De los nombre de Cristo: Tomo 1, De los nombres en general

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De los nombres de Cristo: Tomo I
de Fray Luis de León
De los nombres en general

Explícase la naturaleza del nombre, qué oficio tiene, por qué fin se introdujo y en qué manera se suele poner

«Los nombres que en la Escritura se dan a Cristo son muchos, así como son muchas sus virtudes y oficios; pero los principales son diez, en los cuales se encierran y, como reducidos, se recogen los demás; y los diez son éstos».

-Primero que vengamos a eso -dijo Marcelo alargando la mano hacia Sabino, para que se detuviese-, convendrá que digamos algunas cosas que se presuponen a ello; y convendrá que tomemos el salto, como dicen, de más atrás, y que guiando el agua de su primer nacimiento, tratemos qué cosa es esto que llamamos nombre, y qué oficio tiene, y por qué fin se introdujo y en qué manera se suele poner; y aun antes de todo esto hay otro principio.

-¿Qué otro principio -dijo Juliano- hay que sea primero que el ser de lo que se trata, y la declaración de ello breve, que la Escuela llama definición?

-Que como los que quieren hacerse a la vela -respondió Marcelo- y meterse en la mar, antes que desplieguen los lienzos, vueltos al favor del cielo, le piden viaje seguro, así ahora en el principio de una semejante jornada, yo por mí, o por mejor decir, todos para mí, pidamos a ese mismo de quien hemos de hablar sentidos y palabras cuales convienen para hablar de Él. Porque si las cosas menores, no sólo acabarlas no podemos bien, mas ni emprenderlas tampoco, sin que Dios particularmente nos favorezca, ¿quién podrá decir de Cristo y de cosas tan altas como son las que encierran los Nombres de Cristo, si no fuere alentado con la fuerza de su espíritu?

Por lo cual, desconfiando de nosotros mismos y confesando la insuficiencia de nuestro saber, y como derrocando por el suelo los corazones, supliquemos con humildad a esta divina luz que nos amanezca, quiero decir, que envíe en mi alma los rayos de su resplandor y la alumbre, para que en esto que quiero decir de Él, sienta lo que es digno de Él; y para que lo que en esta manera sintiere, lo publique por la lengua en la forma que debe. Porque, Señor, sin Ti, ¿quién podrá hablar como es justo de Ti? O ¿quién no se perderá, en el inmenso océano de tus excelencias metido, si Tú mismo no le guías al puerto? Luce, pues, ¡oh sólo verdadero Sol!, en mi alma, y luce con tan grande abundancia de luz, que, con el rayo de ella, juntamente y mi voluntad encendida te ame y mi entendimiento esclarecido te vea, y, enriquecida, mi boca te hable y pregone, si no como eres del todo, a lo menos como puedes de nosotros ser entendido, y sólo a fin de que Tú seas glorioso y ensalzado en todo tiempo y de todos.

Y, dicho esto, calló, y los otros dos quedaron suspensos y atentos mirándole; y luego tornó a comenzar en esta manera:

-El nombre, si hemos de decirlo en pocas palabras, es una palabra breve que se sustituye por aquello de quien se dice, y se toma por ello mismo. O nombre es aquello mismo que se nombra, no en el ser real y verdadero que ello tiene, sino en el ser que le da nuestra boca y entendimiento. Porque se ha de entender que la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras y en que, siendo una, sea todas cuanto le fuere posible; porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a Él haciéndosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas, y el fin y como el blanco adonde envían sus deseos todas las criaturas.

Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda esta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias; y quedando no mezcladas, se mezclen; y permaneciendo muchas, no lo sean; y para que, extendiéndose y como desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Lo cual es avecinarse la criatura a Dios, de quien mana, que en tres personas es una esencia, y en infinito número de excelencias no comprensibles, una sola perfecta y sencilla excelencia.

Pues siendo nuestra perfección ésta que digo, y deseando cada uno naturalmente su perfección, y no siendo escasa la naturaleza en proveer a nuestros necesarios deseos, proveyó en esto como en todo lo demás con admirable artificio. Y fue que, porque no era posible que las cosas, así como son, materiales y toscas, estuviesen todas unas en otras, les dio a cada una de ellas, demás del ser real que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero más delicado que él y que nace en cierta manera de él, con el cual estuviesen y viviesen cada una de ellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas, y todas en cada una. Y ordenó también que de los entendimientos, por semejante manera, saliesen con la palabra a las bocas. Y dispuso que las que en su ser material piden cada una de ellas su propio lugar, en aquel espiritual ser pudiesen estar muchas, sin embarazarse, en un mismo lugar en compañía juntas; y aun, lo que es más maravilloso, una misma en un mismo tiempo en muchos lugares.

De lo cual puede ser como ejemplo lo que en el espejo acontece. Que si juntamos muchos espejos y los ponemos delante los ojos, la imagen del rostro, que es una, reluce una misma y en un mismo tiempo en cada uno de ellos; y de ellos todas aquellas imágenes, sin confundirse, se toman juntamente a los ojos, y de los ojos al alma de aquel que en los espejos se mira. Por manera que, en conclusión de lo dicho, todas las cosas viven y tienen ser en nuestro entendimiento cuando las entendemos y cuando las nombramos en nuestras bocas y lenguas. Y lo que ellas son en sí mismas, esa misma razón de ser tienen en nosotros, si nuestras bocas y entendimientos son verdaderos.

Digo esa misma en razón de semejanza, aunque en cualidad de modo diferente, conforme a lo dicho. Porque el ser que tienen en sí es ser de tomo y de cuerpo, y ser estable y que así permanece; pero en el entendimiento que las entiende, hácense a la condición de él y son espirituales y delicadas; y para decirlo en una palabra, en sí son la verdad, mas en el entendimiento y en la boca son imágenes de la verdad, esto es, de sí mismas, e imágenes que sustituyen y tienen la vez de sus mismas cosas para el efecto y fin que está dicho; y, finalmente, en sí son ellas mismas, y en nuestra boca y entendimiento sus nombres. Y así queda claro lo que al principio dijimos, que el nombre es como imagen de la cosa de quien se dice, o la misma cosa disfrazada en otra manera, que sustituye por ella y se toma por ella, para el fin y propósito de perfección y comunidad que dijimos.

Y de esto mismo se conoce también que hay dos maneras o dos diferencias de nombres: unos que están en el alma y otros que suenan en la boca. Los primeros son el ser que tienen las cosas en el entendimiento del que las entiende; y los otros, el ser que tienen en la boca del que, como las entiende, las declara y saca a luz con palabras. Entre las cuales hay esta conformidad: que los unos y los otros son imágenes, y, como ya digo muchas veces, sustitutos de aquéllos cuyos nombres son. Mas hay también esta desconformidad: que los unos son imágenes por naturaleza, y los otros por arte. Quiero decir que la imagen y figura que está en el alma sustituye por aquellas cosas cuya figura es por la semejanza natural que tiene con ellas; mas las palabras, porque nosotros, que fabricamos las voces, señalamos para cada cosa la suya, por eso sustituyen por ellas. Y cuando decimos nombres, ordinariamente entendemos estos postreros, aunque aquellos primeros son los nombres principalmente. Y así nosotros hablaremos de aquéllos, teniendo los ojos en éstos.

Y habiendo dicho Marcelo esto, y queriendo proseguir su razón, díjole Juliano:

-Paréceme que habéis guiado el agua muy desde su fuente, y como conviene que se guíe en todo aquello que se dice, para que sea perfectamente entendido. Y si he estado bien atento, de tres cosas que en el principio nos propusisteis, habéis ya dicho las dos, que son: lo que es el nombre, y el oficio para cuyo fin se ordenó. Resta decir lo tercero, que es la forma que se ha de guardar, y aquello a que se ha de tener respeto cuando se pone.

-Antes de eso -respondió Marcelo- añadiremos esta palabra a lo dicho; y es que, como de las cosas que entendemos, unas veces formamos en el entendimiento una imagen, que es imagen de muchos, quiero decir, que es imagen de aquello en que muchas cosas, que en lo demás son diferentes, convienen entre sí y se parecen; y otras veces la imagen que figuramos es retrato de una cosa sola, y así propio retrato de ella que no dice con otra; por la misma manera hay unas palabras o nombres que se aplican a muchos, y se llaman nombres comunes, y otros que son propios de sólo uno, y éstos son aquéllos de quien hablamos ahora. En los cuales, cuando de intento se ponen, la razón y naturaleza de ellos pide que se guarde esta regla: que, pues han de ser propios, tengan significación de alguna particular propiedad, y de algo de lo que es propio a aquello de quien se dicen; y que se tomen y como nazcan y manen de algún minero suyo y particular; porque si el nombre, como hemos dicho, sustituye por lo nombrado, y si su fin es hacer que lo ausente que significa, en él nos sea presente, y cercano y junto lo que nos es alejado, mucho conviene que en el sonido, en la figura, o verdaderamente en el origen y significación de aquello de donde nace, se avecine y asemeje a cuyo es, cuanto es posible avecinarse a una cosa de tomo y de ser el sonido de una palabra.

No se guarda esto siempre en las lenguas; es grande verdad. Pero si queremos decir la verdad, en la primera lengua lo de todas casi siempre se guarda. Dios, a lo menos, así lo guardó en los nombres que puso, como en la Escritura se ve. Porque, si no es esto, ¿qué es lo que se dice en el Génesis que Adán, inspirado por Dios, puso a cada cosa su nombre, y que lo que él las nombró, ese es el nombre de cada una? Esto es decir que a cada una les venía como nacido aquel nombre, y que era así suyo por alguna razón particular y secreta, que si se pusiera a otra cosa no le viniera ni cuadrara tan bien. Pero, como decía, esta semejanza y conformidad se atiende en tres cosas: en la figura, en el sonido, y señaladamente en el origen de su derivación y significación. Y digamos de cada una, comenzando por esta postrera.

Atiéndese, pues, esta semejanza en el origen y significación de aquello de donde nace; que es decir que cuando el nombre que se pone a alguna cosa se deduce y deriva de alguna otra palabra y nombre, aquello de donde se deduce ha de tener significación de alguna cosa que se avecine a algo de aquello que es propio al nombrado, para que el nombre, saliendo de allí, luego que sonare ponga en el sentido del que le oyere la imagen de aquella particular propiedad; esto es, para que el nombre contenga en su significación algo de lo mismo que la cosa nombrada contiene en su esencia. Como, por razón de ejemplo, se ve en nuestra lengua en el nombre con que se llaman en ella los que tienen la vara de justicia en alguna ciudad, que los llamamos corregidores, que es nombre que nace y se toma de lo que es corregir, porque el corregir lo malo es su oficio de ellos, o parte de su oficio muy propia. Y así, quien lo oye, en oyéndolo, entiende lo que hay o haber debe en el que tiene este nombre. Y también a los que entrevienen en los casamientos los llamamos en castellano casamenteros, que viene de lo que es hacer mención o mentar, porque son los que hacen mención del casar, entreviniendo en ello y hablando de ello y tratándolo. Lo cual en la Sagrada Escritura se guarda siempre en todos aquellos nombres que, o Dios puso a alguno, o por su inspiración se pusieron a otros. Y esto en tanta manera, que no solamente ajusta Dios los nombres que pone con lo propio que las cosas nombradas tienen en sí, mas también todas las veces que dio a alguno y le añadió alguna cualidad señalada, demás de las que de suyo tenía, le ha puesto también algún nuevo nombre que se conformase con ella, como se ve en el nombre que de nuevo puso a Abraham; y en el de Sara, su mujer, se ve también; y en el de Jacob, su nieto, a quien llamó Israel; y en el de Josué, el capitán que puso a los judíos en la posesión de su tierra; y así en otros muchos.

-No ha muchas horas -dijo entonces Sabino- que oímos acerca de eso un ejemplo bien señalado; y aun oyéndole yo, se me ofreció una pequeña duda acerca de él.

-¿Qué ejemplo es ese? -respondió Marcelo.

-El nombre de Pedro -dijo Sabino-, que le puso Cristo, como ahora nos fue leído en la misa.

-Es verdad -dijo Marcelo-, y es bien claro ejemplo. Mas ¿qué duda tenéis en él?

-La causa por qué Cristo le puso -respondió Sabino- es mi duda; porque me parece que debe contener en sí algún misterio grande.

-Sin duda -dijo Marcelo-, muy grande; porque dar Cristo a San Pedro este nuevo y público nombre, fue cierta señal que en lo secreto del alma le infundía a él, más que a ninguno de sus compañeros, un don de firmeza no vencible.

-Eso mismo -replicó luego Sabino- es lo que se me hace dudoso; porque ¿cómo tuvo más firmeza que los demás apóstoles, ni infundida ni suya, el que sólo entre todos negó a Cristo por tan ligera ocasión? Si no es firmeza prometer osadamente y no cumplir flacamente después.

-No es así -respondió Marcelo-, ni se puede dudar en manera alguna de que fue este glorioso príncipe, en este don de firmeza de amor y fe para con Cristo, muy aventajado entre todos. Y es claro argumento de esto aquel celo y apresuramiento que siempre tuvo para adelantarse en todo lo que parecía tocar o a la honra o al descanso de su Maestro. Y no sólo después que recibió el fuego del Espíritu Santo, sino antes también, cuando Cristo, preguntándole tres veces si le amaba más que los otros y respondiendo él que le amaba, le dio a pacer sus ovejas, testificó Cristo con el hecho que su respuesta era verdadera, y que se tenía por amado de él con firmísimo y fortísimo amor. Y si negó en algún tiempo, bien es de creer que cualquiera de sus compañeros, en la misma pregunta y ocasión de temer, hiciera lo mismo si se les ofreciera; y por no habérseles ofrecido, no por eso fueron más fuertes.

Y si quiso Dios que se le ofreciese a sólo San Pedro, fue con grande razón. Lo uno para que confiase menos de sí de allí adelante el que hasta entonces, de la fuerza de amor que en sí mismo sentía, tomaba ocasión para ser confiado. Y lo otro, para que quien había de ser pastor y como padre de todos los fieles, con la experiencia de su propia flaqueza se condoliese de las que después viese en sus súbditos, y supiese llevarlas. Y últimamente, para que con el lloro amargo que hizo por esta culpa, mereciese mayor acercamiento de fortaleza. Y así fue que después se le dio firmeza para sí y para otros muchos en él; quiero decir, para todos los que le son sucesores en su Silla apostólica, en la cual siempre ha permanecido firme y entera, y permanecerá hasta el fin, la verdadera doctrina y confesión de la fe.

Mas tornando a lo que decía, quede esto por cierto: que todos los nombres que se ponen por orden de Dios, traen consigo significación de algún particular secreto que la cosa nombrada en sí tiene, y que en esta significación se asemejan a ella; que es la primera de las tres cosas en que, como dijimos, esta semejanza se atiende. Y sea la segunda lo que toca al sonido: esto es, que sea el nombre que se pone de tal cualidad, que cuando se pronunciare suene como suele sonar aquello que significa, o cuando habla, si es cosa que habla, o en algún otro accidente que le acontezca. Y la tercera es la figura, que es la que tienen las letras con que los nombres se escriben, así en el número como en la disposición de sí mismas, y la que cuando las pronunciamos suelen poner en nosotros. Y de estas dos maneras postreras, en la lengua original de los libros divinos y en esos mismos libros hay infinitos ejemplos; porque del sonido, casi no hay palabra de las que significan alguna cosa, que, o se haga con voz o que envíe son alguno de sí, que, pronunciada bien, no nos ponga en los oídos o el mismo sonido o algún otro muy semejante de él.

Pues lo que toca a la figura, bien considerado, es cosa maravillosa los secretos y los misterios que hay acerca de esto en las Letras divinas. Porque en ellas, en algunos nombres se añaden letras para significar acrecentamiento de buena dicha en aquello que significan; y en otros se quitan algunas de las debidas para hacer demostración de calamidad y pobreza. Algunos, si lo que significan, por algún accidente, siendo varón, se ha afeminado y enmollecido, ellos también toman letras de las que en aquella lengua son, como si dijésemos, afeminadas y mujeriles. Otros, al revés, significando cosas femeninas de suyo, para dar a entender algún accidente viril, toman letras viriles. En otros mudan las letras su propia figura, y las abiertas se cierran, y las cerradas se abren y mudan el sitio, y se trasponen y disfrazan con visajes y gestos diferentes, y, como dicen del camaleón, se hacen a todos los accidentes de aquellos cuyos son los nombres que constituyen. Y no pongo ejemplos de esto porque son cosas menudas, y a los que tienen noticia de aquella lengua, como vos, Juliano y Sabino, la tenéis, notorias mucho; y señaladamente porque pertenecen propiamente a los ojos y así, para dichas y oídas, son cosas oscuras.

Pero, si os parece, valga por todos la figura y cualidad de letras con que se escribe en aquella lengua el nombre propio de Dios, que los hebreos llaman inefable, porque no tenían por lícito el traerle comúnmente en la boca; y los griegos le llaman nombre de cuatro letras, porque son tantas las letras de que se compone. Porque, si miramos al sonido con que se pronuncia, todo él es vocal, así como lo es aquel a quien significa, que todo es ser y vida y espíritu sin ninguna mezcla de composición o de materia. Y si atendemos a la condición de las letras hebreas con que se escribe, tienen esta condición, que cada una de ellas se puede poner en lugar de las otras, y muchas veces en aquella lengua se ponen; y así, en virtud, cada una de ellas es todas, y todas son cada una; que es como imagen de la sencillez que hay en Dios, por una parte, y de la infinita muchedumbre de perfecciones que, por otra, tiene; porque todo es una gran perfección, y aquella una es todas sus perfecciones. Tanto que, si hablamos con propiedad, la perfecta sabiduría de Dios no se diferencia de su justicia infinita; ni su justicia, de su grandeza; ni su grandeza, de su misericordia; y el poder y el saber y el amar en Él, todo es uno. Y en cada uno de estos sus bienes, por más que le desviemos y alejemos del otro, están todos juntos; y por cualquiera parte que le miremos, es todo y no parte. Y conforme a esta razón es, como habemos dicho, la condición de las letras que componen su nombre. Y no sólo en la condición de las letras, sino aun, lo que parece maravilloso, en la figura y disposición también le retrata este nombre en una cierta manera.

Y diciendo esto Marcelo, e inclinándose hacia la tierra, en la arena, con una vara delgada y pequeña, formó unas letras como éstas ; y dijo luego:

-Porque en las letras caldaicas este santo nombre siempre se figura así. Lo cual, como veis, es imagen del número de las divinas personas, y de la igualdad de ellas, y de la unidad que tienen las mismas en una esencia, como estas letras son de una figura y de un nombre. Pero esto dejémoslo así.

E iba Marcelo a decir otra cosa; mas atravesándose Juliano, dijo de esta manera:

-Antes que paséis, Marcelo, adelante, nos habéis de decir cómo se compadece con lo que hasta ahora habéis dicho, que tenga Dios nombre propio; y desde el principio deseaba pedíroslo, y dejélo por no romperos el hilo. Mas ahora, antes que salgáis de él, nos decid: si el nombre es imagen que sustituye por cuyo es, ¿qué nombre de voz o qué concepto de entendimiento puede llegar a ser imagen de Dios? Y si no puede llegar, ¿en qué manera diremos que es su nombre propio? Y aún hay en esto otra gran dificultad: que si el fin de los nombres es que por medio de ellos las cosas cuyos son estén en nosotros, corno dijisteis, excusada cosa fue darle a Dios nombre, el cual está tan presente a todas las cosas, y tan lanzado, como si dijésemos, en sus entrañas, y tan infundido y tan íntimo como está su ser de ellas mismas.

-Abierto habíais la puerta, Juliano -respondió Marcelo-, para razones grandes y profundas, si no la cerrara lo mucho que hay que decir en lo que Sabino ha propuesto. Y así, no os responderé más de lo que basta para que esos vuestros nudos queden desatados y sueltos. Y comenzando de lo postrero, digo que es grande verdad que Dios está presente en nosotros, y tan vecino y tan dentro de nuestro ser como Él mismo de sí; porque en Él y por Él, no sólo nos movemos y respiramos, sino también vivimos y tenemos ser, como lo confiesa y predica San Pablo. Pero así nos está presente, que en esta vida nunca nos es presente.

Quiero decir que está presente y junto con nuestro ser, pero muy lejos de nuestra vista y del conocimiento claro que nuestro entendimiento apetece. Por lo cual convino, o por mejor decir, fue necesario que entretanto que andamos peregrinos de él en estas tierras de lágrimas ya que no se nos manifiesta ni se junta con nuestra alma su cara, tuviésemos, en lugar de ella, en la boca algún nombre y palabra, y en el entendimiento alguna figura suya, como quiera que ella sea imperfecta y oscura, y, como San Pablo llama, enigmática. Porque, cuando volare de esta cárcel de tierra en que ahora nuestra alma presa trabaja y afana, como metida en tinieblas, y saliere a lo claro y a lo puro de aquella luz, él mismo, que se junta con nuestro ser ahora, se juntará con nuestro entendimiento entonces; y él por sí, y sin medio de otra tercera imagen, estará junto a la vista del alma; y no será entonces su nombre otro que Él mismo, en la forma y manera que fuere visto; y cada uno le nombrará con todo lo que viere y conociere de Él, esto es, con el mismo Él; así y de la misma manera como le conociere.

Y por esto dice San Juan, en el libro del Apocalipsis, que Dios a los suyos en aquella felicidad, demás de que les enjugará las lágrimas y les borrará de la memoria los duelos pasados, les dará a cada uno una piedrecilla menuda, y en ella un nombre escrito, el cual sólo el que la recibe le conoce. Que no es otra cosa sino el tanto de sí y de su esencia, que comunicará Dios con la vista y entendimiento de cada uno de los bienaventurados; que con ser uno en todos, con cada uno será en diferente grado, y por una forma de sentimiento cierta y singular para cada uno.

Y, finalmente, este nombre secreto que dice San Juan, y el nombre con que entonces nombraremos a Dios, será todo aquello que entonces en nuestra alma será Dios, el cual, como dice San Pablo, «será en todos todas las cosas». Así que, en el cielo, donde veremos, no tendremos necesidad para con Dios de otro nombre más que del mismo Dios; mas en esta oscuridad, adonde, con tenerle en casa, no le echamos de ver, esnos forzado ponerle algún nombre. Y no se lo pusimos nosotros, sino Él por su grande piedad se le puso luego que vio la causa y la necesidad.

En lo cual es cosa digna de considerar el amaestramiento secreto del Espíritu Santo que siguió el santo Moisés acerca de esto, en el libro de la creación de las cosas. Porque tratando allí la historia de la creación, y habiendo escrito todas las obras de ella, y habiendo nombrado en ellas a Dios muchas veces, hasta que hubo criado al hombre y Moisés lo escribió, nunca le nombró con este su nombre, como dando a entender que, antes de aquel punto, no había necesidad de que Dios tuviese nombre, y que, nacido el hombre que le podía entender y no le podría ver en esta vida, era necesario que se nombrase. Y como Dios tenía ordenado de hacerse hombre después, luego que salió a luz el hombre, quiso humanarse nombrándose.

Y a lo otro, Juliano, que propusistes, que siendo Dios un abismo de ser y de perfección infinita, y habiendo de ser el nombre imagen de lo que nombra, cómo se podía entender que una palabra limitada alcanzase a ser imagen de lo que no tiene limitación, algunos dicen que este nombre, como nombre que se le puso Dios a sí mismo, declara todo aquello que Dios entiende de sí, que es el concepto y verbo divino que dentro de sí engendra entendiéndose; y que esta palabra que nos dijo y que suena en nuestros oídos, es señal que nos explica aquella palabra eterna e incomprensible que nace y vive en su seno, así como nosotros con las palabras de la boca declaramos todo lo secreto del corazón. Pero, como quiera que esto sea, cuando decimos que Dios tiene nombres propios, o que este es nombre propio de Dios, no queremos decir que es cabal nombre, o nombre que abraza y que nos declara todo aquello que hay en Él. Porque uno es el ser propio, y otro es el ser igual o cabal. Para que sea propio basta que declare, de las cosas que son propias a aquella de quien se dice, alguna de ellas; mas, si no las declara todas entera y cabalmente, no será igual. Y así a Dios, si nosotros le ponemos nombre, nunca le pondremos un nombre entero y que le iguale, como tampoco le podemos entender como quien Él es entera y perfectamente; porque lo que dice la boca es señal de lo que se entiende en el alma. Y así, no es posible que llegue la palabra adonde el entendimiento no llega.

Y para que ya nos vamos acercando a lo propio de nuestro propósito y a lo que Sabino leyó del papel, ésta es la causa por que a Cristo nuestro Señor se le dan muchos nombres; conviene a saber, su mucha grandeza y los tesoros de sus perfecciones riquísimas, y juntamente la muchedumbre de sus oficios y de los demás bienes que nacen de él y se derraman sobre nosotros. Los cuales, así como no pueden ser abrazados con una vista del alma, así mucho menos pueden ser nombrados con una palabra sola. Y como el que infunde agua en algún vaso de cuello largo y estrecho, la envía poco a poco y no toda de golpe, así el Espíritu Santo, que conoce la estrechez y angostura de nuestro entendimiento, no nos presenta así toda junta aquella grandeza, sino como en partes nos la ofrece, diciéndonos unas veces algo de ella debajo de un nombre, y debajo de otro nombre otra cosa otras veces. Y así vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo; porque le llama León y Cordero, y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de paz y Salud, y Vida y Verdad; y así otros nombres sin cuento. Pero, de estos muchos, escogió solos diez el papel, como más sustanciales; porque, como en él se dice, los demás todos se reducen o pueden reducir a éstos en cierta manera.

Mas conviene, antes que pasemos adelante, que admitamos primero que, así como Cristo es Dios, así también tiene nombres que por su divinidad le convienen: unos propios de su persona, y otros comunes a toda la Trinidad; pero no habla con estos nombres nuestro papel, ni nosotros ahora tocaremos en ellos, porque aquellos propiamente pertenecen a los nombres de Dios. Los nombres de Cristo que decimos ahora son aquellos solos que convienen a Cristo en cuanto hombre, conforme a los ricos tesoros de bien que encierra en sí su naturaleza humana, y conforme a las obras que en ella y por ella Dios ha obrado y siempre obra en nosotros. Y con esto, Sabino, si no se os ofrece otra cosa, proseguid adelante.

Y Sabino leyó luego: