El comendador Mendoza: 21

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El comendador Mendoza
de Juan Valera
Capítulo XX

Capítulo XX

La lectura de escrito tan melancólico aguó el contento del paseo del Comendador y de su sobrina. Apenas se hablaron ya hasta volver a casa.

Aquella crisis repentina del alma de Clara puso a D. Fadrique taciturno.

Las ideas que acudían a su mente no eran para reveladas a su sobrina.

Pensaba el Comendador que el perpetuo roce del espíritu de Doña Blanca con el de su hija; que la presión que ejercía en aquella joven de diez y seis años el severo y atrabiliario carácter de su madre, y que los terrores de que había cargado su conciencia, tenían a la pobre Clara en un estado de ánimo no muy distante del delirio. La carta a Lucía era la señal alarmante que Clara daba de aquel estado.

El Comendador, empero, aunque lleno de zozobra, decidió no intervenir aún en nada. La resolución de la crisis podía ser favorable si él no intervenía. Su intervención podía hacerla más peligrosa.

La sinceridad de Clara era evidente. De súbito, sin que el P. Jacinto, ni nadie, se lo inspirase, había cambiado de propósito y se hallaba resuelta a ser monja. Harto se comprende que para las creencias del Comendador esta resolución era funesta; pero en virtud de esta resolución era casi seguro que D. Casimiro sería despedido. Iba a eliminarse un obstáculo; iba a descartarse mi adversario.

D. Fadrique determinó, pues, a guardar con calma, sin dejar de estar a la mira.

Al mismo P. Jacinto no le insinuó ningún aviso que pudiera servirle de regla de conducta. Se fió, por completo, de su buen natural, y le dejó seguir libremente sus propias inspiraciones.

La prudencia del Comendador se vio coronada del éxito al cabo de pocos días.

Doña Blanca, persuadida de que la súbita vocación de su hija era sincera y profunda, tuvo con D. Casimiro una conversación muy afectuosa y, grave, y le dio sus pasaportes.

El P. Jacinto ponderó el fervor de Clara y animó a Doña Blanca para que a la mayor brevedad la dejase entrar de novicia en un convento de carmelitas descalzas que en la ciudad había.

D. Valentín se avino a todo sin chistar.

Clarita hubiera, pues, entrado enseguida en el convento, como lo deseaba y lo pedía; pero la crisis de su alma había influido poderosamente sobre su hermoso cuerpo. Sus ojeras eran más obscuras y extensas que de ordinario; había adelgazado mucho; la palidez de su rostro hubiera inspirado miedo, si su rostro no hubiera sido tan hermoso; su distracción y su embebecimiento parecían a veces más propios de un ser del otro mundo que de una criatura de éste, y en su andar vacilante y, en el brillo momentáneo de sus ojos, seguido siempre del prolongado adormecimiento de tan divinas luces, había como un mal agüero, como un anuncio fatídico, que no pudo menos de perturbar la férrea conciencia de Doña Blanca, de doblegar bastante su inflexibilidad, y de aterrarla por último.

Las causas del cambio de Clara eran vagas y confusas; pero Doña Blanca reconocía que de su modo de educar a Clara, de su involuntario tenaz prurito de mortificarla y asustarla con los peligros del mundo y con su propia condición de pecadora, y de aquel duro yugo que desde la infancia había hecho pesar sobre la conciencia de su infeliz hija, provenía en gran parte la situación en que se hallaba. El motivo, o mejor dicho, la ocasión de exacerbarse el mal y de aparecer de repente con tan medrosos síntomas, era para todos un misterio. Esto no obstaba para que Doña Blanca empezase a temer que pudiera caer sobre ella el crimen de infanticidio por esquivar el delito de hurto.

Doña Blanca procedió, pues, con inusitada blandura y exquisita prudencia; pero sin desmentir su carácter y sin faltar a su más importante propósito.

No contenta con estar persuadida de la firme resolución que tenía Clara de tomar el velo, hízola prometer que profesaría. Y esto de suerte que la promesa no pareció arrancada por instigación de Doña Blanca, sino a su despecho. Así se aseguraba Doña Blanca de que su hija, renunciando al mundo, renunciaría a los bienes de D. Valentín y no podría transmitirlos a nadie.

Pero Doña Blanca no quería matar a su hija. Atormentábase previamente con el remordimiento de que fuera al claustro desesperada y herida d muerte. Deseaba verla profesar, pero alegre, lozana, llena de vida; no apareciendo como una víctima, sino con el deleite, el gozo y la satisfacción de una esposa que vuela a los brazos de su gallardo y feliz prometido.

A fin de lograr que las cosas fueran así, Doña Blanca puso a un lado su constante severidad; empezó a tratar a Clara hasta con mimo, y anhelante de que recobrase la alegría y la salud, rompió el entredicho; abrió las puertas de su casa para Lucía, y consintió en que Clara volviese a salir con ella de paseo, aun a pesar del Comendador.

Doña Blanca, no obstante, antes de dar este permiso, preparó a su hija contra D. Fadrique, pintándosele como un monstruo de impiedad y de infamia, y recomendándole mucho que hablase con él lo menos posible.

Doña Blanca, entre tanto, se propuso seguir encastillada en su caserón, sin ver a nadie más que al P. Jacinto, y a Lucía, si acaso.