Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo X

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CAPÍTULO X

Tierra del Fuego.
Primer arribo a Tierra del Fuego.—Bahía del Buen Suceso.—Relato de los fueguinos a bordo.—Entrevista con los salvajes.—Aspecto de los bosques.—Cabo de Hornos.—Abra Wigwam.—Miserable condición de los salvajes.—Hambres.—Caníbales.—Matricidio.—Sentimientos religiosos.—Gran tempestad.—Canal del Beagle.—Ponsonby Sound.—Construcción de cabañas y colonia de fueguinos.—Bifurcación del canal del Beagle.—Glaciares.—Regreso al barco.—Segunda visita en barco a la colonia.—Igualdad de condición entre los naturales.


17 de diciembre de 1832.—Tras haber acabado con Patagonia y las islas Falkland, describiré nuestra primera llegada a Tierra del Fuego. Un poco después del mediodía doblamos el cabo de San Diego y entramos en el famoso estrecho de Le Maire. Nos mantuvimos cerca de la costa fueguina; pero el perfil de la abrupta e inhospitalaria isla de los Estados aparecía visible entre las nubes. Por la tarde anclamos en la bahía del Buen Suceso. Al entrar fuimos saludados en una forma extraña, propia de los habitantes de este salvaje país. Un grupo de fueguinos, ocultos en parte por el enmarañado bosque, se habían encaramado a un pico que salía sobre el mar, y mientras pasábamos saltaron a la parte más alta, y agitando sus andrajosos mantos lanzaron un fuerte y sonoro clamoreo. Los salvajes siguieron el barco, y precisamente al empezar a anochecer vimos sus hogueras y oímos de nuevo sus gritos salvajes. El puerto está formado por una buena extensión de agua, medio rodeada por montañas bajas y redondeadas, compuestas de pizarra arcillosa y cubiertas de un boscaje denso y sombrío hasta el borde del agua. Una mera ojeada al paisaje bastó para hacerme ver cuán enteramente distinto era aquello de todo cuanto había visto hasta entonces. Por la noche sopló un viento tempestuoso y pasaron sobre nosotros fuertes turbonadas, procedentes de las montañas. Mal tiempo hubiéramos tenido a estar en alta mar; así que bien pudimos, como muchos otros, llamar a aquel abrigo la Bahía del Buen Suceso.

Por la mañana el capitán despachó un grupo a comunicar con los fueguinos. Cuando estuvimos a corta distancia, uno de los cuatro indígenas que estaban presentes se adelantó a recibirnos y empezó a vociferar con gran vehemencia, deseando indicarnos dónde habíamos de desembarcar. Cuando la partida desembarcó en la orilla, los fueguinos parecieron alarmarse; pero siguieron hablando y gesticulando con gran rapidez. Era, sin excepción, el más curioso e interesante espectáculo que jamás había presenciado: imposible imaginar la diferencia que existe entre el hombre salvaje y el civilizado; es mucho mayor que la que hay entre un animal silvestre y domesticado, por lo mismo que el hombre es susceptible de mayor perfeccionamiento. El jefe charlatán era viejo, y parecía ser el cabeza de familia; los otros tres, jóvenes fornidos y vigorosos, medían un metro y 80 centímetros de estatura. Las mujeres y los niños no parecieron por allí. Estos fueguinos pertenecen a una raza muy distinta de la cretina, miserable y ruin establecida más hacia el Oeste, y parecen tener estrechas afinidades con los famosos patagones [1] del estrecho de Magallanes. Todo su vestido se reduce a una manta hecha de piel de guanaco, que usan con la lana para fuera; se la echan sobre los hombros, y no cuidan de que los cubra o no el resto del cuerpo. Tenían la piel de un sucio color cobrizo.

El viejo llevaba atada alrededor de la cabeza una cinta con plumas blancas, sujetando en parte sus negros, ásperos y enmarañados cabellos. Su rostro estaba cruzado por dos anchas barras transversales, la una pintada de rojo vivo, que le llegaba de oreja a oreja, pasando por el labio superior, y la otra, blanca como tiza, extendida sobre la primera y paralela a ella, de modo que le cogía también los párpados. Los otros dos hombres se adornaban con anchas rayas de polvo negro, hecho de carbón vegetal. El grupo se parecía mucho a los diablos que salen a escena en Der Freischütz.

Sus mismas posturas eran abyectas, y la expresión de sus rostros, recelosa, sorprendida e inquieta. Después que les regalamos alguna tela de color escarlata, en varios trozos, que inmediatamente se ataron alrededor del cuello, se hicieron buenos amigos. Así se manifestó por las palmaditas que el viejo nos dió en el pecho y un chasquido peculiar de la lengua, parecido al que hacen las aldeanas para llamar a las gallinas. Paseé con el viejo, y esta demostración de amistad se repitió varias veces, terminando con tres puñadas que me dió en el pecho y espalda a un tiempo. Luego se descubrió el pecho para que yo le devolviera el cumplido, y cuando lo hice quedó altamente satisfecho. El lenguaje de estos fueguinos, según nuestro modo de pensar, apenas merece el nombre de articulado. El capitán Cook lo ha comparado al carraspeo que se hace al limpiarse la garganta; pero puedo asegurar que jamás oí a ningún europeo limpiarse la garganta con sonidos tan broncos, guturales y crepitantes.

Son excelentes mímicos; de modo que cuantas veces tosíamos, bostezábamos o estornudábamos, otras tantas lo repetían ellos. Algunos de mis compañeros empezaron a torcer la vista y mirar de soslayo; pero uno de los jóvenes fueguinos (cuyo rostro estaba pintado todo de negro, excepto una banda blanca que le cruzaba los ojos) hizo visajes más horribles. Podían repetir correctamente toda palabra de lo que les decíamos, y las recordaban por algún tiempo. Y, no obstante, sabido lo difícil que es distinguir y separar los sonidos de una lengua desconocida, ¿qué hombre civilizado sería capaz, por ejemplo, de reproducir una sentencia oída por primera vez de labios de un indio de América, con sólo que esa sentencia tenga más de tres palabras? Según parece, todos los salvajes poseen en grado maravilloso este poder de la imitación. Me han dicho que los cafres tienen, exactamente como los fueguinos, el hábito ridículo de copiar todos los dichos y gestos de los europeos; los australianos, de igual modo, gozan fama de remedar con toda perfección el modo de andar de cualquier persona, hasta el punto de ser posible reconocerla. ¿Cómo se explica esta facultad? ¿Es una consecuencia de tener más ejercitados y agudos los sentidos, carácter común a todos los hombres salvajes respecto de los civilizados?

Cuando mis compañeros entonaron una canción, creí que los fueguinos iban a caerse redondos de asombro. La misma sorpresa les produjo nuestro baile; pero uno de los jóvenes, a quien se lo rogué, no tuvo inconveniente en valsar un poco. A pesar de estar apenas acostumbrados a tratos con gente civilizada, según lo que parecía, conocían y temían nuestras armas de fuego: nada pudo incitarlos a coger una escopeta. Pidieron cuchillos, designándolos con la palabra española «cuchilla». Explicaron también lo que querían con ademanes, fingiendo tener en la boca un trozo de carne y haciendo como que lo cortaban, en lugar de desgarrarlo.

Hasta ahora no he dicho nada de los fueguinos que teníamos a bordo. Durante el primer viaje del Adventure y el Beagle, en los años de 1826 al 1830, el capitán Fitz Roy se apoderó de unos cuantos naturales, reteniéndolos como rehenes por la pérdida de un bote que habían robado, con gran riesgo de unos cuantos oficiales ocupados en la topografía litoral; a varios de ellos, así como a un niño que compró por un botón de nácar, se los llevó consigo a Inglaterra con ánimo de educarlos e instruirlos en la religión a sus expensas. Restituir e instalar a estos fueguinos en su propio país fué uno de los principales motivos que indujeron al capitán Fitz Roy a emprender nuestro actual viaje, y antes que el Almirantazgo hubiera resuelto enviar esta expedición, dicho capitán había fletado, generosamente, un barco y los hubiera devuelto. Los fueguinos venían acompañados por un misionero, el Rdo. Matthews, y acerca de éste y aquéllos el capitán Fitz Roy ha publicado una completa y excelente Memoria. En un principio los prisioneros fueron dos hombres, uno de los cuales murió en Inglaterra de viruelas, un muchacho y una muchacha, y ahora teníamos a bordo al otro hombre, llamado York Minster; el muchacho, bautizado con el nombre de Jemmy Button (denominación alusiva a su precio de compra), y a la muchacha, designada con los nombres de Fuegia Basket. York Minster era bajo, grueso y forzudo, de carácter reservado, taciturno, cachazudo y violentamente apasionado cuando se excitaba; profesaba gran afecto a unos cuantos amigos de a bordo y era bastante despejado. Jemmy Button era el niño mimado de toda la tripulación, y como York Minster, bastante apasionado; la expresión de su rostro reflejaba la bondad de su índole: era alegre, reía a menudo y se compadecía de las desgracias ajenas; cuando, por estar el mar picado, yo me mareaba, solía venir a verme y me decía con acento apenado: «¡Pobre amigo, pobre!»; pero la idea de que un hombre se marease después de llevar tanto tiempo en el mar excitaba demasiado su hilaridad, y generalmente se veía forzado a volver la cabeza para ocultar una sonrisa o una carcajada, y luego volvía a repetir: «¡Pobrecito, pobre!» Sentía vivamente el amor a su suelo natal, y le gustaba elogiar su tribu y país, diciendo que había en él «muchos árboles»; pero a la vez hallaba mal a las demás tribus. Con toda seriedad y firmeza aseguraba que en su tierra no había diablo. Jemmy era pequeño, cuadrado y regordete, pero muy pagado de su persona; solía llevar siempre guantes, el cabello pulcramente recortado y sentía mucho que se le manchara el calzado, que procuraba conservar siempre bien lustroso. Era muy amigo de mirarse al espejo, y un juguetón chiquillo indio del río Negro, que tuvimos a bordo algunos meses, lo echó muy pronto de ver y acostumbraba a burlarse de él. Jemmy, que estaba siempre celoso de las atenciones dispensadas a este niño, no lo llevaba de buen grado, y solía decir, moviendo despectivamente la cabeza: «Demasiado travieso.» Todavía me parece admirable, cuando reflexiono sobre todas sus muchas buenas cualidades, que pudiera pertenecer a la misma raza y participar, sin duda, del mismo carácter que los miserables y degradados salvajes con quienes tropecé por primera vez en esta costa. Por último, Fuegia Basket era una linda muchachita, modesta y reservada, con una expresión afable, pero triste a veces y gran facilidad para aprender cualquier cosa, y especialmente idiomas. Así lo demostró imponiéndose en el portugués y español para hacerse entender, en el breve tiempo que se detuvo en Río Janeiro y Montevideo, y en su conocimiento del inglés. York Minster tenía celos de cualquier muestra de aprecio que se le diera, pues indudablemente estaba dispuesto a casarse con ella tan pronto como desembarcase.

Aunque los tres podían hablar y entender bastante el inglés, era sobremanera difícil obtener de ellos muchas noticias referentes a las costumbres de sus paisanos, lo cual dimanaba en parte de la gran dificultad que encontraban en comprender la más sencilla sutilidad. Todo el que está acostumbrado a tratar con niños muy pequeños sabe lo raro que es obtener una respuesta segura a preguntas tan sencillas como la de si una cosa es blanca o negra; las ideas de blanco y negro parecen ocupar alternativamente su espíritu. Así pasaba con estos fueguinos, y de ahí que generalmente fuera imposible averiguar al preguntarles si habían entendido bien lo que contestaban. Su sentido de la vista poseía una agudeza extraordinaria; sabido es que los marinos, a causa de su larga práctica, distinguen mejor los objetos distantes que los habitantes de tierra adentro; pero York, como Jemmy, aventajaban a cualquiera de los marinos de a bordo; en varias ocasiones dijeron lo que eran bultos confusos que se veían a lo lejos, y aunque todos dudaran, se comprobó que tenían razón cuando se examinaron con el catalejo. Tenían clara conciencia de su poder, y Jemmy, después de alguna riña con el oficial de guardia, solía exclamar: «Yo ver barco, yo no decir.»

Fué interesante observar la conducta de los salvajes para con Jemmy Button después de desembarcar; inmediatamente notaron la diferencia entre él y nosotros y platicaron largamente unos con otros sobre el asunto. El viejo dirigió una larga arenga a Jemmy, exhortándole, al parecer, a que se quedara con ellos. Pero el interpelado apenas entendía su lenguaje, y por otra parte se avergonzaba de sus paisanos. Cuando desembarcó después York Minster le reconocieron de igual modo, y le dijeron que debía afeitarse, a pesar de que era casi barbilampiño y de que todos nosotros llevábamos la barba crecida y descuidada. Examinaron el color de su piel y le compararon con el de la nuestra. Habiéndose desnudado el brazo uno de los nuestros, manifestaron la mayor sorpresa y admiración al contemplar su blancura, en la misma forma que he visto hacerlo al orangután en los Jardines Zoológicos. Por las demostraciones que hicieron, creemos que a dos o tres oficiales, algo bajos y rubios, aunque ostentaban luenga barba, los tomaron por las señoritas de nuestra expedición. El más alto de los fueguinos se holgaba evidentemente de llamar la atención por su estatura. Cuando, para medirse con el mejor mozo de los que fuimos en el bote, se pusieron ambos espalda con espalda, hizo por colocarse en terreno más alto y ponerse de puntillas. Abrió la boca para mostrarnos sus dientes y volvió la cara, a fin de que la viéramos de perfil; todo lo cual fué ejecutado con tan vanidosa satisfacción, que indudablemente se tenía por el hombre más hermoso de Tierra del Fuego. Después de pasada nuestra primera impresión de grave asombro, nada nos pareció más ridículo que la extraña mezcla de sorpresa y mímica imitativa manifestada constantemente por estos salvajes.


Al día siguiente intenté penetrar en el país por cualquier parte. Tierra del Fuego debe ser calificada de país montañoso parcialmente sumergido en el mar, de modo que las profundas ensenadas y bahías ocupan los lugares en que antes existieron los valles [2]. Las laderas de las montañas, excepto en la costa occidental, que es abierta, se hallan cubiertas desde el borde del agua por una gran selva. La línea del arbolado llega a una altura que varía entre 300 y 450 metros, a la que sucede una zona de turba con menudas plantas alpinas, y después sigue la región de las nieves perpetuas, la cual, según el capitán King, desciende en el estrecho de Magallanes a altitudes comprendidas entre 900 y 1.200 metros. Es rarísimo hallar una sola hectárea de tierra llana en todo el país. No recuerdo haber visto mas que una pequeña planicie cerca del Puerto del Hambre, y otra, de mayor extensión, no lejos de Goeree Road. En ambos lugares y en todo el resto, la superficie está cubierta de un lecho espeso de turba pantanosa. En el interior del bosque el suelo queda oculto por una masa de materia vegetal de lenta putrefacción, que, a causa de estar empapada de agua, se hunde al andar.

Viendo que era casi imposible seguir avanzando por el bosque, tomé la ribera de un torrente que bajaba de la montaña. En un principio, las cataratas y numerosos árboles muertos apenas me dejaban dar un paso; pero a poco el cauce se presentó más despejado, por haber quedado limpias sus márgenes con las avenidas. Continué avanzando lentamente durante una hora por la quebrada y rocosa ribera, y me vi ampliamente remunerado por la magnificencia del paisaje. La sombría profundidad de aquel barranco se concertaba con los universales signos de trastornos. En ambos lados yacían en revuelta confusión masas irregulares de roca y árboles arrancados; otros, que permanecían aún erguidos, estaban podridos hasta la medula y prontos a venirse abajo. La masa enmarañada de vegetación vigorosa mezclada con troncos y follaje secos me recordó los bosques tropicales; pero había una diferencia, porque en estas mudas soledades la Muerte y no la Vida parecía ser el espíritu predominante. Seguí la corriente hasta llegar a un sitio donde un gran derrumbamiento había dejado limpio un espacio en la parte baja de la ladera. Por esta especie de camino subí a considerable altura, y pude contemplar una gran parte de los bosques circunvecinos. Todos los árboles pertenecían a una especie, el Fagus betuloides; porque el número de otras especies de Fagus y el de Drymis winteri [3] carecía de importancia. El haya que acabo de citar conserva sus hojas durante el año entero, pero su follaje tiene un color verde pardusco peculiar, con un tinte amarillento. Como en todo el paisaje domina esa coloración, el conjunto resulta sombrío y tétrico, sin que, por otra parte, los rayos del Sol le comuniquen a menudo alguna animación.


20 de diciembre.—Uno de los lados del puerto está formado por una montaña de 450 metros, a la que el capitán Fitz Roy dió el nombre de Sir J. Banks, en memoria de su desastrosa excursión, pues en ella murieron dos hombres y estuvo a punto de perecer también el Dr. Solander. La tempestad de nieve causa de su desgracia ocurrió a mediados de enero, que corresponde al mes de julio en el hemisferio Norte, y ¡en una latitud como la de Durham! Yo estaba ansioso por alcanzar la cumbre de esta montaña para recoger plantas alpinas, porque las flores, de toda clase, en las partes inferiores son pocas en número. Seguimos el mismo cauce que el día anterior, hasta que la corriente fué mermando y desapareció por fin, viéndonos entonces precisados a arrastrarnos a ciegas por entre los árboles. Estos, a causa de la gran elevación y de los vientos impetuosos, eran enanos, gruesos y torcidos. Después de algún tiempo llegamos a un sitio que desde lejos nos pareció una hermosa pradera alfombrada de fino césped, pero que, para desgracia nuestra, resultó ser una masa compacta de hayas enanas, cuya altura era de metro a metro y medio. Crecían formando un macizo tan espeso como el de las cercas de los jardines, y nos vimos obligados a pasar sobre la plana, pero traidora superficie. Después de algunos esfuerzos ganamos la zona de turba, y luego la desnuda roca pizarrosa.

Una loma unía esta montaña con otra, distante algunas millas, y más alta, cubierta de nieve a trechos. Como el día no estaba muy avanzado, resolví ir a pie hasta allá y herborizar por el camino. La caminata hubiera sido penosísima, a no haber hallado un sendero recto y bien apelmazado, hecho por los guanacos; porque estos animales, como las ovejas, siguen siempre el mismo camino. Cuando llegamos a la montaña vimos que era la más alta de los alrededores y que las aguas fluían al mar en opuestas direcciones. Desde allí alcanzamos a ver toda la comarca próxima: por el Norte se extendía un terreno yermo y pantanoso; pero hacia el Sur se descubría un paisaje de salvaje magnificencia, perfectamente adaptado al carácter general de Tierra del Fuego. Tenía misteriosa grandeza el paisaje de montaña tras montaña, con los hondos valles intermedios, todo cubierto por una espesa y obscura masa de bosque. A la vez, la atmósfera, en este clima de continuos temporales, que descargan lluvias, piedra y cellisca, parece más sombría que en ninguna parte. En el estrecho de Magallanes, mirando derechamente al Sur desde Puerto del Hambre [4], los canales distantes entre las montañas parecían, por su tenebroso aspecto, conducir a regiones situadas más allá de los confines de este mundo.


21 de diciembre.—El Beagle ancló, y al día siguiente, favorecidos en medida desusada por una excelente brisa del Este, nos acercamos a la isla Barnevelts, y, después de pasar el cabo Deceit, con sus picos pétreos, a eso de las tres doblamos el tempestuoso cabo de Hornos. La tarde estaba serena y despejada; de modo que disfrutamos una excelente vista de las islas circunvecinas. El cabo de Hornos, sin embargo, exigió su tributo, y antes de anochecer nos envió un viento tempestuoso que nos azotaba el semblante. Salimos a alta mar, y al segundo día volvimos otra vez a tierra, cuando vimos a barlovento el célebre promontorio en su verdadera forma, velado por la neblina y con su perfil borroso por una tempestad de agua y viento. Grandes masas de negras nubes cruzaban por el cielo, y las turbonadas de lluvia y piedra se sucedían con violencia tan extremada, que el capitán resolvió buscar refugio en el abra de Wigwam. Forma ésta un puertecito abrigado, no lejos del cabo de Hornos, y aquí, en vísperas de Navidad, anclamos en agua mansa. De la tempestad que rugía fuera no nos llegaban mas que ráfagas procedentes de las montañas, que sacudían el barco, sujeto a sus anclas.


25 de diciembre.—Cerca del abra se levanta una montaña puntiaguda, llamada Pico de Kater, a la altura de 500 metros. Las islas de los alrededores se componen todas de masas cónicas de roca verde, asociadas a veces con eminencias, menos regulares, de pizarra arcillosa endurecida y alterada. Esta parte de Tierra del Fuego puede considerarse como la extremidad de la cadena sumersa de montañas a que antes hemos aludido. El abra se llama de «Wigwam» a causa de alguna vivienda de los fueguinos; pero todas las bahías próximas podrían llamarse así con igual propiedad. Los habitantes, que se alimentan especialmente de mariscos, se ven obligados a mudar constantemente de residencia; pero regresan de cuando en cuando a los mismos sitios, como lo demuestran los montones de antiguas conchas, que frecuentemente ascienden a muchas toneladas. Estas acumulaciones pueden distinguirse a larga distancia por el vivo matiz verde de ciertas plantas que crecen invariablemente en ellas. Entre esas plantas pueden citarse el apio silvestre y la coclearia [5], ambas muy útiles, pero cuyas aplicaciones no conocen los naturales.

El wigwam, o cabaña fueguina, se parece a un pequeño almiar por su forma y dimensiones. Compónese, simplemente, de unas cuantas ramas clavadas en el suelo y muy imperfectamente techadas en un lado con algunos haces de hierba y juncos. El trabajo de construcción no puede pasar de una hora, y no se utiliza mas que por unos cuantos días. En Goeree Roads vi un sitio donde había dormido uno de los naturales, que suelen andar desnudos, y apenas había abrigo suficiente para cobijarse una liebre. Sin duda este fueguino debía de vivir aislado de los demás; y York Minster dijo que era «un hombre pésimo», y probablemente un ladrón. En la costa occidental, sin embargo, los wigwams son algo mejores, pues están cubiertos de pieles de foca. Aquí estuvimos detenidos algunos días, a causa del mal tiempo. El clima es realmente ingrato: había pasado el solsticio de verano, y, no obstante, diariamente nevaba en las montañas, y en los valles caían incesantes lluvias, acompañadas de celliscas. El termómetro centígrado se mantuvo de ordinario en los 7°, pero por las noches bajaba a los 3° ó 4°. A causa del estado tempestuoso y húmedo de la atmósfera, sin un rayo de Sol que la alegrara, el clima parecía mucho peor de lo que en realidad era.

Mientras recorríamos un día la playa cerca de la isla Wollaston, pasamos junto a una canoa con seis fueguinos, y no he visto en ninguna parte seres más abyectos y miserables. En la costa oriental, según dejo relatado, los naturales tienen mantas hechas de pieles de guanaco, y en el Oeste poseen pieles de focas. Pero entre estas tribus centrales los hombres sólo se cubren de ordinario con una piel de nutría o algún trozo de pellejo del tamaño de un pañuelo, que apenas es suficiente para cubrir desde sus hombros hasta los riñones. Llevan esas pieles atadas con cuerdas cruzando el pecho, y con el viento ondean de un lado a otro. Pero estos fueguinos de la canoa estaban enteramente desnudos, y lo propio ocurría con una mujer adulta. Llovía copiosamente, y el agua, junto con las rociadas del mar, caía por todo su cuerpo. En otro fondeadero, no muy distante, una mujer que daba de mamar a un niño recién nacido vino un día al costado del barco, y permaneció allí por pura curiosidad, mientras la nevisca caía y se acumulaba en su desnudo seno y sobre la piel de la criatura, desnuda. Estos pobres desgraciados se habían quedado raquíticos; sus horribles rostros estaban embadurnados de pintura blanca; sus pieles eran sucias y grasientas; el cabello, enmarañado; las voces, discordantes, y sus gestos, violentos. Al ver tan repugnantes cataduras cuesta creer que sean seres humanos y habitantes del mismo mundo. Hay quien se pregunta qué placeres puede ofrecer la vida de ciertos animales inferiores; pero ¡cuánto más razonable sería hacer la misma pregunta con respecto a estos bárbaros! Por la noche, cinco o seis personas, desnudas y protegidas apenas contra el viento y la lluvia de este clima tempestuoso, duermen en la tierra húmeda, hechas un ovillo, como animales. Siempre que hay bajamar, en invierno o en verano, de noche o de día, han de levantarse a coger mariscos en las rocas; y las mujeres, o bien bucean en busca de erizos de mar, o bien permanecen pacientemente sentadas en sus canoas, y con una cuerda de pelo, a la que sujetan el cebo, sin anzuelo de ninguna clase, sacan pececillos. Cuando se mata una foca o se descubre el cadáver flotante y en putrefacción de alguna ballena, se celebra como un acontecimiento extraordinario, y esa miserable comida se acompaña con bayas y hongos insípidos.

No es raro que padezcan hambre: oí a Mr. Low, patrón de un barco dedicado a la caza de focas, muy bien relacionado con los indígenas de esta región, referir la situación en que se hallaron 150 fueguinos de la costa occidental a consecuencia de la falta de alimentos. Una serie no interrumpida de temporales impidió a las mujeres recoger mariscos en las rocas, mientras los hombres se vieron en la imposibilidad de salir en sus canoas a cazar focas. Un pequeño grupo de estos hombres salió una mañana, y los otros indios le explicaron a Mr. Low que iban a hacer un viaje de cuatro días en busca de alimentos. Cuando regresaron, Low les salió al encuentro y los halló excesivamente cansados, pues cada hombre iba cargado con una gran pieza de una ballena pútrida, con un agujero en medio, por el que metía la cabeza, como lo hacen los gauchos con sus ponchos o mantas de abrigo. No bien se llevó la ballena a un wigwam, un viejo la cortó en lonchas, y, musitando entre dientes algunas palabras, puso aquéllas al fuego por un minuto y las distribuyó entre el hambriento grupo, que durante este tiempo guardó el silencio más profundo. Cree el narrador antes citado que siempre que es arrojada a la playa alguna ballena los naturales entierran grandes trozos en la arena para echar mano de ellos en las épocas de hambre; y un muchacho del país, que teníamos a bordo, halló una vez uno de estos depósitos. Las diferentes tribus, cuando guerrean entre sí, son caníbales. De dos testimonios concordes del todo, pero enteramente independientes, el de un muchacho que lo refirió a Mr. Low, y el de Jemmy Button, resulta probado con toda certeza que cuando en invierno los aprieta el hambre matan y devoran a las ancianas de la tribu, antes que a sus perros. Cuando Mr. Low preguntó al muchacho la razón de esto, respondió: «Los perros cogen nutrias, y las viejas no». El chicuelo describió el modo que tienen de matarlas, reteniéndolas sujetas sobre el humo hasta que se asfixian; imitaba como por juego los gritos de las víctimas, e indicaba las partes de sus cuerpos que se consideraban más apetitosas. Con ser horrible una muerte de esta índole, a manos de sus mismos parientes y amigos, ¡todavía parecen más espantosos los temores de las ancianas cuando empieza el hambre a dejarse sentir! Me contaron que a menudo huyen a las montañas; pero que los hombres las cazan en aquellos sitios y las vuelven a traer a sus lugares para ser sacrificadas.

El capitán Fitz Roy nunca pudo comprobar que los fueguinos [6] tuvieran una creencia bien definida en la vida futura. Unas veces entierran a sus muertos en cuevas, y otras en los bosques de las montañas; no se sabe qué clase de ceremonias practican. Jemmy Button no quiso nunca comer aves de tierra, porque «comen hombres muertos», y ni siquiera se atreven a citar a sus amigos difuntos. No tenemos razones para suponer que tengan alguna clase de culto; aunque tal vez fuera una especie de plegaria el musitar del viejo antes de distribuir la ballena podrida a sus hambrientos compañeros. Cada familia o tribu tiene un hechicero o médico nigromante, cuyo oficio no pudimos saber con claridad. Jemmy creía en sueños, pero no en el diablo, según ya he dicho: no me parece que nuestros fueguinos fueran más supersticiosos que algunos de los marineros, pues un viejo cabo de brigada creía firmemente que los temporales sucesivos con que topamos en el cabo de Hornos eran causados por tener fueguinos en el barco. York Minster hizo una vez cierta manifestación parecida a la creencia en un poder justiciero de orden superior cuando, habiendo matado Mr. Bynoe algunos patos jóvenes con su escopeta, para ejemplares de muestra, le dijo en el tono más solemne: «¡Oh, míster Bynoe, mucha lluvia, nieve, mucha niebla!» Era evidentemente un castigo por haber derrochado alimento. Nos relató también, de una manera salvaje y violenta, que su hermano, un día que volvía del pico, de matar algunas aves que había dejado en la costa, observó algunas plumas arrastradas por el viento. Su hermano dijo (York imitaba sus maneras): «¿Qué es esto?», y avanzando arrastrándose y mirando por encima del acantilado, vió «al hombre salvaje» que las estaba cogiendo. Entonces se acercó algo más, y arrojándole una gran piedra, le mató. York añadió que posteriormente hubo muchas tempestades por largo tiempo, y cayó mucha lluvia y nieve. Según lo que pudimos entender, parecía considerar como agentes vengadores a los mismos elementos; en este caso se patentiza de qué modo tan natural los mismos elementos hubieran sido personificados en una raza un poco más adelantada en cultura. Quiénes fueran esos «malos hombres salvajes» es un enigma que no he logrado descifrar; de lo que York dijo cuando hallamos el sitio en que un hombre solo había dormido la noche antes, como en la cama de una liebre, hubiera colegido que eran ladrones arrojados de sus tribus; pero otras expresiones ambiguas me hacen dudar de ello; varias veces me ha ocurrido que la explicación más probable era que se trataba de dementes.

Las diversas tribus no tienen gobierno ni jefe; sin embargo, cada una se halla rodeada de otras tribus hostiles, que hablan diferentes dialectos, y separadas de las demás sólo por una zona desierta o territorio neutral; la causa de sus guerras parece ser los medios de subsistencia. Su territorio es un conjunto de barrancos, rocas abruptas, montañas escarpadas y bosques sin empleo, constantemente envueltos en neblinas y tempestades. La parte habitable se reduce a las piedras de la playa; para procurarse el alimento se ven obligados incesantemente a vagar de un sitio a otro, y tan inaccesible es la costa, que sólo pueden efectuar el traslado de lugar en sus mezquinas canoas. Desconocen el amor al hogar, entendiendo por esta palabra una vivienda sólida y fija, y son extraños a las afecciones domésticas. El marido trata a la mujer como un amo brutal a un esclavo trabajador. ¿Se ha perpetrado jamás hecho más horrible que el presenciado en la costa occidental por Byron, que vió a una infeliz madre recoger el cadáver ensangrentado de su hijo moribundo, a quien el marido, furioso, había arrojado contra las piedras por haber dejado caer una cesta de erizos de mar? ¡Cuán poco deben de ejercitar estos salvajes las facultades superiores del espíritu! ¡Y qué ocasiones ofrece un país y género de vida a la imaginación para describir, a la razón para comparar y al juicio para decidir! La operación de arrancar de las rocas mariscos a golpes ni siquiera hace necesaria la astucia, que es la ínfima de las dotes intelectuales. La destreza que poseen para algunas cosas puede compararse al instinto de los animales, porque no se perfecciona con la experiencia: la canoa, su artefacto más ingenioso, con ser tan pobre, ha permanecido invariable, según sabemos por Drake, durante los últimos doscientos cincuenta años.

Al contemplar a estos salvajes se ocurre espontáneamente la pregunta: ¿De dónde proceden? ¿Qué pudo inducir o qué trastorno obligó a una tribu de hombres a dejar las hermosas regiones del Norte, bajar por la Cordillera o espinazo de América, inventar y construir canoas que no usan las tribus de Chile, Perú y el Brasil, y entrar después en una de las más inhospitalarias regiones del globo? Aunque el ánimo se sienta obsesionado por tales reflexiones, debemos tener por cierto que en parte son erróneas. No hay razón para creer que los fueguinos decrezcan en número; por tanto, hay que suponerlos en posesión de goces y satisfacciones, sean de la clase que fueren, capaces de hacerles amable la vida. La Naturaleza, al atribuir al hábito un poder sin límites y transmitir sus efectos hereditarios, ha adaptado a los fueguinos al clima y a las producciones de su miserable país.


Después de haber estado detenidos por el mal tiempo en el abra Wigwam durante seis días, salimos a alta mar en 30 de diciembre. El capitán Fitz Roy quiso hacer rumbo al Oeste, para desembarcar a York y a Fuegia en su propio país. En cuanto estuvimos fuera del abrigo de las costas empezaron a sucederse los temporales y a sernos contraria la corriente, por lo que hubimos de derivar a 57° 23' Sur. El 11 de enero de 1833 forzamos velas; llegamos a unas cuantas millas de la gran montaña escabrosa de York Minster (así llamada por el capitán Cook [7], y de la que tomó su nombre el fueguino de más edad), cuando de pronto una violenta turbonada nos compelió a recoger velas y mantenernos en alta mar. El oleaje se estrellaba espantosamente contra la costa, y la espuma subía hasta la cima de un acantilado cuya altura se calculó en 60 metros. El día 12 el temporal se recrudeció extraordinariamente, y no sabíamos con certeza dónde estábamos; de continuo se oía la desagradable cantinela: «¡Alerta a sotavento!» El 13 la tempestad desplegó toda su furia, y el horizonte se nos redujo a un pequeño círculo limitado por las nubes de espuma levantadas por el viento. El mar infundía pavor con sus terribles convulsiones y agitadas espumas, y mientras el barco luchaba desesperadamente, el albatros desafiaba con sus alas extendidas el furor del viento cortándole de frente. A eso del mediodía rompió una ola contra el Beagle, y se llevó uno de los botes balleneros, que fué preciso cortar al instante. Nuestro pobre barco tembló al impulso del choque, y por algunos instantes no obedeció al timón; pero gracias a sus buenas condiciones marineras se rehizo y puso de nuevo proa al viento. Si un segundo golpe de mar hubiera seguido al primero, nuestra suerte habría quedado decidida, y para siempre. Llevábamos veinticuatro días luchando en vano por avanzar hacia el Oeste; los hombres estaban exhaustos de fatiga, sin haber tenido ropa seca que ponerse en varias semanas. El capitán Fitz Roy tuvo que abandonar el proyecto de llegar al Oeste costeando las tierras meridionales. Por la tarde penetramos en el fondeadero, detrás del falso cabo de Hornos, y echamos las anclas, que descendieron a 47 brazas, haciendo saltar chispas del cabrestante mientras se desenrollaba la cadena. ¡Cuán deliciosa fué aquella noche de calma, después de haber estado por tanto tiempo envueltos en la furia de los desencadenados elementos!

15 de enero de 1833.—El Beagle ancló en Goeree Roads. El capitán Fitz Roy resolvió instalar a los fueguinos en Ponsonby Sound, conforme a sus deseos; y, consiguientemente, se equiparon cuatro botes para trasladarlos a través del Canal del Beagle. Este canal, descubierto por el capitán Fitz Roy durante el último viaje, es uno de los rasgos más notables de la geografía de este país, como lo sería de otro cualquiera; podría comparársele al valle de Loch ness, en Escocia, con su cadena de lagos y friths [8]. Tiene unas 120 millas de largo, con una anchura media, no sujeta a variaciones muy notables, de dos millas aproximadamente, y es en su mayor parte tan perfectamente recto, que la vista del mismo, confinada en ambos lados por líneas de montañas, llega a presentarse confusa a gran distancia. Cruza la parte meridional de Tierra del Fuego de Este a Oeste, y en medio se une en ángulo recto del lado meridional por un canal irregular denominado Ponsonby Sound. Aquí reside la tribu de Jemmy Button y su familia.


19 de enero.—Tres botes balleneros y la yola, con 28 personas, partieron a las órdenes del capitán Fitz Roy. Por la tarde entramos en la boca oriental del canal, y poco después hallamos un pequeño fondeadero bien abrigado y oculto por algunas islitas próximas. Aquí plantamos nuestras tiendas y encendimos las hogueras. Nada más delicioso que este sitio. El agua tranquila del puertecito, con las ramas de los árboles colgando sobre la rocosa playa; los botes anclados; las tiendas sostenidas por los remos cruzados; el humo que subía en espirales a perderse en el valle arbolado, formaban un cuadro de sosegado retiro. Al siguiente día (20) avanzamos con nuestra pequeña flota, y llegamos a una región más habitada. Pocos de los naturales, o ninguno, debian de haber visto en la vida a un hombre blanco; y su asombro superó a todo lo imaginable al aparecer los cuatro botes. Empezaron a brillar hogueras en una infinidad de puntos (de aquí el nombre de Tierra del Fuego), tanto para llamar la atención, como para difundir las nuevas por todas partes. Hubo salvajes que vinieron corriendo por la costa desde varias millas de distancia. Jamás se borrará de mi memoria el aspecto salvaje y bravío que presentaba uno de los grupos; de improviso llegaron cuatro o cinco hombres al borde de un acantilado a plomo que avanzaba sobre el mar; estaban enteramente desnudos, y sus largas cabelleras les caían en desordenadas guedejas sobre el rostro; empuñaban clavas nudosas, y saltando agitaban los brazos alrededor de la cabeza y daban los alaridos más horribles que pueden salir de garganta humana.

A la hora de comer desembarcamos entre un grupo de fueguinos. En un principio no se mostraron amigos, pues hasta que el capitán se puso al frente de los demás botes no soltaron los palos que llevaban. Pronto, sin embargo, los contentamos con regalos de poca importancia, tales como cintas rojas, que les atamos alrededor de la cabeza. Les gustaron nuestras galletas; pero uno de los salvajes probó con el dedo un poco de carne conservada en lata, de la que yo estaba comiendo, y hallándola blanda y fría, mostró tanta repugnancia como si hubiera metido en la boca esperma podrida de ballena. Jemmy se avergonzaba de sus paisanos, y manifestó que su tribu era del todo diferente, en lo cual se equivocaba de una manera lastimosa. Era tan fácil complacer a estos salvajes como difícil dejarlos satisfechos. Jóvenes y viejos, hombres y niños no cesaban de repetir la palabra yammerschuner que significaba dame a mí. Después de señalar con el dedo todos los objetos, hasta los botones de nuestras chaquetas y abrigos, y de repetir su expresión favorita en todos los tonos posibles, acabaron por usarla maquinalmente, sin darle significación ninguna. Cuando la empleaban en serio pidiendo alguna cosa, si no se les daba luego, apuntaban a sus mujeres e hijos, como diciendo: «Ya que no me das a mí lo que te pido, dáselo a éstos.»

Por la noche buscamos en vano algún abrigo inhabitado, y al fin hubimos de vivaquear no lejos de un grupo de naturales. Parecieron muy inofensivos mientras fueron pocos en número; pero por la mañana (21), habiéndoseles unido otros, dieron señales de hostilidad, y creimos que nos hubieran acometido. Un hombre civilizado tropieza con una gran desventaja al tratar con salvajes como éstos, que no tienen la menor idea del poder de las armas de fuego. En el acto mismo de echarse a la cara el mosquete o fusil, le parece al salvaje muy inferior al hombre armado de arco y flechas, de lanza y hasta de un simple garrote. Y no es fácil hacerles comprender la superioridad de nuestras armas como no sea derribándolos a balazos. De igual modo que las fieras, tienen muy poco en cuenta el número al embestir, y cada individuo, si es agredido, en lugar de retirarse, intentará deshacer de una pedrada la cabeza del adversario, con la misma decisión que el tigre intentará hacerle pedazos. Deseando vivamente el capitán Fitz Roy, en una ocasión, teniendo para ello fundados motivos, alejar un pequeño grupo, empezó a blandir un machete amenazándolos; pero se le echaron a reír, sin moverse del sitio; en vista de lo cual disparó dos veces su pistola cerca de uno de los salvajes. El hombre se quedó atónito y se rascó la cabeza; luego miró de hito en hito un rato y habló a sus compañeros; pero éstos no dieron la menor muestra de querer huir. Difícilmente podemos ponernos en la posición de estos salvajes y comprender sus acciones. El fueguino de referencia probablemente no concebía la posibilidad de que pudiera producirse junto a su oido un choque estruendoso como el del arma de fuego. Quizá no distinguió si había sido una detonación o un golpe, y por eso se rascó la cabeza, como la cosa más natural. Análogamente, cuando un salvaje ve la señal hecha por una bala, seguramente no comprenderá desde el primer momento cómo se ha verificado el hecho, porque la idea de un cuerpo invisible a causa de su velocidad es para él totalmente inconcebible. Además, la extraordinaria fuerza de un proyectil, que penetra una substancia dura sin desgarrarla, podría sugerir al salvaje la convicción de que no existe tal fuerza. Realmente, creo que muchos salvajes de los más degradados, tales como estos de Tierra del Fuego, han visto heridos, y hasta pequeños animales muertos por balas de fusil sin enterarse del poder mortífero de semejante arma.


22 de enero.—Después de pasar una noche tranquila en territorio al parecer neutral, entre la tribu de Jemmy y la gente que vimos ayer, proseguimos agradablemente nuestra navegación. Nada mejor que estas zonas intermedias pone de manifiesto la hostilidad en que viven las diferentes tribus. Jemmy Button conocía perfectamente la fuerza con que contábamos; pero, así no se mostró muy ganoso de desembarcar entre las tribus enemigas más próximas a la suya. Muchas veces nos refirió cómo los salvajes que él llamaba Oens [9], «cuando la hoja enrojecía», esto es, en la otoñada, cruzaban las montañas desde la costa oriental de Tierra del Fuego y hacían incursiones en las comarcas habitadas por los naturales de esta parte del país. Era curiosísimo observarle cuando hablaba de esto, con los ojos chispeantes de animación y el rostro alterado por una expresión salvaje. Mientras navegamos a lo largo del Canal del Beagle, el paisaje adquirió una un carácter peculiar y de una magnificencia incomparable; pero el efecto menguó mucho a causa de estar tan bajo el punto de vista en el bote y de hallarnos encajonados en el valle, perdiendo por esta razón toda la belleza que encerraba la sucesión de cadenas. Las montañas se elevaban aquí a unos 900 metros y terminaban en picos dentados. Subían en laderas no interrumpidas, desde la superficie del agua, y estaban cubiertas de sombrío boscaje hasta la altura de 100 ó 120 metros. Una de las particularidades más curiosas era la perfecta horizontalidad de la línea donde dejaba de crecer el arbolado, hasta donde la vista podía alcanzar; se parecía exactamente a la señal que dejan las algas en la playa con la pleamar.

Por la noche dormimos donde se une el Ponsonby Sound con el Canal del Beagle. Una pequeña familia de fueguinos que vivía en la costa del fondeadero era gente pacífica e inofensiva, y no tardó en incorporársenos alrededor de la hoguera. Nosotros estábamos bien abrigados, y aunque teníamos los asientos cerca del fuego, sobraba calor; pero los salvajes, desnudos y más alejados de la hoguera, sudaban a mares, según pudimos observar con gran sorpresa. Sin embargo, parecían estar muy contentos y todos se unían al coro formado por los marineros, que habían entonado una canción, si bien hacía reír el retraso invariable con que terminaban cada frase o verso.

Durante la noche se difundió por toda la región la noticia de nuestro arribo; de modo que a primera hora de la mañana (23) llegó un nuevo grupo, que pertenecía a la tribu de Tekenika, que era la de Jemmy. Varios de ellos habían venido corriendo tan aprisa, que sangraban por la nariz, y echaban espumarajos por la boca por la precipitación con que hablaban. Desnudos como estaban, y embadurnados de negro, blanco [10] y bermellón, parecían endemoniados en una crisis de furor. Desde aquí seguimos bajando por Ponsonby Sound, acompañados por 12 canoas, tripuladas cada una por cuatro o cinco personas, hasta el sitio en que el pobre Jemmy esperaba hallar a su madre y parientes. Yo había sabido que su padre había muerto; pero como hacía mucho que tuvo un «sueño en su cabeza» sobre este particular, no pareció preocuparse mucho por ello, y a menudo se consolaba con la siguiente reflexión natural: «Mi no poder evitarlo». Le fué imposible obtener pormenores sobre la muerte de su padre, porque sus parientes no quisieron hablarle de ella.

Jemmy estaba ahora en una comarca que le era bien conocida, y guió los botes a un fondeadero abrigado que llevaba el nombre indígena Woollya, rodeado de islitas, cada una de las cuales, así como cada punta, tenía su particular denominación en la lengua del país. En este lugar hallamos a una familia de la tribu de Jemmy, pero no a sus parientes; nos hicimos amigos de ellos, y por la tarde se envió una canoa con el encargo de avisar a la madre y hermanos. Alrededor del fondeadero hay algunas hectáreas de tierra laborable que forma laderas y no está cubierta (como sucede en las demás partes) de turba o de árboles del bosque. El capitán Fitz Roy intentó en un principio, según he dicho antes, llevar a York Minster y a Fuegia al sitio ocupado por sus tribus respectivas, en la costa occidental; pero habiendo expresado sus deseos de permanecer aquí, y siendo el lugar muy favorable, el capitán resolvió instalar el grupo entero, incluyendo al misionero Matthews. Invirtiéronse cinco días en construirles tres espaciosos wigwams, desembarcar sus ropas y demás objetos, cavar dos jardines y sembrar semillas.

A la mañana siguiente, después de nuestra llegada (el 24), empezaron a acudir los fueguinos y vinieron la madre y hermanos de Jemmy. Este reconoció la voz estentórea de uno de sus hermanos a prodigiosa distancia. El encuentro fué menos interesante que el de un caballo con su antiguo compañero al volver del campo. Allí no hubo la menor demostración de afecto; se miraron simplemente de hito en hito por breve rato, y la madre se fué al punto a cuidar de su canoa. Supimos, sin embargo, por York que la madre había estado inconsolable a causa de la pérdida de Jemmy, y que le había buscado por todas partes, creyendo que podía haberse quedado en tierra a pesar de haber entrado en el bote. Las mujeres, en cambio, se interesaron mucho por Fuegia y la colmaron de obsequios. Ya habíamos notado que Jemmy había olvidado casi totalmente su lengua. A mi juicio, con dificultad pudiera hallarse un ser humano menos provisto de idioma, porque su inglés era muy imperfecto. Daba risa y casi lástima oír hablar a sus hermanos dicha lengua y preguntarles luego en español («¿No sabe?») si entendían o no.

Todo marchó pacíficamente durante los tres días próximos, mientras que cavaban los huertos y se construían los wigwams. Calculamos el número de naturales allí reunidos en unos 120, Las mujeres trabajaban con gran actividad mientras los hombres discurrían de aquí para allá, observándolas. Nos abrumaban a preguntas y robaban todo lo que podían. Les gustaron mucho nuestros bailes y cánticos, y mostraron interesarse de un modo especial viéndonos bañar en un arroyo cerca; en cuanto a lo demás, no prestaron gran atención, ni aun a nuestros botes. De todos los objetos que vió York mientras estuvo ausente de su país, nada le asombró tanto, al parecer, como un avestruz cerca de Maldonado; medio loco de asombro se llegó corriendo a Mr. Bynoe, con quien había estado paseando, y le dijo: «¡Oh míster Bynoe! ¡Oh! ¡Pájaro igual como caballo!» Según refirió Mr. Low, si mucho les había sorprendido a los fueguinos la blancura de nuestra piel, más les asombró todavía un negro que iba de cocinero en un barco de vela. Habiendo saltado a tierra en presencia de unos cuantos salvajes, no bien le divisaron empezaron a dar grandes alaridos, acompañándolos de gestos de extrañeza. Acudieron luego otros fueguinos, y rodeando al pobre negro, le aturdieron a gritos y le manosearon hasta obligarle a refugiarse en el barco, para no volver a desembarcar en el país. Tan tranquilamente iban las cosas, que algunos de los oficiales y yo mismo dimos grandes paseos por las montañas y bosques inmediatos. Pero de improviso el día 27 desaparecieron todas las mujeres y los niños. A todos nos intranquilizó esta novedad, cuya causa ni York ni Jemmy pudieron explicarnos. Creyeron algunos que se habían asustado por haber estado limpiando y disparando los mosquetes la tarde anterior; otros lo atribuyeron al enfado de un viejo fueguino, que al mandarle apartarse uno de nuestros centinelas le había escupido a sangre fría en la cara, y luego había hecho curiosos ademanes sobre otro salvaje dormido, como significando que haría pedazos y se comería a nuestro hombre. El capitán Fitz Roy, deseoso de evitar la ocasión de un choque, que hubiera sido fatal para los salvajes, creyó conveniente que nos fuéramos a dormir a otro sitio, distante algunas millas. El misionero Matthews, con su habitual y serena fortaleza (verdaderamente notable en un hombre que en apariencia tenía escasa energía de carácter), resolvió quedarse con los demás fueguinos, que no se mostraron alarmados, y así lo dejamos pasar solo su primera y terrible noche.

Al regresar por la mañana (el 28) tuvimos la satisfacción de hallarlo todo tranquilo y a los hombres ocupados en sus canoas pescando con arpones.

El capitán Fitz Roy determinó que regresara al barco la yola y un bote ballenero, y después dispuso que los otros dos botes, uno a sus órdenes (en el que me permitió acompañarle) y otro a las de Mr. Hammond, procedieran a inspeccionar las partes occidentales del Canal del Beagle para regresar más tarde y visitar la colonia. El día, con gran asombro nuestro, era excesivamente cálido, en términos de tostarnos la piel; con tiempo tan hermoso, la vista que ofrecía el Canal del Beagle desde en medio era espléndida. La vista se extendía en torno sin que ningún objeto interceptase los lejanos puntos de este largo canal entre montañas. La circunstancia de ser un brazo de mar se evidenciaba [12] por varias enormes ballenas, que lanzaban sus surtidores de agua en distintas direcciones. En una ocasión vi dos de estos monstruos, probablemente macho y hembra, que nadaban despacio uno tras otro a menos de un tiro de piedra de la playa, sobre la cual las hayas extendían sus ramas.

Seguimos navegando hasta que obscureció, y luego plantamos nuestras tiendas junto a una abrigada caleta. El supremo regalo con que nos favoreció la suerte estuvo en hallar para cama un sitio lleno de guijarros, porque estaban secos y se amoldaban al cuerpo. El suelo turboso es húmedo; la roca, desigual y dura; la arena estropea la comida, pues se mete entre la carne cuando se la cocina y come en la playa; pero aquí no hubo nada de eso: envueltos en nuestras mantas, en un lecho de suaves pedruscos, pasamos la más confortable noche.

Me tocó velar hasta la una. Hay algo augusto y solemne en estas escenas. En ningún tiempo se presenta con tanta viveza al ánimo la idea del remoto rincón del globo en que uno se halla. Todo contribuye a intensificar esta impresión; la paz profunda de la noche es interrumpida solamente por la profunda respiración de los marineros bajo las tiendas, y de cuando en cuando por el grito de algún ave nocturna. El ladrido eventual de un perro, oído a gran distancia, recuerda que se está en tierra de salvajes.


29 de enero.—Por la mañana temprano llegamos al punto en que el Canal del Beagle se divide en dos brazos, y entramos en el septentrional. El paisaje aquí acrece en grandiosidad. Las altas montañas del lado norte forman el eje granítico, o espinazo del país, y se elevan súbitamente 900 ó 1.000 metros, culminando en un pico que sube a unos 2.000 metros [13]. Están cubiertas de un amplio manto de nieves perpetuas; numerosas cascadas vierten sus aguas, por entre el boscaje, en el hondo canal angosto. En muchas partes se extienden magníficos glaciares desde la ladera de los montes hasta el mar. Apenas es posible imaginar algo más bello que el azul berilo de estos glaciares, en especial por el contraste con la blancura mate de la nieve que corona las cimas. Los fragmentos que del glaciar han caído en el agua se alejan flotando, y el canal, con sus icebergs, presenta en un gran espacio una imagen en miniatura del mar polar. Después de halar los botes a la playa, a la hora de comer estuvimos admirando desde la distancia de media milla un acantilado de hielo, con la esperanza de ver desprenderse algunos bloques. Al fin se precipitó una gran mole con un ruido enorme, e inmediatamente vimos la blanda silueta de una ola que avanzaba hacia nosotros. Los hombres corrían a toda prisa a los botes, porque el peligro de ser despedazados era evidente. Uno de los marineros se asió a la borda en el preciso momento de romper la ola; fué volteado y sacudido de un lado a otro, pero sin recibir daño, y los botes, aunque levantados en alto por tres veces, para caer otras tantas, salieron indemnes. Fué para nosotros fortuna grandísima, porque estábamos a 100 millas del barco y nos hubiéramos quedado sin provisiones ni armas de fuego. Anteriormente había observado que en la playa se veían enormes fragmentos de rocas recién desplazados, pero no adiviné la causa de ello hasta que vi esta ola. Un lado de la pequeña abra estaba formado por un estribo de micacita; el final, por un acantilado de hielo de 12 metros de alto, y la otra vertiente, por un promontorio de 15 metros de elevación, hecho de fragmentos redondeados de granito y de micacita, en el que crecían añosos árboles. Este promontorio era evidentemente una morrena [14] acumulada en un período en que el glaciar era de mayores dimensiones.

Cuando alcanzamos la boca oeste de esta rama septentrional del Canal del Beagle navegamos entre muchas islas desoladas desconocidas, con un tiempo desastrosamente malo. No encontramos habitantes. La costa era casi en todas partes tan escarpada, que habíamos de seguir por muchas millas hasta encontrar espacio en que armar nuestras dos tiendas; una noche dormimos sobre grandes cantos rodados, entre los que había algas podridas, y al venir la pleamar tuvimos que levantarnos y trasladar nuestros petates. El punto más occidental que alcanzamos fué la isla Stewart, a la distancia de unas 150 millas de nuestro barco. Volvimos a entrar en el Canal del Beagle por el brazo meridional, y desde allí seguimos, sin ningún percance, hasta el Ponsonby Sound.


6 de febrero.—Hemos llegado a Woollya. El misionero Matthews nos contó tales horrores de la conducta de los fueguinos, que el capitán Fitz Roy resolvió llevarle de nuevo al Beagle, y últimamente le dejó en Nueva Zelandia, donde tenía un hermano misionero. Desde que partimos comenzó en la colonia una serie de robos sistemáticamente perpetrados; fueron acudiendo sucesivamente nuevos grupos de indígenas; York y Jemmy perdieron muchas cosas, y el misionero casi todo lo que no había ocultado bajo tierra.

Según parece, todos los efectos fueron divididos en trozos y repartidos entre los naturales. Matthews refirió que se había visto precisado a ejercer una vigilancia constante y molestísima; noche y día se vió rodeado de los salvajes, que intentaron abrumarle a fuerza de hacer ruido junto a su cabeza. Cierto día un viejo, a quien el misionero rogó que saliera de su wigwam, volvió al punto con una gran piedra en la mano; otro día llegó una cuadrilla, armada de piedras y palos, y algunos de los más jóvenes, junto con el hermano de Jemmy, dieron grandes gritos; Matthews los calmó con presentes. Presentóse después un nuevo grupo, indicando por señas que deseaban despojarle de sus vestidos y arrancarle todo el vello de su cara y cuerpo. En fin, que, según creo, llegamos a tiempo de salvarle la vida. Los parientes de Jemmy extremaron su necia vanidad de enseñar a los extraños sus robos y la manera de efectuarlos. Pena daba dejar a los tres fueguinos con sus salvajes paisanos; pero se mitigaba un tanto al considerar que no les amenazaba ningún peligro. York, que era hombre vigoroso y resuelto, estaba seguro de pasarlo bien con su mujer, Fuegia. En cambio, el pobre Jemmy parecía algo desconsolado, y sin duda se hubiera alegrado de volver con nosotros. Su mismo hermano le había robado muchas cosas, y, según observó en su inglés mal chapurrado, con algunas palabras españolas: «¿Qué modo de llamar ese proceder?» Y decía mal de sus paisanos, llamándolos «malos hombres todos, no saben nada, malditos tontos», expresión que me chocó porque nunca le había oído proferir imprecaciones. De modo que nuestros tres fueguinos, aunque sólo habían estado tres años con gente civilizada, seguramente se hubieran alegrado de conservar sus nuevas costumbres; pero esto era evidentemente imposible. Temo que su visita no les haya servido de nada.

Por la tarde, con el misionero a bordo, volvimos al barco, no por el Canal del Beagle, sino por la costa meridional. Los botes iban cargadísimos y el mar estaba alborotado; así, que tuvimos una navegación peligrosa. Al declinar el día 7 estábamos a bordo del Beagle, después de una ausencia de veinte días, durante los cuales recorrimos 300 millas en los botes. El día 11 el capitán Fitz Roy visitó en persona a los fueguinos, y halló que seguían bien, habiendo perdido muy pocas cosas más.


El último día de febrero del siguiente año (1834) el Beagle ancló en una hermosa caleta, en la entrada oriental del Canal del Beagle. El capitán Fitz Roy resolvió, desafiando el peligro, navegar contra el viento del Oeste por el mismo derrotero que habíamos seguido en los botes para ir a la colonia de Wooliya, y el proyecto tuvo éxito. No tropezamos con muchos indígenas hasta que estuvimos cerca de Ponsonby Sound, donde nos siguieron 10 o 12 canoas. Los salvajes no comprendieron la razón de nuestras bordadas, y en lugar de salimos al encuentro a cada cambio de rumbo se fatigaron inútilmente en seguirnos en los zigzags de nuestra marcha. Mucho me divirtió el observar el cambio de sentimientos en cuanto al trato con estos salvajes, producido por las superiores condiciones en que nos hallábamos respecto de ellos. Mientras estuvimos en los botes llegó a serme odioso hasta el sonido de sus voces, por lo mucho que nos molestaban. La primera y última palabra era su yammerschuner. Cuando, al entrar en algún fondeadero abrigado, esperábamos pasar una noche tranquila, la odiosa palabra de yammerschuner resonaba de pronto en algún sombrío escondrijo, y poco después se alzaban las espirales de humo propalando la noticia por los alrededores. Siempre que partíamos de algún sitio solíamos decirnos unos a otros; «¡Gracias a Dios que al fin vamos a vernos libres de esos desgraciados!» Pero aun entonces llegaba a nuestros oídos el eco de su voz estentórea, que permitía distinguir, a pesar de la gran distancia, la misma palabra: yammerschuner. Pero ahora, cuantos más fueguinos, más contentos; y por cierto que la escena era divertidísima. Unos y otros reíamos, bromeábamos y nos hacíamos nuestras consideraciones: nosotros, compadeciéndolos porque nos daban excelente pesca y mariscos a cambio de guiñapos y chucherías; y ellos, regodeándose con la ocasión de haber encontrado gente tan loca para trocar ornamentos tan espléndidos por una buena cena. Era cómico observar la sonrisa de mal disimulada satisfacción con que una joven que llevaba el rostro embetunado se ataba alrededor de la cabeza varios jirones de tela escarlata, sujetándolos con juncos. Su marido, que gozaba el privilegio, realmente universal en este país, de poseer dos esposas, se puso evidentemente celoso de los agasajos hechos a su joven consorte, y, tras breve consulta con sus desnudas beldades, se marchó con ellas remando.

Algunos de los fueguinos dieron pruebas indubitables de tener noción de las recíprocas obligaciones de los contratos. Una vez di a uno de ellos un gran clavo (¡precioso regalo por cierto!) sin indicar que esperaba recompensa; pero él inmediatamente sacó dos peces y me los alargó en la punta de su arpón. Si algún presente se apuntaba a una canoa y caía cerca de otra, se devolvía sin falta a sus verdaderos dueños. El muchacho fueguino que Mr. Low tenía a bordo se ponía violentamente furioso cuando se le llamaba embustero, no obstante serlo realmente. En esta ocasión, como en todas las anteriores, nos pareció sobremanera extraño el poco o ningún caso que hacían los salvajes de muchas cosas cuya utilidad era de lo más evidente para los indígenas. Una porción de menudencias, tales como la belleza de la tela escarlata, o cuentas azules, la ausencia de mujeres, el cuidado que teníamos de lavarnos, etc., excitaban su admiración mucho más que un objeto tan notable y complicado como nuestro navío. Bougainville ha notado muy bien, en lo que a este pueblo se refiere, que «tratan las obras maestras de la industria humana como las leyes de la Naturaleza y sus fenómenos» [15].

El 5 de marzo anclamos en el abra de Woollya, pero no hallamos a nadie. Esto nos intranquilizó, porque los indígenas de Ponsonby Sound dieron a entender por gestos que había habido una refriega, y posteriormente supimos que los temibles onas habían bajado de las montañas. Poco después vimos acercarse una canoa que tenía una banderita, y pudimos observar que uno de los hombres de la tripulación se lavaba la pintura del rostro. Este hombre era el pobre Jemmy, convertido nuevamente en un salvaje escuálido y astroso, con la luenga cabellera en desorden y desnudo, salvo un retazo de manta rodeado a la cintura. No le reconocí hasta que estuvo cerca de nosotros, porque se avergonzaba de sí propio y volvía la espalda al barco. Le habíamos dejado rollizo, gordo, limpio y bien vestido; en mi vida he visto transformación más completa y deplorable. Sin embargo, luego que estuvo vestido y se disipó su primera turbación, las cosas tomaron mejor aspecto. Comió con el capitán Fitz Roy, y lo hizo con el aseo de otras veces. Nos dijo que andaba sobrado (quería decir bien provisto) de alimentos; que no sentía el frío; que sus parientes eran muy buenos, y que no deseaba volver a Inglaterra; por la tarde supimos la causa de este gran cambio operado en los sentimientos de Jemmy, al llegar su joven y linda esposa. Dando pruebas de su habitual generosidad, trajo dos hermosas pieles de nutria para dos de sus mejores amigos, y algunas flechas y puntas de arpón, hechas por sus propias manos, para el capitán. Contó que se había construído una canoa, ¡y se ufanaba de hablar un poco su propia lengua! Lo más curioso es que, según parece, enseñó a toda su tribu algo de inglés, pues un viejo anunció espontáneamente la venida de la mujer de Jemmy con estas palabras: «Jemmy Button's wife» [16]. Jemmy había perdido toda su propiedad. Nos refirió que York Minster había construído una gran canoa y se había marchado con su mujer, Fuegia [17], a su país, hacía varios meses. La despedida fué un acto de refinada villanía, pues, luego de haber persuadido a Jemmy y a su madre a que le acompañaran, los abandonó por la noche, robándoles todo cuanto tenían.

Jemmy se fué a dormir a tierra, y a la mañana siguiente regresó, permaneciendo a bordo hasta que el barco levó anclas; esto alarmó mucho a su mujer, que no cesó de gritar violentamente, temerosa de que la abandonara; pero se apaciguó al verle regresar a su canoa. Hízolo cargado de valiosos regalos. Todos los de a bordo mostraron sincera pena al darle el último apretón de manos. Por mi parte, no dudo que será tan feliz, y acaso más, que si nunca hubiera salido de su tierra. De esperar es que el capitán Fitz Roy vea satisfechas sus nobles aspiraciones y que los muchos y generosos sacrificios hechos en favor de estos fueguinos hallen su recompensa en la protección que los descendientes de Jemmy Button y su tribu otorguen a los pobres náufragos arrojados a estas inhospitalarias playas. Cuando Jemmy llegó a la playa encendió una hoguera para hacernos señal de despedida, y el humo subió en espirales, como un último y prolongado adiós, mientras que el barco navegaba mar adentro.


La perfecta igualdad que reina entre los individuos de las tribus fueguinas no puede menos de retrasar por largo tiempo el desarrollo de su civilización. Así como los animales cuyo instinto los compele a vivir en sociedad y obedecer a un jefe son más capaces de progreso, así también las razas humanas. Bien sea causa, o bien efecto, el hecho es que los pueblos más civilizados son los que tienen gobiernos más artificiales. Por ejemplo, los habitantes de Tahiti, que cuando fueron descubiertos estaban gobernados por reyes hereditarios, han alcanzado un grado de civilización muy superior que la otra rama del mismo pueblo, los neozelandeses, que aunque beneficiados por haber sido competidos a prestar su atención a la agricultura, eran republicanos, en el más absoluto sentido de la palabra. En Tierra del Fuego, hasta que surja algún jefe con poder suficiente para consolidar cualquier ventaja alcanzada, por ejemplo, la cría de animales útiles, apenas parece posible que pueda mejorar el estado político del país. Al presente, hasta el menor retazo de tela que se dé a un fueguino es hecho jirones y distribuido; de suerte que ningún individuo puede llegar a ser más rico que otro. Por otra parte, es difícil comprender cómo puede aparecer un jefe en tanto que no se reconozca alguna clase de propiedad por la que sea dable manifestar su superioridad y acrecentar su poder.

A mi juicio, en esta parte extrema de Sudamérica es donde el hombre se halla en un estado de desamparo mayor que en ninguna otra parte del mundo. Los isleños del mar del Sur, de las dos razas que habitan el Pacífico, están comparativamente civilizados. Los esquimales, en sus chozas subterráneas disfrutan de algún regalo en su género de vida, y dan pruebas de gran habilidad en el manejo de sus canoas cuando están bien equipadas. Algunas tribus del Africa del Sur, que merodeaban en busca de raíces y viven ocultas en áridas e incultas regiones, son bastante desgraciadas. Los australianos siguen después de los fueguinos en cuanto a la sencillez de vida; pero pueden ufanarse de su bumerang [18], de su pica y porra arrojadiza, de su método de trepar a los árboles, de su habilidad en descubrir el rastro de los animales, y de su destreza venatoria. Pero aunque los australianos sean superiores en ciertos adelantos e inventos, no se sigue, en modo alguno, que lo sean también en capacidad mental; realmente, me inclinaría á creer todo lo contrario, si he de atenerme a lo que he visto en los fueguinos y leído de los australianos.


  1. Son los patagones, que con los araucanos pertenecen al grupo Aucano, indios que en su lenguaje se llaman Tsonecas, y por los araucanos, tehuelches.—Nota de la edic. española.
  2. La voz fiord es nombre local noruego que designa valles de origen glaciar sumersos en el mar por lento hundimiento del suelo. La extensión en el mundo de las costas de fiords puede estimarse en unos 30.000 kilómetros. Según Nordenskjold, precisamente la costa meridional de Patagonia y de Tierra del Fuego son, en el globo, las más ricas regiones en fiords. Puede consultarse Nordenskjold (O.), «Topographisch-geologische studien in Fjord-gebieten». (Bul. Geol. Instit. Univers. of Upsala, IV, 2, con cartas.)—Nota de la edic. española.
  3. Arbolito de la familia de las magnoliáceas, que se extiende del sur de Méjico al estrecho de Magallanes.—Nota de la edición española.
  4. El nombre de Puerto de la Hambre se lo dió Thomas Candish, en 1587, a la ciudad que con el nombre de Don Felipe (por el rey Felipe II) fundó Sarmiento en fines de marzo de 1584.—Nota de la edic. española.
  5. Véase Cook, Segundo viaje alrededor del mundo, pág. 163 del tomo I, editado por Calpe.
  6. Los fueguinos son la raza que habita Tierra del Fuego, pueblos muy degradados que comprenden los grupos Alikuluf, Ona y Yahgan.—Nota de la edic. española.
  7. Léase James Cook, Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo, de la colección de Viajes clásicos, editada por Calpe.
  8. Los frith o firth escoceses son también, como los fiords o fjorden noruegos, valles sumersos que el mar invade, formando angostas bahías. Véase la nota de la pág. 298.—Nota de la edición española.
  9. Se refiere a la tribu Onas. Véase nota de la pág. 306.
  10. Esta substancia, cuando está seca, es bastante compacta y de escaso peso específico; el profesor Ehrenberg, que la ha examinado, dice (König-Akad der Wissen, Berlín, febrero 1845) que está compuesta de infusorios, incluyendo 14 Polygastrica y cuatro Phytolitharia. Asegura que todos viven en agua dulce. Es éste un hermoso ejemplo de los resultados obtenidos merced a las investigaciones microscópicas del profesor Ehrenberg, porque Jemmy me dijo que siempre se recogía en el lecho de los arroyos procedentes de las montañas. Constituye además un hecho notable en la distribución geográfica de los infusorios, que, como es sabido, se hallan esparcidos en amplías áreas, el que todas las especies de la referida substancia, aunque transportadas del extremo más meridional de Tierra del Fuego, son antiguas formas conocidas.
  11. Son los cachalotes, que encierran en gran abundancia, en cavidades comunicantes situadas en la cabeza, balo su piel, la llamada esperma de ballena o espermaceti, blanca y sólida una vez extraída del animal. Con la esperma se hacen bujías y ceratos.—Nota de la edic. española.
  12. Un día, frente a la costa de Tierra del Fuego, vimos un magnifico grupo de ballenas espermaceti [11] que saltaban sacando todo el cuerpo fuera del agua, con excepción de sus aletas caudales. Al caer de costado salpicaban el agua muy alta y producían un ruido que sonaba como una andanada distante.
  13. Hoy Monte Darwin, con una altitud de 2.067 metros.—Nota de la edic. española.
  14. Un glaciar está formado por una masa de hielo que fluye lentamente a lo largo de la pendiente de un valle. Las piedras que el glaciar acarrea, dispuestas en largas ringlas, constituyen las morrenas.—Nota de la edic. española.
  15. Véase Bougainville, Viaje alrededor del mundo, tomo I, capítulo IX, de los Viajes clásicos, editados por Calpe.
  16. La esposa de Jemmy Button.—Nota del T.
  17. El capitán Sullivan, que, desde su viaje en el Beagle, ha estado empleado en la exploración y estudio de las islas Falkland, oyó decir a un cazador de focas (en 1842?) que hallándose en la parte occidental del estrecho de Magallanes se admiró de que hablara inglés una mujer salvaje que fué al barco. Indudablemente era Fuegia Basket. Vivió (recelo que esta palabra tenga doble sentido) a bordo algunos días.
  18. El bumerang australiano es un palo curvo, como de medio metro de longitud, trazada con singular maestría su curva compleja. Es arma arrojadiza de caza y guerra, que los australianos lanzan con destreza tal, que después vuelve ella misma en el aire y cae en el suelo junto a quien la lanzó.—Nota de la edic. española.