Ir al contenido

Desdichas de Pirindín

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
Desdichas de Pirindín


De cómo le dieron al diablo una paliza y lo metieron en la cárcel


Tradicional es que cuando en el siglo pasado principió a explotarse la riqueza mineral del Cerro de Pasco, afluyó al asiento gran número de aventureros, entre los que se hallaba el diablo nada menos. Dice la tradición que el demonio fue allí por lana y salió trasquilado, porque se encontró con la horma de su zapato, esto es, con gente que sabía más que él y que le puso las peras a cuarto. Añaden las viejas que el Uñas largas guarda desde entonces tirria y murria por el Cerro de Pasco.

Cumple a mi honradez de cronista declarar que poco o nada hay de mi cosecha en la conseja que va a leerse, y que ella no es más que un relato popular. Agregaré también que anda muy lejos de mi propósito herir delicadeza alguna, y que si hay prójimo a quien el cuentecito haga cosquillas, lo dé por no escrito y san se acabó; que yo soy moro de paz y no quiero camorra con nadie, y menos con los que le metieron el resuello al mismo diablo. Ni juego ni doy barato, que no soy más que humilde ropavejero de romances.


Por los años de 17..., declarose en boya el hasta entonces casi desconocido mineral de Pasco, y no fue poca la gente que con títeres y petacas se domiciliara en él.

Como Potosí en sus días de esplendor, pronto convirtiose Pasco en lugar donde todos los vicios se dieron cita. El vino, las mozas de partido y el juego constituyeron la existencia de los mineros.

Dueños de las minas más poderosas eran tres hermanos, mozos de vaina abierta, quienes por razones que me callo llamaremos los Izquietas. Influyentes en la población por su generosidad y llaneza para con todos, así como por su gran fortuna y relaciones de familia, cada uno de ellos era también el prototipo de un vicio.

Juan Izquieta, que chupaba más que esponja, jamás hizo ascos a un pellejo de mosto ni encontró bebedor que lo derrotase. «A mala cama, colchón de vino», era su frase favorita.

Pedro Izquieta, en punto a libertinaje podía dar tres tantos y la salida al mismo don Juan Tenorio.

Antonio Izquieta era el jugador más bravo y afortunado del mineral, no pareciendo sino que traía magnetizados a los cubículos.

Entre la multitud de aventureros llamaba la atención un don Lesmes Pirindín, mancebo cuya buena suerte en el juego, desparpajo para con las hijas de Eva y serenidad para vaciar botellas, empezaron a hacer sombra en la fama y nombre de los Izquietas.

¡Luena lesna era don Lesmes!

Los Izquietas rehuyeron entrar en competencia con don Lesmes; pero éste tomó a capricho atravesárseles en su camino.

A Pedro Izquieta le dio una noche con la puerta en los hocicos una muchacha rabisalsera y muy llena de dengues y perendengues, tras de la que él andaba bebiendo los vientos. A la muy bribona se le había entrado don Lesmes por el ojo derecho; que la verdad sea dicha, era el mozo como unas perlas, garboso, decidor y pendenciero. Izquieta se consoló del desaire cantando:


«Yo sembré un perejilar
y se me volvió culantro,
que hay mujeres muy capaces
de pegarle un palo a un santo».


Juan Izquieta se puso con Pirindín a copa va y copa viene de un vinillo de pulso, y el hasta entonces invencible bebedor cayó beodo debajo de la mesa, lo mismo que un lord inglés.

En cuanto a Antonio Izquieta, don Lesmes lo desvalijó en un par de horas de una suma morrocotuda; y por primera vez en su vida tuvo que retirarse sin blanca del tapete, mohíno y mal pergeñado.

Los Izquietas estaban derrotados en toda la línea como unos peleles. Su popularidad vino por tierra y no se hablaba más que de Pirindín.

Lo de siempre: «cedacito nuevo, tres días en estaca».

Nada más voltario que la popularidad. Reniego de ella.

II

[editar]

Los tres hermanos pasaron varios días sin que se les viera la estampa en la calle. Sentíanse humillados en su orgullo, y tanto platicaron entre ellos y dieron tales vueltas y tornas al lance, que llegaron a esta disyuntiva:

O don Lesmes tiene pacto con el diablo, o es Satanás en persona.

Y mientras más saliva gastaban y más se devanaban los sesos, más se arraigaba en ellos esta convicción.

Entonces decidieron entablar nueva lucha, y aunque no eran leales las armas de que iban a valerse, acá en mi fuero interno les encuentro disculpa. ¿No ha sido siempre el diablo un tramposo de cuenta? Pues a fullero, fullero y medio, ¡qué canario!

Entrada la noche, encaminose Pirindín a casa de la querida de Pedro Izquieta, que como hemos dicho era mujer de poco tono y mucho escándalo. Iba muy sí señor y muy en ello a pisar el umbral, cuando de improviso y como mordido de víbora dio un brinco hasta la pared del frente. Había tropezado en el quicio de la puerta con una ramita de olivo, bendecida por el cura el Domingo de Ramos. La cosa no era para menos que para dar un salto como el de Alvarado en Méjico.

La muchacha se picó con el desaire, y puesta en jarras, porque era hembra de mucho reconcomio y pujavante, empezó a apostrofar al galán. Éste, que no se mordía la lengua, la dijo el sol por salir y le cantó la cartilla, y aun me cuentan (yo me lavo las manos) que la llamó por las cuatro letras. Al escándalo que se armó asomaron las vecinas; y un mocosuelo, que pasaba por hijo del sacristán de la parroquia, se puso a cantar con mucha desvergüenza y a repicar con unas piedrecitas:


«Calabazas y pepinos,
para los niños zangolotinos.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!
Calabazas y melones,
para los hombres bobalicones.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!


Corrido don Lesmes abandonó el terreno, tosiendo gordo y refunfuñando, y en dos zancajadas colose en el primer garito que encontró al paso.

Allí lo esperaba Antonio Izquieta, y suponemos que al encontrarse con él murmuraría don Lesmes: «¡Vamos, hoy todas son desgracias!».

Al cabo de un rato se amarró partido entre ambos. Cada vez que Pirindín tiraba los dados, hacía Antonio la cruz por debajo de la mesa y nuestro aventurero echaba ases o cuadras. Pasaban las muelas de Santa Apolonia a manos de Izquieta, quien haciendo con la izquierda una cruz bajo el tapete, aflojaba senas o quinas que era un primor. Rojo de berrinche y mesándose las barbas estaba el perdidoso, mientras su adversario le decía con aire zumbón:

-Vuesa merced lo ha querido. ¿Quién lo metió a habérselas con los Izquietas? Guárdese vuesa merced para cigarros esa última onza que le queda.

Decididamente la fortuna se le había vuelto suegra a don Lesmes, y ya se sabe que suegra ni de caramelo.

Como las emociones del juego despiertan la sed, entrose Pirindín a la taberna de la esquina, y pidió al pulpero una botella, no sé si de catalán o Cariñena. «Vino puro y ajo crudo -dice el refrán- hacen al hombre agudo».

Pero hasta en ese sitio perseguía a nuestro pobre diablo la desdicha; porque mientras el pulpero traía lo pedido, sentósele al lado Juan Izquieta y brindole una copita de Manzanilla, en la cual había vertido antes una gotita de óleo sagrado. Como lo valiente no quita lo cortés, apuró la copa don Lesmes e hízole el propio efecto de un vomitivo, y salió dando traspiés, con la bilis sublevada y la cabeza como una devanadera, echando sapos y culebras por la boca.

Acertó a pasar la ronda, y hallándose con borracho tan impertinente y escandaloso, sobre si dijo pares o dijo nones, dispuso el alcalde que los alguaciles lo amarrasen codo con codo y lo llevasen a la cárcel a dormir la mona. Él se resistió como un energúmeno; pero unos cuantos garrotazos lo hicieron cabrestiar e ir a chirona.

Cuando al día siguiente lo pusieron en libertad, reflexionó Pirindín, como hombre de mundo y de buen cacumen, que desprestigiado como estaba no podía continuar viviendo en el Cerro de Paseo sin hacer papel ridículo y exponerse a la general rechifla y a que hasta los muchachos se le subiesen a las barbas.

Resuelto, pues, a irse con sus petates a otra parte, dirigiose a la acequia de la cárcel, rompió la escarcha, lavose cara y brazos con agua helada, pasose los dedos a guisa de peine por la enmarañada guedeja, lanzó un regüeldo que por el olor a azufre se sintió en todo Pasco y veinte leguas a la redonda, y paso entre paso, cojitabundo y maltrecho, llegó al sitio denominado Uliachin.

Si vas, lector, de paseo al Cerro de Pasco, cuando el ferrocarril sea realidad y no proyecto, pregunta a cualquiera cuál es la peña sobre la que estuvo parado el diablo, y no dudo que hallarás un complaciente indígena que te la haga conocer.

La tradición añade que en Uliachin volvió el diablo la cara hacia el pueblo y pronunció el siguiente speech, maldición, apóstrofe o lo que sea:

-¡Tierra ingrata! No eres digna de mí. Verdad que tampoco te hago falta, porque llevas en tu seno tres pecados capitales y ya vendrán los restantes. ¡Abur! ¡Hasta nunca! (Alguien me ha contando que como el diablo no puedo decir ¡adiós! es invención suya la palabra ¡abur! con que muchos acostumbran despedirse. Así, tengan ustedes por sospechoso al que les diga ¡abur!, y por lo que potest, échenle una rociada de agua bendita. ¡Abur! ¡Abur! ¡Te dejo berrueco, joroba y sarna que rascar..., porque te dejo a los Izquietas!