De Cartago a Sagunto/V

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V

Las visitas que en los siguientes días hice a don Florestán de Calabria me proporcionaron agradables ratos de parloteo con La Brava en su propia habitación. Mostraba Leona bastante inquietud ante el cerco que a la ciudad ponían las tropas centralistas mandadas por Ceballos, activando cada día más los trabajos de fortificación y atrincheramiento. «A mi juicio-me dijo Leonarda torciendo la boquita como hacía siempre que pronunciaba palabras escogidas- pronto empezarán nuestros contrarios a zurrarnos de lo lindo, y tanto apretarán el sedio que no podrá entrar ni salir bicho viviente. Si tuviera yo mi economía en todo su pogeo, quiero decir si hubiera ajuntado dinero bastante, mañana mismo saldría de naja para Madrid».

Respondile que tuviera sosiego porque el sitio no había de ser muy duro. ¿Por qué no aplazar el viaje hasta fin de año? En un momento de afectuosa intimidad me salió de la boca el chispazo de estas palabritas: «No juraré yo, pecador de mí, que no te acompañe para hacer tu presentación en el gran mundo, que solemos llamardemi-monde».

Movido de no sé qué atracción inexplicable, visité también por aquellos días a David Montero. Este hombre me interesaba enormemente por su natural agudeza, por su vida laboriosa y trágica. Si eran dignos de estima los pensamientos que en el curso de la conversación mostraba, no lo eran menos los que a medias palabras y con velos de reserva dejaba traslucir. Cuando le conocí se me mostró como habilísimo mecánico de instrumentos menudos y sutiles. Después, en su casa, se me reveló como astrónomo con puntas de nigromante. Últimamente advertí en su taller apuntes, papeles llenos de guarismos y trazos lineales que indicaban estudios de Aritmética y Geometría.

Una mañana, al traspasar los umbrales del hogar de Montero, situado como he dicho en los altos de la vieja Catedral, tropecé de manos a boca con una mujer que, si no era la propia Doña Aritmética era el mismo demonio, transfigurado para volverme tarumba. Trémulo y confuso le pregunté: «¿Pero es usted Doña Aritmética?». Y ella me contestó entre asustada y burlona: «No señor; no me llamo Demetria, sino Angustias para servir a Dios y a usted». Repuesto de mi sorpresa pude advertir que había semejanza de facciones entre la servidora de Floriana y la criada de David, sólo que ésta era mucho más madura y peor apañadita.

Poco después, cuando Montero me daba cuenta de la parte no reservada de sus trabajos, entró a llevarle café otra anciana vestida de negro, en quien de pronto vi pintiparada la imagen deDoña Geografía. También entonces expresé mi curiosidad, y ella repuso: «No me llamo Sofía sino Consolación, y soy de Totana para lo que usted guste mandar».

-Pues mire, don Tito -dijo a la sazón David, riendo-. En broma llamo a esta buena mujer Doña Geografía, porque sabe de memoria los nombres de todos los pueblos del país murciano.

No era la primera vez que sufría yo tales equivocaciones. Algunos días sentíame perseguido por fantasmas, reminiscencia de mi antigua navegación por el inmenso piélago suprasensible.

Sin saber cómo, nuestra conversación recayó en el asunto del cerco de la Plaza, mostrándose David algo pesimista sobre las consecuencias de esta función militar, y no mal informado de los planes del Ejército sitiador. Hizo breve semblanza del General Ceballos, del Brigadier Azcárraga y de los Comandantes Generales de Artillería e Ingenieros Brigadier don Joaquín Vivanco y Coronel don Juan Manuel Ibarreta, revelando conocimiento directo de sus respectivos caracteres. Luego enumeró las fuerzas Centralistas, según su parecer escasas pero bien disciplinadas. Marcó después el contingente de las diversas Armas, con tal precisión y seguridad en las cifras como si lo hubiera contado. Notando mi extrañeza por la posesión que tenía de aquellos datos sin salir de la Plaza, me dijo:

«Algunas mañanas me voy al castillo de Moros. En lo más alto de sus muros he puesto un anteojo de mucho poder, con el cual veo los trabajos que hacen los sitiadores. Ya sabe usted que la primera batería la tienen emplazada en Las Guillerías. En ella hay cuatro piezas de a diez y seis. El talud interior del espaldón está revestido de cestones, y las cañoneras de sacos terreros. Han emplazado la segunda batería cerca de las casas de don José Solano, artillándola con cinco obuses de a veintiuno. El terraplén interior consta de tres planos diferentes.

»Más allá, junto a la ermita de San Ferreol, hay otra batería con seis cañones de a diez y seis. Los revestimientos están hechos con cestones y fajinas. La batería de la Piqueta, que está al lado de la finca de este nombre, se halla provista decubre-cabezas, y tiene un través en su centro que completa la protección del retorno de la derecha».

-Ya veo, amigo David -le dije sin ocultar mi asombro-, que es usted una enciclopedia. Yo le admiraba como mecánico y astrónomo, y ahora resulta que es usted maestro también en el Arte de la Castrametación.

-La tristeza y el aislamiento -replicó él- nos lleva, señor don Tito, a la variedad de los estudios. Hace unos días, hallándome hastiado de trabajar sin fruto, sentí vivas ganas de tomar el tiento a las cosas de Guerra... Vea los libros que tengo aquí. Me los ha prestado el Brigadier Pozas, que, según entiendo, no los ha leído ni por el forro... Si sigo en esta inacción que me entumece el cerebro, el mejor día me encuentra usted entregado al Derecho canónico, o al Ocultismo, que así llaman hoy a la Magia.

Con la idea de obtener de aquel hombre extraños hilos o hilachas para mi tejido histórico, seguí visitando a Montero. Algunas mañanas no le encontré en su casa. Esperábale, y al fin le veía llegar fatigado y cubierto de polvo. Venía sin duda del campo reseco que a Cartagena circunda. A las veces, no me hablaba de nada concerniente a las fuerzas sitiadoras, sino de chismes y enredijos del interior de la ciudad; por ejemplo: «Parece que hay sospechas de que Carreras, Pernas, Del Real y otros militares, hociquean secretamente con el General Ceballos. Dicen que corre el dinero... Yo no lo creo. Tal infamia no es posible». Otros días se lanzaba desde luego, sin preámbulos, a departir sobre el Arte de la Fortificación.

«Para proteger las baterías que acaban de emplazar -me dijo una mañana-, y para oponerse a cualquier salida que intentemos los cantonales, están los sitiadores haciendo espaldones sistema Pidoll, modificado con pozos para los sirvientes de las piezas, que creo son de las de a diez. Uno de los espaldones lo construyen entre el ferrocarril y la finca de Bosch, otro en las inmediaciones de la casa de Calvet, y otro junto a Roche Bajo. Parece ser que cuando terminen estas obras empezará el bombardeo, y allá veremos quién puede más».

Pepe el Empalmao, a quien yo utilizaba mediante cortas dádivas para recadillos y espionajes de diversa índole, aprovechó una tarde en que nos encontramos enteramente solos para decirme con ronco sigilo cavernoso: «Señor don Tito, ese David sale de madrugada, y escondiéndose de la gente va al campo de los judíos Centralistas. Allí se pasa las horas hablando con éste y con el otro, y mayormente con uno que llaman el Azcárrago. Esto se lo digo a usted sólo. Chitón y armas al hombro».

-Me parece, Peporro -contesté yo, para estimularle a mayores confidencias-, me parece que no es David sólo. También tú y otros como tú... metéis la cuchara en la olla del enemigo.

-¡Señor! -exclamó furioso José, golpeándose el pecho con rabia-. Llámeme lo que quiera menos traidor. Por la necesidad le presto a usted y a otras personas servicios de tercería. Pero vender a mi Cantón de mi alma... ¡eso no lo hago por todo el oro del Potosí sumarino!

Buscando yo nutritivo condimento histórico, encontraba tan sólo aguanosas y desabridas salsas. Por las tardes, en la redacción de El Cantón Murciano, Fructuoso Manrique y Manuel Cárceles me referían los sucesos, abultándolos desaforadamente. Las cosas más vulgares, en boca de aquellos patriotas ingenuos, eran trágicas, épicas y de grandeza universal o cósmica. Un día de Noviembre, no importa la fecha, leí en pruebas un artículo de Roque Barcia, que ofrezco a mis lectores como muestra de la literatura política sentimental que hizo estragos en aquellos tiempos. El insigne don Roque flaqueaba por la entonación lacrimosa de sus escritos, inspirados en los trenos de Isaías, o en los cánticos de David bailando delante del Arca Santa.

Decía Barcia en su artículo que pronto partiría de Cartagena, por la necesidad de inflamar en todas partes el fuego sagrado del Cantonalismo. Al marchar a otras Regiones, donde estaba a punto de sonar el grito, rogaba a todos que se acordasen de él. Concluía así la salmodia: «Cuando los niños de hoy pregunten a sus madres ¿dónde está aquel hombre que nos dio tantos besos?, que les contesten: ¿vosotros no sabéis la historia de aquel hombre?... Pues era... hijo, era un pirata».

El 26 de Noviembre (esta fecha es de las que no pueden escaparse de mi memoria), a las siete de la mañana, rompieron el fuego contra la Plaza las baterías Centralistas. Al bombardeo no precedió intimación ni aviso alguno. El primer momento fue de estupor medroso en Cartagena. Pero el vecindario y los defensores de la ciudad no tardaron en rehacerse: hombres, mujeres, niños y ancianos corrían al Parque en busca de proyectiles y sacos de pólvora, que llevaban a los baluartes de la muralla. Yo fui también allá para enterarme de cuanto ocurría, y vi actos hermosos que casi recordaban los de Zaragoza y Gerona.

Entre la muchedumbre encontré al veterano de Trafalgar, Juan Elcano, que ansiaba reverdecer sus marchitos laureles. Gesticulando con sus manos tembliconas me dijo que si le daban un puesto en la muralla cumpliría como quien era. La persona del heroico viejo trajo a mi mente la imagen de Mariclío, con quien primera vez le vi comiendo aladroque en la puerta de un caserón de Santa Lucía. Al momento le pregunté por la divina Madre, y afligido me contestó: «Ya no está la Señora en Cartagena. Una noche, hallándonos todos sus amigos acoderados a ella, oyéndole contar cosas de los tiempos en que era moza (y para mí que su mocedad la pasó en el Paraíso Terrenal), se desapareció de nuestra vista y todos nos quedamos con la boca abierta, mirando al cielo, porque nos pensemosque se había ido por los aires. Una vieja sabidora que andaba siempre con Doña Mariana, nos dijo: 'Bobalicones; aunque la Señora gusta de platicar con los humildes, no creáis que es mujer; es Diosa'. Yo calculo, acá para entre mí, que Doña Mariana es el Verbo, o por mejor hablar, la Verba divina».

Al atardecer de aquel mismo día supe que el veterano de Trafalgar, consecuente con su destino heroico, había muerto en la muralla defendiendo la idea cantonalista, última cristalización de su patriotismo.

Continuó el bombardeo en lo restante de Noviembre, con mucha intensidad durante el día, atenuándose algo por la noche. Los proyectiles de los sitiadores producían más estragos en los edificios de la población que en las fortalezas. La Junta Soberana recorría los castillos y baluartes dando ánimos a los defensores de la Plaza. Ocasiones tuve yo de ver y apreciar por mí mismo el tesón de los Cantonales ante los fuegos Centralistas. Esta virtud les hacía merecedores de la independencia que proclamaban. Había cesado el estruendo importuno de los vítores, arengas y aplausos, y llegado el momento, la función guerrera desarrollábase gravemente, con viril entereza que rayaba en heroísmo.

Accediendo a las súplicas de los Almirantes de las escuadras extranjeras, el General Ceballos concedió armisticios de cuatro y seis horas para que salieran de Cartagena los ancianos, niños y mujeres. Una de éstas, la impaciente Leona, se preparó para escabullirse aprovechando alguna de aquellas claras. Pero yo la disuadí con la promesa de acompañarla si hasta Navidad me esperaba.

A don Jenaro de Bocángel le vi en el baluarte de la Puerta de San José, lacio, trémulo y despintado, no ciertamente con anhelos heroicos, sino con la modesta pretensión de transportar agua, proyectiles y cuanto los combatientes necesitasen. Llevaba las babuchas de orillo y el pardo chaquetón que yo le regalé. En el corto diálogo que sostuvimos me dijo que, según noticias transmitidas por la suegra de su sobrino, la proclamación del Cantón Mantuanodependía de que la indómita Cartago hiciese una defensa heroica, no dejando títere con cabeza en el Ejército de Ceballos.

El 29 de Noviembre marchó la escuadra Centralista a repostarse de carbón en Alicante. El 30 hicieron los Cantonales una salida desde el fuerte de San Julián, causando 25 bajas a los batallones de Figueras y Galicia, que mandó a su encuentro el General Ceballos. Como yo no cesaba en mis investigaciones, allegando datos para los anales de Mariclío, fui a ver a David Montero, y éste me dijo que Ceballos, apretado por el Gobierno para rendir la Plaza en pocos días y no teniendo bajo su mando fuerzas suficientes para consumar empresa tan difícil, había presentado la dimisión. No di crédito a esta noticia. Algunos días después volví a visitar a Montero, encontrándole inquieto y caviloso. Díjome que en sustitución de Ceballos vendría López Domínguez, General joven, procedente del Cuerpo de Artillería, y sobrino de Serrano. No pude arrancarle más confidencias, ni me dio el menor indicio de la fuente de sus informes.

El 5 o el 6 de Diciembre, no acierto a puntualizar la fecha, subí de nuevo a la guarida del mecánico, astrónomo y estratega. Al traspasar la puerta saliéronme al encuentro, desoladas, las dos viejas a quienes mi exaltada mente confundió con las vaporosas figuras de Doña Aritmética y Doña Geografía, las cuales me manifestaron que estaban solas pues don David, después de quemar todos sus papeles, se había marchado una madrugada enviando luego el aviso verbal de que su ausencia duraría largo tiempo. Aquellas pobres mujeres no sabían qué hacer ni a qué santo encomendarse.

Del 12 al 13 llegó López Domínguez y tomó el mando de las fuerzas sitiadoras. Ceballos había marchado ya, dejando interinamente al frente del Ejército Centralista al General Pasarón. Con el nuevo caudillo vinieron los Brigadieres López Pintos y Carmona en sustitución de Azcárraga y Rodríguez de Rivera, que con Pasarón marcharon a Madrid. El primer cuidado de López Domínguez fue recorrer la extensa línea de sitio y revistar las tropas, a las que encontró animosas y disciplinadas. Luego dio una proclama. Siguió después el bombardeo, notándose que la Artillería Centralista hostigaba a la población sin hacer fuego contra los castillos, lo que puso en cuidado a los jefes Cantonales por ver en ello un indicio de secretas connivencias con las guarniciones de los fuertes. Desde que comenzó el bombardeo de Cartagena en 26 de Noviembre hasta que López Domínguez tomó el mando del Ejército Centralista, hizo éste 9.297 disparos de cañón, y la Plaza, sus fortalezas y fragatas 10.159. ¡Una friolera!

En el curso de Diciembre, pude apreciar por observación directa ciertos hechos que explican y corroboran la psicología de las guerras civiles en España. Leed, amigos y parroquianos, lo que a continuación os refiere un observador sincero de los hilos con que se atan y desatan las revoluciones en los tiempos ardorosos y pasionales de nuestra Historia. Cuando arreció el bombardeo pudo advertirse que los jefes de los batallones de Iberia y Mendigorría, que como se recordará se habían pronunciado en favor de los rebeldes de Cartagena, se mostraban inclinados a una pronta capitulación. Tonete Gálvez, que poseía tanta bravura como agudeza y era el hombre de mando en la República Cantonal, con dotes militares, con dotes de estadista y toda la malicia y sagacidad que siempre han sido complemento de aquellas cualidades, supo calar las intenciones de los individuos del Ejército que meses antes, en los torbellinos de Julio y Agosto, se habían pasado al Cantonalismo con armas y bagajes. Los vigilaba cauteloso y al fin descubrió el enredo.

Desempeñando el Coronel Carreras las funciones de Sargento Mayor de la Plaza, dispuso una noche, con el pretexto de defender a Santa Lucía, que salieran el batallón de Mendigorría y Movilizados. Gálvez, noticioso de que se dio a estas fuerzas el mismo santo y seña que tenían los sitiadores para entrar en Cartagena, ordenó al instante la suspensión de la salida, y puso presos al Sargento Mayor y a varios jefes y oficiales, asegurándolos en el castillo de Galeras. Al enterarse el General Contreras de lo que ocurría, subió presuroso al castillo para escuchar las declaraciones de los detenidos. Encerrado Carreras en una estancia, alguien observó que rompía papeles apresuradamente.

En esta operación fue sorprendido, y sus guardianes recogieron los trozos de papel, entregándolos a Gálvez y Contreras, que tuvieron la paciencia de unirlos para obtener el texto completo. Entonces se comprobó que había sido vendida la Plaza: era aquel escrito una lista de comprometidos a entregar Cartagena a los sitiadores, y consignaba las recompensas de grados y el premio pecuniario que por su defección les concedería el Gobierno Central. Ordenose en el acto la prisión de los que aquel documento denunciaba, y dieron con sus huesos en Galeras Pozas, Pernas, Perico del Real y otros muchos militares de diferente rango y categoría.

Pocos días después de este grave suceso, supo Gálvez por un soplo que a las doce de la noche tenían decidido embarcar y marcharse de Cartagena algunos individuos de la Junta Soberana. Eran las ocho cuando, reunida la Junta en el Ayuntamiento, se presentó Tonete en el Salón de sesiones, sin más escolta que su hijo Enrique, su sobrino Paco y el capitán de Voluntarios Tomás Valderrábano. Llevaba Gálvez las manos en los bolsillos del pantalón y en ellos dos pistolas amartilladas. Apenas traspuso la puerta dijo a los reunidos: «No se mueva nadie. Al que intente salir le levanto la tapa de los sesos, y si alguno se me escapa, en la calle será recibido a tiros».

-¿Puedo yo moverme? -preguntó el General Ferrer.

-Puede usted pasearse dentro de esta sala; pero nada más -contestó Gálvez con sequedad y entereza, añadiendo sin más preámbulos-. Han sido ustedes descubiertos, caballeros.

Quedaron corridos como monas los señores de la Junta que estaban en el ajo. Estrechó Tonetela mano a los que consideraba leales al Cantón; a los demás dijo que quedaban en libertad, que podían ausentarse de Cartagena previo aviso, y que sí alguno permanecía en la ciudad y hacía traición a la Causa sería fusilado en el acto sin compasión.