El príncipe y el mendigo/XIII

De Wikisource, la biblioteca libre.
XII
El príncipe y el mendigo
de Mark Twain
Capítulo XIII
La desaparición del príncipe
XIV

Capítulo XIII

Pronto invadió a ambos camaradas una pesada somnolencia. Dijo el rey, refiriéndose a sus vestidos: Quítame estos andrajos.

Hendon desnudó al niño sin disentir, ni proferir una palabra, lo arropó en el lecho y miró en tomo del aposento, diciéndose, condolido:

"Me ha vuelto a quitar la cama como antes... ¿Qué hago yo ahora?"

El reyecito observó su perplejidad y la disipó con unas palabras, diciendo soñoliento:

–Tú dormirás atravesado en la puerta y la guardarás.

Y un momento después se habían desvanecido todas sus desazones en un profundísimo sueño.

"Corazón sencillo; debería haber nacido –se dijo Hendon lleno de admiración–. Representa su papel a maravilla."

Y después se tendió en el suelo al través de la puerta, diciendo con contento:

–Peor lecho he tenido en estos siete años. Ponerle reparos a esto sería una ingratitud para El de arriba.

Cayó dormido cuando apuntaba el alba, y hacia el mediodía se levantó, destapó con el mayor cuidado a su dormido pupilo y con un bramante le tomó medidas. El rey despertó en el momento de terminar Miles su obra; quejóse de frío y le preguntó qué era lo que estaba haciendo.

–Hecho está ya, señor mío –contestó Hendon–. Tengo quehacer fuera, pero no tardaré en volver. Duérmete otra vez, que lo has menester. Déjame que te cubra también la cabeza. Así entrarás más pronto en calor.

Antes de terminar Hendon estas palabras el rey estaba de nuevo en el país de los sueños. Miles salió sin hacer ruido y volvió a entrar, también de puntillas, a los treinta minutos, con un traje de segunda mano, completo, de niño, de tela barata y mostrando señales de uso, pero limpio y apropiado a la estación del año. Sentóse y empezó a examinar su compra, diciéndose entre dientes:

–Una escarcela mejor provista habría comprado cosa mejor, pero cuando ella está medio vacía, debe uno contentarse con lo que hay...

Vivía en nuestra ciudad una mujer...

En nuestra ciudad ella moraba

"Parece que se ha movido... Tendré que cantar en clave no tan alta. No estaría bien turbar su sueño con la jornada que le espera, pobre muchacho... Esta prenda está bastante bien ... Con una puntada aquí y otra allá, quedará adecuada. Esta otra es mejor, si bien no le vendrán mal tampoco unas cuantas puntadas. Estos zapatos están de muy buen uso, y con ellos tendrá los piececitos secos y calientes. Son cosa nueva para él, pues sin duda está acostumbrado a ir descalzo, lo mismo en los veranos que en los inviernos... ¡Ojalá que el hilo fuera pan! ¡Con cuán poco dinero se compra lo necesario para un año! Y además, le dan a uno de balde una aguja tan brava y grande como ésta solo por caridad. Ahora me va a costar un demonio enhebrarla."

Y así fue. Como han hecho siempre los hombres, y como harán probablemente hasta el final de los tiempos, Hendon mantuvo la aguja quieta y trató de pasar la hebra por su ojo, es decir, al revés de como lo hacen las mujeres. Una y otra vez el hilo erró el blanco, pasando ora a un lado de la aguja ora al otro, y en ocasiones doblándose; pero era paciente, pues más de una vez en su vida de campaña había experimentado dificultades semejantes. Por fin enhebró la aguja, tomó la prenda que le estaba esperando, se la puso sobre las rodillas y empezó su trabajo.

–La posada está pagada, incluyendo el desayuno que ha de venir, y aún me queda lo bastante para comprar un par de burros y sufragar nuestros despendios menudos en los dos o tres días que han de mediar hasta que lleguemos a la abundancia que nos espera en Hendon Hall.

Que amaba a su ma...

–¡Caramba! Me he clavado la aguja en la uña... No importa. Esto no es novedad, pero no me hace gracia tampoco... Allí estaremos muy alegres, pequeño, no lo dudes; Tus trastornos desaparecerán y tu destemplanza lo mismo.

Que amaba a su marido con pasión,

Mas otro hombre...

–¡Éstas sí que son unas puntadas magníficas! –exclamó levantando el vestido y contemplándolo con admiración–. Tienen una grandeza y una majestad, que a su lado esas pobres puntaditas del sastre son miserables y plebeyas.

Que amaba a su marido con pasión,

Mas otro hombre...

–¡Ea! Ya está. Es un trabajo de primera, y hecho con sobrada rapidez. Ahora voy a despertarlo, lo vestiré, le echaré agua, le daré de comer, nos iremos al mercado junto a la posada del Tabardo de Southwark, y... Dignaos levantaros, señor... ¡No responde! ¿Qué es esto? No tendré más remedio que profanar su sagrado cuerpo tocándolo, puesto que su sueño es sordo a mis palabras. ¡Qué!

Jaló las mantas. El niño había desaparecido.

El soldado miró un momento a su alrededor sin que su asombro pudiera expresarse en palabras. Por primera vez observó que también faltaban las andrajosas ropas de su pupilo, y entonces empezó a echar juramentos y a llamar furioso al posadero.

–¡Habla, aborto de Satanás, o es llegada tu última hora! –rugió el soldado, dando tan salvaje salto hacia el mozo, que éste perdió unos instantes el habla, de espanto y sorpresa–. ¿Dónde está el muchacho?

Con entrecortadas y temblorosas palabras dio el criado la información que sé le pedía.

–Apenas habías salido de aquí, señor, cuando llegó un mozalbete corriendo y dijo que vuestra voluntad era que el muchacho fuera a reunirse con vos en el extremo del puente, por el lado de Southwark. Yo lo traje aquí, y cuando despertó el niño y le di el recado, gruñó un poco, porque lo despertaban "tan temprano", como él dijo, pero al punto se puso sus harapos y se fue con el mozalbete, diciendo que mejor habría sido que vos hubiérais venido en persona en vez de enviar a un extraño; y así... .

–¡Y así que eres un imbécii, un necio incapaz! ¡Maldita sea toda tu casta! Pero acaso no haya en ello nada majo. Quizá no se proponen hacerle daño. Voy en su busca. Prepara la mesa. ¡Espérate! Las ropas de la cama estaban puestas como si taparan a alguien. ¿Ha sido casualidad?

–No lo sé, señor. Yo he visto que el mozalbete andaba removiéndolas; quiero decir, el que ha venido por el niño.

–¡Truenos y centellas! Lo han hecho para engañarme, está claro que se proponían ganar tiempo. Escucha. ¿Venía solo el mozalbete?

–Completamente solo, señor.

–¿Estás seguro?

–Segurísimo.

–Piénsalo bien. Haz memoria. Tómalo con calma.

Después de un momento de meditar, dijo el criado:

–Cuando llegó no venía nadie con él;. pero ahora recuerdo que al salir los dos y meterse entre la muchedumbre del puente, un hombre mal encarado ha salido de un sitio cercano, y cuando se unían a ellos...

–¡Y después qué! ¡Saca fuera lo que sabes! –estalló la impaciencia de Hendon interrumpiéndole.

–En aquel momento se confundieron entre la gente y desaparecieron, y no vi mas porque me llamó el amo, que estaba furioso porque se le había olvidado la carne encargada por el escribano; aunque yo tomo a todos los santos por testigos de que el reñirme por el olvido fuera como llevar a juicio un niño antes de nacer, por pecados come...

–¡Quítate de mi vista, idiota! ¡Tus sandeces me vuelven loco! ¡Espera! ¿Adónde vas? ¿No puedes aguardar un instante? ¿Se fueron hacia Southwark?

–Así es, señor. Porque, como he dicho antes respecto de esa maldita carne, el niño que no ha nacido no tiene más culpa que...

–¿Aún estás aquí? ¿Y charlando todavía? ¡Vete, si no quieres que te estrangule!

El servidor desapareció. Hendon salió tras él, pasó por su lado y bajó la escalera de dos en dos peldaños refunfuñando:

–Ha sido ese maldito villano que pretendía ser su padre. ¡Te he perdido, pobrecillo! Es un pensamiento muy amargo. ¡Tanto como había llegado ya a quererte! ¡No! ¡Por vida del infierno, no te he perdido! No te he perdido, porque registraré todo el país hasta que vuelva a encontrarte. ¡Pobre niño! Allá queda su desayuno... y el mío, pero ya no tengo hambre: así, que se lo coman los ratones. ¡Aprisa, aprisa, eso es!

Mientras rápidamente se abría paso por entre la ruidosa muchedumbre que llenaba el puente, se dijo varias veces, aferrándose a esa idea como si fuera especialmente placentera:

–Ha gruñido, pero se ha ido... Se ha ido, sí, porque ha creído que se lo pedía Miles Hendon. . . ¡Pobre muchacho! ¡No lo habría hecho por otro, lo sé muy bien!