De Oñate a la Granja/XVI

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XVI

Arreglose Fernando a toda prisa, chapuzándose en agua fría, que el mismo Rapella con todo su empaque, le trajo en un cubo, y al cuarto de hora ya corrían los dos por las calles del pueblo, inquiriendo y tomando lenguas en busca de estos o los otros amigos. El D. Leopoldo recibió al italiano en medio de la calle con glacial cortesía, y a las primeras de cambio, hubo de oponer a su pretensión reparos y dificultades que equivalían a una cortante negativa. Así lo comprendió el otro, y como hombre agudísimo, de larga vista social, no insistió, absteniéndose al propio tiempo de preguntar cosa alguna que trascendiese a movimientos de tropas. Con astuta diplomacia, no ocultó al coronel que llevaba al Cuartel de D. Carlos una misión reservada cerca del Infante Don Sebastián Gabriel: «Arreglos de familia, ciertas negociaciones, ¿me entiende usted? para las cuales llevo poderes de Su Majestad el Rey de las Dos Sicilias, de la Princesa Carolina... y de otras elevadísimas personas... asunto que, si bien de carácter doméstico, podría influir grandemente en la cosa pública, en la guerra, en la paz...». Oyó estas historias D. Leopoldo con flemática atención, sin demostrar un interés muy vivo en tales componendas. Era un chicarrón de alta estatura y de cabellos de oro, bigote escaso, azules ojos de mirar sereno y dulce; fisonomía impasible, estatuaria, a prueba de emociones; para todos los casos, alegres o adversos, tenía la misma sonrisa tenue, delicada, como de finísima burla a estilo anglosajón. Despidiose, al fin, cortésmente del estirado Rapella, dejándole en extremo descorazonado. ¡Ah, si estuviera allí Narváez, aquel temperamento ardiente, imperioso, altanero, gran servidor de sus amigos! Para las situaciones de grande apremio, había puesto Dios en el mundo a los andaluces, con toda la vehemencia de sus afectos y todo el fuego de su torera sangre.

Más suerte tuvo D. Fernando, que a fuerza de huronear, metiéndose en los grupos de oficiales que a lo largo de la carretera encontraba, dio al fin con Ros de Olano, que a caballo venía con Pepe Cotoner. Grande y placentera fue la sorpresa de los simpáticos jóvenes al encontrarse en el propio teatro de la guerra a un disperso amigo de Madrid, con quien habían alternado en los dorados salones, como solía decirse. Los interrogatorios fueron festivos y breves por una y otra parte, pues no era ocasión de entretenerse en extensos relatos. Formuló Calpena la pretensión suya y de su compañero Rapella, a quien de nombre conocían los otros por la fama de su metimiento en Palacio, y no respondieron dando esperanzas de una fácil solución. Cuando les notificó que iban al Cuartel de D. Carlos, mostraron inquietud y asombro; pero Fernando se apresuró a quitar por su parte todo matiz político a tan desatinado viaje, diciéndoles: «El objeto de mi compañero es un asunto de la Familia Real, cosas del Rey de Nápoles y del Infante D. Sebastián; el objeto mío es apoderarme, por la fuerza o por la astucia, como pueda, de una mujer, de mi novia, que me ha sido robada infamemente. Es huérfana, señores: ¡cuidado!; se la disputo a un tutor, como en las comedias que ya están pasadas de moda». Acogida fue tal revelación con grandes risotadas, y para predisponerles más a su favor, encareció Calpena los peligros el dramático misterio de la aventura que emprendía sin auxilio de nadie, y en la cual, puesta resueltamente toda su voluntad, no veía más que dos términos: la victoria o la muerte. Imaginaciones lozanas, espíritus juveniles y entusiastas, que adoraban el bien y la belleza, Ros y Cotoner manifestaron a Fernando una simpatía ardorosa, y a este, que no a otro resorte, debieron los expedicionarios la solución de la dificultad en que les puso la ausencia del brigadier D. Ramón Narváez.

A la hora y media de este coloquio de Calpena con sus amigos en medio del camino, él a pie, los otros a caballo, recibieron los viajeros dos magníficos jamelgos cojitrancos y un mulo lleno de mataduras, que les parecieron bajados del cielo, y las más gallardas cabalgaduras que habían visto en su vida. No quisieron entretenerse allí, temerosos de que se las quitaran, y tomando a toda prisa un par de bocados y algunos tragos de vino, picaron espuela por el camino de Villarreal; Rapella y Fernando caballeros en los rocines; Sancho, con las maletas en el matalón.

Mientras estuvieron a la vista del pueblo no iban muy tranquilos, y arrimaban espuela y látigo a las caballerías para ponerse pronto a la mayor distancia; después aflojaron, porque harto les significaban las pobres bestias que por su edad y achaques no estaban ellas para largos trotes. En todo el día, nada les aconteció digno de referirse. A la caída de la tarde, merendaron de los abastecimientos que el precavido Sancho había cuidado de recoger en el parador, y a eso de las siete les dieron el alto las avanzadas carlistas. Como iban con toda seguridad, pues Rapella llevaba pasaportes y salvo-conductos expedidos por quien podía hacerlo, y además cartas para Villarreal, Guergué y otros a quienes personalmente conocía, nadie les molestó, y siguiendo hacia el interior del Estado faccioso, franquearon, con ayuda de un guía del país, un alto monte hasta dar en un caserío próximo a Arechavaleta, donde se aposentaron y durmieron unas tres horas. Al siguiente día continuaron su marcha por laderas pobladas de bosque, hasta salvarla divisoria entre los ríos Deva y Aránzazu por Beloña, y a media tarde vieron bajo sus pies las torres y chapiteles de la noble Oñate, en la cual hicieron su triunfal entrada a punto de las seis.

Como a tal hora volvían a sus viviendas innumerables paseantes, la entrada de los tres viajeros en la capital del absolutismo por la calle Zarra fue objeto de gran curiosidad y sensación. Los grupos de clérigos y señorones se paraban a contemplarles; los chiquillos corrían tras ellos; en ventanas y balcones asomaban las mujeres sus lindas caras. El tipo de caballero noble que a Rapella distinguía, la juvenil elegancia de Calpena, motivo fueron de comentarios, que corrían de boca en boca con la rápida transmisión propia del ambiente social de un pueblo aislado en que moran la ambición y la ansiedad. Favorables a los viajeros eran las opiniones que a su vista se formulaban aquí y allá, y el que menos les tenía por aristócratas castellanos o andaluces que venían a rendir pleito homenaje a la Majestad del Rey legítimo. Los más avisados creyéronles extranjeros, plenipotenciarios de alguna de las cortes del Norte, que llegaban con mensajes y quizás con dinero. «Para mí -decía apoyándose en su bastón de puño de oro el señor D. Francisco Bruno Esteban, canónigo dignidad de Osma y Teniente Vicario general castrense-, vienen de parte del Rey de Prusia, y traerán un par de millones cuando menos, que de este envío y de tal plenipotencia hubo noticias no hace dos semanas.

-No hay nada de millones ni de prusianos -afirmó el Ordenador, jefe de la Hacienda militar y civil, Sr. Labandero-. Si acaso, traerán buenas palabras... Me da en la nariz que son de la familia del entusiasta, del generoso conde Roberto de Custine. ¿No notan ustedes el tipo de caballeros a la antigua?

-Ya lo hemos notado -dijo el orondo Don Tiburcio Eguiluz, Superintendente General de Vigilancia Pública-. Para mí, no es otro que el vizconde de la Rochefoucauld Jaquelin.

-Hombre, me parece que está usted soñando, Sr. D. Tiburcio.

-Ya veremos quién sueña...».

Por indicación de Sancho, que conocía la localidad, apeáronse junto al Ayuntamiento, a la entrada de la calle Barria, frente a la iglesia de San Miguel, la mayor y principal del pueblo. Allí les era fácil tomar lenguas de la mejor posada para los señores y de un parador para las caballerías. Viéronse al punto rodeados de diversa gente. Militares, paisanos, viejos, chiquillos y algunos clerizontes, se abalanzaban a ellos deseosos de servirles con la tradicional afabilidad vascongada. Sin que lo preguntaran, se les indicó el palacio de Artazcos, residencia de Su Majestad, quien aquel día se encontraba en Elorrio. Al oír esto, mostrose Rapella muy contrariado; pero habiéndole dicho los circunstantes que Su Alteza el Infante D. Sebastián permanecía en la villa y que residía en la Universidad, exclamó gozoso y enfático el siciliano: «No podía Su Alteza, mi grande amigo, albergarse más que en el propio templo de la sabiduría».

Resolvió entonces entrar en una tienda de licores y pasteles que vio en el costado de la plaza, sin que le moviera otro propósito que librarse del enjambre de curiosos impertinentes y de chiquillos pegajosos, y allá se colaron también dos señores capellanes, extremando su cortesía. «El mayor obsequio que pueden hacerme los que tan atentos se muestran, es llevar al Serenísimo señor Infante un aviso de mi parte. Basta con decirle que ha llegado su amigo Rapella y que desea pasar a ver a Su Alteza en cuanto este se digne señalar hora para recibirle». No habían transcurrido quince minutos cuando a sus oídos llegaba esta grata respuesta: «Su Alteza acaba de entrar de paseo, y dice que le espera a usted ahora mismo».

-Ya sabía yo -dijo reventando de satisfacción el siciliano y dándose un tono tremendo entre aquella gente-, ya sabía yo que me recibiría sin pérdida de tiempo. Tú, Fernando, espérame aquí. Si Su Alteza me convida a cenar, como espero, te mandaré recado. Entre tanto, busca por ahí, en lugar céntrico, un buen alojamiento para los tres».

Y partió al instante con un capellán por cada lado y detrás un reguero de gente diversa. En la puerta de la repostería dieron a Calpena razón de un alojamiento próximo, añadiendo que tenían que resignarse a vivir con alguna estrechez por estar Oñate lleno de gente forastera, con tanto empleado y tanto señor de oficina. Más que en la comodidad del pupilaje, el pensamiento de Calpena se fijaba tenaz en el capital asunto que embargaba su ánimo, y al punto empezó a formular preguntas: «¿Conocen ustedes a un señor D. Ildefonso Negretti, que ha venido a la contrata de armas y municiones?

-¿Cómo dice usted...? ¿Negretti? El nombre no me suena. ¡Vienen tantos, unos a proponer pólvoras, otros armas, otros provisiones de boca! ¿Es por casualidad francés?

-No, pero quizás lo parezca. Ha venido con él una sobrina, hermosa joven, morena.

-Ya sé quién es: bajito, la ceja corrida; mira un poco torcido. Trae consigo una vieja y una señorita que parece tísica.

-¡Tísica! No puede ser, a menos que... -dijo Fernando en la mayor confusión-. A ver, denme las señas de esa enferma. Puede una salud robusta desmejorarse rápidamente con los malos tratos.

-Una damita flaca -dijéronle en vasco mal castellanizado-, con el pelo de color de cola de buey.

-No, no es esa... En fin: llévenme, si gustan, al alojamiento que crean mejor, y ya emprenderé mis indagaciones con toda calma».

Dos angelones como de doce a catorce años, guapines, rubios, cuyos rostros infantiles mostraban ya la seriedad y aplomo de la raza, le guiaron a la posada, de la cual era patrona la madre de uno de ellos, el más tierno, de aficiones militares, según contó a Calpena. El otro, en quien ya la voz llueca manifestaba el paso de niño a hombre, estudiaba para cura, y por de pronto, aprendía música con su padre, organista de la Iglesia Mayor, y cantaba con él en las funciones. Hallábase la hospedería en una calle estrecha que pone en comunicación la Barria con la de Santa María, y sale frente al torreón viejo del palaciote de Artazcos, morada del Rey absoluto. Buena era ciertamente la tal casa; mas en días de tanta aglomeración resultaba estrecha, incómoda, y los huéspedes vivían en ella como sardinas en banasta, acomodándose cuatro en estancias donde tres no habrían tenido suficiente holgura. A Calpena le metieron en una alcoba donde moraban dos señores: un capellán nombrado Ibarburu, que del servicio castrense pasó a desempeñar la secretaría delDespacho de Gracia y Justicia, y un teniente coronel, impedido de una mano, que prestaba servicio burocrático en la Junta Provisional Consultiva de Guerra; llamábase Cerio, y era hombre muy vehemente, la pura pólvora, de un optimismo delirante. Con ambos trabó conversación y amistad Calpena en cuanto se instaló, y en la cena, servida a punto de las ocho, con lentitud y apreturas, por ser corta la mesa para veinte que a ella se sentaban, oyó mil noticiones y el animadísimo platicar de toda aquella gente. Entre los comensales descollaba como número uno de los habladores el tal D. Ceferino Ibarburu, y metían bastante bulla D. Teodoro Gelos, médico de cámara, vocal de la Junta Superior Gubernativa de Medicina y Cirugía del Ejército; D. Juan Francisco de Ochoa, Intendente, y el Sr. Sureda, Gentil-hombre de Palacio.

«¡Menuda paliza se habrán llevado a estas horas! -dijo Cerio, el incorregible soñador de triunfos-. Y si no se la han ganado todavía, se la ganarán mañana.

-¡Vaya con las gracias que quiere hacer el sr. de Córdova! -dijo Ibarburu-. ¿Pues no se le ocurre al niño querer tomar las alturas de Arlabán?».

Una carcajada burlona corrió de boca en boca por toda la mesa, y el Sr. Gelos, que se preciaba de táctico, aseguró que las alturas de Arlabán no las tomarían los cristinos ni con doscientos mil hombres. «La desgracia que tuvimos en Enero en aquellas posiciones, cuando las ocupó Narváez, fue por sorpresa...

-Como que entonces no nos cuidábamos de aquella posición -indicó el Intendente-, y ahora la hemos fortificado. Es un hueso muy duro, donde se dejarán los dientes esos señores si intentan roerlo.

-Pero hablamos aquí sin conocimiento de causa -dijo Ibarburu emprendiéndola con las habichuelas-. ¿Quién asegura que los cristinos van contra Arlabán? Entiendo que el objeto de Cordovita es una simple demostración militar hacia la Borunda. Este caballero (señalando a Calpena), que acaba de llegar de Vitoria, nos dirá si las tropas enemigas se dirigían hacia la Barranca o hacia las lomas de San Adrián».

Declaró Fernando que a su paso por Vitoria, él y sus compañeros de viaje habían notado movimiento de tropas, sin poder precisar qué posiciones tomaban los cristinos ni a qué lugares, para él desconocidos, se dirigían.

«¿Pero el señor viene de Castilla? -dijo el Gentil-hombre Sureda mirándole con su lente, pues era algo cegato, de formas corteses y un tanto atildadas, calvo, muy limpio, prototipo de figura palatina para desempeñar un papel decorativo junto a los candelabros y mesas barrocas-. Yo entendí que estos señores diplomáticos venían de Francia, y me dijeron que traían la estafeta de Viena y Berlín. Dispense usted. No es que yo pretenda saber cuál es su misión. Ya sé que el otro señor ha sido invitado por Su Alteza.

-Es, según oí -apuntó Ibarburu-, napolitano, persona ilustradísima, que en Madrid ayudaba al señor Infante en sus investigaciones arqueológicas».

A todo asintió Calpena con medias palabras. De pronto, el médico Gelos, con notoria grosería, se dejó decir: «¿Y qué...? ¿Nos traen ustedes conquibus? Porque para palabras bonitas, excusaban de venir... Dispense... aquí somos muy francotes. Hace tiempo nos están mareando con el emprestito de Turín, que hoy que mañana... Pero el tiempo pasa, y la mosca no parece. Cuando vuelva usted a las Cortes de Europa, señor mío, bien puede decir a esos caballeros que ya basta de protección platónica; que aquí luchamos por la causa de todas las Potencias, por los Tronos legítimos, contra las revoluciones y el jacobinismo, y que deben ayudar a nuestro excelso Rey, no con metáforas floridas, sino con metálicas razones... por cuanto vos contribuisteis... pues así venceremos más pronto... Digo más pronto, porque de todos modos, tarde o temprano, la victoria es segura. Está decretada por el Altísimo, y a donde no lleguen las valientes tropas de Su Majestad, llegará la intercesión de nuestra Generalísima invencible, la Virgen de los Dolores».