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El parejero

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En el patio de la pulpería, atado a una estaca cortita, el hocico hundido en la trompeta, cubierto con una funda de arpillera que lo protege mal que mal del sol, durante el día, y de la helada, durante la noche, la cabeza agachada, dormita el parejero, dando el conjunto de su persona la idea de un aburrimiento profundo.

Estirándose, bostezando, sale de su cuarto el compositor y, con pereza, trae la ración del parejero. Este es el hijo mimado de la casa; y, lo mismo que ama de leche en casa rica, el compositor que lo cuida no deja, por supuesto, de atribuirse también su parte de privilegios.

El caballo no es ningún animal en condiciones extraordinarias; pero pertenece a Fulánez, el pulpero, y sirve de cebo para organizar carreras en la casa y fomentar reuniones.

-Es mi socio -dice Fulánez, con una guiñada; y como gana o pierde la carrera, según queda arreglado de antemano con el compositor, éste ya pasa de socio, y fácilmente se comprende que nadie le va a mezquinar un atado de cigarrillos, de los buenos, o un vaso de vino.

Es cierto que también tiene que varear al parejero, a horas fijas, especialmente en la madrugada, y con tino. Componer un parejero es oficio de haragán, pero de haragán que entienda el oficio.

Para Fulánez, el parejero es una regular fuente de beneficios, y sabe que, de cualquier modo, todo el dinero que traigan a la reunión los paisanos ha de caer al cajón.

Pero lo que a uno lo mantiene, al otro lo empacha: y para don Braulio Vivar, modesto hacendado de por allá, el parejero fue fuente de ruina.

A pesar de ser buen criollo, don Braulio poco se acordaba de hacer correr mancarrones, cuando, un domingo que había reunión en lo de Fulánez, sin pensar, se puso medio alegre.

Había mucha gente gauchaje, bastante, pero también una punta de extranjeros, con sus hijos, nacidos éstos en el país, los más endiablados para correr. Mientras los padres, agricultores italianos en su mayor parte, quedaban pegados al mostrador, dándole de puñetazo, chupando vino a litros, pitando sus cigarros Cavour, hablando a quien más fuerte, y chapurrando no se sabe si el español o el idioma materno, los muchachos, ellos, iban buscando a quien les corriera, aunque fuera por dos pesos.

Y no faltaba algún gaucho, que más por el honor que por la plata, voltease el recado y se pusiera la vincha en la frente, aceptando el desafío.

Se iban siguiendo las carreras que daba gusto.

-¡Tres cuadras! ¡dos cuadras! ¡una ochenta! Le corro. -¡Dos pesos! -¡Pago! -¡Déme cinco kilos! -¡A mano! -Bueno, ¡vamos!

¡E iban!, ¡qué diablos!, y empezaban las partidas, fastidiosas, enervantes, al tranco, a medio galope, a todo correr, que ya creían todos que se venían; ¡y las vivezas para cansar al contrario, y las miradas de reojo para calarle la ligereza!, como si se hubiera tratado de un gran caballo y de diez mil pesos.

De repente, se siente un tropel. «¡Cancha! ¡se vienen! ¡se vienen!» Y el alma en suspenso, todo el cuerpo sacudido por un movimiento maquinal, como si estuviera montado en su caballo favorito y castigándolo cadenciosamente, un gaucho repetía nervioso, sin resollar:

-¡Picazo, picazo, picazo, picazo!

A pesar de lo cual, pasó primero el doradillo, diez varas antes que el picazo, y el gaucho se calmó como leche retirada del fuego, alcanzando sólo a decir, al rato largo:

-¡Pero vea que lo ha ganado fiero!

Ahora, manaban los parejeros. Todos ofrecían correr, y todos, al oírlos, no tenían más que un caballo de carro, un caballo bichoco, o muy gordo, o muy flaco, como quien dice: «No me tengan miedo, mi cuchillo no corta»; o bien: «Mi mujer es fea, no me la lleven».

Don Braulio se dejó tentar. El caballo en que había venido era nuevo, guapo, vivaracho; lo prestó a un muchacho conocido para que corriese por dos pesos, para probarlo. Ganó.

Corrió otra, por cinco pesos. La ganó.

Don Braulio volvió a su casa hecho otro hombre, y, con regalar a la patrona los siete pesos, también algo la entusiasmó.

En vez de soltar el zaino, lo ató a la soga y le dio pasto, y desde el día siguiente, empezó a enseñarle a comer grano, cosa que ignoraban por completo, hasta entonces, todos sus caballos, y a hacerlo varear a la madrugada por Braulito.

Desde aquel día, también, las ovejas quedaron algunas veces encerradas muy tarde en el corral, y las apretó fuerte la sarna. Las vacas que, antes, daban poco trabajo, ya casi no dieron ninguno; pero el zaino empezó a ser cuidado en forma, y como verdadero parejero, tanto que fue criando fama.

Lo supo un vasco, carrerista de profesión, que vivía de pegarles fuerte a los incautos, con alguno de sus cinco parejeros mestizos, cuidados de modo a no aparentar lo que valían. Y se dejó llegar a la pulpería, donde don Braulio ahora pasaba sus días perorando.

El vasco no la emprendió con él haciéndose el chiquito, sino al contrario, alabando sus propios caballos, pinchando el amor propio del criollo, hablando de correr por cinco mil pesos para enseñarles a los argentinos, decía, lo que era cuidar parejeros. Tanto que a don Braulio, se le entraron las ganas de darle a ese gringo una lección, haciendo con él carrera por dos mil pesos, aunque tuvo para juntarlos que comprometerse, si perdía, a entregar vacas a elección, al precio de quince pesos.

Las vacas de don Braulio, a elección, bien valían veintidós; pero él no dudaba por un momento de la victoria del zaino.

Perdió, aunque por muy poco, y tuvo que entregar la flor de su hacienda, quedando perplejo de si haría el gusto a la patrona, fastidiada con las carreras, con liquidar el famoso parejero.

Por consejo del compositor que había tomado a su servicio, consintió, antes, en hacer otra prueba. Hizo carrera otra vez con el vasco, por quinientos pesos; pero jugó de afuera, con todo sigilo, contra su propio caballo, por más de dos mil, lo que fue fácil, pues muchos conservaban su confianza al zaino.

El mismo compositor debía montar y perder la carrera, de cualquier modo que fuese. Pero, ¡vaya! sucedió que, al correr, el entusiasmo se apoderó de él; el amor propio se lo llevó por delante; no se acordó del compromiso, sino de la vergüenza de perder otra vez; y castigó, castigó tan bien que lo batió al vasco, pero de lo lindo, dejando del mismo galope, al pobre don Braulio triunfante y furioso, renegando con las carreras, echando al demonio a los parejeros y a los compositores, empeñado hasta los ojos, y, sin embargo, con un cierto dejo a satisfacción criolla.


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Nota de WS

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Este cuento forma parte de los libros: