El anillo de amatista: IV

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El anillo de amatista
de Anatole France
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IV

Aquella noche, el señor Bergeret había trabajado mucho; estaba fatigado. Según su diaria costumbre, paseaba por la ciudad en compañía del señor Goubín, su discípulo predilecto desde la traición del señor Roux, y pensando en las tareas realizadas preguntábase, como tantos otros, qué frutos proporciona al hombre su trabajo.

El señor Goubín le dijo:

—Maestro, ¿piensa usted que Pablo Luis Courier sea un buen asunto de tesis doctoral?

El señor Bergeret nada le respondió. Al pasar por la papelería de la señora Fusellier se detuvo delante del escaparate, donde los modelos de dibujo estaban expuestos a la luz del gas, y miró con interés el Hércules Farnesio, que mostraba sus músculos entre aquella estampería pedagógica.

—Me resulta simpático —dijo el señor Bergeret.

—¿Quién? —preguntó el señor Goubín, mientras limpiaba los cristales de sus anteojos.

—Ese Hércules —contestó el señor Bergeret—. Era un hombre muy campechano. "Mi destino —afirmó— es penoso, y tiende hacia un fin sublime." Mucho trabajó en la tierra antes de verse recompensado por la muerte, que es, en realidad, la sola recompensa de la vida. No tenía tiempo para entregarse a la meditación; los profundos pensamientos no alteraban jamás la sencillez de su alma; pero al acercarse la noche sentíase triste, porque su noble corazón le revelaba la inutilidad del esfuerzo, y la tiranía que se impone a los buenos, obligándolos a realizar el mal como realizan el bien. Había en aquel hombre tan fuerte una dulzura singular; y cuando le ocurría, como a cualquiera puede ocurrirle, que sin darse al pronto cuenta, dejaba caer su mortífera maza sobre los inocentes revueltos con los culpables y sobre los humildes mezclados con los altivos, sin duda le acosaba después algún remordimiento. Quizá lamentara la suerte de los infelices monstruos que había destruido en bien de los hombres: el pobre toro de Creta, la triste hidra de Lerna, el hermoso león que al morir le dejó su piel suave para que le sirviera de abrigo. Más de una vez, al declinar el día, cuando terminaba su trabajo, la maza debió pesarle.

El señor Bergeret levantó el paraguas con esfuerzo, como si fuera un arma pesada, y prosiguió su discurso:

—Era robusto y débil. Nosotros le queremos como a un semejante.

—¿A Hércules? —interrogó extrañado el señor Goubín.

—Sí —respondió sencillamente el señor Bergeret—. Como nosotros, nació miserable, hijo del dios y de la mujer. Este doble origen le impuso la tristeza que sumerge a un alma reflexiva y las calamidades propias de un cuerpo ansioso. Mientras vivió, estuvo sometido a los caprichos de un rey fantástico. ¿No somos también nosotros los hijos de Zeus y de la desdichada Alcmena, los esclavos de Euristeo? Por mi parte, vivo pendiente del ministro de Instrucción Pública, el cual podría enviarme a Argelia, como enviaron a Hércules al país de los nasamones.

—No nos abandone, querido maestro —adujo Goubín con marcada inquietud.

—¡Vea usted qué triste se muestra! —prosiguió el señor Bergeret—. ¡Con qué languidez se apoya en la maza y deja caer el brazo! Con la cabeza inclinada reflexiona sus duros esfuerzos. El Hércules Farnesio procede seguramente de la estatua de Lísipo. Aprendiz de herrero antes de ser estatuario, Lísipo, robusto escultor del robusto héroe, fijó el tipo de Hércules.

Después de limpiar, una vez más, con su pañuelo los cristales de sus anteojos, el señor Goubín trataba de distinguir en el escaparate algunos de los rasgos de la figura descrita por el maestro. Mientras hacía esfuerzos para lograrlo, dieron las nueve en el reloj de la tienda, y la señora Fusellier apagó la luz de gas ante los contraídos ojos del discípulo ignorante de la causa que le sumía de pronto en la oscuridad. Su miopía le alejaba del mundo imaginario en el cual se agitan la mayor parte de los hombres.

Prosiguió el señor Bergeret su camino y su discurco, y Goubín dejóse conducir por la voz, pues el oído era su guía en todos los senderos de la tierra donde se arriesgaba su prudente juventud.

—Su vigor —decía el catedrático— era el origen de su debilidad. Hallábase pendiente de su propia fuerza, sometido a las exigencias de su temperamento, que le obligaba a devorar carneros, a beber el vino tinto en ánforas y a enloquecer por mujeres que no valían gran cosa. El héroe cuya maza distribuía en el mundo la paz dichosa y la justicia augusta, el hijo de Zeus, dormía a veces apoyado en una piedra como un miserable vagabundo, o se albergaba durante semanas enteras en la casa de una moza por quien sentía una pasión ardiente, causa de su melancolía. Su alma sencilla, dócil, justiciera y su vigorosa musculatura lo condenaban a ser un excelente guerrero o un gendarme trascendental; pero sus debilidades, sus desdichadas experiencias, sus errores, agigantaron su alma, la abrieron ante la diversidad de la vida y sumergieron en dulzura su bondad terrible.

—Querido maestro —preguntó Goubín—, ¿no cree usted que Hércules es el sol, que sus doce trabajos son los signos del Zodiaco, y que la incendiaria vestidura de Dejanira representa las inflamadas nubes del Poniente?

—Es posible —contestó el señor Bergeret—; pero no quiero pensarlo. Tengo de Hércules la idea que tenían en tiempo de las guerras médicas un barbero de Tebas o una verdulera de Eleusis. Esta idea es tan fuerte, luminosa y fecunda como todos los sistemas de la Mitología comparada. Era un hombre muy valiente. Al ir a buscar los caballos de Diomedes pasó por Feres y se detuvo ante el palacio de Admeto. Pidió primero de comer y de beber, maltrató a los servidores, que no habían visto nunca un huésped tan generoso, ciñóse la cabeza con mitos y bebió inmoderadamente. Borracho y nada orgulloso, quiso que bebiera también su escanciador, el cual, sorprendido por aquellos modales, contestó severamente que no era el momento de reir ni de beber cuando acababan de conducir al sepulcro a la reina, la noble Alcestes, consagrada a Tanatos en vez de haberse consagrado a su marido, y no era la suya una muerte ordinaria, sino algo de encantamiento. El buen Hércules, ya sereno, quiso informarse del lugar donde había quedado Alcestes. Descansaba en el camino de Larisa. fuera del pueblo, en una tumba de mármol pulimentado; y hacia allí se precipitó Hércules poco antes de que Tanatos, con su túnica negra, fuese a saborear los pasteles rociados con sangre, depositados en el sepulcro como ofrenda. El héroe, que se había quedado escondido detrás del sepulcro, se arrojó sobre el rey de las sombras y le oprimió en el círculo de sus brazos, obligándole a entregarle Alcestes, la cual, encubierta y silenciosa, le siguió hasta el palacio de Admeto. Aquella vez Hércules no quiso remojar el gaznate, y diose prisa, porque ya tenía el tiempo muy tasado para ir en busca de los caballos de Diomedes.

"Es una aventura maravillosa; pero acaso me agrade más la de los Cércopes. ¿Conoce usted a los dos hermanos Cércopes. señor Goubín? Uno se llamaba Andolous y el otro Atlantos; los dos tenían cara de mono, y su nombre hace suponer que también tenían rabo, como los monos. Eran unos ladrones muy astutos que saqueaban los huertos, y su madre les advertía sin cesar que se guardaran del héroe melampigio; así denominaban familiarmente a Hércules por el color oscuro de su piel. Aquellos imprudentes despreciaron un consejo tan oportuno, y habiendo sorprendido un día al melampigio dormido sobre el césped. al borde de un riachuelo, se acercaron para robarle su maza y su piel de león. El héroe despertóse de pronto, los agarró, los ató por los pies a una rama de árbol, y con aquella rama al hombro prosiguió su camino. Los Cércopes no iban muy cómodos en aquella postura, ni estaban muy seguros de su suerte; pero como tenían el cuerpo flexible y el alma ligera y todo les servía de distracción, se divirtieron con lo que veían. Iban precisamente por el lugar donde al héroe le habían dado el nombre de melampigio. Atlantos hizo esta observación a su hermano Andolous, el cual le respondió que quien los llevaba cautivos era precisamente el héroe que su madre les había nombrado; y los dos, mientras colgaban como dos corzos a la espalda de un cazador, murmuraban: "melampigio, melampigio", con una risa burlona, semejante al grito de la abubilla en los bosques. Hércules era muy propenso a la cólera, y no soportaba las burlas; pero ni imponía su amor propio en todo, ni pretendía tener blanca la piel del cuerpo, como el pobrecito Hilas.

"Lejos de molestarle, el nombre de melampigio parecíale muy honroso y muy conveniente para un hombre forzudo que iba por los caminos realizando hazañosas empresas. Era sencillo, y cualquier cosa le entretenía. La conversación de los dos Cércopes le dio tal gana de reir, que dejó su carga en tierra y se recostó en un ribazo para lanzar a su gusto las estrepitosas carcajadas de su risa heroica. Durante largo rato llenó el valle con los ruidos de su alegre garganta. El sol, que declinaba en el horizonte, difundía su púrpura sobre las nubes y abrillantaba las cimas de los montes.

"Bajo los pinos negros y los alerces melenudos el héroe seguía riendo. Al fin se levantó, desató a los hombres-monos, y después de amonestarlos, devolvióles su libertad y prosiguió, de noche, su rudo camino a través de las montañas. Ya ve usted hasta qué punto era bondadoso."

—Querido maestro —dijo Goubín—, permítame que le haga una pregunta: ¿Cree usted que Pablo Luis Courier sea buen asunto para una tesis doctoral? Porque en cuanto me haya licenciado...