El artículo de fondo/IV

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Aprovechándose de este intermedio, trató el lúgubre de entablar de nuevo el consabido palique.

-Pero la situación no es desesperada -dijo.- Con ingenio puedes vencer y dejar a ese señor de las vacas y carneros con un palmo de boca abierta.

-Si yo pudiera... Le mie nozze colei meglio e affretare.

-Io dentr'oggi á finir vo questo affare... que me comprometería a arreglar el asunto empleando ciertos medios...?

A ver, ¿qué plan, qué medios son ésos? Cualesquiera que sean, ponlos en práctica inmediatamente. Tú eres hombre de ingenio.

Pero no basta el ingenio -dijo el lúgubre.- Para ello es preciso otra cosa... es necesario dinero.

-¡Dinero! ¡Dovizie! ¿Pero qué papel va a hacer aquí el dichoso dinero?

-Eso lo veremos. Es un plan vasto y difícil de explicar ahora.

¿Pero se trata de raptos, escalamientos, sobornos? Todo eso está muy bien en las novelas de a cuarto la entrega.

-No es nada de eso. Tú has de ser el principal actor en esta trama que preparo... Es preciso que me des guita y te sometas a cuanto yo te mande.

-En cuanto a lo segundo, no veo inconveniente ninguno: lo primero es mucho más difícil, por una razón muy sencilla...

-Sí no se tiene, se busca.

-¡Se busca! ¿e dove, sciagurato? Pero explícame tus planes... Ya me figuro... ¿Quieres hacerme pasar por rico...? Hombre, tiene gracia.

-Tú dame el cumquibus y cállate. No es preciso mucho: basta con unos cuantos miles de reales, cinco o seis mil.

-¡Cinco o seis mil! ¡Anda, anda! ¡Si tú supieras cuál es la situación del tesoro! Chico, yo pensaba pedirte para una cajetilla.

-Pero hombre, busca bien, -dijo el gran financiero con expresión de angustia, que indicaba lo triste que era para él hallar tan vacío el bolsillo del contribuyente, -¡Y yo que necesitaba ahora un pico...! nada más que un piquito.

-¡Piquitos a mí!

Es una gran contrariedad que te halles en tal situación -dijo el lúgubre en tono de responso.- Yo que contaba... Además me había propuesto sacarte en bien de la aventura y hacer que doña Lorenza plantara en la calle de los Cuatro Vientos, para que tu Juanita...

¡Maldita sea tu estampa y mi miseria!- exclamó el articulista con desesperación. Cuando uno se propone un fin noble y elevado, como es el del matrimonio, y no puede conseguirlo a causa de un cochino déficit, reniega de la existencia y...

No pudo concluir la frase, porque ante sus ojos se presentó un espectro que avanzaba lentamente, con expresión siniestra y aterradora. Aquel fantasma era el monstruo tipográfico, horrible caricatura de Gutenberg, que puntual como el diablo cuando suena la hora de llevarse un alma, venía en del condenado artículo.

¡El artículo! ¡Mal rayo me parta! ¡Es preciso acabarlo!

Y devorado por la ansiedad, trémulo y medio loco, trincó la pluma, y ¡hala!

«Fácil es comprender, escribió, que esta situación no puede prolongarse mucho, por el aflictivo estado de la Hacienda. Los apuros del Erario son tales, que se nos llena el corazón de tristeza cuando hacemos un examen detenido de las rentas publicas. Los ingresos disminuyen de un modo aterrador; aumentan los gastos. Todas las corporaciones carecen de lo más necesario para cubrir sus atenciones. La miseria cunde por todas partes, y el ánimo se abate al considerar nuestra situación. Nos es imposible aspirar a nobles fines, porque en la vida moderna nada puede lograrse, todas las mejoras materiales y morales son ilusorias, cuando el Estado se halla próximo a una vergonzosa ruina. ¡Ah! Es preciso llamar sobre esto la atención del país. El Tesoro público está exhausto. La situación es angustiosa, insostenible, desesperada. ¡Oh! Hay que exigir la responsabilidad a quien corresponda, apartando de la gestión de los negocios públicos a los hombres funestos...».

No pudo seguir, porque su amigo, que se había asomado al balcón mientras él escribía, le llamaba con grandes voces.

-¡Ven, ven... eccola! Por la calle pasa la ragazza con doña Lorenza y el futuro marquesito. ¡Oh terribil momento!

El desdichado escritor levantose de su asiento, tiró papel y plumas, sin cuidarse de que aquellos hombres funestos siguieran o no encargados de la gestión de los negocios públicos.

Los dos fijaron la vista con ansiosa curiosidad en un grupo que por la calle iba, compuesto de tres personas, a saber: una vieja por extremo tiesa y con un aire presuntuoso que indicaba su adoración de todas las cosas tradicionales y venerandas; una joven, de cuya hermosura no podían tenerse bastantes datos desde el balcón, si bien no era difícil apreciar la esbeltez de su cuerpo, su andar airoso y su traje, en que la elegancia y la modestia habían conseguido hermanarse; y por último, un mozalbete, cuyo semblante no era fácil distinguir, pues sólo se veía algo de patillas, su poco de lentes y unas miajas de nariz.

El desesperado articulista estuvo a punto de gritar, de arrojar el objeto que hallara más a mano sobre la inocente pareja que cruzaba la calle. Púsose lívido al notar que se hablaban con una confianza parecida a la intimidad; y hasta le pareció escuchar algunas tiernas y conmovedoras frases. Apretó los puños y echó por aquella boca sapos y culebras, apartándose del balcón por no presenciar más tiempo un espectáculo que le enloquecía. Al volverse, su mirada se cruzó con la mirada del bruto de la imprenta, que inmóvil en medio de la sala, más feo, más horrible y siniestro que nunca, reclamaba las nefandas cuartillas. ¡Nada, nada, a rematar el artículo! Ciego de furor, pálido como la muerte, trémulo, y con extraviados ojos, se sentó, tomó la pluma y salpicando a diestra y siniestra grandes manchurrones de tinta, acribillando el papel con los picotazos de la pluma, enjaretó lo siguiente:

«Sí: hay que apartar de la gestión de los negocios públicos a esos hombres funestos, que han usurpado el poder de una manera nunca vista en los anales de la ambición; a esos hombres inmorales, que han extendido, a todas las esferas administrativas sus viciosas costumbres; a esos hombres que escarnecen al país con sus improvisadas fortunas. Todo el mundo ve con indignación los abusos, la audacia, el cinismo de tales hombres, y nosotros participamos de esa patriótica indignación. ¡Oh! no podemos contenernos: Señalamos a la execración de todas las gentes honradas a esos ministros funestos e inmorales -lo repetimos sin cesar- que han traído a nuestra patria al estado en que hoy se halla, irritando los ánimos y estableciendo en todo el país el reinado de la desconfianza del miedo de la cólera de la venganza. Sí; ¡¡castigo, venganza!! he aquí las palabras que sintetizan la aspiración nacional en el actual momento histórico».

Hubiera seguido desahogando los hieles de su alma, si alguien no le interrumpiera inopinadamente, en aquel crítico momento histórico, entregándole una carta, cuyo sobre, escrito por mano femenina, le produjo extraordinaria conmoción. Abriola con frenesí, rasgando el papel, y leyó lo que sigue, trazado con lápiz apresuradamente:

«No puedo pintar mi martirio desde que este alcornoque de los Cuatro Vientos ha venido de Extremadura, con la pretensión, de casarse conmigo. Mamá es partidaria de esta solución, como tú dices; pero yo me mantengo y me mantendré siempre en la más resuelta oposición. Nada ni nadie me harán desistir, tontín, y yo te respondo de que mi actitud, ¡vivan las actitudes! será tan firme que ha de causarte admiración. El suplicio de tener que oír las simplezas y ver el antipático semblante de Cuatro Vientos me dará fuerza para resistir al sistema arbitrario y a las medidas preventivas de mamá».

La alegría del autor fue tan grande en aquel momento histórico, que por poco se desmaya en los brazos de su amigo. Recobró repentinamente su buen humor, volviendo los colores a su rostro demacrado. Pero la presencia del siniestro gañán de la imprenta, que inmóvil permanecía en medio de la sala, le hizo comprender la necesidad de concluir su obra, que reclamaban con furor los irritados cajistas y el inexorable regente. Tomó la pluma, y con facilidad notoria terminó de esta manera:

«Pero, en honor de la verdad, y penetrándonos de un alto espíritu de imparcialidad, deponiendo pasiones bastardas y hablando el lenguaje de la más estricta justicia, debemos decir que no tiene el Gobierno toda la culpa de lo que hoy pasa. Sería obcecación negarle el buen deseo y la aspiración al acierto. ¡Ah! su gestión tropieza con los obstáculos que la insensata oposición de los partidos revolucionarios hace de continuo; y los males que sufre el país no proceden, por lo general, de las altas regiones. Todos los ministros tienen muchísimo talento, y se inspiran ¿a qué negarlo?, en el más puro patriotismo. ¡Ah! nuestro deber es excitar a todo el mundo para que, por medio de hábiles transacciones, por medio de sabios temperamentos, puedan el pueblo y el poder hermanarse, inaugurando la serie de felicidades, de inefables dichas y de prosperidades sin cuento que la Providencia nos destina».