El príncipe y el mendigo/XXI

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XX
El príncipe y el mendigo
de Mark Twain
Capítulo XXI
Hendon, el salvador
XXII

Capítulo XXI

El anciano se apartó, agachado, cautelosamente, como un gato, y acercó el banco. Se sentó en él, con medio cuerpo expuesto a la débil y vacilante luz, y el otro medio en las sombras; y así, con la mirada clavada en el dormido niño, prosiguió su paciente vela, sin cuidarse del paso del tiempo y sin cesar de afilar suavemente el cuchillo, en tanto que no paraba de refunfuñar y hacer gestos. Por su aspecto y su actitud no parecía sino una araña horrible y misteriosa, que se ensañara sobre un desdichado insecto preso en su tela e indefenso.

Después de largo tiempo, el viejo, que seguía aún mirando, aunque sin ver, pues su mente había caído en una abstracción soñolienta, observó de pronta que los ojos del niño estaban abiertos, y se fijaban con helado terror en el cuchillo. Una sonrisa de diablo satisfecho asomó al rostro del ermitaño, que dijo sin cambiar de actitud ni de ocupación:

–Hijo de Enrique VIII, ¿has, rezado?

El niño luchó impotente contra sus ligaduras y al propio tiempo profirió por entre las cerradas mandíbulas un sonido ahogado, que el ermitaño quiso interpretar, como contestación afirmativa a su pregunta.

–Entonces reza otra vez; reza la oración de los moribundos.

Estremecióse el cuerpo de Eduardo, cuya faz palideció. Intentó otra vez libertarse, retorciéndose a un lado y a otro y tirando con frenesí, desesperadamente, pero en vano, para romper sus ligaduras; y entre tanto el viejo ogro no dejaba de sonreírle moviendo la cabeza y afilando plácidamente el cuchillo. De cuando en cuando refunfuñaba.

–Los momentos son preciosos; son pocos y preciosos. Reza la oración de los moribundos.

Lanzó el niño un gemido de desesperación, y jadeante cesó en sus forcejeos; luego asomaron a sus ojos las lágrimas, que cayeron una tras otra por su rostro. Pero esta lastimera escena no logró aplacar al feroz anciano.

Acércábase ya el alba. Al darse cuenta el ermitaño habló bruscamentó, con un aire de temor nervioso en la voz:

–No debo permitir más tiempo este éxtasis. La noche ha pasado ya. No tengo más que un momento, sólo un momento... ¡Ojalá hubiera durado un año! Semilla del despojador de la Iglesia, cierra esos ojos que van a morir. Si temes levantar la vista...

Lo demás se perdió en palabras inarticuladas.

El viejo cayó de rodillas, cuchillo en mano, y se inclinó sobre el gemebundo niño.

Silencio. Se oyó ruido de voces cerca de la choza y el cuchillo cayó de las manos del ermitaño, el cual arrojó una piel de cordero sobre Eduardo y se levantó tembloroso. Aumentaron los ruidos, y pronto las voces sonaron bruscas y coléricas. Sobrevinieron luego golpes y gritos de socorro, y por fin el rumor de pasos rápidos que se retiraban. Inmediatamente se sintió una sucesión de golpes atronadores en la puerta de la choza, seguida de estas palabras:

–¡Hola! ¡Abrid! ¡Despertad, en nombre de todos los diablos!

¡Oh! Este fue el sonido más grato que cuantas músicas sonaron jamás en los oídos del rey, porque era la voz de Miles Hendon.

El ermitaño, rechinando los dientes con impotente rabia, salió vivamente del cuarto, cerrando la puerta tras sí, y al instante oyó el rey una conversación parecida a ésta:

–Mi homenaje y mi saludo, reverendo señor. ¿Donde está el muchacho..., mi muchacho?

–¿Qué muchacho, amigo?

–¿Qué muchacho? Dejaos de mentiras, señor, ermitaño, y no tratéis de engañarme, que no estoy de humor para sufrirlo. Cerca de aquí he apresado a los bellacos que me lo robaron, y les he hecho confesar. Me han dicho que se había escapado otra vez y que le habían seguido hasta la puerta de esta choza. Me enseñaron sus mismas huellas. No os detengáis más, porque os aseguro que si no me lo entregáis... ¿Dónde está?

–¡Oh, mi buen señor! ¿Acaso os, referís al andrajoso vagabundo que llegó aquí anoche? Ya que un hombre como vos se interesa por un arrapiezo como él, sabed que ha ido a hacer un mandado. No tardará en venir.

–¿Cuánto tardará? ¿Cuánto tardará? No perdáis el tiempo. ¿No puedo alcanzarle? ¿Cuánto tardara en volver?

–No necesitáis molestaros. Volverá pronto.

–Sea, pues. Trataré de esperar. Pero..., un momento. ¿Decís que ha ido a un mandado? ¿Vos lo habéis enviado? Mentís; porque él no habría ido. Os habría tirado de esas viejas barbas si hubiérais osado semejante insolencia. Has mentido, amigo, seguramente has mentido. No iría ni por ti ni por otro hombre alguno.

–Por otro hombre, no; por fortuna, no. Pero yo no soy un hombre.

–¿Qué? Entonces, en nombre de Dios, ¿qué eres?

–Es un secreto... Cuidad de no revelarlo. Yo soy un arcángel.

Soltó Miles Hendon un juramento tremendo, seguido de estas palabras:

–Eso explica muy bien su complacencia. Harto sabía yo que no movería pie ni mano en servicio de ningún mortal; pero hasta un rey debe obedecer cuando un arcángel se lo manda. ¡Silencio! ¿Qué ruido es ése?

Entretanto, el reyecito, en el otro aposento, no paraba de temblar tanto de terror como de esperanza, y ponía en sus gemidos de angustia toda la fuerza que podía, esperando siempre que llegaran a oídos de Hendon, y dándose cuenta con amargura de que no llegaban, o por lo menos de que no causaban efecto. Así esta última observación de Hendan llegó a sus oídos como llegaría a un moribundo un aliento vivificante desde una fresca campiña. Hizo un nuevo esfuerzo con la mayor energía, en el mismo momento que el ermitaño decía:

–¿Ruido? No he oído más que el viento.

–El viento sería tal vez. Es indudable: era el viento. Yo lo he estado oyendo débilmente mientras... ¿Otra vez? No es el viento. Qué sonido tan raro. Vamos a ver qué es.

La alegría del rey era casi insoportable Sus fatigados pulmones hicieron un terrible esfuerzo con la mayor fe, pero las atadas quijadas y la piel de cordero que le ahogaha, consiguieron frustrarlo. El corazón del pobre niño dio un vuelco al oír decir al ermitaño:

¡Ah! Ha venido de fuera..., creo que de ese bosquecillo. Venid, que yo os guiaré.

El rey oyó que ambos salían hablando y que sus pisadas expiraban muy pronto, y se quedó solo en un terrible silencio de mal agüero. Parecióle un siglo el tiempo que pasó hasta que se acercaron de nuevo los pasos y las voces, y esta vez oyó además otro ruido, al parecer el de los cascos de un caballo. Luego oyó decir a Hendon:

–No espero más, no espero más. Se habrá perdido en este espeso bosque. ¿Qué dirección ha tomado? ¡Pronto! Indicádmelo.

–¡Oh! Esperad; iré yo con vos.

–Bueno, bueno. La verdad es que eres mejor de lo que pareces. Pienso que no hay otro arcángel con tan buen corazón como el tuyo. ¿Quieres montar? Puedes subir en el asno que traigo para el muchacho, o ceñir con tus santas piernas los lomos de esta maldita mula que me he conseguido. Y en verdad que me habrían engañado con ella, aunque me hubiera costado menos de un penique.

–No. Subíos en vuestra mula y conducid el asno. Yo voy más seguro andando.

–Entonces haz el favor de cuidar el animalillo mientras yo arriesgo la vida en mi intento de montar en el animal grande.

Siguió una confusión de coces, pateos y corbetas, acompañados de una atronadora mezcla de maldiciones y juramentos, y, finalmente, de una amarga invectiva a la mula, que debió de dejarla sin ánimo; porque en aquel misma momento parecieron cesar las hostilidades.

Con inenarrable dolor oyó el atado rey que las voces y los pasos se alejaban y morían. Por un momento abandonó toda esperanza, y una desesperación sombría invadió su corazón.

–Han engañado a mi único amigo para librarse de él. Volverá el ermitaño y...

Terminó dando una sacudida, y en seguida se puso a forcejear frenéticamente con sus ligaduras, hasta lograr sacudirse la piel de cordero que le asfixiaba.

De pronto oyó abrirse la puerta y esto le heló hasta los huesos, pues ya le parecía sentir el cuchillo en su garganta. El horror le hizo cerrar, los ojos; el horror le hizo abrirlos de nuevo... y vio delante a John Canty y a Hugo.

Habría exclamado "¡Gracias a Dios!"; si hubiera tenido libres las quijadas.

Uno o dos minutos más tarde sus miembros estaban en libertad, y sus capturadores, asiéndolo cada cual de un brazo, se lo llevaron a toda prisa a través del bosque.