El comendador Mendoza: 11

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El comendador Mendoza
de Juan Valera
Capítulo X

Capítulo X

Las resoluciones de Doña Blanca Roldán eran irrevocables y efectivas. Ella sabía darles cumplimiento con calma persistente.

Una mañana, después de oír misa con D. Valentín, estuvo Doña Blanca a visitar a Doña Antonia y a felicitarla por la venida de su cuñado; y fue con tal tino, que no se hallaba el Comendador en casa.

Ni antes ni después de esta visita se dejaron ver Doña Blanca y D. Valentín de sus vecinos y amigos. Retirados siempre en el fondo del antiguo caserón en que vivían, y pretextando enfermedades, no recibían visitas, a pesar de lo difícil y odioso que es negarse a recibir, estando en casa, cuando se vive en un pueblo pequeño.

En balde intentó repetidas veces Lucía sacar a paseo a Clara. Siempre que envió recado, le contestaron que Clara estaba mal de salud o muy ocupada y que le era imposible salir.

Lucía fue ella misma a ver a Clara, y sólo dos veces pudo verla, pero en presencia de su madre.

Estas pruebas de retraimiento y hasta de desvío estaban suavizadas por una extremada cortesía de parte de Doña Blanca; aunque bien se dejaba conocer que si esta señora ponía de su parte cuantos medios le sugería su urbanidad a fin de no dar motivo de agravio, preferiría agraviar, si por agraviado se daba alguien, a cejar un punto en su propósito.

Fuera del día en que visitó a Doña Antonia, no ponía Doña Blanca los pies en la calle sino de madrugada, para ir a la iglesia, a misa y demás devociones. D. Valentín la acompañaba casi siempre, como un lego o doctrino humilde, y Clara la acompañaba siempre, sin osar apenas levantar los ojos del sueldo.

Lucía, cavilando sobre las causas de aquella poco menos que completa ruptura de relaciones, llegó a temer que Doña Blanca hubiese averiguado los amores de Clara con D. Carlos de Atienza, la presencia de éste en la ciudad y la entrada y protección con que contaba en su casa.

Doña Clara no hablaba a solas ni escribía a su amiga; por los criados nada podía averiguarse, porque los de Doña Blanca eran forasteros casi todos, y o no tenían confianza en la casa, o, hacían una vida devota y apartada, imitando y complaciendo así a sus amos.

Sólo podía afirmarse que la única persona que entraba de visita en casa de D. Valentín era su cercano pariente D. Casimiro.

De esta suerte se pasaron diez días, que a don Carlos, a Lucía y al Comendador parecieron diez siglos, cuando al anochecer, en una hermosa tarde, el Comendador estaba en el patio de la casa sólo con su sobrina. Ésta traía con su tío una conversación muy animada, mostrándole las plantas y las flores que en arriates y en multitud de tiestos adornaban aquel patio, contiguo, como ya hemos dicho, al de la casa de D. Valentín. Salvando el muro divisorio, la voz de ambos interlocutores podía llegar al patio inmediato. La voz llegó, en efecto, porque en medio de la conversación sintieron Lucía y el Comendador el ruido de un pequeño objeto pesado que caía a sus pies. Lucía se bajó con prontitud a recogerle, y no bien le tuvo en la mano, dijo a su tío, toda alborozada y en voz baja:

-Es una carta de Clarita. ¡Qué buena es! Me quiere de veras. Menester es conocerla como yo la conozco, para estimar lo que vale esta fineza de su amistad. ¡Burlar por mí la vigilancia de su madre! ¡Escribirme furtivamente! Calle V... tío... si parece imposible. ¡Por mí, esa infeliz, que es una santa, ha faltado a su deber de obediencia filial! ¿Y cómo, dónde, a qué hora habrá podido escribirme? Vamos... si le digo a V. que es un milagro de cariño. Y la picarita ¿con qué angustia habrá estado espiando la ocasión de echarme la carta, segura de que yo la recogería? ¡Benditas sean sus manos!

Y diciendo esto había desatado el papel de la china en que venía liado con un hilo, y se diría que quería comérsele a besos.

-Ven a leer esa carta -dijo el Comendador-, donde haya luz y donde no vengan a interrumpirnos. En el despacho no hay nadie y ahora acaban de encender el velón. Ven, que es ya de noche y aquí no verás.

Lucía fue al despacho con su tío, y con acento conmovido, casi al oído del Comendador, leyó lo siguiente:

«Mi querida Lucía: De sobra conoces tú lo mucho que te quiero. Considera, pues, cuánto me afligirá verte tan poco y no poder hablarte. Mi madre lo exige, y una buena hija debe complacer a su madre. No creas que mi madre ha sospechado nada de mis desenvolturas con D. Carlos de Atienza. Me echo a temblar al representarme que hubiera podido sospecharlo. Nadie sabe más que tú, el Comendador y yo, que D. Carlos me pretende; pero Dios sabe mi pecado, del que estoy arrepentida. Ha sido enorme perversidad en mí dar alas a ese galán con miradas dulces y profanas sonrisas... casi involuntarias... te lo juro. No por eso me pesan menos en la conciencia. Algo he hecho yo, o arrastrada por mi maldad nativa, o seducida por el enemigo común de nuestro linaje, para alborotar a ese mozo, hacerle abandonar su Universidad y sus estudios, y moverle a venir aquí en persecución mía. En medio de todo, harto tengo que agradecer a Jesús y a María Santísima, que se apiadan de mí, a pesar de lo indigna que soy, y disponen que no se solemnice mi falta con el escándalo. Favor sobrenatural del cielo es, sin duda, el que siga oculto el móvil que ha impulsado a D. Carlos a venir aquí. La gente cree que vino y está aquí por ti. ¡Cuánto debo agradecerte que cargues con esta culpa! Si yo no hubiera sido atrevida, si yo no hubiera animado a D. Carlos, si yo hubiera tenido la severidad y el recato convenientes, no me vería ahora en tan amargo trance. ¡Ay, mi querida Lucía! El corazón humano es un abismo de iniquidad... y de contradicciones. ¿Quieres creer que, si por un lado me desespero de haber dado ocasión para que D. Carlos haya venido persiguiéndome, por otro lado me lisonjea, me encanta que haya venido, y advierto que si no hubiera venido sería yo más desgraciada? En medio de todo... no lo dudes... yo soy muy mala. Estoy avergonzada de mi hipocresía. Estoy engañando a mi madre, que es tan perspicaz. Mi madre me juzga demasiado buena... y vela por mí, como el avaro por su tesoro, cuando el tesoro está ya perdido. No acierto a decírtelo para que no te enojes, y, no obstante, quiero decírtelo. No cumpliría con un deber de conciencia si no te lo dijese. La causa de que mi madre me aparte de ti es tu tío. A mí me pareció un caballero muy fino y bueno; pero mi madre asegura ¡qué horror! que no cree en Dios. ¿Es posible ¡hija mía! que hiera el demonio con tan abominable ceguedad los ojos de algunas almas? ¿Se comprende que la copia, la imagen, la semejanza, renieguen del original divino, que les presta el único valor y noble ser que tienen? Si ello es cierto, si el Comendador está obcecado en sus impiedades, ármate de prudencia y pide al cielo que te salve. Procura también traer a tu tío al buen camino. Tú tienes extraordinario despejo y don de expresarte con primor y entusiasmo. El Altísimo, además, se vale a menudo de los débiles para sus grandes victorias. Acuérdate de David, mancebo, que era un pastorcillo sin fuerzas, y venció y derribó al gigante en el valle del Terebinto. ¿Cuántas hermanas, hijas, madres y esposas no han logrado convencer a sus descarriados maridos, hermanos, hijos o padres? A gloria parecida debes aspirar tú, y Dios te premiará y te dará brío para alcanzarla. En cuanto a mí, aun siendo tan niña, soy una miserable pecadora, y bastante tarea tengo con llorar mis locuras y apaciguar la tempestad de encontrados sentimientos que me destrozan el pecho. Dame la última y mayor prueba de amistad. Persuade a D. Carlos de que no le amo. Dile que se vuelva a Sevilla y me deje. Convéncele de que soy fea, de que gusto de D. Casimiro, de que mi ingratitud hacia él merece su desprecio. Yo debiera haberle hablado en este sentido; pero soy tan débil y tan tonta, que no hubiese atinado a decírselo, y tal vez le hubiera inducido estúpidamente a que creyese todo lo contrario. Por amor de Dios, Lucía de mi alma, despide por mí a D. Carlos. Yo no puedo, no debo ser suya. Que se vaya; que no disguste por mí a sus padres; que no pierda sus estudios; que no motive un escándalo cuando se sepa que vino por mí y que yo soy una malvada, provocativa, seductora, quién sabe... Adiós. Estoy apuradísima. No tengo a nadie a quien confiar mis cosas, con quien desahogar mis penas, a quien pedir consejo y remedio. Espero con ansia la llegada del P. Jacinto, que es el oráculo de esta casa. Sé que lo que yo le diga caerá como en un pozo, y que sus consejos son sanos. Es el único hombre que tiene algún imperio sobre mi madre. ¿Cuándo vendrá de Villabermeja? Adiós, repito, y ama y compadece a tu -CLARA».