El cura de vericueto/Primera parte/V

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IV
El cura de vericueto
Primera parte - Capítulo V

de Leopoldo Alas
VI


En lo más alto de aquella montaña, camino de cuya cumbre, y no muy lejos, estaba la iglesia y rectoral de Vericueto, mas otras muchas casas y chozas de la parroquia, había, según ya se ha dicho, un enorme berrueco, o sea peñón ingente que, no sé si se dijo también, amenazaba desplomarse sobre aquellas frágiles moradas y hacerlas polvo. Esto de la amenaza no es retórica, sino la pura verdad; porque, según pude ver por mis ojos aquel día que visité al cura Celorio, la tal peña, grandísima y formidable, estaba como por milagro sostenida en la altura, y el instinto de las leyes del equilibrio que a nuestro modo, y por observación, tenemos todos, le decía a cualquiera que la mole granítica o lo que fuese (granítica no sería, pero ya pesaba sus miles de quintales) no debía de poder mantenerse mucho tiempo, si caigo o no caigo, y tenía que caer por fuerza el día menos pensado. Poco a poco ya se había venido inclinando, y si había grandes tormentas, cuando las aguas arañando la tierra rodaban con gran fragor de lo más pino y eminente, la fiera de la altura se sacudía un poco, rompiendo algunos eslabones de la cadena que la sujetaba todavía; ello era, sin metáforas, que el agua y el viento trabajaban como en una mina, en el asiento secular de aquella mole, y cada vez era mayor el peligro de que le faltase punto de apoyo y se dejara caer al valle rodando, de seguro, pues no había otro en camino, sobre la rectoral de Vericueto, su iglesia y el lugarejo que las rodeaba. Y si el berrueco se desplomaba no podía quedar piedra sobre piedra, ni bicho viviente en todos aquellos edificios que tenían existencia tan precaria con amenaza tan fiera.

La industria de aquellos pobres montañeses ya de muy atrás había procurado impedir, o por lo menos dilatar, la catástrofe; y aunque parezca mentira es verdad que con cuerda, con débiles cuerdas, puntales, ramaje entrelazado, especies de trincheras y otras fábricas no más seguras, los vecinos de Vericueto habían puesto como dique al diluvio de piedra que los amenazaba; y tenían como obligación inmemorial el renovar de tarde en tarde la complicada máquina de su pobre defensa.

Muchos forasteros, al ver con espanto aquel inminente peligro, habían indicado la idea de emigración de aquellas buenas gentes. «¿Cómo consentían en seguir habitando lugares que tanto daño podían recibir a la hora menos pensada?». A esto los de Vericueto no contestaban más que con encogerse de hombros, como los aldeanos pobres, y aún muchos ricos, cuando les hablan de curar males crónicos y de muerte con gastos exorbitantes

¡Mudarse! Ahí es nada, ¿Y adónde había de ir? -El cura Celorio era el primero que encontraba descabellada la idea de abandonar la parroquia. Sería una especie de traición. Además, la costumbre del peligro se lo había hecho ver tan remoto que, en el fondo, los naturales de aquella altura amenazada ya no tenían miedo. En tiempo de sus padres y de sus abuelos ya amenazaba caer la Muela, que así llamaban al peñón, no sé por qué; y no había caído. ¿No tiraría una generación más? Nadie negaba que había desprendimientos de tierra, que la peña se ladeaba más cada pocos años, que la defensa de cuerdas, maderos y tierra era pobre cosa, cada día más inútil... Pero el peligro, que en buena filosofía, en pura lógica, nadie negaba, no los tenía asustados. El cura veía que era algo así como las amenazas de los castigos eternos, o muy largos y duros, de la otra vida, que nadie por allí negaba, y sin embargo hacían en los feligreses poca mella. Nadie desconocía que al malo le espera el infierno o el purgatorio, a buen dar; y con todo... se vivía como si el fuego eterno, o secular por lo menos, fuera cosa d ela semana que no traía jueves. Lo mismo sucedía con lo del peñasco.

Celorio era de los que más claro veía el peligro, pero también de los que, generalmente, menos miedo tenían a la catástrofe, para él indefiniblemente aplazada. «No será en mis días», pensaba con cierta esperanza, parodiando sin saberlo, la famosa frase de un diplomático, también con órdenes mayores.

En los gastos que ocasionaba la pobre defensa que de tantos años tenía fabricada Vericueto para que la peña no se le viniera encima, comenzaron las disensiones y reyertas entre los vecinos, y principalmente con el cura; reyertas y disensiones que envenenaban la vida de la aldea harto más que el miedo a la común desgracia que no acababa de venir. Para algunos escépticos era una superstición, aunque ellos no le llamaban así, el miedo a la Muela; estos empíricos exagerados, como no pocos sabios, no admitían que lo que no había sucedido en tantos y tantos años fuera a suceder el mejor, o más bien, el peor día. Lo de desplomarse, y hundir el lugar, el berrueco, era para ellos como la metafísica para ciertos boticarios científicos. «¡Muy largo nos lo fiáis!» venían a pensar, como decía el don Juan Tenorio de Tirso.

El cura no era de estos; pero él creía que los gastos de la reparación de cuerdas, trabajos en los estribos y puntales, etc., etc., que contenían la Muela, debían estar repartidos a proporción del miedo de cada quisque. Otros que más debía gastar el que más tenía que perder; pero el cura a esto replicaba que secundum quid. Él, bienes materiales tenía por allí más que otros, pero no tenía mujer ni hijos, y a Ramona... que la partiera un rayo. Y sobre todo, que no era el interés sino el miedo al peligro lo que debía, contarse. Y fundado en esto, se negaba a contribuir al entretenimiento de la fábrica de defensa, porque, en resumidas cuentas, él no tenía miedo a la muerte, ni estaría bien que diese tanto precio a la efímera existencia terrena un ministro del Señor.

«Si en desplomarse o no la Muela me fuese a mí la vida del alma, yo pagaría, aunque fuera sólo, todas las cuerdas y vigas que fuese menester: pero el cuerpo, ¿qué me importa a mí el cuerpo?».

Después, cuando supe ciertas cosas, comprendí que a Celorio otra le quedaba; importábale mucho, por lo que más adelante se verá, que su vida terrenal no se cortase de repente y llegara a cierto tiempo; pero en él luchaba el miedo al peligro de perder la existencia, necesaria para las ganancias, con la repugnancia a gastar en obra tan improductiva, y acaso inútil, como aquellas ataduras frágiles de la Muela.

Toda esta guerra de vecindad, sin embargo, era sorda casi siempre y de poco alcance; pero otra cosa fue cuando surgió la cuestión verdaderamente política y social, que se llegó a llamar lo del pique.

Ello fue que un alcalde de Suaveces, más celoso que otros, o más enemigo de Celorio y los de su partido, que era el retrógrado, el absolutista, o como quiera llamarse, llevó a cabo en la cumbre de Vericueto una revista, que él llamó inspección ocular, y vino en decretar que el berrueco llamado la Muela amenazaba ruina (así dijo en el Ayuntamiento) y era necesario que mediante una derrama, o sea contribución local extraordinaria, los vecinos de Vericueto aflojasen la mosca para pagar los gastos necesarios para proceder al derribo, o lo que fuera, de aquel peñón que podía aplastar medio concejo.

Pero los de la parroquia, unidos esta vez al cura como un solo avaro, pusieron el grito en el cielo, cuanto y más en el berrueco, y juraron morir aplastados como sapos antes que cargar con el mochuelo; pues lo que se les pedía estaba muy por encima de sus posibles, y la obra que el alcalde juzgaba necesaria era en interés, no sólo de Vericueto, sino de todo el concejo; por lo cual Suaveces en masa debía contribuir a los gastos.

Que sí, que no, que qué sé yo; ello fue que se hizo cuestión de partido, de cacique contra cacique, de elecciones; y unos por otros la casa por barrer: el Ayuntamiento que el cura, el cura que el Ayuntamiento o Poncio Pilatos; el berrueco siempre tan tieso, es decir, tan torcido, y si caigo no caigo.

Y esto era lo del pique. Por si has de pagar tú o he de pagar yo, nadie se acordaba de conjurar el peligro, que podía ser en daño de muchos; y los más interesados en la obra proyectada eran los más tercos. Estaban dispuestos a morir como héroes antes que soltar un cuarto al efecto de lo que el alcalde pedía.

Y así pasaron años, y el cura Celorio cayó en cama; de modo que para su persona el peligro aumentaba. Vino el alcalde a verle para hacerle la forzosa; le dijo que reparase en el peligro que corría; que ahora no podía valerse ni echar a correr; más es, recordando una frase que le había apuntado el médico, exclamó:

-Mire, señor cura, que con tener el peñón como lo tiene constantemente, amenazándole encima de su cabeza, está usted como si estuviera bajo la espada de Demócrito.

-Bueno -repuso el cura-; pues dele expresiones a Demócrito, señor alcalde, que yo no aflojo la bolsa ni por Demócrito riendo, ni por Heráclito llorando, cuanto más por ese Damocles como otros le llaman.

Y en esta situación estaban Celorio y lo del pique, cuando yo acompañado de Higadillos, fui a conocer y tratar a D. Tomás Celorio, cura de Vericueto.