El audaz/XXX

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Capítulo XXX - Revoloteo de una mariposa alrededor de una luz[editar]

I[editar]

Susana, mientras duró su breve desvanecimiento, no dejó de sentir un eco de las tremendas palabras pronunciadas por Martín en la corta escena que acababa de presenciar. Aquello parecía un sueño: era preciso estimular la razón con grandes esfuerzos mentales para adquirir la realidad de un suceso que tenía todas las apariencias de lo absurdo. En efecto; ¿quién no ha soñado alguna vez que está andando por las vueltas y revueltas de un laberinto, sin llegar nunca al punto donde se quiere ir? Y en esta excursión angustiosa, ¿no se nos representa de improviso la muerte de una persona querida, una súbita aparición, un asesinato o cualquiera otra imagen terrible que nos conmueve, obligándonos a despertar? Pero Susana no tardó en hallarse en la plenitud de su razón, comprendiendo la espantosa verdad de lo que había visto y oído. Se levantó, miró al cielo, y la estrechez de la calle, formada por altísimos edificios, le habría hecho creer que estaba en el fondo de una zanja profunda y tortuosa, si fuera ella más propensa a la alucinación. La faja del firmamento que desde allí se veía estaba aún teñida de una leve púrpura producida por el incendio cercano. En las casas y en la calle no brillaba otra claridad que la de una lámpara colgada frente a una Virgen de los Dolores que, metida tras de una reja, mostraba a los devotos su pecho atravesado por siete espadas con los mangos dorados. Algún transeúnte pasaba corriendo por las calles inmediatas y no se detenía si alguien quería interrogarle. Susana tomó la calle que le parecía llevarla más directamente al Zocodover, con la esperanza de encontrar quien le indicase el camino si se perdía.

Apenas había andado cien pasos, vio enfrente y a gran altura la fachada septentrional del Alcázar, y creyó que podría orientarse subiendo allí. Así lo intentó, y fácilmente encontró el camino; subió a la explanada y desde allí vio el Zocodover. Ya no necesitaba más para llegar a la posada.

Desde aquella altura se ofreció a su vista un panorama que produjo en su ánimo fuerte impresión de sublime pavor. El incendio iluminaba toda la población, y las torres, los altos miradores, las chimeneas de la ciudad gótico-mozárabe, proyectando su desigual sombra sobre los irregulares tejados, parecían otros tantos espectros de distinto tamaño y forma, descollando entre todos la torre de la Catedral, que parecía cuatro veces mayor de lo que es, teñida de un vivo fulgor escarlata, y presidiendo como un gigante vestido de púrpura aquel imponente espectáculo. Volviendo la vista a otro lado vio el Tajo, describiendo ancha curva alrededor de la ciudad y precipitándose por su estrecho cauce con la hirviente rabia que es propia de aquel río impaciente y vertiginoso, que parece huir siempre de sí mismo. La tierra rojiza que arrastra ordinariamente y el reflejo de las llamas de aquella noche, le asemejaban a un río de sangre, y en verdad, atendido el papel histórico de la ciudad que circunda, por el Tajo nos parece que corre sin cesar la ilustre sangre de tantas luchas, sangre goda, árabe, castellana, tudesca y judía, vertida a raudales en aquellas calles durante diez siglos de dolorosas glorias.

Susana no vio nada de esto en la corriente, porque en aquel momento no cabían en su espíritu sino cierta clase de pensamientos, y sólo la consideración de la propia desdicha, y tal vez algún propósito violentamente germinado en su cerebro, le ocupaban durante el breve espacio que empleó en recorrer con su vista aquel espantable panorama.

Es de suponer que sufría entonces una grande atonía intelectual. Si la estupefacción del idiota cuadrase a ciertos entendimientos en ocasiones dadas, nada podría expresar mejor la situación de Susana como el decir que estaba idiota. Aquella iniciativa que para resolver las cuestiones relativas a su amor propio o a su pasión la había distinguido, estaba completamente embotada en aquellos momentos. Pero algo vio desde allí que produjo en su mente uno de esos íntimos choques parecidos a los que, hijos de una agitación nerviosa, nos despiertan en mitad de un sueño profundo. Despertó, digámoslo así, saliendo de su estupefacción, y en aquel mismo instante se la vio descender a buen paso de la explanada. Había tomado una resolución.


II[editar]

Atravesó el Zocodover y se dirigió a la posada que estaba inmediata. Entró, subió a su cuarto, pidió una luz y preguntó si había vuelto D. Lino, a lo que contestaron negativamente. Quedándose sola se acercó al lecho donde dormía Pablillo y le estuvo mirando con gravedad sombría un buen espacio de tiempo. Después se sentó junto a una mesa y escribió dos cartas. La primera la meditó mucho; borró muchas palabras para trazarlas de nuevo. La segunda era breve y la escribió pronto. Metió la primera dentro de la última, y a ésta, después de cerrada y sellada, le puso el sobrescrito, dejándola sobre la mesa.

Después se puso de nuevo el manto, se acercó otra vez a Pablillo y lo contempló con muy distinto semblante y expresión de la vez primera. La ternura transformó su semblante, quitándole la sombría seriedad que antes advertimos, y besó repetidas veces al pobre chico, bañándolo con sus lágrimas de amor, las primeras que en el largo curso de esta historia hemos visto salir de aquellos grandes e imponentes ojos, hechos a turbar y estremecer con su mirada.

Salió del cuarto y de la posada, llegó al Zocodover, lo atravesó sin cuidarse de la gente que en él había, y bajó hacia el Miradero, tan derecha en su camino que cualquiera hubiera creído que iba a alguna parte. Parecía que se dejaba llevar por alguien. Tenía, sin duda, una resolución y caminaba a ella con paso firme y resuelto. Al llegar al Miradero, sitio de descanso en la agria cuesta que baja al llano y a la Vega, se detuvo y se sentó en el muro que sirve de antepecho a aquella plazoleta irregular. ¿Por qué se detuvo? Sin duda no se atrevía.


III[editar]

Sentada allí, con la frente apoyada en la mano, envuelta en su gran manto negro, un toledano supersticioso la hubiera tomado por alguna bruja, habitadora en los escondrijos de los palacios de Galiana o en algún rincón de las murallas de la antigua ciudad. Nadie pasó, y nadie se asustó de aquel bulto.

En aquel instante la infortunada dama echó sobre sí misma una de esas intensas ojeadas del espíritu que iluminan instantáneamente la conciencia, aclarando todos los enigmas y disipando todas las dudas. ¿Qué había hecho? El grande alcázar que había levantado con la imaginación estaba en el suelo, o se había desvanecido como una de esas esferas de mil colores formadas por la espuma y que el menor soplo reduce a la nada. ¡Ruinas por todas partes! Aquel hombre que el doble encanto de sus ideas generosas y de su carácter vehemente, embellecido a cada instante con todos los rasgos de la sublimidad, la había atraído, no era ya más que un mísero despojo de espíritu humano, sin razón. Aquella hermosa luz que irradiaba las nobles ideas de emancipación y de igualdad, se había extinguido en una noche de tempestad social en que el fanatismo y la protesta revolucionaria habían chocado sin llegar a luchar. Ella no podía menos de creer que en la llama rojiza que cruzaba los aires, se había ido a otra región el alma ardiente del desdichado joven. A veces consideraba aquel suceso como un castigo del Cielo; a veces como un llamamiento a otra vida mejor. A veces se le representaba Martín en proporciones colosales; a veces empequeñecido hasta llegar a la mezquina talla de un loco vulgar, encerrado en su jaula y escarnecido por los chicuelos de las calles. De todas maneras, el ser que había tenido el singular privilegio de atraerla con fuerza irresistible, continuaba deslumbrándola con la magia de su superioridad. Ella no había conocido hombre igual ni podía existir en todo el mundo quien se le pareciera. Estaba loco, y vivía aún tal vez; pero su razón no podía menos de estar en alguna parte. Susana, que siempre había pensado poco en la otra vida, y era algo irreligiosa en el fondo de su alma, creyó en aquellos momentos en la inmortalidad del espíritu. Algo parecido a la alegría la animó brevemente, y por su cuerpo corrió una sensación extraña, como la que se experimenta al creer que un cuerpo invisible nos toca y pasa... Lo que ella había presenciado poco antes era peor que la mayor de las desventuras humanas. Verle muerto, habría sido un dolor inmenso; mas la religión y la razón, por débiles que sean, buscan en alguna esfera lejana un escondrijo cualquiera donde colocar al que se ha ido. Pero verle loco, verle sin razón, ver a uno que era él y no era él, al mismo hombre convertido en otro hombre, esto no se parecía a ningún dolor previsto por el pesimismo humano. La razón de Muriel debía estar en alguna parte. Ella no podía seguir en el mundo teniendo siempre ante la vista aquel loco en cuya cabeza había pensado Martín tan grandes cosas. Le parecía que ya no había en la tierra más que ella y aquel insensato, y que le estaría viendo siempre como si los dos solos se hallaran encerrados juntos en una inmensa prisión, de la cual serían únicos habitantes. El mundo era antes una cosa buena, porque era el teatro de las soñadas y fantásticas hazañas de un hombre no común; ahora no era más que una jaula. Todo había acabado. No era posible de ninguna manera estar más aquí. Se levantó con decisión y siguió bajando la cuesta.


IV[editar]

¡Ruinas por todas partes! Por otro lado se le presentaba el cadáver de su padre, hablándole del honor de su casa y de la deshonra en que había caído. Ella no podía olvidar aquella voz temerosa y profunda que aún creía oír resonar en algún hueco de aquellas viejas murallas. Ya había perdido su nombre, su decoro, su posición, todo; no era posible tampoco volver al mundo por aquel camino. Pero al mismo tiempo se le representaba aquel infeliz anciano que le profesaba tan tierno cariño, el pobre doctor, inconsolable con tantas desdichas, llorándola siempre mientras tuviera vida. Al pensar esto, Susana se detuvo y se sentó en una piedra del camino. Otra vez no se atrevía.

Las lágrimas del buen inquisidor caían sobre su corazón quemándolo como si fueran gotas de un derretido hirviente metal... Pero al mismo tiempo, ¿no se le exigía ser esposa de Segarra? Esta pretensión desvirtuaba el cariño del doctor. No; por más que investigaba con afán, tampoco había salvación por aquel lado. ¡Ruinas por todas partes!... Se levantó y siguió bajando sin detenerse hasta el puente de Alcántara. Es ésta una soberbia construcción secular que enlaza las dos riberas del Tajo. Su grande arco de medio punto, al reproducirse en las aguas del río en las noches de luna, parece un inmenso agujero circular abierto en una gran masa de tinieblas formadas por los peñascos de ambas orillas y por las murallas y paredones que las rematan en la parte oriental. Por debajo de este arco, suspendido a grandísima altura, corre el Tajo espumante y rabioso, tropezando en las peñas de la orilla. Nada hay allí de apacible, como sucede en las márgenes de los demás ríos: todo es imponente y temeroso; el ruido ensordece, la profundidad causa vértigo, la lobreguez oprime el corazón; el paisaje todo tiene un sello de grandioso pavor que hace pensar en las muertes desesperadas y terribles. La vida del ascetismo enconado contra la naturaleza humana y en lucha constante con la voluptuosidad, escogería aquel sitio para aprender a odiar todo lo tierno y todo lo agradable.

Susana atravesó el puente hasta llegar al centro, y desde allí miró aquellas aguas horrendas que corrían huyendo de su propio cauce, y no pudo dominar un estremecimiento de terror. Miró al cielo y aún se veía el resplandor del incendio, y más humo, mucho más humo que antes. Las torres almenadas que limitan el puente en sus dos extremos, las murallas de la ciudad, el mismo Alcázar, colocado arriba, como si quisiera pesar como un gran monolito sobre la ciudad oprimida; el castillo de San Servando descarnado y bordado de recortaduras; todo lo que remataban las dos orillas parecía venirse encima... Desde donde estaba al centro del Tajo había una gran distancia, la suficiente para pensar algo antes de caer. Pero pocos momentos de reconcentración le bastaron para serenarse y adquirir la entereza de ánimo que ya había tenido antes en aquella noche. Sus ojos, que poco antes habían derramado algunas lágrimas, estaban secos, y la palidez del rostro era tan intensa, que parecían dos grandes manchas negras, en cuyo fondo brillaba un vivo resplandor cuando los movía. Miró al cielo para ver si aún se notaba el resplandor rojizo y observó que se iba extinguiendo; después desapareció por un momento su rostro bajo el manto, al inclinar la cabeza sobre el pecho; luego la levantó sacudiendo atrás el manto y descubriendo la cabellera y el cuello. Apoyó sus manos en el antepecho, hizo fuerza en ellas y levantó los pies, que volvieron a tocar el suelo al poco rato; se apoyó de nuevo en sus dos manos y alargó el busto fuera del puente. Figuraos el brusco movimiento del que quisiera mirar algo escrito en el intradós del arco. El cuerpo de Susana volteó sobre el antepecho; la seda de su vestido crujió en el aire como el rápido revoleo de un ave de grandes alas, y cayó. Un fuerte espumarajo hirvió en la superficie del gran río al recibir su presa.

Así acabó aquella gran pasión y aquel inmenso orgullo.



Octubre de 1871.