Del frío al fuego/Capítulo VII

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Capítulo VII

Han inducido a cambios muy notables la escala de Port-Said y estos días de mar Rojo.

En primer lugar, todos los hombres vamos de blanco, de un verano reducido a la más mínima expresión de indumentaria, con la chaqueta de tira cerrada en el cuello sobre la camisa sutil -gracias a las compras realizadas.

En segundo lugar, podrá no ser rojo este mar, pero no le cede al golfo de Lión en bailadito. Las olas vuelven a rizarse. Los niños, los mareómetros de a bordo, yacen pálidos y serios por las sillas. El baile, hoy principalmente, es tal, que nos hemos encontrado, la no mucha gente reunida al almuerzo, con los platos casillados en cajones, en «pesebreras», para que no se vuelquen. Aun así, la mayor escoradura causada en el Reus por toda la carga de carbón a una banda, nos ha echado encima alguna vez las copas, las botellas, en los balanceos furiosos.

Por suerte cae la molesta danza tras de aquel ensayo de «aclimatación» del principio, y los mareos redúcense, en la mayoría, al vago malestar que trasciende en displicencia a los cuerpos y a las caras. Sólo los propiciatorios permanecen tumbados en los camarotes, con perfecto desdén del Universo..., el marido de Lucía, el húsar, Pascual, que yo sepa. Sólo los fuertes y probados persistimos en casi nuestro dominio: yo, Lucía, la pescadera, Charo, Sarah, don Lacio, el comandante... sin perjuicio de marchar muy mal por las galerías o la cubierta lejos de los pasamanos -cosa que nos hace preferir estar quietos, leyendo.

El mar, revuelto, azul, fuertemente azul contra la serenidad del cielo.

Todos leemos, a este extremo de la proa de la desolada cubierta. El aire es cálido, con silíceas aristas de los inmensos arenales -que cortan. De tiempo en tiempo divisamos una punta, un ribazo de costa muy distante, y volvemos a leer. A ratos pasan algas bermejas, destejidas por las olas: son, según el capitán, las que hacen a este mar digno de su nombre cuando abundan por la serena superficie. Pocas veces se ve agitado, pero nos ha tocado así.

El mareo, causa cósmica aquí bien ostensible, como otras causas ambientes invisibles en todas partes, rigen sin duda buen puñado de grandes acciones humanas que se achacan a la altiva voluntad. La hermosa pescadera, que vino por los lagos contenta de las cortesías de Enrique, bajo el pabellón protector del marido y en la ausencia del capitán reclamado por el puente, está hoy entregada a los flirteos de éste en la plena libertad de aquéllos -que echan tal vez abajo las tripas. Pura, la bella Pura gentil, que ayer ya empezaba desde largo a perdonar al novio, consuélase y véngase a un tiempo de él, también mareado, hablando amarteladamente con el relojero-violinista. ¡Hacen tan mal acorde las náuseas y el amor!...

Y al fin de cuentas, con este igualitarismo del blanco traje, que ha borrado rangos de sastrería, el relojero está bien más elegante y airoso que el tenientito chic, que todos, con su fina barba rizosa y su arrogancia de atleta. Pura y él son las dos bellezas del barco.

Se han juntado.

¡Cuántas duquesas preferirían herreros a príncipes si se escogiese en pelota!

Leemos. Incluso Sarah, versos de Rubén Darío. Incluso el comandante, allá solitario junto a la borda y un poco despegado de Charo desde hace días... (creo que desde uno en que se la vio en el cogote las raíces canas de su pelo mal teñido). Un poco sueltos y apartados los lectores del grupo del amor que forman la pescadera y Pura, con la madre de ésta entre ambas, silenciosa, y en los lados el relojero y el capitán, los miramos y nos miran malignos de cuando en cuando. Yo estoy cerca de Lucía, que lee la insípida Niña Dorrit, de Dickens. Pasa hojas. El marido no la consiente otros libros; pero la he visto algunas tardes, en ratos ausentes de él, uno de Mirbeau: Journal d'une femme de chambre. Yo estoy concluyendo Mirella, de Mistral, y lo cierro al fin.

-¿Qué es eso? -pregúntame plegando con fastidio el suyo.

-Mirella.

-¡Ah!

La exclamación es casi un bostezo, también hacia Mirella.

Hemos hablado ya muchas veces de literatura, y he podido admirar cuánto ama la vida esta mujer tan mal amada. Ella no comprende los idílicos o plácidos libros pasados, en nuestra época. Gusta de psicologías y problemas hondos, y detesta, más que nada, de los exquisitos del arte por el arte que no saben encarnar un corazón -en odios, en pasiones, en todas las modernas recónditas fierezas que surgen por las entrañas detrás de los aspectos escépticamente sonrientes. La he oído frases que no olvidaré: «Lo que más necesita un escritor es un concepto total y firme de la vida...» «Escribir novelas debe ser el arte de saber todo aquello que no debe ser escrito»... «Una novela que no encierra toda la vida aplicada a un caso particular, vale poco».

Me mira. Ha vuelto de nuevo la cabeza hacia mí y está mirando la admiración de ella en que caigo tan fácilmente; pero la ve tan alta, tan llena de noble fraternidad, que la acepta amiga y confiada en sus serenos ojos valerosos. Habla:

-¿Quiere usted prestarme la Lea, de Prevost, que leía ayer?

-Sí -contesto- y usted deme Mensonges, si la acabó; no la conozco.

-Sí -responde.

Y se levanta, con su gracia ágil, y me levanto, y bajamos.

El barco se mueve de tan horrible modo, que a pesar de la baranda, en que ella apoya la mano izquierda en la escalera, me parece cortés darla el brazo. Lo acepta, y dice abajo desenlazándose:

-No diga a Alberto que el libro es mío.

Sigue ella bajando hacia el comedor; yo tuerzo a mi camarote. Cuando volvemos, salvadas con paso igual distancias equivalentes, nos encontramos en el arranque de la escalera. Cambiamos los libros. Abre Lucía el que le doy, y detiénese sobre la alfombra a mirarlo. Yo abro el suyo y noto que es imposible que ella pueda leer a la luz difusa que cae de lo alto. Entonces sospecho que querrá que no nos vean volver aparecer arriba juntos.

-¡Sí! -digo-. ¡Subo!

Pero no comprende mi confidencial resolución; y simple, sencilla, con una completa seguridad de su amable indiferencia, que me avergüenza un poco, me sigue, me coge del brazo, que ofrezco maquinal al esperarla, y cruzamos así la cubierta delante de la gente.

No sé qué altiva diadema hay en la ancha y pura frente de Lucía, que nadie se permite la menor sonrisa... Sólo Sarah, fingiendo un lento ademán de sueño, tras una fulguración del rostro, gira a un lado de la poltrona y lo esconde sobre el brazo entre los suyos cruzados...

Así permanece. ¡Oh, la chiquilla! La observo desde mi sitio. De pronto levántase, se marcha..., juraría que la he visto en la puerta llevarse aprisa el pañuelo a los ojos al desaparecer.

Pero olvido esto. Leo Mensonges.

Lucía lee ávidamente. Se ha arrellanado en el sillón japonés, lleno de grecas y rizados de bejuco, que ocupa ordinariamente su marido, y apoyándose en los codos, sostiene el libro con ambas manos, delante de la cabeza recostada muy bajo en el respaldo.

Yo leo -hago que leo. No veo su cara. Huyo los ojos de este cuerpo esbelto lleno de gracias, moldeado bajo la blusa de espumilla blanca y la sencillísima falda de seda plomo. Huyo también; procuro huir de la delectación que me produce el tener un libro, algo de la secreta propiedad de ella entre las manos.

Pero en vez de entender los pensamientos de Bourget (¡pobres autores de novelas, si supiesen cómo a veces se leen sus obras más queridas!), atroquelo en una voluntad de generoso descuido, que corresponde al de Lucía, este juicio hecho de todos los infinitos y menudos contentos miserables donde tal vez quiso alzarse perversa mi esperanza: «Su advertencia de que le oculte a Alberto que la novela sea de ella, y que envuelve para él un matiz de traición y de ridículo involuntarios, amargos, es prenda de intelectualísima amistad: ha comprendido que adivino su alma y que no concederé más que su justo valor noble a un ruego que tanto tiene de confesión».



Acércansenos el capitán, el cura y el médico. Vienen a darnos una noticia que nos parece absurda en esta vida de pereza y de regalo. «Ha muerto uno en tercera»; deja a su pobre mujer desamparada, y trátase de que iniciemos una suscripción en su favor. Las señoras van a ver a la viuda; nosotros, un grupo de hombres, al muerto. Se nos unen varios. Entre ellos un doctor Roque, cuyo nombre sé por la tarjeta cosida a sus sillas, y con quien yo no he hablado nunca. Amigo del filipino, sabemos de él, nada más, que ejerce en Manila hace tiempo, que es su mujer la rica india feísima con la cual y con un hijo pequeño retorna de España, y que permanece casi siempre aislado de todo trato, al lado de su esposa, bien porque su experiencia de pasajero contumaz le haga aborrecer estas chismosas tertulias de a bordo, ya por orgullo. Trátase, en efecto, de un hombre alto, seco, rígido, no viejo aún, de vivos ojos altaneros, en su rostro antipático y cetrino como de enfermo del hígado.

El espectáculo del muerto, tapado sobre el lecho aún con una sábana, en el camaranchón destartalado de la enfermería de tercera, me sorprende, me contraría, como algo extraño a mis gustos.

Hay sin duda un terrible egoísmo en nuestras vidas. Imaginamos que el universo está dentro de nosotros, acordado con nuestras míseras emociones.

Yo, que me había forjado la idea de ir registrando en mi atención cada latido del alma de este pequeño mundo que forma el Reus, sin más que mirar y recoger de alrededor sencillamente, veo ahora que apenas miraba y veía sino el archirridículo sainete de nuestro «grupo distinguido». ¡Cuántas pasiones, cuántos dramas e íntimas tragedias de harto mayor interés no irán dando tumbos por las olas en estas gentes de la popa -ocultas en cada corazón de estos rudos luchadores a quienes no dejan tregua el rigor y la miseria!

La viuda, una rubia casi bella en el dolor de su desesperación, de su desamparo, es arrancada al fin de junto al muerto. Su pena me hiela. El doctor Roque, a pretexto de auxiliarla, vase con las camareras y las mujeres, que la acompañan llorando. Descubro en la cara antipática del doctor yo no sé qué repugnante piedad que enmascara lúbricos instintos de bruto, de fiera...

¿Y quién es esa muchacha?... Ya lo sabemos: una honrada. Su cara no miente. El candor, el pudor, pueden fingirse. La honradez, no tiene un semblante de modestia que se extiende a todo el cuerpo. Sus dedos están picados de la aguja.

El capitán, después que la hemos visto partir junto al doctor Roque, aléjame de la cama del muerto y me dice efusivamente, con un nobilísimo afán de purificar sus intenciones de aquellos otros vanos galanteos de nuestra cámara:

-Nada hay, capitán, más despreciable que una mujer estúpida; pero no hay nada más respetable que una mujer honrada. ¿Quiere usted iniciar la suscripción entre el pasaje, para ésta?... Su marido, ese infeliz, iba de maquinista a la Colonia de San Luis, en Joló. Ella tal vez querrá volverse a España desde el primer puerto.

Acepto la idea con entusiasmo. El capitán, tal vez, ha visto, como yo, las ansias de lujuria de tantos hombres como encontraría en Manila esta infeliz. Es preciso, en efecto, que se vuelva a España, o que no se encuentre al menos entregada al egoísmo miserable de las gentes, sin recursos al desembarcar hasta que pueda valerse por sí propia. Busco inmediatamente a Lucía y la intereso y la asocio a mis trabajos. Don Lacio se nos une; y antes de una hora tenemos dos listas.

Lucía y yo vamos a ver a la viuda a media tarde. Está en la cubierta de segunda, entre otras mujeres mareadas. Alberto, totalmente mareado también, confinado en su camarote, no ha podido seguir ayudándonos en la cuestación, que ya asciende a ciento trece pesos. Ha vuelto el mar a alborotarse horriblemente, más que nunca, y el cielo está surcado de anchas nubes densas, que el viento arrastra.

Sostiénele a la joven el dolor, con harto feroz privilegio, el dominio de sí misma, entre las demás mareadas. Nos mira con la mezcla de conmovida gratitud que le ha dado el anhelo de un cariño y el recelo de ver un poco hollado su tormento por extrañas curiosidades. Nos sentamos, y pregúntanos por el capitán. Querría saber dónde tienen el cadáver... querría que la consintiesen verlo...

-¿Le han vestido ya? -prosigue-. Le habrán puesto su ropa... Yo desearía que llevase un traje nuevo que tengo en el baúl. Díganle al señor capitán que nosotros traemos diez y ocho duros... que pueden pagar con ellos la caja...

La tranquilizamos. Ignora totalmente los detalles de un entierro en el mar, y sostengo su ilusión con mentiras: «La caja la ponen a bordo por cuenta del buque; son de cinc y ya está soldada, a fin de que pueda esperar el desembarco en Aden; no podrá verla; la colocan desde luego en un cerrado camarín, junto a la capilla». -A seguida dícele Lucía que es a mí a quien debe agradecer el trabajo de la cuestación, y ella me contempla entre lágrimas, exclamando:

-¡Ah, gracias!... ¡gracias!

La emoción de estas palabras me compensa. Interrogada por Lucía, nos cuenta que es la mayor de nueve hermanos que abruman a sus padres, arrendatarios de una pequeña huerta en Murcia. Preferiría continuar a Filipinas y trabajar en la costura. La vuelta a su casa, a su campo, no haría más que aumentar la carga de familia hasta que encontrase otra vez ocasión de ejercer en la ciudad su oficio de modista. Pudo hacerse en poco tiempo clientela al lado de su marido, y ahora iban llenos de esperanza, porque les habían afirmado que en Manila escaseaban las modistas españolas.

Llora desconsoladamente.

Es la convicción de la forma de soledad más horrible; la que impone el destino en medio de la esperanza de queridos seres a cuyo amor ha de llevarse el aumento de fatigas y de angustias.

Es bella esta muchacha; es dulce. La contemplo, la contempla también absorta Lucía, respetando su pena... y... ¡horror!... siento de improviso la vergüenza del vil pensamiento que me ha cruzado con el disfraz de piedad... ¡como el doctor Roque! He pensado que de tantos hombres como querrán hacer de la desamparada linda una querida, en la gran ciudad adonde ella llegará tan sola, yo podría ser el que la encanallase menos, el que la respetase más... con mis caricias. ¡Oh, sí! ¡como el doctor Roque! ¡como todos éstos del grupo distinguido que no han cesado de venir a ver a la viuda rubia con pretextos compasivos, comentando luego picarescamente su suerte!... Parézcome brutal, grosero, asqueroso..., de una iniquidad sin fin en esta momentánea ansia de besos de lujuria y de dolor de dolores. Y una convicción tremenda, horrible, que me inunda de algo repugnante, háceme ver en mis entrañas el cieno de los demás. ¡Todos pensamos lo mismo... Y ellos sin tanta interna hipocresía, que es la más abominable!...

Lucía tira de mí. Hay en su faz una sorpresa. Ha adivinado tal vez mi intención, mi maldad.

Alejándonos por la cubierta, del brazo, me para de pronto hacia el mar y me dice:

-¡Eh! ¡no, no!... Pensaba, Andrés, una cosa que no debe realizarse: llevarme a esta infeliz. Es modista; pudiera serme útil... mas yo no le daría en mi casa la ganancia que ella obtendrá sin duda..., y obligada a mí por gratitud, sería mi acción en suma un egoísmo envuelto en generosidades.

Como yo no respondo, sorprendido, asombrado de no sé qué vagas semejanzas entre mi intención y la de Lucía, ella insiste:

-¿No le parece?

Yo invito a continuar marchando.

-¡Ah, Lucía! -exclamo al fin- ¡Es usted altiva, hasta para ser bondadosa! ¡Es usted de sobra exigente consigo misma, hasta para la caridad!... ¡Un egoísmo... por Dios!

-¡Oh! ¿qué? -me responde-, ¿cree usted?... Pues, es cierto. En el fondo, un egoísmo. La caridad lo ha buscado, como siempre..., y dudo si doy a usted el derecho a dudar si no se hubiese mi caridad desvanecido como sombra inútil de no encarnar en conveniencia. Ciertamente que no debo llevarme a esa muchacha. Su porvenir está en Manila, y mi marido y yo iremos a Iligan, a provincias.

Sonríe, y su sonrisa tiene un hermoso color de humildad, como de perdón a su egoísmo pasajero. Herido yo de esto tan dulce y arrogantemente humano que me explica a mí propio súbitamente, siento el impulso de decirle que la admiro... que «es cierto», que yo también soy el mismo miserable que ella se siente en el fondo, y no más, ni menos, aunque hayan nacido con un disfraz de egoísmo más vivamente pasional hacia la pobre rubia mis piedades...

Al bajar la casi vertical escalerilla, yo primero, para dar la mano, la falda corta de Lucía se prende en un peldaño, y ella luego la hace caer con un movimiento naturalísimo... He visto la esbelta pierna perfecta estrechada en la media de seda oscura. El aplomo de esta mujer para todo, vuelve a admirarme; creeríase que una invisible coraza de alma la redime de torpes intenciones y la absuelve de encogimientos. ¡Qué diferencia de esta íntima elegancia severa, que he visto como pudiera haberla visto el brazo enguantado, y aquellas otras piernas colorinescas que lucen sin cesar en los balancines de la proa Charo, Pura, Aurora... en verdadero teatro de encajes y sensualidad!

Seguimos silenciosamente por la baja borda de entre las dos cubiertas, y una ola se estrella y nos salpica. Parece un bautismo de nuestra fraternidad, quizás poblada de fantasmas de todas las pasiones.

Piedad, sí -pienso sintiéndola el brazo y más cobarde que ella para darla el pensamiento. Ha dicho bien, «piedad encarnada en egoísmo». Y veo la enorme diferencia entre mí y los otros. Feliz el egoísmo que desde los antros de la vida, donde rebulle en los demás guardando su furia de apetito, pudo en la mía subir y extenderse en glorias de piedad. Belleza y dolor, en su colmo, en su fuego, en su llama, la pobre rubia esa... ¿qué mucho que pudieran encenderme la divina compasión perdida y dilatada en ansias de dar besos?... ¿quizá no es el amor el beso así perdido en tules de alma?

Me encuentro, pues, hermosamente miserable, restituido por la serenidad de esta mujer a la justa humanidad. No tengo ya que huir de la idea de que a pesar de mi purísimo desinterés por la linda rubia, yo la besaría la boca..., de que besaría con inmensamente más agrado, con fe de eternidad, la de esta gentil amiga tan castamente robada a mis deseos. -Sé que puede ser bruta mi sensualidad, pero que no ha realizado jamás en nombre del amor ninguna villanía.

Llegamos a la subida de nuestra cubierta. La amiga se despide hasta después. Va por la baja galería a su camarote.

- ¡Gracias! -exclamo con tal vehemencia, que ella se detiene.

-¿De qué?

-Del bien que me ha hecho. Estaba juzgándome implacable, a propósito de nuestra protegida, un egoísta... harto más egoísta que usted!

Ella divaga la vista en breve reflexión; se acerca:

-¡Oh, a ver!... ¡dígame!

-¡Oh, no!... ¡Adiós!

Soy yo el que la deja. Subo la escala.