De Cartago a Sagunto/XXV

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XXV

Siguió la cruel amazona su sangriento camino hacia la Correduría. Era de corta estatura, flaca, rubia, de azules ojos: su belleza, completamente apócrifa, consistía tan sólo en la marcialidad de su apostura y en su destreza hípica, cualidades de marimacho, no de mujer. En su rostro vi un mirar ceñudo y una rígida contracción de la boca que indicaban la sequedad del corazón confundida con la brutal soberbia. Llevaba boina roja con borlón de oro, traje negro de montar, altas botas de charol, en la mano un latiguillo que le servía de bastón de mando, y en el cinto un revólver. Tras ella iba el marido, que sólo brillaba por su insignificancia junto a la marimandona. Llevaba boina encarnada con áureo borlón y dormán de Caballería. Seguía la caterva de jinetes, algunos con distintivos de oficiales, otros con escolta, todos de aspecto bárbaro y provocativo.

No sé a dónde iban en aquel instante. Pero, esclavo de mi obligación, he de referir las escenas más patéticas del drama conquense, y para ello haré uso del don de ubicuidad que, con otras atribuciones, me concede en casos tales mi divina Madre Clío. Sabed, pues, que aquella mañana presentose ante la Catedral el aparatoso y ridículo cortejo de la Generala doña Nieves de Borbón, de Braganza o de los demonios coronados. Apeose la tal de un salto y entró en la basílica seguida del marido y de los jefes que componían su abigarrado séquito. Junto a ella se coló en el sagrado recinto un perro de presa que era su inseparable compañero. Ya se habían dado las órdenes para que el Obispo saliese a recibirla y le cantase el indispensableTedéum por la feliz entrada del Ejército Real en la histórica ciudad de Cuenca.

He aquí, lectores míos amadísimos y cristianísimos, al venerable Prelado señor Payá y Rico, plantado en el trascoro con todo su Clero, para recibir ceremoniosamente a la que representaba el poder majestático impuesto por la fuerza bruta. Con evangélica humildad acompañaron el Obispo y Clero Capitular a los regios figurones, llevándolos al presbiterio, donde tomaron asiento en los sillones preparados para el caso. El Tedéum fue breve, llevado a paso de carga, a estilo militar. Berrearon los cantores de mala gana, y el alto Clero, con excepción del Obispo, hizo gala de la pompa litúrgica y de su fanático servilismo.

Terminada la ceremonia con su canticio bostezante, acompañado de sonoros golpes de órgano, los Príncipes de la sangre se aposentaron en el Palacio del Obispo, próximo al templo diocesano. Ignoro si la ocupación de la morada episcopal fue por galante obsequio del señor Payá y Rico, o por motu proprio de la desenvuelta doña Nieves, que a sus indudables dotes de mando unía la frescura y desahogo que a las personas vulgares da la falsa conciencia del derecho divino. Su temple arbitrario se manifestaba lo mismo en la llaneza para incautarse del solar ajeno, que en la fea costumbre de tutear a las personas de más alta posición y jerarquía. Apenas instalada en el Palacio la trashumante Corte, se vieron llenas de uniformes las anchurosas estancias; el arrastrar de sables y el militar bullicio sustituyeron al murmullo sigiloso de una mansión eclesiástica.

En el salón de honor, decorado con un soberbio crucifijo, recibieron los Príncipes comisión de señoras, comisión de notables, que eran lo más granadito de la carcundería conquense. Allí dictó la despótica doña Blanca los fieros bandos que causaron terror al sufrido vecindario. En el primero se ordenaba que los habitantes de la ciudad, sin distinción de clases, acudieran a demoler las fortificaciones, llevando ellos mismos los útiles y herramientas necesarios. En el segundo se disponía que acudieran las mujeres y señoras con vasijas llenas de agua a sofocar el fuego del Gobierno civil, incendiado por los carlistas. El tercero, inspirado por Judas, mandaba que todos los Voluntarios defensores de Cuenca se presentasen en los claustros de la Catedral, advirtiendo que de no hacerlo así serían fusilados donde quiera que se les encontrara. Los tres bandos se fijaron en las esquinas o fueron publicados por pregón, y decían que sus disposiciones habían de cumplirsebajo pérdida de la vida.

Obedientes a las draconianas órdenes de la que algunos llamaron el Atila con faldas, acudieron con palas y picos los pobres de chaqueta y los señores de levita a desbaratar las obras de fortificación. Y como a todos les iba en ello la pelleja, también corrieron a sofocar el fuego las menestralas y las señoras, transportando el agua en cántaros, barreños y pericos. Los Voluntarios defensores de la Plaza, entendiendo que serían indultados si hacían acto de arrepentimiento en el sagrado recinto de la Catedral, allá fueron cual ovejas sumisas y, con más paciencia que el amigo Job, esperaron el fallo benigno de la serenísima tirana.

¿Benignidad dijisteis? Espérense un poco, caballeros. Apenas estuvieron los voluntarios reunidos en los claustros de la basílica, llegó una cuadrilla de Zuavosque les maniató por parejas; sin pérdida de tiempo los condujeron a los sótanos del Palacio episcopal, y allí quedaron encerrados cual rebaño destinado al sacrificio.

En tanto, la soldadesca vencedora, harta de comistrajes y de vino, harta de volubles placeres, mas nunca saciada ni satisfecha en sus brutales instintos, continuaba la cacería y exterminio de cipayos. Pedro Díaz Escamilla, maestro alpargatero de la Casa de Beneficencia, voluntario que peleó en la calle de la Moneda, retirose herido, escondiéndose en un desván de su casa. Allí lo encontraron los carlistas, y después de rematarlo a tiros y bayonetazos le rompieron el cráneo con las culatas de los fusiles, haciendo saltar en pedazos la masa encefálica. A la viuda de este infeliz la martirizaron cruelmente pinchándola en la espalda, y a una muchachita hija del muerto le dieron a beber tila con pólvora para que se le pasara el susto.

A un pobre vendedor de frutas, Anico el de la Ventosa, a quien acusaban de haber matado a dos Zuavos, lleváronle a rastras por las calles con infernal gritería, y después de asestarle innúmeros bayonetazos, acabaron con él, junto al cuartel de San Francisco, quemándole la cara con petróleo. Un humilde dependiente municipal fue capturado cuando regresaba de llevar un parte del Ayuntamiento al Brigadier Villalaín. Cediendo a instigaciones de un carlista conquense, aquel desventurado fue conducido en las puntas de las bayonetas por la Correduría, y en su sangre mojaron los asesinos la suela de las alpargatas para reforzarla. Junto a la Puerta del Postigo asesinó la soldadesca a un cartero, de quien dijo una mujer que había dejado de entregar algunas cartas a los carlistas del pueblo. La agonía de este desgraciado fue horrenda, pues su delatora se obstinaba en hacerle comer pan y pepino.

Por soplo de gentes malignas, que nunca faltan en casos tales, supieron los vándalos del Dios, Patria y Rey, que en una casa del Pósito se escondía un cipayo llamado Vicente Cornago, enfermo de viruela negra. Allá marcharon en tropel los asesinos, decididos a librar de penas al virulento. La pobre madre del enfermo creyó que mostrándoles el cuerpo de éste, cubierto de pústulas, les convencería de la verdad de la dolencia. Los menos feroces quedaron perplejos; mas otros, que sin duda eran fieras en figura humana, insistieron en asegurar que el cipayo era un enfermo de conveniencia y que aquellas costras serían pintadas. La embriaguez les enloquecía. Tras una espantable escena en que la madre trató de salvar la vida de su hijo, abrazándole con desesperado esfuerzo, se consumó el crimen odioso, entre salvajes gritos y carcajadas infernales de aquellos caribes.

Más horrores contaría; pero temo que mis buenos leyentes aparten sus ojos de estas páginas, bárbaramente ensangrentadas. Por mi gusto pondría siempre en ellas la miel de la Historia, aderezándola sabiamente con las hieles amargas que en todo tiempo afluyen de las humanas acciones. Mas tengo que rendirme a las brutalidades de una raza, que en sus accesos de locura suicida se divierte rasgando sus propias venas para morir de anemia.

Diré tan sólo que a la mujer de un pobre zapatero, asesinado en la calle del Agua, dieron el pañuelo de la víctima empapado en su propia sangre, caliente todavía. A la esposa de un humilde agente de Orden público le ofrecieron el sable con que acababan de cercenar el cuello de su marido. No satisfechos los facciosos con ser asesinos y ladrones, fueron también incendiarios, y a más del Gobierno civil pegaron fuego a la Diputación provincial, a la Plaza de Toros y a otros edificios. Con enormes lavativas lanzaban petróleo a los pisos altos; con regaderas empapaban de líquido inflamable las plantas bajas. El inmenso ruedo de la Plaza de Toros, del que surgían llamas gigantescas, era como el cráter de un volcán.

Como infernal apoteosis de aquella fiesta de barbarie, clavaron los vándalos banderillas de fuego a los caballos heridos o enfermos que, locos de dolor, corrían por la ciudad, entre el chisporroteo y las detonaciones de la pólvora que abrasaba sus carnes.