El criterio:12

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El criterio
de Jaime Balmes
Capítulo 12: Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres



I - Una clasificación de las ciencias[editar]

Conocidas las reglas que pueden guiarnos para conocer la existencia de un objeto, fáltanos averiguar cuáles son las que podrán sernos útiles al investigar la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres. Estos, o pertenecen al orden de la Naturaleza, comprendiendo en él todo cuanto está sometido a las leyes necesarias de la Creación, a los que apellidaremos naturales, o al orden moral, y los nombraremos morales, o al orden de la sociedad humana, que llamaremos históricos o más propiamente sociales, o al de una providencia extraordinaria, que designaremos con el título de religiosos.

No insistiré sobre la exactitud de esta división; confesaré sin dificultad que en rigor dialéctico se le pueden hacer algunas objeciones; pero es innegable que está fundada en la misma naturaleza de las cosas y en el modo con que el entendimiento humano suele distinguir los principales puntos de vista. Sin embargo, para manifestar con mayor claridad la razón en que se apoya, he aquí presentada en pocas palabras, la filiación de las ideas.

Dios ha criado el universo y cuanto hay en él, sometiéndole a las leyes constantes y necesarias; de aquí el orden natural. Su estudio podría llamarse filosofía natural.

Dios ha criado al hombre, dotándole de razón y de libertad de albedrío, pero sujeto a ciertas leyes, y que no le fuerzan, mas le obligan; he aquí el orden moral y el objeto de la filosofía moral.

El hombre en sociedad ha dado origen a una serie de hechos y acontecimientos; he aquí el orden social. Su estudio podría llamarse filosofía social o, si se quiere, filosofía de la Historia.

Dios no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras de sus manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es dable que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al natural y social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.

Dada la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle, apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y relaciones de los seres.



II - Prudencia científica y observaciones para alcanzarla[editar]

En el buen orden del pensamiento filosófico entra una gran parte de la prudencia, muy semejante a la que preside a la conducta práctica. Esta prudencia es de muy difícil adquisición; es también el costoso fruto de amargos y repetidos desengaños. Como quiera, será bueno tener a la vista algunas observaciones que pueden contribuir a engendrarla en el espíritu.

Observación 1ª[editar]

La íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida; sobre ella sabemos poco e imperfecto.

Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos. Ella nos preservará de aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en penetrar objetos cerrados con sello inviolable.

Verdad poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los ojos de quien haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la Naturaleza nos ha dado el suficiente conocimiento para acudir a nuestras necesidades físicas y morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que para este efecto pueden tener los objetos que nos rodean; pero se ha complacido, al parecer, en ocultar lo demás como si hubiese querido ejercitar el humano ingenio durante nuestra mansión en la tierra y sorprender agradablemente al espíritu al llevarle a las regiones que le aguardan más allá del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el inefable espectáculo de la Naturaleza sin velo.

Conocemos muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos su esencia; conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero sabemos muy poco sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de nuestros sentidos, de conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los misterios de la sensación; conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro cuerpo, pero en la mayor parte de los casos nada sabemos sobre la manera particular con que nos aprovecha o daña. ¿Qué más? Calculamos, continuamente el tiempo, y la metafísica no ha podido aclarar bien lo que es el tiempo; existe la geometría, y llevada a un grado de admirable perfección, y su idea fundamental, la extensión, está todavía sin comprender. Todos moramos en el espacio, todo el universo está en él, le sujetamos a riguroso cálculo y medida, y la metafísica ni la ideología no han podido decirnos aún en qué consiste; si es algo distinto de los cuerpos, si es solamente una idea, si tiene naturaleza propia, no sabemos si es un ser o nada. Pensamos, y no comprendemos lo que es el pensamiento; bullen en nuestro espíritu las ideas, e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza es un magnífico teatro donde se representa el universo con todo su esplendor, variedad y hermosura; donde una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho mundos fantásticos, ora bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos lo que es la imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo aparecen o desaparecen.

¡Qué conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de afecciones que apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el sentimiento? El que ama siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se ocupa en el examen de esta afección señala quizá su origen, indica su tendencia y su fin, da reglas para su dirección; pero en cuanto a la íntima naturaleza del amor, se halla en la misma ignorancia que el vulgo. Son los sentimientos como un fluido misterioso que circula por conductos cuyo interior es impenetrable. Por la parte exterior se conocen algunos efectos; en algunos casos se sabe de dónde viene y adónde va, y no se ignora el modo de aminorar su velocidad o cambiar su dirección; pero el ojo no puede penetrar en la obscura cavidad; el agente queda desconocido.

Nuestro propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por ventura, lo que son? Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido explicarnos lo que es un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en medio de cuerpos, y nos servimos continuamente de ellos, y conocemos muchas de sus propiedades y de las leyes a que están sometidos, y un cuerpo forma parte de nuestra naturaleza.

Estas consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos ofrece examinar la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios constitutivos de su esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy mesurados en definir. Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de escrupulosidad, nos acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las combinaciones de nuestra mente.

Observación 2ª[editar]

Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones; muchas hay cuya mejor resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último carezca de mérito y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible y lo inasequible; quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de que se trata y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus principales cuestiones.

Es mucho el tiempo que se ahorra en habiendo adquirido este precioso discernimiento, pues, en ofreciéndose el caso, como que se adivina desde luego si hay o no los datos suficientes para llegar a un resultado satisfactorio.

El conocimiento de la imposibilidad de resolver es muchas veces más bien histórico y experimental que científico; es decir, que un hombre instruido y experimentado conoce que una solución es imposible, o que raya en ello a causa de su extrema dificultad, no porque pueda demostrarlo, sino porque la historia de los esfuerzos que han hecho otros, y quizá de los propios, le manifiesta la impotencia del entendimiento humano con relación al objeto. A veces la misma naturaleza de las cosas sobre las cuales se suscita la cuestión indica la imposibilidad de resolverla. Para esto es necesario abarcar de una ojeada los datos que se han menester, conociendo la falta de los que no existen.

Observación 3ª[editar]

Como los seres se diferencian mucho entre sí en naturaleza, propiedades y relaciones, el modo de mirarlos y el método de pensar sobre ellos han de ser también muy diferentes.

Imagínanse algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos está ya trillado el camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando para ello dirigir la atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es que se oye en boca de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la insigne falsedad de que la mejor lógica son las matemáticas, porque acostumbran a pensar en todas materias con rigor y exactitud.

Para desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se ofrecen a nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que disponemos para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que con nosotros los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está enseñando todos los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios resulta sobresaliente, en la una y quizá muy mediano en la otra; que en aquélla piensa con admirable penetración y discernimiento, mientras en ésta no se eleva sobre miserables vulgaridades.

Hay verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas, verdades metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la imaginación y el sentimiento; las hay meramente especulativas, y las hay que por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.



III - Los sabios resucitadas[editar]

El lector palpará el fundamento de lo que acabo de exponer, y se desentenderá en adelante de las frívolas objeciones que pudiera presentar el espíritu de sutileza y cavilación, asistiendo a la escena que voy a ofrecerle, en la cual encontrará retratada al vivo la naturaleza de las cosas, y explicada y demostrada a un mismo tiempo la importante verdad que deseo inculcarle.

Ya supongo reunidos en un vasto establecimiento un gran número de hombres célebres, los que, resucitados tal como eran en vida, con los mismos talentos e inclinaciones, pasan algunos días encerrados allí, bien que con amplia libertad de ocuparse cada cual en lo que fuere de su agrado. La mansión está preparada como tales huéspedes se merecen; un riquísimo archivo, una inmensa biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las mayores maravillas de la naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados con todo linaje de plantas; largas hileras de jaulas donde rugen, braman, aúllan, silban se revuelven, se agitan todos los animales de Europa, Asia, África y América. Allí están Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille, Racine, Lope de Vega, Calderón, Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue, Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis Vives, Mabillon, Vieta, Fermat, Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton, Leibnitz, Miguel Angel, Rafael, Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la posteridad su nombre inmortal.

Dejadlos hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y cada cual haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El gran Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España, desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura. Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille y Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y Mabillon estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos manuscritos para completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa, enmendar una expresión incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto, sus ilustres compañeros se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo. Quién estará con el telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién con otros instrumentos; al paso que algunos, inclinados sobre un papel cubierto de signos, letras y figuras geométricas, estarán absortos en la resolución de los problemas más abstrusos. No estarán ociosos los maquinistas, ni los artistas, ni los naturalistas; y bien se deja entender, que encontraremos a Buffon junto a las verjas de una jaula, a Linneo en el jardín, a Whatt examinando los modelos de maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel en las galerías de cuadros y estatuas.

Todos pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán preciosos y sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se entenderían unos a otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis los papeles, será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión de capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates de insensatos.

¿Veis a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias palmadas sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando: «Bien, muy bien, magnifico...»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un libro cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda, y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto, no puede ser de otra manera...»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener los impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los colores, y resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y haced que se comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por frívolo, pues que tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión enérgica y concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose desdeñosamente del filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y tiende a desencantar la Naturaleza.

Rafael contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la escena, el sol se ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra, descúbrese en el firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que brillan como antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo una figura que, con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán dolorido y suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé auxilio en tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que anda meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en la actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador, semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras cosas por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos hacia otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.

Allí está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los anteojos, y ora tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede sacar en limpio una línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar lo que busca, y mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le llega un naturalista rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se pone a observar si descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El pobre Linneo tenía recojidas unas florecitas y las estaba distribuyendo cuando pasan por allí Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un soberbio pasaje, y no advierten que lo echan todo a rodar y que con una pisada destruyen el trabajo de muchas horas.

En fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso encerrarlos de nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no perdiesen sus títulos a la inmortalidad.

Lo que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno miraba como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable bagatela. Y esto, ¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden hasta tal punto? ¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de todos de una misma manera? Es que estas verdades son de especies muy diferentes; es que el compás y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al corazón; es que los sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es que las abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias sociales; es que la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las naturalezas de las cosas, porque la verdad es la misma realidad.

El empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es abundante manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es transferir a unas lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres más privilegiados, a quienes el Criador ha dotado de una comprensión universal, no podrán ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña materia no se despojan, en cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las facultades que mejor se adaptan al objeto de que se trata.