De Cartago a Sagunto/XIII

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XIII

Casi automáticamente me llevaron mis pasos, no sé qué día, a la casa de Leona. El estado de constante alucinación, que balanceaba mi alma en impresiones de susto y regocijo, sustraíame la noción del tiempo y me daba sensaciones equivocadas de personas y lugares. La vivienda de La Brava se me antojó palacio suntuoso... La señora no estaba, según me dijo una linda criadita al abrirme la puerta. Pasé a la sala y al punto se me apareció don Florestán, en la misma facha y pergenio con que le conocí en el patinillo de Santa Lucía. Las melenas ahuecadas, según la moda del 40 al 50, ornaban otra vez su noble cabeza siciliana. Había vuelto el rosicler a sus pómulos, y a su perilla el negro humo de la sartén. Con voz opaca y un tanto medrosa me dijo: «Estoy trazando un documento importantísimo, con escritura netamente burocrática y todo primor de sellos y estampillas que han de darle la debida eficacia como documento público... Perdóneme que le deje un momento, pues tengo que acabar mi trabajo ahora mismo. La señora no ha de tardar; ha salido en coche».

A punto que desaparecía de mi vista don Florestán, se me presentó Leonarda, en cuya persona vi la más exquisita elegancia y distinción. ¿Era ya Duquesa de Mula? Sentose a mi lado en un rico diván, y apenas me habló de diferentes cosas, ora políticas, ora privadas, advertí la discretísima forma y primor de su lenguaje. No usaba ya sin ton ni son las palabras finas, sino que las seleccionaba, aplicándolas con arte a la expresión de las ideas. Soñaba yo sin duda oyendo la dicción limpia de Leona, cual si pasara sobre ella toda la piedra pómez de la Academia de la Lengua.

Díjome mi dulce amiga que no tardaría yo en llegar a la meta de mis ambiciones si seguía con paso firme la senda que un hado propicio me señalaba. Como yo me manifestase dispuesto a seguir todos los caminos y veredas que los tales hados o hadas me señalaran, añadió la ya retocada y pulida mujer: «Aunque no han de faltarte los medios monetarios para dar cima a empresa tan grande, padecerás un ataque de inocencia paradisíaca si crees que podrás salir de Madrid sin numerario. Tú eres pobre, yo rica...».

Diciendo esto sacó un portamonedas de malla de oro, y al ver yo que lo abría para darme billetes y monedas, me levanté de súbito, protestando. Mis primeras palabras, trémulas y confusas, fueron: «¿Eres tú, Leonarda, la que a mi lado veo?... ¿Cómo has subido tan pronto a la cima de tus aspiraciones?... ¿Andan también en esto los hados benignos y las hadas traviesas?... Si mis ojos no me engañan, esta vivienda tuya es un lindo palacio... Agradezco tu oferta. Pero no puedo, ni debo, ni necesito aceptarla. Al mediar de todos los meses recojo yo en la portería de la Academia de la Historia la cantidad que para mis gastos asignada me tiene mi divina Madre... ¿No la conoces?... Mi Madre vive lejos de aquí, y rara vez se deja ver en estos barrios... Pasa temporaditas en el Olimpo, con sus hermanas que, naturalmente, son mis tías... Algunas noches viene a esta casa mi tíaDoña Caliope con los poetas que acá te trae de tertulia el rimbombante señor de los desaforados sombreros...

»Por descuido mío, por el desvanecimiento en que ahora está mi cabeza, he dejado pasar cinco días sin recoger los dineros de la Mamá cien veces augusta y soberana... Allá me voy ahora mismo... allá me voy... No me retengas; no dejes caer sobre mí el dulce peso de tu cuerpo blando y amoroso... No rodee mi cuello tu brazo... no me cautives... Adiós,Leo...». Recuerdo haber oído la voz tenue de Leonarda, diciéndome: «Adiós, Tito chiquitín y salado. Largo tiempo estarás sin verme. Adiós».

El encontronazo que di al entrar en la Academia de la Historia me despertó. Había recorrido como máquina inconsciente un corto espacio de las calles de Lope de Vega y el León. Una de las jambas graníticas que forman la puerta de la antigua casa del Nuevo Rezado me estropeó el ala del sombrero, desollándome ligeramente una oreja... Entré en el portal de la Academia, y la portera, señora de mediano viso, afable y un tanto redicha, me dio un paquetito rotulado a mi nombre con gallarda escritura de Iturzaeta. Apresurábame a romper los sellos de lacre para desentrañar lo que el paquete contenía, cuando la mano menudita de la portera alargó hacia mí un pliego voluminoso que al punto reconocí como de los llamados de oficio. En el sobre me daban tratamiento de Ilustrísimo Señor, y vi un sello que decía:Presidencia del Poder Ejecutivo. «¿Qué será esto?» -me dije suspenso y turulato.

Como alma que lleva el diablo me eché a la calle, dándome un segundo trastazo contra la jamba de berroqueña, y al doblar la esquina de la calle de las Huertas metí el dedo en el sobre para rasgarlo y satisfacer mi curiosidad. Hice propósito de irme a mi casa para examinar allí detenidamente aquel embuchado misterioso; pero sumergido en la onda de mi propio afán, seguí sin sentirlo por toda la calle de las Huertas abajo. Lo primero que saqué del sobre fue un oficio, escrito en preciosa letra de pendolista, con la mar de rasgueos y primores caligráficos... Al final me decían que me guardara Dios muchos años, y que patatín y que patatán. Al principio leí que yo había sido nombrado... ¡Jesús, qué demonio será esto!... Me dio en la nariz olor de azufre, pez y otros ingredientes de la droguería infernal.

Con loca precipitación saqué del sobre otro papel. Era una carta firmada por don Eugenio García Ruiz en la que éste me decía que el Consejo de Ministros, después de la entrevista que yo celebré en la Presidencia con los señores Serrano, Martos, Sagasta y el infrascrito, vistos mis honrosos antecedentes,etcétera... examinadas mis altas prendas de reserva y diplomacia, etcétera... acordado había designarme como Delegado Secreto...

Con mano convulsa, después de restregarme los ojos para convencerme de que funcionaban en toda regla, saqué otro escrito del sobre y... ¡Santa Bárbara!... era un libramiento firmado por el Director del Tesoro y el Ministro de Hacienda señor Echegaray... ¡Ángeles divinos, excelsa Madre: venid en mi socorro!... Con sólo presentar aquel documento en la Administración de la Hacienda Pública de Vitoria, me serían entregados los primeros cincuenta mil duros, de los trescientos mil que yo debía emplear en la corruptela y soborno de cabecillas carlistas... Lo demás se me iría entregando en otras Administraciones de Hacienda.

Poseído ya de una comezón epiléptica, metí todo en el sobre para leerlo despacio en mi casa, y me encontré en el Prado, frente a la Platería de Martínez. Me paré en firme, y un rato estuve haciendo cálculos topográficos para ver qué camino había de tomar. Tras un largo discurrir llegué a persuadirme de que por la calle de San Juan podía llegar a la meta, como decía mi amiga la Duquesa de Mula. Camino del Amor de Dios, y pasando como un borracho de una acera a otra, tropecé con varios transeúntes que me lanzaban hacia el arroyo.

Al cabo, encerrado en mi aposento patronil, traté de reconcentrar mi pensamiento, apurando la lectura de los azufrados papelorios contenidos en el sobre de oficio. Leí, releí: la duda y la certidumbre libraron descomunal batalla en las sombrías regiones de mi espíritu. Lo que más hondamente me alborotaba era el notición de mi conferencia con Serrano, Sagasta, Martos y García Ruiz, en la Presidencia del Consejo, como preliminar y fundamento del cargo de confianza con que el Gobierno me favorecía. Para sacar de aquel abismo de confusiones la verdad que había de tranquilizarme, me arrebujé en una manta, y hecho un ovillo me acosté en mi lecho, amparándome de la obscuridad y un silencio absoluto con el fin de que mi pensamiento trabajase a sus anchas... Ahondando en el problema llegué a creer que tal conferencia era verdad... En esto, entró en mi camarín Ido del Sagrario con la siguiente embajada, que refiero sin dilación para solaz de mis regocijados lectores:

«¿Qué hay, carísimo don José?» -le dije fingiendo que despertaba.

-Ilustrísimo señor -me contestó-, ha estado aquí don Serafín de San José. No le dejé pasar porque creí que Vuecencia no quería recibir a nadie.

-A Serafín sí, sí -exclamé saltando de la cama-. ¿Y no ha dicho si está ya fuerte en la Partida Doble?

-Nada de eso me ha dicho, Ilustrísimo señor... y no le apeo el tratamiento aunque Vuecencia me lo mande... El recado y comisión que traía don Serafín era del tenor siguiente: Hallábase de guardia en la Presidencia del Consejo el día en que Vuecencia celebró una larga entrevista con el General Serrano y los Ministros de Gracia y Justicia, Estado y Gobernación. Vio a Vuecencia entrar y salir. Uno de los porteros de la Presidencia recogió un guante que a Su Ilustrísima se le cayó al bajar la escalera. El susodicho guante pasó a las manos del señor de San José para que se le entregase a Vuecencia... y aquí lo tenéis.

Mis asombrados ojos vieron el guante, pendiente de los trémulos dedos del filósofo, y de ellos lo cogí, diciendo con toda la naturalidad que afectar podía: «En efecto, lo eché de menos al volver a casa. Hágame el favor, señor Sagrario, de buscar en el bolsillo de mi gabán el otro guante, y cotéjelos a ver si...».

-Aquí están los dos; son hermanos. El guante perdido y ahora recuperado es el de la mano izquierda.

-Bien, bien. Que me pongan el almuerzo en seguida. Y ahora dígame otra cosa: ¿está en casa doña Silvestra?

-No señor; hoy ha ido a confesar. Para mí que su conciencia está estos días necesitada de un buen limpión... Es un suponer: punto en boca... A Nicanora dijo esta mañana que quizás almorzaría con doña Delfina. Si quiere usted verla váyase al almacén de féretros y allí le darán razón.

Almorcé sin apetito, y por la tarde no vi mejor manera de pasar el rato que lanzarme por calles y plazuelas, metiéndome más y más en la esfera de la incongruencia que era en verdad un mundo delicioso, poblado de indecibles encantos. A varios amigos encontré, y algunos de ellos me felicitaron reservadamente... «Ya sabemos que... ¡Menuda breva, amigo!...». Al caer de la tarde, mis pasos automáticos me llevaron a la calle de los Reyes. En la puerta de la armería de Calixto Peñuela vi a Simón de la Roda (Montero), que también me felicitó, lamentándose de no poder acompañarme en mi diplomática expedición.

Seguí luego por la calle de San Bernardino. Al pasar por las Capuchinas zumbaron en mis oídos voces, primero confusas, luego más claras, de mis familiares espíritus, que alegremente me saludaban, celebrando con blando gorjeo mi rápido avance en la esfera política y social. Aturdido y como asustado de mí mismo me metí en un coche de los que en aquel punto había y al cochero di las señas de mi casa, Amor de Dios, 12. El vehículo corrió por las calles con un traqueteo espantoso que me crispaba los nervios... y no paró en la puerta de mi casa, sino en Atocha, 3, tienda de ataúdes y coronas para muertos. Ya vi que los hados me llevaban a donde querían. Entré, y a mi encuentro salióChilivistra, que al verme se dispuso a volver conmigo a casa. Por el camino, cogiéndome del brazo para que anduviera derecho, me dijo:

«Por mi parte ya tengo arregladas mis cosas. A ver si acabas tú de una vez, para que partamos esta semana. Mañana no podemos irnos porque quiero asistir a la novena de los Misterios Dolorosos de Nuestra Señora. Pasado mañana tampoco, porque se celebra la fiesta de San Pedro Nolasco, de quien era mi padre especial devoto, y pienso encargarle una misa que oiremos los dos en la iglesia de las Trinitarias».

Contestele yo que estaba en franquía para partir en globo, en ferrocarril o a caballo, y correr con mi dama hasta el último rincón del mundo. En casa ya, y sentaditos uno junto a otro en el sofá de los muelles punzantes, me dijo Chilivistra: «Aunque he confesado dos veces, no creo tener mi conciencia enteramente limpia de pecado. Seamos buenos, Tito, seamos juiciosos, y no nos lancemos a peligrosas aventuras sin llevar nuestras almas bien confortadas en el santo temor de Dios». Asintiendo yo a cuanto me decía, todo mi afán era que diese la orden de marcha la dulce, antojadiza y un tanto histérica señora de mis atropellados pensamientos.

Un día entero me pasé en sueño profundo, durmiendo la mona que contraje al sumergirme en las ondas en cierto modo alcohólicas del océano suprasensible. El largo sueño agravó la intensa embriaguez de mi espíritu, y por la noche, habiendo salido a que me diera el aire, me creí convertido en pompa de jabón que flotaba sobre los transeúntes, al ras de sus cabezas. Yo era una delgadísima esfera líquida, y temblando me decía: «¡Ay, ay; si reviento al chocar con cualquiera de estas cabezas, me deshago y no seré más que un salivazo mísero de agua jabonosa!».

Por fin llegó el momento del anhelado éxodo. Precedidos de baúles y maletas, salimos una tarde a punto de las siete para la estación de Atocha, y nos empaquetamos en el correo de Aragón. Mi bendita compañera se santiguó, una y otra vez, al ponerse el tren en marcha, y luego siguió rezando hasta más allá de Alcalá de Henares.

Íbamos mi dama y yo solos en un departamento de primera. Observé que Silvestra, al paso por algunas estaciones, consagraba devotas plegarias entre dientes a los santos locales. En Sigüenza rezó a Santa Librada; en Huerta a don Rodrigo Jiménez de Rada, creyéndole santo, y en Calatayud dedicó extremados soliloquios y santiguaciones a los Divinos Corporales, confundiendo a Calatayud con Daroca. Así se lo dije, añadiendo que el arzobispo de Toledo Jiménez de Rada no figuraba como santo más que en el cielo de la Historia. En tanto, yo no perdía ripio para proseguir las lecciones que le venía dando a fin de corregir sus vicios de lenguaje, y debo hacer constar que ella demostró con su aplicación el provecho que sacaba de tales enseñanzas.

Aunque salimos de Madrid con el propósito de hacer nuestro primer descanso en Zaragoza, cambiamos de plan en Las Casetas, trasbordando al tren de Castejón. Ya era día claro cuando corríamos por la ribera del Ebro. Nuestro departamento iba mediado de viajeros, los cuales nos informaron de que no se podía ir más allá de Tafalla por la línea de Pamplona, y de que no había seguridad en la línea de Logroño y Miranda, pues se decía que los carlistas de la Rioja Alavesa intentaban vadear el río para ocupar a Cenicero. En vista de estas noticias y ansiando el descanso, nos quedamos en Tudela, donde tranquilamente pasamos la noche.

En la intimidad, sintiéndome yo poseído, por no sé qué fenómeno cerebral, de mi papel de Delegado Secreto, comuniqué a Silvestra todo el intríngulis de mi Comisión diplomática para traer a la paz a los cabecillas carlistas, mediante cebo contante y sonante. Más crédula que yo mi antojadiza y nerviosa compañera, se apoderó gozosa de la noticia, lanzándose a planear mi campaña, que fácilmente podía emparejarse con la suya. «Creo yo -me dijo en tono de firmísima convicción- que ese bandido de Cucala se venderá por veinte mil duros, o quizá por menos... ¿Está por aquí el Maestrazgo?».

-No, hija mía; el Maestrazgo lo hemos dejado a la espalda, al venir de Las Casetas. Mi parecer es que el primer pez a quien hemos de echar el anzuelo es el cura Santa Cruz, poniéndole una buena carnada de diez o quince mil duros.

-Bastará con diez. Ya te diré yo cuál es el terreno en que opera ese forajido, allá entre Tolosa, Betelu y la parte de Vera.

-Mi opinión... ¿a ver qué te parece?... es ofrecerle a Santa Cruz los diez mil duros, dárselos, y en cuanto veamos que se los mete en el bolsillo, cogerle, fusilarle, y en seguida quitarle el dinero, que puede servirnos para otro.

-¡Muy bien, Tito: qué talento el tuyo! -exclamó Chilivistra navegando por el piélago inmenso del desatino-. Pero fíjate, debemos ir primero contra los peces gordos. Si se consigue pescar a Dorregaray con cuarenta mil duretes, a Cástor Andéchaga con veinticinco mil, y a otros tales, habremos hecho más que cogiendo en la red a los bicharracos de menor cuantía... ¡Ah! Pero ahora caigo en que ante todo tenemos que avistarnos con el Administrador de Rentas de Vitoria para que nos entregue...

-Ya, ya, el primer millón de reales -murmuré cayendo en honda perplejidad. Y en mi mente se representó la imagen del Administrador de Rentas como un ser escueto, peludo y rabilargo, que volvía del campo solitario de Zugarramurdi.