De la desigualdad personal en la sociedad civil :14

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Digresión III


De la felicidad en general, y particularmente con relación a los amores


1 º De nada se habla más que de la felicidad, y nada hay que los filósofos hayan entendido menos. Antiguamente se contaban por cientos las opiniones, y esto es una prueba de que la cuestión no se propuso bien.

Cuando se pregunta en qué consiste la felicidad del hombre en este mundo, se debía especificar de qué grado de felicidad, y de qué estación de la vida se habla.

Una felicidad absoluta, es decir, una satisfacción perenne y ajena de todo sinsabor, es imposible. No hay quien no tenga trabajos propios, y el que carece de éstos, siente los ajenos. No hay quien no sepa lo que es irritarse o estar triste. El que no lo sabe es el tonto, y éste es cabalmente a quien más compadecemos.

Que el vivir sea una felicidad es claro, porque todos lo aman. A todo el que se muere le tenemos lástima. Y el luto que vestimos es prueba de lo amable que es la vida.

El que pretendiese ser en todo feliz, sería desgraciado, al modo que sería un necio quien pensase no ser engañado nunca. Todo el que es cuerdo supone que lo han de engañar una vez u otra, y así no le da el engaño tanto chasco. De la misma manera, el que quiera ser feliz debe contar con los trabajos. Y por tanto, la resignación es una parte necesaria para ser dichoso.

El que se empeña en arreglar el mundo, el que quiere que los demás lo miren como un dechado, el que no sufre que nadie discrepe de él, el que carece de condescendencia, el intolerante, en suma, el hombre poco culto, tiene un embarazo grande para ser feliz. Él en nada se complace, todo lo tilda, todo le disuena, siempre tiene hirviendo las entrañas.

En los escritos del día es de moda encarecer la reducción de necesidades. No se ha de beber, no se ha de fumar, no se ha de comer con regalo, la ropa ha de ser indiferente, y escasamente se ha de alzar la vista al astro de la luz. Ignoramos a qué se dirige este sermón. ¿Qué ha de ganar el hombre quitándose necesidades? Tiempo. ¿Y para qué es el tiempo sin gusto? No hay dicho más aturdido que el que se atribuye al sucesor de Aristóteles en su escuela: «la pérdida mayor es la del tiempo». Mayor es la de la paciencia, mayor también es la de la salud. Más vale malgastar el tiempo que pasarlo en una cama martirizado del boticario.

La libertad de tenderse en el suelo no resarce el suplicio de ser en todo el último. El que carece de los cuidados del dinero se acuesta con el torcedor de pensar de dónde sacará el pan mañana, o si cae enfermo, a quién acudirá con sus lamentos. Y los que dicen: «Dios proveerá», no se sientan a aguardar el cuervo, mas echan buen jornal aporreando puertas, o madrugan a la plaza a atisbar quién de los que compran cambia.

Las necesidades, dicen, hacen dependiente al hombre. Más vale ser dependiente que no tener nada en qué ocuparse. Sin necesidades, no hay gustos. El que ignora lo que es la sed, no sabe el gusto que es el agua. Quien quiere gustos ha de querer necesidades, y un hombre sin éstas, pasaría la vida en cuclillas como el salvaje cuando se halla satisfecho. En suma, predicar contra las necesidades es predicar por la vida salvaje, es abogar por la castración, por la insensibilidad, por el suicidio, por la no existencia. Con efecto, tal suele ser la expresión de los ignorantes: cuando uno muere, dicen «ya descansa», y nadie le envidia el tal descanso.

Una vida ocupada sin interrupción se nos hace fastidiosa. Por divertida que sea la ocupación, si es continua, cansa luego. Hasta los músicos ejercen su oficio de mala gana, y no tocan si no les pagan. Está bien la ocupación interpolada con el descanso, pero mejor es que la ocupación sea voluntaria. El depender del trabajo nadie lo cuenta por felicidad. Y el que es muy pobre no puede ser feliz. Todo pobre tira a hacerse rico, y ningún rico quiere empobrecer. Es una pedantería en los literatos suponer que los poderosos no pueden ser felices. Plática mentirosa y vana, encaminada a realzar y hacer envidiable su desmedrada y quejicosa clase.

2º Tampoco es una misma la felicidad de todas las edades. Lo que es bueno para el niño no es bueno para el adulto. Éste reniega del gusto de los viejos. Y en lo que tienen sus glorias las mujeres, no encuentran los hombres la menor sustancia.

El niño gusta de juguetes y embelecos y de corretear con otros niños. El anciano se complace en mandar y reprender. La mujer está contenta con adornarse y parecer bien. El adulto se desvive por hacer fortuna. Y la primavera varonil no halla sus delicias sino a la sombra del bello sexo, no tiene sosiego sino a la inmediación de quien se lo quita.

Decir, como casi se ha hecho de rutina, que la felicidad consiste en el ejercicio de la virtud, es una opinión que tiene más de timorata que de filosófica. Ella contradice la innegable tendencia de las edades. En Epicuro tuvo mérito la opinión por la novedad y la marcialidad con que la expuso. Pero es muy evidente que el interés del individuo no coincide con el interés de la especie que, como ya se dijo, es el que corresponde acaso con el plan de la ley natural. El individuo no tiene en el corazón el bien de la especie. Y aun cuando lo tuviera, es muy recóndito el hilo de ese bien para que, en el solemnísimo atraso en que todavía estamos de cultura, pueda rastrearlo el vulgo. No necesita la ley de la naturaleza ser del gusto del individuo para obligarlo y hacérsele venerable mal su grado. El camino de la ley natural lo seguimos a ciegas en virtud de la coacción, o como látigo de la naturaleza. Y en lo que se llama racionalidad el discurso no tiene ninguna parte, el interés individual bien poca.

La opinión del arzobispo de Cambrai que atribuye la mayor felicidad de este mundo a los reyes que se ganen el amor de sus pueblos, es una lisonja no menos manifiesta que importuna. Para estimular a su príncipe no se necesitaba invocar un oráculo que lo declarase el más envidiable de los hombres. Ni en la boca de un legislador tan cuerdo y respetable, como se supone un Minos, parece propio un engreimiento semejante, aun cuando tuviese fundamento. Pero éste será siempre un defecto del excelente poema del Telémaco, pregonar47 en el tono de los Dioses máximas poco examinadas. Al modo que La Bruyère, careciendo del talento de observar, puso sus caprichos aturdidos a la par de las observaciones de Teofrasto.

3º Las inclinaciones características de cada edad o período de la vida no se parecen, no convienen en nada sino en el flujo por el viso. El niño está contento con dominar sus muñecos, y llamar la atención de los otros niños. La mujer más envidiada de las otras es la que tiene más galas y adoración. El joven no se trueca por nadie, si tiene partido con el bello sexo. El hombre hecho palpita de alegría a cada nuevo honor que logra. Y el anciano se remoza si coge puesto de mando.

El centro, pues, de cada edad es la nombradía y admiración por las cualidades propias de ella, y bien que estemos llenos de otras pasiones y miras accesorias, la pasión que domina y que las asume en su servicio a todas es la de hacer viso.

El viso que se hace por los juegos o por el parecer tiene poca esfera y dura poco tiempo. El viso por las cualidades intrínsecas no principia sino desde que se adquieren éstas, y no subsiste sino lo que la vida: es menester un mérito prodigioso para que se haga caso de los muertos. El viso en nada se fija tan duraderamente como en las riquezas. Y el mismo flujo que tenemos por dejar en la prole un monumento vivo y duradero de nuestra persona propia nos hace mirar las riquezas como un objeto de mayor deseo que ningún otro.

Pero el flujo por el viso tiene por lo general sus límites.

Lo que es imposible para las fuerzas o circunstancias de uno no lo pone inquieto. El que no sabe leer, bien conoce algo del mérito de la ciencia, bien quisiera tenerla, pero no presume de letrado. El pobre no osa competir en lujo con el rico, el viejo no emprende conquistar mozas, el niño no la echa48 de hombre, ni al joven le ocurre el pensamiento de hacer sombra al bello sexo.

En el plan, pues, de la felicidad de cada uno no entran sino los objetos propios de la edad, del rango, del ejercicio. Y el flujo por hacer viso se limita naturalmente, atemperándose a la esfera y facultades de cada cual.

De esta limitación dimana lo que llamamos quietud del ánimo. Y por tanto la quietud es una de las partes que supone la felicidad.

A pesar de aquella limitación general del flujo por hacer viso, hay circunstancias particulares que, en vez de limitarlo, lo fomentan. Éstas son las que constituyen lo que llamamos esperanzas. La esperanza es la madre de la inquietud.

El que entra en carrera donde el adelanto no depende ni de los años, ni del nacimiento, ni de los haberes, ni del mérito, sino del capricho de la fortuna, pone las miras desde el principio en el escalón más alto, y tiene la vida inquieta. Él se afana por granjearse coyunturas favorables, sacrificando los amigos, la salud, el honor, y todo cuanto pueda embarazarle para sus quiméricas intrigas. Todo aquél que suponiendo poco por su mérito o por su cuna, entra en carrera de ambición, se hace inconsecuente, ingrato, inmoral y bajo. Y sus primitivos conocidos, antes de ser, cual infaliblemente lo son, detestados de él, se anticipan a detestarlo solemnemente, siendo por un justo instinto los primeros a publicar la miseria y bajeza con que se criase, la estupidez en que, por consiguiente, viviese sumido, y la vanidad, altanería y desaciertos que promete.

Un hombre así, aun cuando por un aborto del acaso, logre su tema, es muy infeliz. El mando le sienta como el vestido magnífico a un patán. Él no puede hacer ilusión sino a los que no le conocen, se asusta a la mera vista de un hombre de talento que se tenga un poco sobre sí, con nadie de cuya venalidad y bajeza no esté bien seguro osa internarse en lo más mínimo. Y a pesar de su delgadez en ocultar la falta de fondo y de carácter, a pesar del aire postizo y violento de marcialidad y de sonrisa, y de las palabras recalcadas, superficiales y misteriosas; a pesar de la memoria y vigilancia que aparenta con los insensatos, hablándoles, antes que se lo recuerden, de su pequeña dependencia o de alguna fruslería de los tiempos pasados; y a pesar de la hambrienta aclamación de los encantados pretendientes embaídos con dedadas de miel, la torpeza de sus menguadas hechuras sacadas todas de las escerias,50 como para tenerlos más sumisos, le vociferan el fondo de ignorancia, de pequeñez y de malicia. Y en medio de la brillante farsa, y de los inciensos del aturdimiento, tiene dentro un torcedor que le agua todas las satisfacciones. Los berridos de su propia desconfianza y desconcepto lo abisman a cada negocio arduo. Y sobresáltase al menor ruido de pensar en el momento cierto de su descubrimiento y vilipendio. Bien así como el desdichado que con embustes y trampantojos pasa por un gran caballero fuera de su lugar, suda de agonía al encontrar algún coterráneo51 que lo conoce, y que con la sola palabra que va a hablar, toda la fanfarria le hace tiestos.

El hombre extraordinario que entra en carrera, y va de grado en grado en fuerza de sus talentos y de su sólido carácter, le sienta el mando como a un magnate su vestido propio. Él no se engríe ni aparenta. Como su mérito consiste en lo que tiene de la naturaleza, el modo de ostentar es portarse siempre natural. Aunque el ridículo papel que hacen los otros a su lado, los reúna para derribarlo, nunca puede caer del concepto y veneración pública: perseguido, denigrado y sacado mismo a un patíbulo, sigue entronado en el corazón de sus compatriotas. El semblante de éstos traído en el pensamiento, le eleva el corazón. La persecución lo empeña en el alarde de su magnanimidad. Y los tiros de la suerte por abatir a un hombre grande, lo realzan y hacen más señalada su memoria.

El que desea, pues, lo que no le corresponde, aun cuando lo logre, no habrá con ello su felicidad, y de consiguiente una de las partes para obtenerla es saber distinguir entre la suerte y el merecimiento, no excediéndose en el concepto del valor propio.

4º Pero para la felicidad contribuyen otros varios agregados además del viso correspondiente. Las operaciones de la vida no todas son objeto de viso. Unas son públicas, otras privadas, y otras todavía se recatan. No siempre se está en la calle. La mayor parte del tiempo es en casa, y mucho de éste se pasa en la alcoba.

Las operaciones públicas sacan su principal valor del viso. No es así en las otras. Los dolores, las desazones, los quebrantos, bien que se templen, no se quitan con la compañía o compasión ajena. Y así, miramos como parte de la felicidad la salud, la conveniencia, y la buena familia. Y éstos son los puntos de que parece política preguntarse entre amigos.

Por lo que hace a la conveniencia, casi todo su valor depende de la costumbre. Y lo material del equipaje y lujo contribuye bien poco para la felicidad.

La salud contribuye mucho más, pero no tanto como la familia. La mujer y los hijos, y los parientes cercanos, se estiman si no tanto, a veces más que la persona propia, por lo menos lo bastante para que su felicidad sea parte de la nuestra.

Entre ellos, la mujer es quien nos tira más. Y así trae del viso correspondiente, nada influye más en la felicidad del hombre que su buena unión con la compañera.

5º La estrecha y perenne pasión en que inflama la mujer, cuadra no sólo con el mayor placer material de que es origen, sino también con sus circunstancias naturales para una amistad mayor y más duradera que ninguna otra.

La amistad duplica la felicidad del hombre. Las satisfacciones de un amigo se le hacen doble mayores de verlas comunicadas cordialmente al interior del otro. Los disgustos se hacen doble llevaderos de participarlos con el mismo. Y en compañía con un amigo no hay nada indiferente. Si todos nos fuesen amigos cordiales, no podríamos vivir de tanta dicha, pues el exceso de alegría trastorna y produce un efecto más ejecutivo que el de los pesares. Y así, la expresión natural del gozo fuerte son las lágrimas y los sollozos.

La amistad con los del propio sexo está sujeta a mil eventos que la hacen mal segura.

Con aquél que no es de la propia esfera y cultura de uno mismo es difícil el unirse con intimidad y con igualdad. La unión del inferior con el superior quiebra de preciso con el trato estrecho, y sólo puede hacerse subsistente a fuerza de dependencia y de interés.

Dos que son iguales se pueden unir cuando entrambos tienen discernimiento para graduarse mutuamente, y buen carácter para no excederse ni quedarse cortos en el concepto propio.

Pero a pesar de esta buena disposición, las circunstancias vienen fácilmente a poner rivalidad entre los dos amigos. Aquél que aumenta, suscita la displicencia y últimamente la aversión del otro. Sus mujeres, sus familias, y otros mil incidentes llegan a torcerlos, o las ausencias a enfriarlos. De suerte, que los amigos que se disfrutan, y son los únicos que uno se propone granjear, no son aquellos amigos imaginarios que se casan uno con otro y están eternamente inseparables, sino aquéllos que recrean y que sirven mientras las circunstancias lo permiten. Sin cuidarse uno de contratar solemnemente un vínculo perpetuo, ni internarse en los bárbaros términos que los rústicos, pues en internándose mucho, se notan más las diferencias, y no subsiste tan bien la unión, diciendo por esto el refrán: «la mucha conversación es causa del menosprecio». La distracción que proporcionan las ciudades grandes, y la variedad de gentes y dependencias impide a los conocidos internarse demasiado. Y ésta es la causa de aquellas generosas amistades en los pueblos grandes que se mantienen eternas entre gentes que apenas se visitan media vez al año.

Conforme la mujer no quiere que la vean descompuesta, sino prendida ya y puesta de estrado, así tampoco ninguna persona culta quiere que los amigos se le internen en las operaciones o relaciones secretas, otorgando mucha licencia en todo lo demás. Y la cultura introduce las reglas de la reserva para que la amistad subsista.

Pero acostumbrados los rústicos a internarse en sus aldeas con los vecinos, por estarles encima a toda hora y ser testigos del más mínimo paso que den, son muy impolíticos luego en las ciudades, muelen con visitas, curiosidades, confianzas y fastidios, y hay que quitárselos de encima a palos. Todo rústico, si le dan el pie, se toma la mano, y el despego y el tono de autoridad con que lo trata el hombre culto, es conducente al bien de entrambos.

Pero la amistad de un sexo con el otro es de una naturaleza bien distinta.

La mujer nunca puede ser rival del hombre, a no ser que se realice el ignorante y quimérico proyecto de educarla como éste, habilitándola para las incumbencias varoniles. La mujer no puede subsistir bien si no es a la sombra del varón. Y el cuidado de la casa y de la familia, es decir, el principal cuidado de la vida, es común a entrambos. El interés de una mujer buena nunca puede ser distinto del interés de un marido que la merezca, y consiguientemente los motivos de amistad entre los consortes son más fuertes y estables que los que hay aun entre padre e hijos. En éstos, la diferencia de edades les hace fastidiarse, y además ocurren razones de extrañarse. Alejandro fue émulo de su padre.

6º A pesar de su unión en los intereses, la diferencia en el carácter y las propensiones haría imposible la unión cordial de los consortes, bien así como las personas desemejantes en carácter nunca unen, si la diferencia material del sexo no inflamase el pecho del hombre y contrarrestase el efecto de la otra desarmonía interior.

La amistad, pues, con el otro sexo se funda radicalmente en un grado de amor. Y por consiguiente, son distintos movimientos o afectos la amistad del hombre con la mujer, y la amistad mutua de los hombres. La amistad, pues, a lo Platónico es imposible. Y todo el que se interna mucho con una mujer, no necesitándola, da naturalmente qué decir. Siendo por esto una usanza corriente entre los amantes cuerdos trabar o fingir negocios para que no se extrañe la intimidad.

7º Los ancianos, por ser ya insensibles a los amores, hablan mal de ellos. No de otra suerte que al harto o inapetente le fastidia ver la mesa puesta, o bien así como los jóvenes no hallan sustancia alguna en los juguetes y pasatiempos que son la delicia de los niños.

Pero lo cierto es que nada llena de todo punto el corazón del hombre si no es el corazón de la mujer. El que quiere de firme a una, ya no piensa en otra. Por nada se aprisiona perpetuamente el hombre, si no es por la mujer. Por ella se dejan los amigos, los parientes, los padres, sin que la dejación parezca extraña. Si el ambicioso se desdeña de los amores, también el feliz amante se ríe del estrépito de los reinos. La ambición obstruye, digámoslo así, el corazón, y lo cierra enteramente a los amores. Pero una vez enamorado el hombre, no hay ambición que lo arranque de su objeto. El enamorado que, poniéndole en la una mano la dama, y en la otra un reino, se tirase al reino, hiciera una escena vil: todos gritarían que era indigno de mandar.

Pocos monarcas y menos ministros conocen la quietud. Cuando no temen caer, piensan en conquistas, o en hacer ruido. El amante, en conquistando el corazón de su dama, arrima las armas para siempre, y lo único que pediría es que la lozanía y el calor no se acabasen nunca.

Una novela sin amores, es un papelujo insulso para la gente joven. Todas las conversaciones de la juventud vienen a parar a los amores, y en tocándose este punto, a nadie le coge el sueño. La estación de los amores no es ni en la niñez ni en la vejez, es decir, ni antes de hacerse el hombre, ni luego al ir desmoronándose su máquina. Pareciendo en cierto modo que la vida del hombre es principalmente intentada para los amores, no viéndose en lo demás de ella sino sus débiles o principios o fragmentos.

¿Qué objeto puede producir aquel deleitoso fuego, que encienden los ojos de la que, sin saber por qué, es, por beneficio de la naturaleza, la nacida para compañera? Alegre, triste, enfermo o sano, descansado o exhausto, siempre prende la llama a la mirada de la querida. Moribundo que esté el hombre, abre los ojos al grito de ésta para entregarle, llorando en gusto, por último tributo, si posible fuese, el alma.

¿Y qué monarca de toda la tierra puede compararse en felicidad con aquel joven difícil que, lleno de experiencia y de mundo, tiene la ventura de caer cautivo, y fijarse en una de su esfera? Si la gana en quietud, el inmenso sentido con que se goza le hace desdeñar las dichas de los Dioses, y si hay contratiempos, como le tenga el corazón, las furtivas horas equivalen en su concepto por eternidades. No gravita la piedra con tanta fuerza hacia su centro cómo los sentidos del fino e ilustrado amante en pos de las pisadas de su dichosa dama. Y el serle perpetuo esclavo le parece a él muy pequeño pago de la firme y discreta correspondencia.

El que goza mucho de la ambición, disfruta poco del amor. Entre los individuos de las clases altas, como tienen pocas mujeres de donde elegir la suya, raro es feliz con ella. Y no hay nadie más desdichado que el que se apasiona por mujer de menos esfera. La llama que prende en éste no asienta en su propio pábulo, mas lo tiene devorado en vano como Tántalo en pos de la gota de agua. Porque si la ambición es altiva, no lo es menos el amor. Éste no se invoca con sacrificios parciales. Pide el holocausto de la voluntad entera, y es en vano llover cetros sobre la mujer más miserable, si ella percibe en el amante concepto de disparidad. El amor todo lo iguala, y el poderoso que no se abate de corazón no puede adquirir sino en alguna mercancía regateada.

8º Pero es digno de notarse que la ininterrupción y la fuerza de los amores en la sociedad civil parece que dependen del flujo por el viso.

Cualquiera poderoso que se sacase a un desierto con un esclavo suyo, al cabo lo trataría como a un igual suyo. La principal parte de la satisfacción causada por el acatamiento depende del viso que se hace por él. A solas no hay viso, ni por consiguiente ademanes de elevación. Los poderosos en secreto se humanan más. Bien decía aquel general que: «ningún héroe parece tal a su ayuda de cámara».

Lo mismo que de la grandeza, puede decirse de la hermosura. La hermosa no precia tanto por el voto de su amante como por el voto de los demás. Sacada a un desierto con el amante, ella perdiera tan pronto la presunción como éste los amores. El amante no valúa tanto a la dama por la impresión que a él le hace como por la que nota o figura en los demás. En prueba de lo cual, el que tiene el capricho de gustar de alguna muy fea en el concepto público, oculta mucho los amores, y los pierde en cuanto se los descubren.

La rivalidad hace en los amores un efecto como el de la competencia de los compradores en el mercado. El amante puja, digámoslo así, en el precio de la dama porque hay o imagina que habrá otros muchos que la quieran. Así, una ramera despreciable y desechada, en cuanto se le arrima algún poderoso que la equipe, despierta el ojo de los que antes la despreciaban. Por una razón semejante es por lo que las galas realzan a las mujeres. La mal vestida no da idea de tener séquito de gente fina, y por consiguiente ofrece poca rivalidad. Quitando el efecto de la rivalidad, el amor se reduce a lo meramente físico o brutal.

Todo hombre es propenso a hacer alarde del agasajo que halle en el bello sexo. Quizá no canta los favores, pero se engríe de que las gentes se los piensen. Y el que lo siente es porque o por su estado o por sus circunstancias, desmerece de la nombradía. Las venturas que no hubiesen de sonar, se estimarían poco, y el ansia por ellas sería brutal y vergonzosa. Así es que hallamos brutal y vergonzosísima la pasión en todos aquéllos que la tienen, siéndoles por su estado deshonrosa. Éstos, cuando la dama no está a solas, son serviles e hipócritas; quedando sola, audaces. Su grosera pasión no tiene otro freno que la vergüenza, y en cuanto, por quedarse sin testigos, desaparece ésta, cargan como el lobo hambriento contra su inocente presa. Por el contrario es el que tiene pasión fina.

Si hay gentes delante, se esparce y parece adelantado. Y en quedando sin testigos, es sumamente corto. Éste es cierto que ama lo físico, pero no a secas, sino condimentado con lo moral: sin lo moral, lo físico no le atrae. Lo moral no es objeto de servicio, sino de respeto. A solas, pues, muestra su pasión, esto es, se acata y se tiene humilde el amante fino. Delante de otra, disimula el acatamiento, y se esparce por armonizar con ellos. Por mucha ocasión que vea el amante fino, nunca se mueve a atrevimiento. Y todo el riesgo que corre la dama es el de apasionársela.

Las mujeres son más circunspectas que los hombres en orden al alarde, porque son más frías. Pero la que tiene pasión, ella misma la publica, con menos rebozo por el mismo hecho de no hacerle agravio al hombre. Y toda la que siente que los demás sospechen su debilidad notoria, podrá tener venalidad o vicio, pero no amor. Ninguna dama que quiso a su galán, quebró con él por hablador. Tal vez lo riñe, y siente la habladuría por los inconvenientes. Pero interiormente se complace, y le duele que haya inconvenientes en hacer gala. Pudiéndose inferir de estas reflexiones, que la exaltación de la sensualidad al amor proviene quizá de asociársele el flujo por hacer viso.

Los celos pueden explicarse por el mismo principio. Lo que se franquea a otro nos quita la singularidad. Bien así como el que va a lucirse con una idea nueva, y halla que otro se le anticipe.

9º Los amantes no se bastan a sí mismos. Necesitan compañía ajena que los celase, es decir, que forzándolos a reprimirse, los concentre para desearse luego. La intolerancia del circunstante es un estímulo natural para concentrarse y hacer más permanente la pasión. No hubiera amores si no chocase su demostración.

La naturaleza, pues, hace muy sabiamente que a proporción que es más firme la pasión, sea menor la intolerancia de los circunstantes. Y que del estado rudo al estado fino mengüe el recato gradualmente.

El atractivo, pues, y su efecto el amor, nace y crece con la sociedad, y fuera de ésta no habría ni uno ni otro. Los amores no traerían más felicidad que el agua en habiendo sed. Y por lo mismo de no ser periódica la sensualidad del hombre, el bello sexo experimentaría peor suerte que las hembras de los animales, perdiendo su predominio, y siendo todo el año víctima de la fuerza.

El flujo, pues, por el viso, eleva la brutalidad al amor. Quiere decir, fija la voluntad del hombre, lo sujeta a una mujer sola, y rompe las cadenas que arrastraría el bello sexo en los pueblos cultos, conforme las arrastra en algún modo entre los bárbaros.

Los celos crecen del estado salvaje al estado culto, de las clases groseras a las clases finas. Todo el sistema moral del hombre hasta el de su felicidad se modifica de distinto modo de un período social a otro, de una clase a otra.