El clavo/XIV

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- XIV -
Tribunal

Allí aguardaba ya el sepulturero.

La sala de la Audiencia estaba profusamente iluminada.

Sobre la mesa veíase una caja de madera pintado de negro, que contenía la calavera de don Alfonso Gutiérrez del Romeral.

El Juez ocupó su sillón; el promotor se sentó a su derecha, y el comandante de la Guardia, por respetos superiores a las prácticas forenses, fue invitado a presenciar también la indagatoria, visto el interés que, como a todos, le inspiraba aquel ruidoso proceso. El escribano y yo nos sentamos juntos, a la izquierda del Juez, y el alcalde y los alguaciles se agruparon a la puerta, no sin que se columbrasen detrás de ellos algunos curiosos a quienes su alta categoría pecuniaria había franqueado, para tal solemnidad, la entrada en el temido establecimiento, y que habrían de contentarse con ver a la acusada, por no consentir otra cosa el secreto del sumario.

Constituida en esta forma la Audiencia, el Juez tocó la campanilla, y dijo al alcaide:

-Que entre doña Gabriela Zahara.

Yo me sentía morir, y, en vez de mirar a la puerta, miraba a Zarco, para leer en su rostro la solución del pavoroso problema que me agitaba...

Pronto vi a mi amigo ponerse lívido, llevarse la mano a la garganta como para ahogar un rugido de dolor, y volverse hacia mí en demanda de socorro...

-¡Calla! -le dije, llevándome el índice a los labios.

Y luego añadí, con la mayor naturalidad, como respondiendo a alguna observación suya:

-Lo sabía...

El desventurado quiso levantarse...

-¡Señor Juez!... -le dije entonces con tal voz y con tal cara, que comprendió toda la enormidad de sus deberes y de los peligros que corría. Contrájose, pues, horriblemente, como quien trata de soportar un peso extraordinario y, dominándose al fin por medio de aquel esfuerzo, su cara ostentó la inmovilidad de una piedra. A no ser por la calentura de sus ojos, hubiérase dicho que aquel hombre estaba muerto.

¡Y muerto estaba el hombre! ¡Ya no vivía en él más que el magistrado!

Cuando me hube convencido de ello, miré, como todos, a la acusada.

Figuraos ahora mi sorpresa y mi espanto, casi iguales a los del infortunado Juez... ¡Gabriela Zahara no era solamente la Blanca de mi amigo, su querida de Sevilla, la mujer con quien acababa de reconciliarse en la fonda del León, sino también mi desconocida de Málaga, mi amiga de Granada, la hermosísima americana Mercedes de Meridanueva!

Todas aquellas fantásticas mujeres se resumían en una sola, en una indudable, en una real y positiva, en una sobre quien pesaba la acusación de haber matado a su marido, en una que estaba condenada a muerte en rebeldía...

Ahora bien: esta acusada, esta sentenciada, ¿sería inocente? ¿Lograría sincerarse? ¿Se vería absuelta?

Tal era mi única y suprema esperanza, tal debía ser también la de mi pobre amigo.