El Corsario Negro/IV

De Wikisource, la biblioteca libre.
III
El Corsario Negro
Un Duelo entre Cuatro Muros.

de Emilio Salgari
IV
V

Maracaibo, a pesar de contar con una población no mayor a las diez mil almas, era en aquella época una de las ciudades más importantes que España poseía en la provincia de Venezuela.

Magnificamente situada, en el extremo meridional del golfo de Venezuela, de frente al estrecho que lleva al lago del mismo nombre, habíase vuelto rápidamente importantísima, sirviendo de emporio a toda Venezuela.

Los españoles habían construido el poderoso fuerte San Carlos de la Barra, armado de innumerables cañones. Así mismo. sobre las dos islas que le servían de defensa en el lado del golfo, habían apostado numerosas guarniciones, temiendo siempre alguna irrupción de los formidables filibusteros de La Tortuga.

Bellas habitaciones habían sido levantadas por los primeros aventureros que habían puesto pie en sus playas y por lo demás, no eran pocos los palacios que podían verse, construidos por arquitectos venidos de España buscando fortuna en el Nuevo Mundo.

Sobretodo abundaban los sitios de pública reunión, donde se citaban los ricos propietarios de minas, y donde se solía disfrutar con el espectáculo de bailes nacionales de la época, en recuerdo de la patria lejana.

Cuando el Corsario y sus dos compañeros, Carmux y el negro, entraron en Maracaibo, las calles todavía estaban muy concurridas, y las tabernas, en las cuales se despachaban vinos del otro lado del Atlántico, véanse llenas, pues los españoles ni en las colonias habían renunciado a beber un optimo vaso del jugo de las viñas de Málaga o de Jerez.

El Corsario aminoraba la velocidad de su paso. Con el sombrero calado hasta los ojos, envuelto en su ferreruelo, aun cuando la noche era bastante calurosa, con la mano izquierda puesta fieramente en las guardas de la espada, miraba con gran atención calles y casas, cual si quisiera que le quedasen impresas en la mente.

Llegados que fueron a la plaza de granada, que era el centro de la ciudad. Se detuvo, apoyándose en la esquina de una casa, cual si súbita debilidad se hubara apoderado del fiero merodeador del Golfo.