El Angel de la Sombra/XCV

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XCV

XCV


Apenas se vió a solas, Suárez Vallejo experimentó un terror inmenso y confuso.

Inmóvil en el centro de su habitación, sentíase, no obstante, desplazado materialmente en un vacío sin término.

Caía?... Flotaba?...

Palpóse lentamente. La impresión que se causó fué como la del humo.

No. Eran sus manos las que parecían de humo.

Percibíase desde lejos, en aquella disgregación de su propio tacto.

Sus pies asentaban netamente en el piso, pero sin ninguna impresión de sensibilidad.

Y de pronto, su conciencia estalló en una explosión formidable y muda.

Algo que se anulaba en él, anulándolo, intentó asirse a su propio ser con el soslayo de un manotón errado.

Un frío lento iba yéndose de él como la empañadura de un vidrio.

Su mirada, lejanísima en la luz, era la misma línea del horizonte.

Más allá...

No. Más allá estaba él otra vez, opuesto a sí mismo, absolutamente lineal. Una línea, no más: su propia mirada.

El terror absoluto del horizonte...

... Un vértigo abismal, que era su propia mirada.

Y todo él cayendo en ella.

Caía?... Flotaba?...

Flotaba?... Comprendía?...

Comprender!...

Su corazón era un agujero doloroso... El dolor que debió agujerearle el corazón.

El dolor bienhechor del tiro!...

Y ahora, sí, mucho más hondo, más negro, más fatídico, el pavor de comprenderlo!

La voluntad de morir había sido tan poderosa, que desintegró su ser para siempre.

No era la muerte, porque faltó el episodio mortal. Mas tampoco podía considerárselo ya un viviente.

La muerte requiere una causa material. Es un efecto. Pero la sola voluntad de morir puede ponernos espiritualmente del otro lado de la vida. A veces por un momento. A veces del todo.

Con qué desolada lucidez lo comprendía!

El camino del infierno empezaba, pues, para él. Otro y él mismo a la vez, era ya su propio fantasma.

¡Qué valía, con todo, su horror, ante el sacrificio de la celestial criatura?

Aquel sacrificio en que el Angel debía caer a la obscuridad y a la tristeza, al dolor y a la muerte, que son las miserias de la existencia carnal, para absorber hasta extinguirla en su propia intrínseca luz, la sombra separatriz del ser amado.