El clavo/VII

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- VII -
Primeras diligencias

Mi amigo Zarco era un modelo de jueces.

Recto, infatigable, aficionado, tanto como obligado, a la administración de justicia, vio en aquel asunto un campo vastísimo en que emplear toda su inteligencia, todo su celo, todo su fanatismo (perdonad la palabra) por el cumplimiento de la ley.

Inmediatamente hizo buscar a un escribano, y dio principio al proceso.

Después de extendido testimonio de aquel hallazgo, llamó al enterrador.

El lúgubre personaje se presentó ante la ley pálido y tembloroso. ¡A la verdad, entre aquellos dos hombres, cualquier escena tenía que ser horrible! Recuerdo literalmente su diálogo:

El juez.- ¿De quién puede ser esta calavera?

El sepulturero.- ¿Dónde la ha encontrado vuestra señoría?

El juez.- En este mismo sitio.

El sepulturero.- Pues entonces pertenece a un cadáver que, por estar ya algo pasado, desenterré ayer para sepultar a una vieja que murió anteanoche.

El juez.- ¿Y por qué exhumó usted ese cadáver y no otro más antiguo?

El sepulturero.- Ya lo he dicho a vuestra señoría: para poner a la vieja en su lugar. ¡El Ayuntamiento no quiere convencerse de que este cementerio es muy chico para tanta gente como se muere ahora! ¡Así es que no se deja a los muertos secarse en la tierra, y tengo que trasladarlos medio vivos al osario común!

El juez.- ¿Y podrá saberse de quién es el cadáver a que corresponde esta cabeza?

El sepulturero.- No es muy fácil, señor.

El juez.- Sin embargo, ¡ello ha de ser! Conque piénselo usted despacio.

El sepulturero.- Encuentro un medio de saberlo...

El juez.- Dígalo usted.

El sepulturero.- La caja de aquel muerto se hallaba en regular estado cuando la saqué de la tierra, y me la llevé a mi habitación para aprovechar las tablas de la tapa. Acaso conserven alguna señal, como iniciales, galones o cualquiera otra de esas cosas que se estilan ahora para adornar los ataúdes...

El juez.- Veamos esas tablas.

En tanto que el sepulturero traía los fragmentos del ataúd, Zarco mandó a un alguacil que envolviese el misterioso cráneo en un pañuelo, a fin de llevárselo a su casa.

El enterrador llegó con las tablas.

Como esperábamos, encontráronse en una de ellas algunos jirones de galón dorado, que, sujetos a la madera con tachuelas de metal, habrían formado letras y números...

Pero el galón estaba roto, y era imposible restablecer aquellos caracteres.

No desmayó, con todo, mi amigo, sino que hizo arrancar completamente el galón, y por las tachuelas, o por las punturas de otras que había habido en la tabla, recompuso las siguientes cifras:

A. G. R. 1843 R. I. P.

Zarco radió en entusiasmo al hacer este descubrimiento.

-¡Es bastante! ¡Es demasiado! exclamó gozosamente-. ¡Asido de esta hebra, recorreré el laberinto y lo descubriré todo!

Cargó el alguacil con la tabla, como había cargado con la calavera, y regresamos a la población.

Sin descansar un momento, nos dirigimos a la parroquia más próxima.

Zarco pidió al cura el libro de sepelios de 1843.

Recorriólo el escribano hoja por hoja, partida por partida...

Aquellas iniciales A. G. R. no correspondían a ningún difunto.

Pasamos a otra parroquia.

Cinco tiene la villa: a la cuarta que visitamos, halló el escribano esta partida de sepelio:

«En la iglesia parroquial de San..., de la villa de ***, a 4 de mayo de 1843, se hicieron los oficios de funeral, conforme a entierro mayor, y se dio sepultura en el cementerio común a D. ALFONSO GUTIÉRREZ DEL ROMERAL, natural y vecino que fue de esta población, el cual no recibió los Santos Sacramentos ni testó, por haber muerto de apoplejía fulminante, en la noche anterior, a la edad de treinta y un años. Estuvo casado con doña Gabriela Zahara del Valle, natural de Madrid, y no deja hijos. Y para que conste, etc...»

Tomó Zarco un certificado de esta partida, autorizado por el cura, y regresamos a nuestra casa.

Por el camino me dijo el Juez:

-Todo lo veo claro. Antes de ocho días habrá terminado este proceso que tan oscuro se presentaba hace dos horas. Ahí llevamos una apoplejía fulminante de hierro, que tiene cabeza y punta, y que dio muerte repentina a un don Alfonso Gutiérrez del Romeral. Es decir: tenemos el clavo... Ahora sólo me falta encontrar el martillo.