El que espera desespera
Propietario de la Palma, valiosa hacienda del valle de Ica, era por los años de 1773 el Sr. de Apezteguía, marqués de Torrehermosa, hombre notable, así por su altivez de carácter y señorial riqueza, como por la gallardía de su persona, lo despejado de su ingenio y su envidiable fortuna para con las hijas de aquella buena señora que no hizo ascos a la serpiente del Paraíso.
Tenía el marqués por administrador de su fundo a un mancebo andaluz, enamoradizo como su señor, y acaso por este motivo muy querido de él. El curro era, como se dice, el ojito derecho del Sr. de Apezteguía.
Parece que el andaluz tuvo aviso cierto de que una muchacha que le traía sorbidos bolsillos y sesos, le daba coadjutor en sus ausencias; y una noche, jinete sobre el más brioso caballo de la hacienda, galopó hacia Ica, sorprendió a la hembra en callejón sin salida, la hizo en la cara un chirlo en forma de jabeque y, a corre que te pillan, se regresó a la Palma.
Era corregidor de Ica el brigadier D. Antonio Arnao, soldado de la cáscara amarga y hombre bragado si los hubo. Fue este D. Antonio padre de la célebre y varonil doña Agueda, mujer del intendente Urrutia, sobre la que aún se hacen lenguas los viejos cuando refieren sus genialidades, entre las que la menor era agarrar por los cabezones a su manso marido el intendente de Tarma y coram pópulo romperle el bautismo.
Al saber D. Antonio el atentado del currito, despachó escribano y alguaciles a la hacienda, con orden precisa de no regresar sin el delincuente. El marqués se metió en sus calzones, dio un soplamocos al depositario de la fe pública, amenazó con paliza a los ministriles, y contestó que él era persona bastante para responder por el reo. Los comisionados regresaron a Ica corridos y maltrechos, y dieron cuenta de todo a la autoridad. ¡Bonito genio gastaba su merced el corregidor para andarse con blanduras en punto a administración de justicia!
-¡No que no! -pensó su señoría.- Haceos de miel y os paparán las moscas. «Con bueno la habedes, marquesito, y agora lo veredes», que dijo Agrajes.
Y poniéndose a la cabeza de una compañía de soldados, penetró en la hacienda. El marqués armó a sus esclavos, y hubo recia y sangrienta batalla durante una hora. Al fin la victoria se declaró por el gobierno, y el Sr. de Apezteguía cayó prisionero, mientras el mayordomo escapaba a uña de caballo, sin que después se volviera a tener noticia de su individuo y paradero.
A las volandas organizose el sumario, y el guapo D. Antonio Arnao remitió a Lima con doble escolta, cargado de hierros y sobre mula aparejada, a todo un linajudo marqués...
La aristocracia echó ternos. «¡Un corregidor de mala muerte tratar con tan poco miramiento a un hombre de pergaminos!.. ¡Ya todos somos unos, no hay privilegios ni cosa que merezca respeto!...»
Pero más que la nobleza se indignaron las limeñas contra la perversa autoridad que había tenido la desvergüenza de poner barra de grillos al varón más buen mozo y galanteador de estos reinos del Perú.
¡Dios de Dios! ¡Y qué falta nos hace en esta era republicana una docena de autoridades fundidas en el molde del corregidor de Ica!
Tan grande fue el trajín de faldas y veneras que, después de año y medio de juicio, la Audiencia estuvo a punto de declarar libre de culpa y pena al marqués, destituir a Arnao, que desempeñaba el cargo con nombramiento real, y pudrirlo en la cárcel.
Afortunadamente para éste, el mismo día en que iba a formularse el fallo llegó el cajón de España y con él un pliego, entre otros de su majestad, ordenando se enviase el proceso a la corona.
El astuto Arnao había tenido la previsión de mandar sigilosamente a Madrid uno de sus deudos con copia del sumario y cartas, en las que exhibía al marqués como rebelde a la justicia del rey.
-¿Causa de rebeldía? -dijo Carlos III-. ¡Oreja, y vengan acá los autos! Proceso enviado a España era la vida perdurable, era algo así como en nuestros asendereados tiempos un encierro precautorio (de que Dios nos libre, amén) en San Francisco de Paula.
Melancolizósele el ánimo al marqués, al saber que tenía que esperar como las ánimas del purgatorio el día de la redención y desesperó de esperar y murió en chirona. Hizo bien y requetebien; le alabo el gusto, porque yo en su caso habría también liado el petate.
La causa volvió sentenciada, siete años después de su muerte; y lo que es peor, con una de aquellas sentencias que son nada entre dos platos.