Del frío al fuego/Capítulo XXVI

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Capítulo XXVI

Por la regia escalera de un palacio de madera de un rey de este país... donde parecen todos reyes y todo provisionalmente magnífico, llego al salón. Tocan el piano; otros leen, otros charlan... Y siento el horror de encontrarme alguien del barco, y, aun sin esto, el de ser recibido por ELLA... en visita. No entro; despido al bata. Iré a la habitación, cuyo número le escuché al portero... ¿Imprudencia?... ¡oh!

-¿18? -cerciórome- De este piso.

-Sabe, señor.

Doy vuelta a la galería, siguiendo la numeración descendente; llego..., toco con tanta timidez que no se me contesta. ¿Se habrá acostado?... Miro el reloj: las diez... El desierto corredor, más alumbrado por la clara luna del patio que por las discretas lámparas, lleno de puertas, me hace el efecto de pertenecer a otro buque colosal. Por un instante, dudo. ¿No es gran indiscreción la mía?... Mi corazón late... Vuelvo a llamar.

-¿Quién?

¡Su voz!... ¡Sus pasos!...

La llave suena. La puerta se entreabre... ELLA, un poco inundada de sorpresa, tarda en acabar de conocerme, con mi blanco uniforme, con mi blanca gorra de galones.

-¡Andrés!

-¡Lucía!...buenas noches.

Su acento ha sido franco, apenas tocado del asombro; pero, mi aspecto debe de ser de tal torva emoción cobarde, que vacila, que casi ha hecho leve el ademán de cerrar. Y no se mueve, ni para salir al salón ni para dejarme paso.

-¡Oh, usted!... ¿cómo le va?... Creí no verle... He leído en El Comercio que partía mañana para Imús, con su batería... ¡Creí no verle y lo habría sentido!...pero... mi marido... ¡Alberto, no está!

-Ah, Lucía... perdón. No he querido partir sin saludarla. Perdone mi imprudencia. No he podido antes ni a otra hora. Sólo quería esto: decirla adiós. Y tiéndole la mano. Su mano esta yerta..., suelta la mía y abre y me invita a entrar con resuelto acento que es ya el suyo:

-Pase, Andrés.

Y apenas he obedecido, hallándome en la penumbra de la especie de gabinetillo que forman a este extremo de la vasta estancia dos biombos, por cuya cima nos llega un suave resplandor, añade, parada, tras la puerta:

-¡Ya ve usted! A veces complácese la fatalidad en prestarle equívocos aspectos de recato a la amistad! Charo y don José acaban de marcharse. Me han dicho que al venir, en el Puente de España, encontraron a usted y le hablaron de nosotros... Ellos le han dicho que Alberto embarcó anteayer para Iligan, en el Lezo...; y yo le mentiría a usted si le ocultase que temía y esperaba su visita.

-¿¡Temerla!?

-Sí. ¡Habría de tener por fuerza este viso de imprudencia peligrosa, para los demás, en su modo de buscarme, en mi modo de recibirle... si no he de arrostrar la imprudencia aún mayor, y cierta desde luego, de recibirle en el salón, ante conocidos, o de no recibirle dejándole alejarse con la idea: de que estas cuatro paredes y esta soledad hubieran bastado al fin para hacerme desconfiar de su hidalguía y de mi nobleza!

-¡Oh, Lucía! ¡Lucía!!

Me estremece, me fascina de sacratísimo respeto.

-¡Ahora, ni aun aquí!... ¡no hay luz! -dice indicando al techo, y guiándome.- Pase. A toda intimidad... ¿qué importa?... Dispensará un poco este desorden de hotel... Está hecho e instalado con los pies: un camaranchón donde podría efectivamente haber el gabinete y el dormitorio y el ropero que simulan los biombos; y vea la lámpara en la alcoba... no pensando quizás que se haya de recibir a nadie desde que anochece.

Es tan honda la estancia, en verdad, ampliamente ventilada por tres ventanas donde penden stores de paja y seda, que el octógono fanal de vidrios perla no envía sino muy débil su luz al lado allá de los biombos ni a este opuesto extremo a donde hemos entrado y donde hay un libro, sobre una de las mecedoras situadas en el cuadro de luna de la última ventana que tiene alzado el stor.

Yo he visto al pasar una bañera de jaspe artificial llena de agua y de pétalos de flores..., un tocador lleno de pomos... Y sigo viendo a la luz del fanal, una de estas aparatosas camas imperiales filipinas, cuya blanca gasa recogida en el testero muestra sobre las sábanas blanquísimas los almohadones y los cilíndricos rollos también enfundados de blanco y tendidos desde la cabeza a los pies...: un no sé cuál perfume de hermana envíanle a mi corazón el lecho cuyo cuadrado dosel semeja el de un altar de pureza..., el traje, la falda de Lucía, que es toda a la luna de una casi quimérica blancura azul.

-¡Qué noches! ¡qué espléndidas! -la oigo.- ¡Qué país éste de terror y de hermosura!... ¡cómo lo encontramos! En un mes, de España a aquí, hemos podido arribar sin saberlo al extranjero. ¡La guerra dicen que se extiende aún más de cuanto se dice!... El martes llegó el Álava, de Mindanao, con la mujer y los hijos de un capitán herido en Fuerte-Briones. Están en el hotel... Cuentan cosas terribles: los rebeldes sitian a Iligan, y las familias españolas se han refugiado en la costa. Por eso, Alberto, sin más remedio que marchar a su destino, no ha podido llevarme. ¿Y usted embarca mañana?

-A las nueve -respondo apartando los ojos de la ventana, donde he reconocido la gran plaza de la fachada principal. Al frente, por encima de los altos edificios, piérdese la vista en marismas de esteros y boscajes y en un plano horizontal al fin como de agua. Luces rojas, verdes, blancas, de barcos sin duda, brillan en el fondo de la noche.

-A las nueve, repito -a las siete habré de estar en el cuartel: vea que no hubiese podido mañana despedirme. Yo no volveré a Manila.

Guardo silencio, y ella dobla la frente. Pensamos ambos sin duda en la guerra, en lo ignoto del destino.

Por unos instantes oímos el gritar de los niños que juegan en la plaza cuidados por las malayas, el rodar de los minúsculos coches de esta ciudad de los innúmeros coches y caballitos de juguete. Algunos alitactacs de los que circundan a miríadas las copas de los árboles, voltijean con su fosfórea luz en la ventana. Quiero volver a nosotros, apartando al mismo tiempo de las tristezas de la guerra el pensamiento de Lucía.

-No han salido..., no la he visto, en la Escolta, en la Luneta...

-No. Apenas.

-Menos a usted, cien veces he encontrado a todos los del barco. También a Alberto, una mañana en Malacagnan... cuando fue sin duda a presentarse al general.

-¿Se saludaron? -pregunta vivamente.

-No; fingió no verme. Fue en la antesala. Había varios. Yo lo hubiese deseado por... por ganarme en su confianza la venia de esta visita..., que no ha tenido más remedio que tener por último un sarcasmo de traición y de secreto... ¡tiene usted razón; qué ironías de la suerte!

Sonríe con un gesto de forzada clemencia a su marido. Luego dice, amable:

-Lo he sentido, aunque se lo agradezca a usted, por la violencia que le ha impuesto... ¿donde se aloja?

-Hotel de Australia.

¿Confortable?

-Pasable. Intramuros. La ciudad vieja es una cárcel. Aquí al menos tiene aire, espacio... lo menos que se le puede pedir al espléndido país de la hermosura.

-Oh, eso sí. Aquí me gusta estar, a esta ventana, de noche... Mire -dice alzándose- no podemos quejamos por cielo.

En la ventana, a donde me asomo también, señala con largo ademán del brazo la inmensa bóveda azul llena de luna y de estrellas. Aspiramos brisa, infinito. Es un aire que emborracha de tibiezas y perfumes. Los árboles de la plaza tienen cada uno su aureola movediza de luciérnagas, que van, que pasan, se juntan, se dilatan, tejiendo velos de luz. Durante un rato charlamos de esta obsesión de los aromas. Yo no sé qué flores, qué plantas las tienen; las rosas, las magnolias, las sampaguitas, los cafetos... Cree Lucía que todo, los plátanos, las piñas, las mangas... hasta el vino que nos traen quizá de España en toneles olorosos...

-¿Se ha fijado?... se bebe y se respira esencia. Habrá comido un plátano dacatán, color de oro, pequeñito... tan fuerte, que hay que acostumbrarse...: duda una si está mascando cold-cream... A las mujeres, aquí, yo creo que nos sobran los perfumes: huelen siempre las ropas a sándalo sin más que los roperos...

Alza su antebrazo en un fugaz movimiento de comprobación para oler la sedilla de su blusa, y percibo, también en los volados encajes el olor a sándalo, a limones, a ilán, a té... a toda esta orgía cálida y perpetua de aromas orientales... Un beso, que yo no he dado aún en Filipinas, debe causar la ardiente sensación de otros labios de ascua -y diríase que hay una avidez de besos en las bocas de todas esas pálidas y abrasadas españolas que yo he encontrado en los lindos cochecillos...

Mas... ¿por qué he pensado esto? ¿qué ha podido en mi pensamiento, en mi faz, adivinar Lucía, que sonríe piadosa, como perdonadora, y se entra de la ventana?... Un reloj da las once, cuando voy también a sentarme junto a ella, y me detengo...: es acaso tarde para prolongar la visita... Sólo que ella, sin contar la hora, antes de concluir las campanadas, dice con tal indiferencia de descuido: «las once» como en respuesta a mi inquietud, que cierto ya de que no la contrarío, me siento.

Hay un silencio. Ambos queremos indudablemente interrogarnos de aquello que evitan nuestras curiosidades...; estamos mirándonos, en el espacio de las mecedoras frente a frente..., y ella se resuelve:

-¿Y Sarah?

-¡Ah, Sarah!

-¿Ha vuelto a verla?

-No. ¿Usted sí?

-Tampoco. Han estado aquí dos veces la condesa y don José; Alberto y yo otras dos en el Gobierno. No ha venido, no ha salido... Pregunté a su madre: -«¡Oh, no sé!... jugando... ¡una criatura!»... la mandó buscar, no pareció...

-¡Pobre Sarah!

Mírame fija Lucía, con su dominado gesto inescrutable en la sonrisa.

-¿Qué pena le queda de Sarah, Andrés? -pregúntame de pronto.

Y no sé responderla. Ni yo podría concretar en una frase la resultante emocional de mis recuerdos, asaz recientes y aún mezclados en odios y piedades a actuales impresiones, ni Lucía pudiera comprenderme sin conocer en toda su verdad la historieta inverosímil. Un afán de referírsela me invade en ansiedad de absoluciones, en plena restitución de sinceridades de la alta amiga... Pero se me ha secado la boca; tengo sed, tengo sed, tengo casi amargor en la lengua, y únicamente acierto a suplicar:

-Oh, Lucía perdóneme... ¡yo he sido un miserable!

-¿Eh? -gime ella de sorpresa.

He alzado la frente, a su queja, y advierto el excesivo rigor con que me he calificado. La lleva a juzgar demasiadamente...

-¡No!... ¡escúcheme!... ¿Quiere, Lucía? ¿Quiere oírme detalles... detalles de mi relación con Sarah, que yo le oculté a usted... ¿por vergüenza? Sí, sí, he sido al menos un poco miserable!

Sin responder, esquiva el semblante tras el abanico de palma.

Querría callar; ya no puedo. Ni ella quiso dejar de recibirme en esta absoluta intimidad, casi en este abandono, porque no me llevase para siempre la falsa idea de sus temores a mi hidalguía y a su nobleza ante un poco de soledad no mucho mayor que las de nuestras horas del buque, ni yo puedo querer dejarla con la vaga impresión de que haya sido más malvado que lo que he sido.

-¿Quiere oírme, Lucía?.... Se lo ruego. De los hechos inferirá, mejor que el juicio mío pudiera resumirla, mi respuesta a su pregunta «¿qué pena le deja Sarah?»... -No lo sé: pena de mí; pena de ella... En lo que en ella hubiese de tormento de mujer, hace falta ser mujer para juzgarlo.

-Hábleme -me invita soltando en la falda el abanico, mostrando ahora sin reservas su bella faz de espera llena de serenidades.

-Hábleme -repite dulce, sutil... con una sutil dulzura que me toca el corazón como una punta:

-¡La historia me corresponde de derecho... ¡recabo mi parte de pesar!...

Y aún termina, amarga y seria repentinamente:

-Sarah es perversa... ¿quiénes no lo somos?... Yo misma, Andrés, usted mismo... ¡no podríamos tal vez decir ahora, en nuestras conciencias, si estamos más altos que los demás o... no tan alto, contra todas nuestras voluntades y arrogancias!

Vagan sus ojos en el cielo, y yo no he comprendido... no comprendo esta súbita impresión de tristeza y ansiedad. En mi pecho, a un hachazo de franqueza formidable, se han movido mis pasiones..., mis impulsos de gritarla que la adoro. Por no coger su mano y romperla de pasión entre las mías, me las oprimo yo, violentamente...

-¡Lucía!... ¡explíqueme esa duda!! -casi la impongo.

Pero ella se recobra, y vuelve a mí los serenos ojos que dan la paz:

-¡Andrés!... una duda no tiene explicación... o no lo es. Ha pasado y se ha escondido y se ha perdido en el tumulto de ideas contrarias levantadas en mi ser, como si en todo mi ser estuviese el pensamiento al instantáneo chocar de cuanto pensarían los demás y lo que sabemos nosotros de esta amistosa entrevista. ¡Ha cruzado! ¡se ha perdido!... Ya no dudo, pues, ¡vuelta a nosotros!... ¡Hábleme, de Sarah!

Reposo y la obedezco.

Sin temor alguno al tiempo, seguro de Lucía, seguros de nosotros, empiezo lento mi narración por el beso que Sarah me dio en la mano, el día de las primeras cartas... Fue el primer secreto que esquivé a la amiga. Le cuento sus procacidades, nuestros íntimos coloquios de la noche en el cristal, y ella me cree no puede menos de creerme, y se asombra con idénticos asombros que a mí me iban invadiendo ante la íntima Sarah inconcebible... Nada reservo, ni el incidente de car en Singapoore, ni la escena de la ducha... Estoy sintiendo y pensando en alta voz, sin evitar los desprecios de mí mismo... «Sí, sí, una mujer plenamente... ¡no una niña!»...

-Un momento huí los ojos... ¡creí que fuese usted! ¡jamás me hubiese perdonado!

-¡Oh!! -hace Lucía, a un instintivo impulso de pudor que la recoge los brazos cual si en realidad yo la hubiese visto desnuda... cual si ahora lo estuviese.

Luego sonríe, vuelve a abatirse al respaldo, vuelve a entornar los párpados, y desde la sombra de la luna, más alta en el cielo -que ya le coge a cabeza, me invita:

-Siga.

Sigo. -Lento, intensamente calmoso, porque hay en toda la aparente ajena historia una honda dedicación a Lucía, y va cayendo a su alma abierta, -sin palabras de mis labios. Evoco cada acto, cada hecho, con una fuerza de relieve como no tendrían mayor por sí mismos cuando fueron sucediendo. Mi tarde de la proa, mis luchas, en la rara tentación de la osada voluntad y de la «escondida mujer en linda estatua», con los «extraños respetos a la amiga altísima, a la noble consejera»... «pura y dulce en sus vagares de fantasma por mi espíritu como un arcángel de la guarda, aun para aquella que la odió»...

Hemos oído una hora y otra hora. Ignoramos la que sea, y no nos importa. Lucía, inmóvil, atrás siempre en el respaldo, con los ojos cerrados siempre, para recoger mejor el concepto de mí que vacila en su conciencia, me escucha. Yo hablo, y hablo, y estoy inclinado adelante en la luna, y miro bien cerca, al hablar humilde, las manos de ella, inertes, abandonadas como lacias azucenas en la falda. -Es el momento en que me aguardaba Sarah en el camarote -en que yo había sufrido en la cubierta la breve presencia de su padre como un remordimiento anticipado de la inicua voluntad de ladrón y de asesino que me alzó por último, que me empujó a bajar con sarcasmo impoderoso a detener mis pies... -Detengo en cambio ahora mi narración, cruel con Lucía, pues quiero que sienta mi misma emoción casi horrible, casi deliciosa de aquel minuto..., y sólo después de comprobar, aun en la sombra, la trémula palidez de espanto de su cara, termino leve, muy bajo:

-Fue la noche, Lucía..., fue el instante aquel providencial, en que usted quedó asombrada de mi asombro y mi terror a nuestro encuentro inopinado en la escalera... ¿Recuerda bien?... Hablamos... mucho tiempo, mucho tiempo... luego me leyó la estancia que he aprendido...: «questi, che mai di me non fia diviso, -la bocca mi bació tutto tremante»... ¿Se acuerda?... eso me leía, y no hallé que fu galeotto il libro e qui lo scrise, porque besé con besos de mi alma por mis manos a sus manos, a sus alas..., ¡todo crispado de ver cómo el arcángel con un canto de amor y del infierno salvaba a aquella que tremante y disperata en otro infierno me esperaba!... ¡Yo no fuí!

-¡Ah!! -grita Lucía, triunfal..., oprimiéndome las manos, vehementísima, con sus manos que he cogido como muertas azucenas en su falda.

-¿Comprende ya la extensión de mi terror..., la demoníaca extensión, más tarde, del odio y la ira de Sarah... al sorprendernos?

-¡Oh! ¡Andrés! -gime erguida clavándome en los ojos la alegría inmensa de sus ojos; la alegría de la vuelta a la vida en su congoja mortal.

Y yo me inclino, me doblo, beso sus manos, y las suelto.

Hemos caído los dos cada cual a su respaldo. Callamos. Está entre ambos quizás el mismo sobrecogimiento repentino de una sustitución total de imágenes, de impresiones: Sarah ha desaparecido...; la luna desde el traje blanco de Lucía -de una blancura azul casi quimérica- hasta mi traje blanco; desde su frente a mi frente; desde su alma a mi alma, hace flotar la gloria desierta y blanca de claridades en que diríase que va a brotar OTRO AMOR... Todo lo anuncia: nuestra sorpresa augusta y vaga de terrores, el reposo divino de la noche, el vasto silencio de la enorme plaza desierta ya y en sombras, del hotel, de la ciudad, del mundo... No vive, con su vida profunda y misteriosa, más que lo que siendo del cielo o de los aires, anuncia los naceres de grandezas...: la luna, las estrellas y las luciérnagas de plata que tejen y destejen en los árboles sus velos nupciales de luz.

De pronto, la del fanal, se apaga.

-¡Ah! -dice Lucía irguiéndose primero, levantándose después- ¡Las dos!

La campana: del ignoto reloj da las dos.

Ella indica el eléctrico fanal, y explica:

-Siempre cortan a esta hora la corriente.

-¿Debo marchar?

Y puesto que no me he movido al decirlo, amargo, suplica ella hundida en la penumbra que la luna refleja por el cuarto:

Oh, Andrés... Sí. Los amigos nos hemos despedido: además, aunque nunca lo dudé, sé mejor desde esta noche su generosidad y su nobleza... hacia esa Sarah. Valen más, al fin, probadas, la dignidad y la honradez. Pero debe partir. Es tarde.

-¡Tarde!... ¿Tarde... con respecto a qué respetos o etiquetas, debidas a quién, por nosotros? -digo despacio, levantándome más despacio, en obediencia, sin embargo.

Y el pensamiento de que voy a salir, de que un segundo después no la veré, de que no volveré a verla más en mi vida, me da un frío de miedo que me hace arrojarle a su turbación:

-¡Olvida usted, Lucía, que habría sido igualmente tarde a las diez, que no sería, más tarde al alba, cuando yo la hubiese oído de Alberto cosas que me importan por la amiga, como a ella las de Sarah por mí; olvida que diciéndonos estas cosas, de alma a alma, estamos, un minuto igual que muchas horas, bajo la fatalidad que para las gentes condena al secreto y casi a la traición nuestra entrevista!

-¡Ah! ¡Cierto, sí! -conviene acercándose.

Mas como el asenso está en su acento y no en la voluntad, ni en el ademán que sigue temeroso sin vol ver a invitarme a que me siente, yo la miro suspensa de irresolución al lado de su mecedora..., y yo siento, profusas y no sé qué evidencias, por mi ser entero, de que si nos separásemos en este instante nos dejaríamos los dos no sé cuáles impresiones de insinceridad, de falsía, de cobardía.

Me ahoga el ansia de como ella antes a mí su vaga duda audaz perfumada de pureza... Calla, e ignoro yo adónde va a llevarme el impulso, pero me entrego a él -con rabia;

-Eran en verdad, amiga mía, un poco más grandes que yo, que usted misma, nuestros abandonos de gentil ingenuidad y de franqueza... Debían hallar un límite, y ya lo ve... acaban de encontrarlo..., ¡en lo más nimio y punto menos que previsto..., en un poco más de sombra, en un poco más de hora en el reloj, en un poco más de soledad en esa plaza!

Deténgome, porque tengo que ir recogiendo en fondos profundos de mí mis sensaciones. Separándonos tres pasos, y ella escucha con la cabeza baja, con la mano en el respaldo... un poco también en la abrumada actitud que si oyese a una conciencia,... -como ella me dijo aquella noche. Parécela, indudablemente, que lo que digo, que lo que haya de decir, lo arranco también de su carne, de su alma...

Y digo -sin más que trasladar de mi alma y de mi carne sus lamentos:

-Yo partiría, y partiría ahora con una imagen rota en mezquinos miedos: la de usted. Aquella mujer impávida que yo hubiese tenido siempre en la memoria como admirable y raro femenino paladín de todas las gallardías... ¡de todas!... de todas... incluso la de saber escuchar dueña de sí y dominada y sin turbarse ni de pasiones ni de espantos (como cualquier Sarah o como cualquier tímida) que yo, que yo, Lucía, la... la adoro...

-¡Ah! -gime, tendiendo, como a acallar mi voz, una mano y doblando a la otra la frente.

Gime... y llora. Ha caído pronto el brazo que me tendía, a lo largo de su cuerpo.

Y eran otros gemidos más de mi ser los que iban a proferir mis labios, y no renuncian:

-Aquella mujer, hubiera de quedar en mi recuerdo humana y débil, torpe o artera ella misma, para sí misma, dudando o aparentando no saber que yo no fui generoso con Sarah por nobleza y honradez... ¡No Lucía! ¡no quiero a mi vez quedar en su recuerdo con falsas galas... que usted supiera que son falsas! ¡no quiero dejar picada de hipocresías, que en la mía y en su reflexión tardasen poco en volverla odiosa, esta inolvidable entrevista de amistad... de amor, si usted lo quiere... pues que no es el amor sitio la amistad completa de toda una vida a toda otra vida... Y esa amistad total, absoluta, de cada átomo de mi carne y de mi alma, para los de su alma, y su ser... fue lo que ya en aquella noche, y más en presencia de usted, no me dejó ninguno para Sarah!

Llora. Solloza. Esconde su amor o su dolor contra el pañuelo.

-Ahora, ya me ha oído... lo que usted sabía. Ahora ya puedo alejarme seguro de que dejo en su alma con más verdad la impresión de mi nobleza, de mi grandeza... ¡Adiós!...

Parto, y mi propósito de no mirar atrás, siquiera, se entorpece, en la semisombra perfumada, por la incerteza de en cuál silla dejaría mi gorra antes. Miro, pues, a pesar mío, y veo en el cuadro de luna la silueta blanca del fantasma de mi amor vuelta hacia mí...

-¡Oh, Andrés! ¡amigo mío! -oigo que suspira.

-¡Adiós!

Es su voz su confesión -una caricia.

Entonces, voy a ella, más lento... Llego a ella, y con sólo coronar sus hombros con mis brazos, ella cae muerta de llanto en mi hombro... mientras yo beso su pelo..., santo y religioso, como se besan las reliquias... como se besa una ilusión... -porque son las almas nuestras que se abrazan y se lloran...

Las almas nuestras que sienten estrechadas un segundo la eternidad de la ausencia...; las vidas nuestras que contemplan desde un instante de horrible felicidad toda la felicidad que habrían vivido perteneciéndose, toda la felicidad de paz que no tendrán jamás robándola al marido..., que no podrían ya robarle siquiera al celoso más que esta noche quedándola en llama del horrendo no verse más desesperado...

El alma arde, y el abrasado cuerpo desfallece contra mí. Lloran los ojos silenciosas lágrimas de amor y de amargura que humedecen mi hombro, cayéndome como al corazón en espantable consuelo..., y yo siento el súbito y bien preciso afán de amarla toda y morir después... ¡esta noche!... Mis labios buscan su frente, sus ojos, bebiendo llanto..., buscan su boca, y tocan mis labios a sus labios... Es un aliento de fuegos, es un beso mortal, y yo la siento, su pecho, su busto, toda ella, y yo la ciño y la llevo borracho no sé adónde...

-¡No, Andrés!... ¡no! ¡por Dios!... Y luego... ¡mañana!... -gime, parada y crispada como en una evocación de horror.

-¡Sí, Lucía!... Mañana... ¡qué importa!... morirse de tristeza...

-Morirse de la pena que no mata... de la ausencia en el martirio de los años... ¡qué horrible!

Y en mi brazo su cintura se dobla atrás, y ve mi alma en su cara cubierta con la mano el positivo horror de esta vida enérgica y divina que no irá, en efecto, con la pena, más que a vivir de muerte sin morir..., de muerte de sombra eterna de alegría. -¿Y por qué? Mi ansia se rebela.

-¿Y por qué? ¿por qué alejarnos? -pido- Nos hizo Dios para nosotros. ¡Mañana... partir los dos!

-¡Ah! -lamenta en un lamento que me muestra la locura, lo imposible..., su esclavitud de un hombre, mi esclavitud de una patria.

-¡Si no, yo volvería... a VER-TE!... ¡A vernos siempre..., donde mi BIEN, donde Alberto!

-¡Ah, con él! -dice, y se desenlaza de mí...

Siempre dulce, siempre amarga, vuelve a la mecedora y déjase caer. Mirando la luz de la luna, que ya apenas toca al borde de su falda, insiste,

-¡Más imposible!

Y al acercarme yo, continúa:

-¡Siéntese... USTED! ¡oh!... Seamos lo que fuimos. Esté el amigo a mi lado cuanto quiera... en esta noche, de amor... ¡de amor que nunca olvidarán nuestras memorias!... ¿verdad, Andrés?...

-¡Lucía! ¡Lucía!

Rechaza mis manos, cogiéndolas suave dándolas un beso, y parece que un aura de las suyas me envía a sentarme enfrente. En seguida, bella dominadora sobre mi docilidad, sigue:

-Esté a mi lado cuanto quiera el amigo amante de la amistad inmensa de amores..., en esta noche de traición para el ausente, y que habría sido de doble traición para nuestras sinceridades, para nuestras noblezas, para nuestros sentimientos, si nos hubiésemos obstinado ya inútilmente en ocultarlos. Yo sé, Andrés, que no le haría más traición a mi marido entregándole a usted mi cuerpo. Ni es el respeto a Alberto, ni es mi afán quien lo estorba... ¡quien lo estorba! óigalo bien... quien hubiera hasta de impedirlo violentamente si yo al acogerle aquí no hubiese estado tan cierta como estoy de que usted no necesita mis violencias...: es el respeto de... a ... mí, y a ¡nuestro AMOR, sí!, un respeto muy extraño que, dándome el orgullo de una gloria esta noche entre sus brazos..., ¡darla ya siempre después a mi carne una vergüenza de traición a usted, prostituida cada vez que se sintiera en los de Alberto!... Hoy, como ayer, el alma que usted se lleva, que mi marido aborrece, Andrés, puede y pudo estar bien lejos de la «esposa acariciada»...; déjeme, Andrés, que pueda mañana mi carne, en su deber de pasiva cariciosa, estar lo mismo, sin sentir, esclava ella, que le roba y le traiciona al amor... lo que al amor no le diese por no sentirse impura en el lecho de la esposa, no en el lecho de la amante... ¿Comprende ya cuánta más completa donación a NUESTRO AMOR hay en esta esquivez que en mi abandono?... ¡Oh, diese! Andrés, ¡yo querría que usted lo comprendiese! ¡qué usted partiese esta noche de mi lado para siempre, puesto que todo lo demás es imposible, creyéndolo... ¡creyéndome!... ¡Yo juro a usted que soy tan suya, con todas las voluntades de mi alma y de mi carne, como lo sería si juntas mi carne y mi alma lo hubieran sido!

Lucía parécele a mis ojos asombrados, a mi ser hundido en anonadamientos infinitos -que resplandece en la sombra, de sí misma. Es su resplandor de inmensa paz, de inmenso amor, el que me alza y el que me hace llegarme a ella miserable con mis miserias de hombre, deslumbrado de MUJER, de la única mujer divinizada en la plena posesión del humano pensamiento que han visto hasta ahora mis ojos; el que me hace cogerla una mano, cayendo de rodillas, y decirla como a un Dios:

-¡Creo en TI!

Luego me levanto, y sé que cuanto pudiera querer saber mi curiosidad del marido de esta esposa, lo sabe mi corazón sin que ELLA tenga que bajar del pedestal para contarlo..., del pedestal, del trono de divina en que está ahora y en que debo haberla visto por vez última al separarnos para siempre.

Beso su mano, su frente... besa ella mi frente como en un beso de idea... Y me alzo, y ya no miro... ante ella:

-Adiós, Lucía. El amigo de usted parte. El amante... te jura no volver a buscarte, a verte jamás... si jamás quiere el destino que puedas ser solo para mí. ¡Él, de lejos, seguirá la sombra de tu vida!

Giro. Salgo. Ella no se mueve.

Todavía, al desaparecer, vuélvome un punto y la saludo:

-Adiós, Lucía.

-Adiós, Andrés.

Ha dejado caer a la diestra mano la cabeza, en la penumbra de la luna.



Un minuto después me encuentro en la gran plaza desierta, poblada nada más de luna y de perfumes, y donde suenan contra la acera mis pasos como en un inmenso panteón de toda la tierra bajo el cielo.

No me atrevo ni a parame ni a volverme para ver quizás en la ventana una forma blanca que es mi alma... que es mi vida...