El femater/I

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El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.

¡Pobre Nelet! Marchaba como un explorador de misterioso territorio hacia aquella ciudad que, bañada por los primeros rayos del sol, recortaba su roja cresteria de tejados y tones sobre un fondo de blanquecino azul.

Dos o tres veces habia estado alli, pero amparado por su madre, agarrado a sus faldas, con gran miedo a perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del mercado y aquellos municipales de torvo ceño y cerdosos bigotes, terror de la gente menuda; pero, a pesar de los espantables peligros, seguia adelante, con la firmeza del que marcha a la muerte cumpliendo su deber.

En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; fematers de categoria superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar del ramal, gritando por las calles el famoso pregón: «Ama, ¿hiá fem?»

Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacia más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto a Nelet.

De seguro que no llevaba licencia. ¿No sabia lo que era? Un papelote que habia que sacar, soltando dinero, allá en el Repeso. Sin ella habia que menear bien las piernas para huir de los municipales. Como le pillasen, flojas patás le iban a soltar. Conque..., ¡ojo, chiquet!

Y fortalecido por tan consoladoras advertencias, el pobre chico entró en la ciudad, buscando los callejones más solitarios y tortuosos, mirando con codicia los humeantes rastros que dejaban los caballos sobre los adoquines, sin atreverse a meter en su espuerta tales riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano de un sayón con quepis.

Aquello forzosamente habia de acabar mal.

Se olvidó de todo en una plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un grupo de pelones de largas blusas y grueso bolsón de libros, retardando el momento de entrar en la escuela; pero de improviso sonó el grito de ¡la ful!, anunciando la aparición de un municipal de los más feos, y todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes sorprendida en lo mejor de sus misteriosos ritos.

Nelet huyó despavorido, pensando que en la maldita ciudad no se ganaba para sustos; la giba de esparto sobre su espalda y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barria tranquilamente su portal.

No era floja la paliza que le soltarian en casa al verle de vuelta con el capazo vacio, y esta consideración fué lo que le dió valor. Llegaban hasta él los gritos de los otros fematers en las inmediatas calles, agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y timidamente, temblando de que alguien le oyese, murmuró, con voz que parecia el balido de un cordero: «Ama, ¿hiá fem?»

Y asi recorrió un par de calles.

-Entra chiquillo, entra.

Era una buena mujer que le hacia señas, indicándole las barreduras que acababa de amontonar junto a una puerta. Pero ¡qué simpática resultaba aquella mujer! El regalo no era gran cosa: polvo, puntas de cigarro, mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una casa pobre. Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que triunfa por primera vez, y siguió adelante, mirando los balcones, los pisos superiores, que él llamaba casas grandes, donde se comía bien, y en las covachas de la cocina habia para meter la mano y el codo.

Pero, ¡rediel! (y se rascó la roja frente, llena de arañazos), estaba perdiendo el tiempo. Habia olvidado sus relaciones de la ciudad: la casa de Marieta, su hermana de leche, donde habia estado algunas veces con su madre.

Y tras indecisiones y rodeos dió por fin con la calle sombria y solitaria, cerca de los Juzgados, y el caserón de húmedo patio, en cuyo piso principal vivia don Esteban el escribano.

Aquella mañana era de desgracias.

En el patio estaba la portera, una bruja que le recibió escoba en mano, faltando poco para que le saludase con dos hisopazos en la cara.

Ella no quena marranos que le ensuciasen la escalera. Todos los inquilinos tenian su femater. ¡Largo, granuja! ¡Quién sabe si subiria con intención de robar algo!

Y el tímido labradorcillo, retrocediendo ante la iracunda bruja, protestaba con voz débil, repitiendo siempre la misma excusa. Era el hijo de la tia Pascuala, a la que toda Paiporta conocia; el ama de Marieta, ¿no era bastante?

Pero ni el nombre de la tia Pascuala ni del mismo Espiritu Santo ablandaba a la portera y a su fiera escoba, y Nelet, retrocediendo, se vió en la calle, y alli se quedó como un bobo frente a una pared vieja, arañando los sueltos yesones y espiando con el rabillo del ojo las evoluciones de la vieja. La vió sumirse en el cuchitril de la porteria, y cautelosamente entróse en el portal, lo cruzó sin ser visto y subió por la escalera de antiguos azulejos, tirando timidamente del borlón de estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.

No fué poco lo que se rió la criada, bravia moza de las montañas de Teruel, al abrir la puerta y encontrarse con aquel monigote panzudo que abultaba menos que su capazo.

¿Qué buscaba? Alli, tenian quien se llevara el estiércol. Y Nelet, turbado por el buen humor de la churra, no sabia qué decir.

Por de pronto se abrió para él el cielo. O, lo que es lo mismo, vió asomar por detrás de la falda de la criada una cara morena, prolongada y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados cruelmente hacia el cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa de eterna curiosidad, y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro crecimiento.

La niña lo reconoció en seguida; no en balde transcurren dos años durmiendo bajo el techo de la barraca y en la misma cama, y se pasan los dias junto a la acequia, tendidos sobre el vientre, con la cara teñida de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo del ama.

Le cogió la mano con cierto aire de muchacho, propio del desgarbo con que llevaba las faldas, y los dos se dirigieron a la cocina, seguidos por la sonriente churra, a quien le hacia gracia el aire timido y enfurruñado del chiquillo.