El doctor Centeno: 58

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin del fin: VI[editar]

La escena representa el interior de un coche de alquiler. En el fondo, Aristóteles y D. José Ido ocupan el asiento principal; a derecha e izquierda, cerradas portezuelas con ventanillas, cuyas cortinas verdes agita el aire. Veterano corcel tira con trabajo de la escena, a la cual preceden otros cinco vehículos de igual aspecto mísero, con sus cortinillas, su dormilón cochero y su caballo claudicante. La fila marcha perezosa por calles y caminos, siguiendo a otro armatoste poco agradable de ver, cosa negra y antipática, sobrecargada de tristeza y duelo.


IDO.- (acariciando el hombro de su amigo). Pues esto no tiene ya remedio, amigo Felipe, bueno es que te vayas conformando con la voluntad de Dios y pongas ya término a tus lágrimas, ayes y suspiros. Empiezas ahora a vivir; tienes mucho mundo por delante; estás en edad en que los duelos pasan pronto, sin dejar huella. No quieras hacerte superior a tus años, prolongando tu dolor más de lo que corresponde y desmintiendo tu niñez florida. Ánimo, hijo, y considera que estos trances aflictivos son los mejores maestros que podrías desear para instruirte en el gobierno de ti mismo y en todo el saber de la vida. (Sintiéndose inspirado). Considera que esto es para ti ventajoso, pues entras en los combates del vivir, no desnudo y sin armas, cual entran los más, sino ya vestido con cota de dolor y abroquelado tras el durísimo escudo de la experiencia; y francamente, naturalmente... yo, en tu lugar, me alegraría de haber visto lo que has visto, de haber pasado lo que pasaste... No seas tonto, encontrarás ahora colocación mejor y generosos amos que te protejan...


ARISTÓTELES.- (dando un gran suspiro). No encontraré otro amo como el que se me ha muerto, Sr. D. José... Hombre de mejores entrañas no creo que haya nacido. Era tan bueno, tan bueno, que no hacía más que disparates. Yo no sé qué pensar... Si los buenos son así...


IDO.- (con agudeza filosófica). Es que, según dice un libro que leí anoche, no debemos ser buenos, buenos, buenos, sino buenos a secas, con algo que tire a lo mediano, y cierto ten con ten de bondad y picardía.


ARISTO.- Yo creo que si mi amo no hubiera sido tan... tan... Poleró lo llamaba el goloso de las damas, y Arias decía que había hecho voto de... de lo contrario de castidad... Pues creo, que si mi amo no hubiera tenido esta falta, habría sido santo... ¿no lo cree usted...?


IDO.- (con penetración, que es forzoso atribuir a que algún espíritu le sopla lo que dice, o a que se ha encarnado en él, por milagroso modo, la misma sabiduría). Todos, todos los humanos, si no fuéramos lo que somos, seríamos santos; es decir, que si no tuviéramos esta maldita carne mortal, por la cual somos hombres, seríamos ángeles... Estamos encarnados en nuestras flaquezas, y de ellas recibimos nuestro ser visible. Por esto se dice: «somos fragilidad y podredumbre». De ellas se derivan todos nuestros males, y ellas mismas son penitencia a la par que son pecados.


ARISTO.- Bien lo ha pagado él, ¡probrecito! La suerte, que se consolaba con sus dramas y con las cosas bonitas que estaba siempre sacando de la cabeza. Decía Sánchez de Guevara que mi amo era un hombre en verso, y yo creo lo mismo. Todo en él era verso, todo música. Mi amo sonaba, sí, sonaba como las panderetas.


IDO.- (grave, solemne, emulando a Confucio y a los profetas). Mal terrible es ser hombre poema en esta edad prosaica. El mundo elimina y echa de sí a los que no le sirven. Nada es tan funesto como la vocación de ruiseñor en una familia de castores.


ARISTO.- Ya, ya pagó bien mi amo su falta. El verso no le valió de nada más que de consuelo y entretenimiento. No tuvo un solo día de tranquilidad... siempre pobre... Perdió la salud y la vida. ¡Maldita tisis! Yo me consumía la sangre, viendo que todo el dinero que tenía se lo arrebataban... Entre las dos le pelaron; la una se llevaba todo el dinero, la otra toda la ropa...


IDO.- (enternecido). Sí, sí, triste cosa es que a un joven de tales prendas, hijo de padres ricos, hubiera que vestirle, después de muerto, con ropa de los amigos. Y no lo digo por vanagloriarme de la parte que tuve en esta obra de caridad, pues sólo di la corbata negra, que no vale un ochavo, y aún me quedó esta otra cinta oscura y algo deshilachada que llevo al cuello, para venir dignamente al entierro.


ARISTO.- (afligidísimo). ¡Ay!, usted no sabe, D. José, lo que pasó. Si se lo cuento, se horrorizará, porque esto es tan infame que parece mentira. Pero es verdad, es verdad, como Dios que nos está mirando.


IDO.- (desperezándose). Cuenta, hombre, cuenta esos horrores, que francamente, naturalmente, este viaje es harto pesado, y con el fuerte calor no sabe uno cómo ponerse, ni a dónde echar piernas y brazos, ni de qué modo entretener el tiempo.


ARISTO.- Pues ya sabe usted que le pusimos el pantalón negro del señorito Cienfuegos, las botas de Alberique, que me dio Doña Virginia y que le venían tan grandes, el chaleco de Arias y la levita de Cienfuegos. Esta prenda era la única decente; las demás no valían nada... Pues oiga usted. Anoche me estuve toda la noche velándole, y nada pasó; pero esta mañana, cuando salí a llevar los recados a los amigos para que vinieran al entierro... Esa maldita mujer, esa Cirila de mil demonios, más mala que la langosta, y más ladrona que el robar, esa Iscariota, esa judía, esa loba con cara de mujer...


IDO.- (aterrado). ¿Qué hizo? Me parece que lo adivino. ¡Esa hembra sin entrañas, esa mujer sin hijos, esa madre del robo, ese monstruo rapaz profanó el cuerpo de tu amo, desnudándole de alguna prenda valiosa...!


ARISTO.- (llorando con rabia). Le quitó la levita. Cuando entré y lo vi, me dio una cosa, Sr. D. José, me entró un fuego en el cuerpo... Corrí a la cocina; allí estaba fingiendo sentimiento... Me fui derecho a ella y le dije todo lo que había callado en tanto tiempo... Yo estaba como un león. No sentía más que no ser hombre para dejarla seca allí mismo. Me la hubiera comido a bocados... Ella agarró una escoba y las tenazas de la cocina. Si no me coge Resplandor por la cintura y me sujeta, ahí hay la del Dos de Mayo. Todavía me dura el sofoco... Me la ha de pagar... No se la perdono, no se la perdono.


IDO.- (con apacible serenidad y con unción que no parece suya sino de los espíritus de santos o filósofos que andan por dentro de su cuerpo). Modérate, ¡oh Felipe!, y templa esos excesivos arrebatos, impropios de estas fúnebres circunstancias. Elévate por cima de las miserias humanas, y considera que esa indigna mujer tendrá su castigo en su propia conciencia. Dios se encargará de ella. Déjala tú... El hombre no es buen justiciero del hombre. Además, nunca menos que en esta ocasión ha necesitado tu bendito amo del abrigo y confortamiento de una levita ¿No nos dice la Religión que el cuerpo es polvo y ceniza? ¿Para qué necesita el polvo del auxilio de los sastres? Cierto que el acto... llamémosle acto... de esa mujer, es una horrible profanación; pero esto que acompañamos no es más que un despojo miserable que vamos a entregar con solemnidad convencional a la tierra. No le quitará Cirila a tu amo su glorioso vestido de inmortalidad, ni el espíritu excelso de Miquis padecerá de frío en las regiones invisibles, intangibles e inmensurables. Aun sin traspasar con el pensamiento las fronteras que de tu amo nos separan, podrás hallar consuelo considerando que la rapacidad de Cirila no alcanza a despojar a tu amo de la gloria mundana que envolverá su nombre, cuando sea conocido ese portento literario, ese drama de los dramas...


ARISTO.- (con hondísima pena) Esa es otra... ¡Sr. D. José de mi alma!... ¡Usted no sabe...!


IDO.- ¿Qué?... No cuentas hoy más que desdichas... Apenas abres la boca, ya tiemblo.

ARISTO.- Pues tiemble usted todo lo que quiera... pero sepa que el drama ya no existe. Esta mañana, cuando fui a casa de Resplandor en busca de un poco de agua para lavarme, vi que doña Ángela (¡mal demonio se la chupe!) tenía el acto primero, y lo estaba arrancando las hojas para hacer papillotes con que sujetar los rizos de las niñas... Al ver esto, me volé. Ella dijo: «pues tonto, ¿para qué sirve esto? Los chicos lo han traído. Yo no sabía lo que era...». Recogí algunas hojas. Después vi que Ruiz se llevaba otro acto. El tercero lo sirvió a Cirila para encender la lumbre. Con el quinto hacían pajaritas los muchachos. El cuarto lo pude salvar y lo guardaré toda mi vida...


IDO.- (meditando). ¡Gran desastre es que obra tan supina haya caído en manos de gente indocta! Yo que tú, procuraría restaurar toda la obra, recordando algunos pasajes y añadiendo de mi cosecha lo que se me hubiera ido de la memoria.


ARISTO.- (prontamente). Usted es bobo... por fuerza... ¡qué cosas se le ocurren!


IDO.- Siento infinito la pérdida de ese precioso manuscrito... ¡Obra más hermosa...! Si se representara, daría mucho dinero... Y no me has dicho una cosa que deseaba saber. ¿Cómo se han arreglado para los gastos del entierro?


ARISTO.- Como saben que D. Pedro Miquis ha de mandar lo necesario, echaron un guante entre todos para anticipar la cantidad. Poleró dio ocho duros, Arias cinco, Cienfuegos devolvió la cantidad que mi amo le había dado, menos treinta y dos reales. Doña Virginia también dio algo y Ruiz ni una mota, porque dice que tuvo que pagar una cuenta. Ese es de lo más farsante que hay. No sirve más que para dar órdenes, meterse en todo y hacer pamemas. Estaba durmiendo cuando el señorito expiró. Cuando vino al cuarto, no hacía más que lamentarse de que no se le hubiera avisado. Echó una voz muy hueca y dijo: «Señores, el romanticismo ha muerto». Y luego: «¿Qué hacemos, pero qué hacemos?...». Yo no sabía lo que me pasaba. No quería creer que D. Alejandro estaba muerto, porque un momento antes me había dicho cosas... Se murió en mitad de un suspiro, con medio sollozo dentro, medio fuera. El alma se le salió sin darle ni una chispa de padecer... Se quedó tan sereno, que parecía que estaba durmiendo y soñando las cosas bonitas que él sabía soñar... Cienfuegos, que no tiene más falta que ser tramposo, lloraba como un chiquillo; le abrazaba y le besaba la mano... Yo también...


IDO.- Sosiégate... no llores, repitiendo la luctuosa escena. Tu edad juvenil es propicia al olvido, y la energía reparatriz derramará pronto en tu ánimo su bálsamo consolador.

ARISTO.- (cortando la relación con suspiros). Poleró también lloraba algo, porque es buen chico, y Arias, pálido y muy triste, decía: «Yo no sirvo para esto». Se quitaba y se ponía los lentes sin parar. Mirando a mi amo, echaba suspiros. Ruiz era el que no dejaba de hablar, y siempre a gritos. Salía al pasillo, diciendo a todo el que pasaba: «Ya expiró, ¡pobre amigo!». Y luego volvía a entrar, y cruzándose de brazos, decía: «Pero ¿qué hacemos? ¿Están ustedes lelos o qué...? Es preciso determinar algo». ¡Cansado hombre, qué ruido hacía para nada!... Después se quejó de que D. Alejandro se hubiera muerto sin religión, y dale otra vez con aquello de «yo me lavo las manos; yo no tuve la culpa...». Un rato largo estuvieron tratando del parte que habían de poner a la familia... si lo pondrían así o asado. Por fin salió el parte y yo fui al telégrafo. Ruiz bajó por la mañana a la estación por si llegaba doña Piedad... pues... para prepararla, y contarlo poquito a poquito lo que había pasado. Pero doña Piedad no vino. Como al Toboso no va telégrafo, creen que el parte puesto ayer al Quintanar no lo han recibido hasta hoy... Después que se arregló lo del telégrafo, empezaron a ocuparse de cómo le vestían. Yo buscaba ropa... nada; revuelvo todo y... nada. ¡Aquella ladrona, aquella Caifasa...! ¡Ay!, D. José, yo tengo envenenada la sangre... Por fin le vestimos, como usted sabe mejor que nadie, porque me ayudó en ello... Los señoritos, reunidos en la cocina, hicieron cuentas de lo que costaba el entierro, y luego echaron un guante... y con el dinero que sobró, compró Cienfuegos una corbata. Los coches los pagan ellos también a escote, para lo cual pidieron a todos los amigos, y este da una peseta, aquel dos, se juntó la cantidad. En el primer coche va Ruiz con un señor manchego que conoce a la familia. D. Federico preside, porque si le quitan el presidir y el ponerse delante de todos creo que le da un soponcio... A mí no me querían llevar... yo hubiera ido a pie... pero el señorito Arias fue el primero que dijo: «Felipe no puede faltar». Total: seis coches y catorce personas.


IDO.- (patéticamente). ¡Tales desengaños encierran los designios de los hombres! El que estaba designado a ser fanal de gloria, muere oscuro, el que parecía llamado a conmover y entusiasmar las muchedumbres, es conducido a su última morada en pobre convoy sin más compañía que la de unos cuantos amigos. (Mostrándose tan inspirado que sin duda no es él sino Salomón el que habla.) ¿De qué valen las glorias humanas? ¡Ay!, humo son y polvo de los caminos. Para combatir la aflicción, seamos buenos y echemos de nuestros corazones la vanidad. La memoria del justo será bendita; mas el nombre de los impíos se pudrirá... Ten confianza en Dios, Felipe, que si con tu amo ha sido justiciero, lo será también contigo, dándote alientos para seguir por el derrotero de la vida. Y no te aflijas por que estés algunos días sin colocación. En mi casa, hijo, ya sabes que no reina la abundancia; pero lo poco que hay será partido alegremente contigo, mientras no halles acomodo... No, no tienes que agradecernos nada. (Con iluminismo.) Bien dijo quien dijo: «Bienaventurado quien piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová...». Y ahora que me acuerdo, voy a proponerte una colocación decorosa. Es más de lo que podías soñar.


ARISTO.- (con vivo interés). Dígamelo pronto.


IDO.- Pues un amigo tengo, persona respetabilísima... no vayas a creer que es un cualquiera... que se dedica a especulaciones mercantiles y al comercio ambulante de petróleo, quiero decir que es de esos que van por las calles con un caballo cargado de cántaras de aquel inflamable líquido. A un chico, de tu edad poco más o menos, que era su dependiente, le despidió hace pocos días por ciertos disgustillos, y ayer me dijo: «Sr. de Ido, búsqueme usted un buen muchacho de estas y estas condiciones para que me ayude en mi trajín». Al pronto no me acordé de ti; pero ahora caigo en la cuenta de que te ha venido Dios a ver con esta proporción. Ya ves; todo se reduce a conducir el caballo; el trabajo no es grande; paseas todo lo que quieras, y hasta es un gusto ir por esas calles tocando la corneta para que bajen las criadas. Parecerás el ángel del Juicio Final. ¿Te conviene?, di sí o no.


ARISTO.- Lo pensaré, Sr. Ido, y la cosa está en saber lo que su amigo ha de darme por ese trabajo de estar todo el santo día en la calle dando trompetazos.


IDO.- Creo que los emolumentos serán buenos. Y en todo caso, más vale siempre algo que nada. (Repítese el fenómeno de que la sabiduría se le pasea por el cuerpo y sale a sus labios). El hombre, en toda ocasión, debe tomar lo que encuentra, y sin perjuicio de sus aspiraciones a lo mejor, tomar lo bueno y lo posible que a su lado vea. Sí; cuando no tienes nada y te ofrecen medio, no te impida tomarlo la idea de poseer uno entero. Y sobre todo, hijo, lo mejor, es contentarse con poco, para tener siempre más, pues si alimentaras aspiraciones, al satisfacerlas, siempre creerías tener menos de lo deseado. El que es humilde es rico, y bien dijo quien dijo: «¿Hallaste la miel? Come lo que te baste, no sea que te hartes de ella y la revieses».


ARISTO.- (Mirando con malicia a D. José, pues no comprendiendo que Salomón es el que habla, sospecha que el pobre maestro está algo bebido.) D. José, usted está hoy muy sabio.

IDO.- Cosas son estas, amigo Felipe, que leí anoche y se me han quedado fijas en la memoria. Yo me animo con la lectura y una frase feliz, un pensamiento agudo parece que me regeneran y dan nuevo ser a mi espíritu. No olvides aquello de: «el cuidado congojoso en el corazón, lo abate; mas la buena palabra lo alegra...». Yo, además, tengo motivos para no estar tan triste como otras veces. Sabrás, caro Felipe, que he encontrado dos discípulos.


ARISTO.- ¿De veras? Ese sí que es favor de Dios.


IDO.- Sí, dos discípulos. ¡Y qué buenos chicos! Estaban en casa de D. Pedro, y como allí no aprendían jota, los han sacado sus padres, y desde mañana voy a la casa a darles lección privada... Hijo, son cinco duros al mes que me caen como el maná... Y ahora que nombro a D. Pedro, direte que ya ese hombre no es hombre, es una bestia. La familia está desorganizada; cada cual tira por su lado; la madre parece que ha caído poquito a poco en la mala costumbre de echar unas siestas muy largas, después de comer... Ya en mis tiempos gustaba de lo añejo. Marcelina, entregada a la embriaguez del fanatismo, pasa todo el día en la iglesia, borracha de rezos, y D. Pedro... ¡Oh!, ese merece capítulo aparte, y si tenemos un rato libre, te he de contar los horrores que sé y hacerte ver los pasos del incierto camino por donde marcha nuestro maestro sin ventura... ¡Oh!, aquí de tu amo. Con aquella imaginación suya y aquel arte, bien podría coger la pluma y endilgar un drama que sería el non plus por lo terrible y lo verdadero. Ya hablaremos de esto más despacio. Yo, no sintiéndome con fuerzas para tan alto asunto, puede que agarre la de ganso y enjarete una media resma para echar también mi cuarto a espadas en literatura, porque francamente, naturalmente, los tiempos son malos, todos servimos para todo, quién más quién menos, y como se trate de ganar un real, no hay cosa que me espante ni escrúpulos que me arredren. (con exaltación). José Ido del Sagrario es hombre para todo; José Ido del Sagrario tiene alientos de poeta, bríos de inventor y un correr de pluma que ya...


ARISTO.- (asustado, y sospechando otra vez, al ver la animación y el brillo de los ojos de su amigo, que ha tenido alguna debilidad anacreóntica). D. José, ¿que va usted a volverse literato?


IDO.- (con marrullería). No te diré que sí ni que no... Puede ser, puede no ser. Ello es que hace días se me ha clavado aquí una idea, y no puedo echarla de mí... (con cierto misterio). Ya sabes que hay ahora una literatura harto fácil de componer y más fácil de colocar: hablo de las novelas que se publican por entregas, a cuartillo de real, y que gozan del favor de miles de miles de lectores. Editorcillo hay que da una onza por cada reparto al forjador de tales composiciones; otros dan diez duros, otros siete, según la correa de invención que saca de su cabeza cada autor. Pues bien, un amigo mío que trabaja en estas cosas, y que ha ganado mucho dinero, me dijo no ha mucho que por qué no me metía yo también a novelista... Francamente, naturalmente, al pronto me pareció absurdo; después lo he pensado, hijo... Es cosa facilísima idear, componer y emborronar una de esas máquinas de atropellados sucesos que no tienen término, y salen enredados unos en otros, como los hilos de una madeja... Yo he de probarlo, Felipe; yo he de hacer un ensayo en esta cosa bonita y cómoda del novelar. Ya tengo pensado un principio, que es lo que importa; y cuando menos lo pienses verás mi nombre por esas esquinas de Dios, y te echarán por debajo de la puerta un cuaderno con láminas muy majas y un poquito de texto para que caigas en la tentación de suscribirte...


ARISTO.- (con inocencia). Pues hombre de Dios, si quiere componer libros para entretener a la gente y hacerla reír y llorar, no tiene más que llamarme, y yo lo cuento todo lo que nos ha pasado a mi amo y a mí, y conforme yo se lo vaya contando, usted lo va poniendo en escritura.

IDO.- (con suficiencia). ¡Cómo se conoce que eres un chiquillo y no estás fuerte en letras! Las cosas comunes y que están pasando todos los días no tienen el gustoso saborete que es propio de las inventadas, extraídas de la imaginación. La pluma del poeta se ha de mojar en la ambrosía de la mentira hermosa, y no en el caldo de la horrible verdad.


ARISTO.- Pues ponga todo eso de D. Pedro Polo que, según dice, es tan bueno...


IDO.- No, hombre, no; yo no voy a escribir para que se duerman los lectores... Pienso desarrollar un estupendo plan moral: enaltecer la virtud y condenar el vicio... ¡Buena zurra les daré a los pícaros...!, pondré como ropa de pascuas a los perdularios y jugadores, y a las mujeres levantadas de cascos que faltan a sus maridos, y a todas esas bribonazas que corrompen a la sociedad... Algo, naturalmente, francamente he de tomar del mundo visible; y, por ejemplo, al pintar un empedernido avaro, me acordaré de Resplandor; al poner hembras malas, tendré presentes a Cirila y su hermana; al ocuparme de los hombres oprimidos del peso de su condición social, sacaré a relucir a nuestro D. Pedro Polo, si bien cuidaré de ponerles a todos en fantasía y de hacerles hablar un lenguaje escogido, sutil y que no sea como el lenguaje que hablamos en el mundo. Ya he principiado a revolver mis libros leyendo esta o la otra página, para que se me vayan pegando las frases bonitas y voces refinadas que he de usar. Tipos no han de faltarme: para el de la mujer virtuosa, tengo a Nicanora, a quien veo como ángel de fidelidad, dulzura y belleza; y para modelo de muchachos leales, tú... Pero ya llegamos. El mortuorio vehículo se detiene ya en la puerta del descanso eterno; los convidados bajan, y vamos todos a cumplir este deber triste con los fríos despojos que nuestro desventurado amigo nos dejó al partir para la Gloria Eterna.




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