muerte; tenían algo de la sombría y quemadora claridad de los iluminados, que hace temblar en un escalofrío a aquel en quien se fijan. Alrededor de su cráneo calvo y reluciente, y la frente exceptuada, crecía nívea corona de plateados rizos, revueltos y enmarañados. Cubrían su demacrado cuerpo, donde los huesos querían taladrar la carne, viejísimas vestiduras a medias cubiertas por una raída capa, que después de darle la vuelta a la cintura y pasarle sobre un hombro, aún arrastraba por el suelo en nobles pliegues. De sus manos, largas y huesudas, manos prerrafaélicas, una sustentaba aquella a modo de talar vestidura, y en la otra apoyaba la abatida frente, cual si el peso insustentable del pensamiento le rindiera. Aquella figura profética, deífica, apostólica, fluctuando entre dulce y amenazadora, recortándose sobre el fondo dorado de la arena bañada por los últimos rayos del sol, abrillantada por el contraste con la sombría verdura del follaje, semejaba la imagen escuálida de un patriarca bíblico, arrancada de las tablas de alguno de los maestros italianos del Renacimiento.

Con voz sonora y armoniosa, en que había alguna de las notas solemnes y profundas de los cantos en loor de los difuntos, dijo: «En el mundo todo es falsía y vanidad»; y emprendió de nuevo su camino, con pasos graves, mesurados e iguales, fijos en tierra los ojos para hallar la verdad, ya que no es dable a los mortales remontarse al cielo en su busca. Ignacio le siguió con la vista hasta que se perdió entre los árboles, quedando de él tan sólo el ligero rastro que en la arena marcaba su capa.

No tuvo tiempo de dar forma concreta a los pensamientos que a su cerebro acudieron en tropel. Por uno de los senderos avanzaba hacia él una mujer, si mujer puede llamarse aquel ser con facha de vieja cortesana enferma, que sólo repugnancia podía inspirar en quien la contemplaba. Alta, escuálida, huesuda, de semblante cetrino, donde había dos ojos mortecinos y apagados, en que ni el más leve signo de inteligencia brillaba; semblante sólo animado por la abierta boca, que dejaba ver la negra y mellada dentadura, sonriendo con una risa lujuriosa llena de asqueroso impudor, y por corona de aquella que debió ser en otros tiempos reina del vicio, una espesa mata de cabellos amarillentos y grisosos. Vestía una bata de mugriento percal rojo, que al andar dibujaba los contornos de sus piernas delgadas y largas. Cruzadas sobre el pecho, y sosteniendo un pañuelo que debió ser blanco, traía las manos de curvos dedos y largas uñas negras, manos que más semejaban a las garras de un ave de rapiña. «Hombre -formuló con ronca y aguardentosa voz-: ¿buscas la esposa modelo de honradez, de honestidad y de virtud? Yo soy». Y dicho esto, separó las manos quitando el pañuelo, y mostró sus rugosos pechos flácidos y exhaustos; después volvió la espalda y se alejó poco a poco, contoneando su cuerpo y haciendo oscilar sus caderas con lúbrico contoneo al ritmo de una indecente canción.

Sin saber por qué, sintió nuestro protagonista que sus ojos se llenaban de lágrimas y que una angustia infinita le ahogaba, experimentando un deseo pueril de ocultarse en el fondo de la tierra. El ruido de unos pasos junto con el de algo que arrastraba, le hizo alzar del suelo las pupilas. Ante sí vio de pie un sacerdote. Su semblante duro, enérgico y de correctas facciones, se esclarecía con los luminosos reflejos de sus negrísimos ojos. Un pelo áspero y ensortijado cubría el sitio donde antes debió estar la corona. Su negra sotana, hecha jirones, se ceñía a su cintura con unas largas disciplinas. Traía descalzos los pies, y colgando de una larga cuerda, que dejaba arrastrar por el suelo, una custodia rota y abollada.

-¿Por qué lloras, mortal? ¿No tienes fe? Si vienes tras de mí, yo te la daré. No morirás nunca. Soy el profeta de Dios. ¡Ven! ¡Ven! -Y se alejó repitiendo solemnemente: «¡Ven! ¡Ven!»

Ignacio, helado de terror, quiso levantarse, mas vio espantado desfilar por el fondo del jardín la extraña procesión de sus escarnecidas virtudes.

Una idea sombría, cual pájaro protervo, cruzó entre negras nubes por su mente.

-¡¡Estoy en una casa de locos!!

Sí. Estaba en una casa de locos, y estaba allí porque había creído en la virtud, en la honradez, en la bondad, en la lealtad y en la justicia, y aquellas virtudes no eran más que un juego con que la sociedad en que había ido a caer encubría con inicua farsa sus bastardas pasiones. Estaba allí porque había amado a cuantos le rodearon, y ellos no habían hecho más que fingir cariño en espera de la hora en que pudiera mostrar sus odios. Porque tuvo fe en aquél, creyéndole bueno, y el mundo se rio de su candor. Lóbregas imágenes miró ante sus ojos, y entre ellas, rodeada de una nube de fuego, destacose la escena del Calvario que algún ignorado artista labró sobre el viejo retablo de su solariega mansión de Igueldo. En él, pendiente de tosco madero, estaba el mártir del Gólgota. Sobre su rostro cadavérico resbalaban gotas de sangre, y sus marchitos labios pedían agua. Un sayón tendíale en el extremo de su lanza una esponja empapada en vinagre. A sus pies se arremolinaba el pueblo pidiendo la muerte de su Dios. Aquella misma humanidad que crucificó al Mesías le condenaba a él.

¡Pero no! No estaba loco, y haciendo un esfuerzo sobre sí, podría demostrarlo y saldría.

Atroz desaliento te invadió . ¿Para qué? Ninguna misión tenía que cumplir. ¡Nadie le amaba!

Agonizaba la tarde con solemne calma. Sólo interrumpía el silencio el débil susurro de las hojas agitadas por la brisa. Algunos pájaros saltaban de rama en rama. Una mariposa blanca vino a posarse cerca de él. Cortó el silencio el melancólico tañido de la esquila del próximo convento llamando a los fieles a la oración de la tarde. Allá, a lo lejos, se alzaba una neblina azul, como el vaho de un enorme monstruo, cernida sobre la gran ciudad, y de tiempo en tiempo traía el viento un débil rumor del tráfago de Madrid. Se oyó al través de la tapia el tintineo de un tranvía que corría hacia la capital, donde los seres seguirían luchando, en terrible batalla, por la satisfacción de sus pasiones.

Él no volvería ya. ¿Para qué? Era un vencido más. Mejor valía vivir allí, dedicado al recuerdo de aquellos padres, que lejos, muy lejos, a orillas del Cantábrico, reposaban, únicos seres que le amaron en el mundo.

Se hincó de rodillas, anegados en lágrimas los ojos, y murmuraron una oración sus labios, mientras las sombras de los árboles que el sol poniente reflejaba se iban agrandando, agrandando, como engendros de una imaginación enferma, hasta tomar monstruosas proporciones.