El señor Isla

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El señor Isla
de Leopoldo Alas


¡Quién lo vio y quién lo ve! En otro tiempo creía en Dios, en el prójimo, en las leyes de la Historia providencialmente regida, en el arte; creía en la ciencia, en la eficacia de la actividad, en los resultados milagrosos del espíritu de asociación...

Estaba delgado, la grasa se la consumía el ir y venir, el estar en todo.

Era de la comisión de esto y de lo otro, bullía en el salón de sesiones del Congreso, en las cervecerías donde se hace y se deshace literatura, en los saloncillos de los teatros, en las librerías; escribía en varios periódicos y revistas, publicaba libros... y por fin, hasta estrenó una comedia sociológica en que ponía la organización actual del mundo civil y económico de oro y azul en preciosas redondillas, que Dios y él sabían el trabajo que le costaban. El que no conociese al Isla de entonces, podía creer, a juzgar por las redondillas de su comedia, que era un hombre que estaba desesperado y tragaba mucha hiel; que era un Proudhon próximo a tirarse de cabeza en el estanque grande del Retiro, o en el Manzanares, a la primera avenida; pero ¡quia! Por aquellos días, sobre todo después que le aplaudieron las redondillas incendiarias, estaba isla muy satisfecho, amaba todo, creía en la justicia social, de que no encontraban trazas los personajes de la comedia.

Había que verle sonriente, repartiendo apretones de manos entre cómicos, diputados, periodistas, músicos y danzantes; y más era de admirar y envidiar por su alegría, cuando pisaba las tablas entre damas y galanes para recibir los aplausos de aquella sociedad, de quien decía poco antes uno de los personajes:

Sociedad en lucha fiera
contra mí desde el nacer,
nada te quiero deber...
ni el ser; ¡déjame que muera!

No era pesimista y demagogo más que en tres actos y en verso, porque vestía bien aquello de venir al teatro a combatir las preocupaciones reinantes y reivindicar derechos no sabía él a punto fijo de quién, pero vamos, de alguien que debía de padecer hambre y sed de justicia. Y allí estaba él, Isla, para aplacar la sed y el hambre de aquellos desgraciados, que no conocía, con escenas de relumbrón, golpes de efecto, monólogos filosóficos y de palenque en la última quintilla.

Sí, conciencia, en vano lucho
en esta fiera batalla;
tú eres necia, el mundo ducho...
Me vencerá la canalla
si te escucho... ¡no te escucho!

Y cobraba los derechos de autor de reparaciones sociales, salvaba los fueros de la justicia, recibía parabienes y vivía feliz.

Estaba en todas partes, todo le interesaba; el suceso del día, fuera religioso, económico, científico, político, artístico... o de toros y loterías, le impresionaba tanto, que siempre parecía que iba con él la cosa.

Había quien juraba haberle visto en una boda el mismo día y a la misma hora en que otros le habían hablado en un entierro.



Pero, amigo; poco a poco la gente empezó a cansarse de tanto ver, oír, oler y palpar al señor Isla. Los periódicos y las revistas le traspapelaban los artículos. Los editores buscaban disculpas para no admitirle los libros. En círculos literarios y políticos, en tertulias y cafés, iba siendo uno de tantos, de los que son coro por mucho que alboroten y aunque se las echen de originales... ¡Malo, malo, malo! Isla empezó a sospechar si tendrían razón los personajes de su comedia, que tantas perrerías decían de la sociedad.

Por si acaso, escribió un drama en que el pesimismo ya se tiraba a las paredes, de puro desesperado. El drama no era ni mejor ni peor que la comedia. Pero había pasado tiempo; el público había visto otras cosas... en fin, ya no hacían efecto las redondillas con dinamita. El drama en cuanto pasó; pasó... en silencio.

Al año siguiente se presentó Isla otra vez en la escena; venía con una alta comedia llena de amarga ironía, con personajes misteriosos, que hablaban con una concisión sibilítica que ponía los pelos de punta. Cada galán podía llamarse Apocalipsis.

Y la alta comedia, desde su altura, cayó al foso.

Y lo mismo sucedió a otra que vino dos años después. En vano en esta los personajes que hablaban prosa florida, poética, veían algún rayo de luz; el público no quiso apreciar aquellas esperanzas de salvación social en lo que valían.

Mientras las comedias se le iban haciendo a Isla más alegres, menos pesimistas, a él se le iba agriando el carácter. No con redondillas, pero sí con interjecciones, muy redondas también, se quejaba el poeta de su suerte, y del mal gusto reinante, y de la frívola y mudable sociedad. Él envejecía, se anticuaba, se repetía; la sociedad no; y ¡claro! no se entendían.



Por esto, para vengarse, para insultar al mundo, tomó casa en las afueras, muy lejos, donde no llegaba siquiera el tranvía.

Y en aquella Tebaida, donde todavía costaba no pocos reales el pie cuadrado de terreno, entre solares que no tardaría en invadir y llenar de piedra, teja y madera la pícara sociedad, el señor Isla (que iba engordando, engordando, para aislar su corazón y su espíritu del mundo ambiente), despreciaba al universo y se acostaba muy temprano.

Se acostaba muy temprano para protestar a su manera contra las novísimas tendencias del teatro que no contaban para nada con él, con el antiguo Juvenal sociológico en tres actos y en verso.

No perdonaba ocasión de hacer saber al mundo literario que él, Isla, se acostaba con las gallinas, juzgando una decadencia criminal y deletérea el trasnochar y ahogarse en la atmósfera infecta de los teatros.

-¡El teatro! -decía-; ¡puf! género falso, antihigiénico, enfermizo, artificial, pueril... ¡La naturaleza, dadme la naturaleza! y extendía los brazos hacia los solares en venta.



Gozaba cuando le venían a pedir un pensamiento para un álbum dedicado a una eminencia, o una firma para otro homenaje cualquiera, o una interview respecto de algún asunto de actualidad... gozaba negándose rotundamente a echar una rúbrica ni decir palabra. ¡Su opinión! Él no tenía opinión sobre aquellas fruslerías. Que todo estaba perdido, que le dejasen en paz; esa era su opinión.

Prohibía que su nombre sonase para nada en ninguna parte. Lo único que hubiera visto con buenos ojos, hubiera sido que la Gaceta publicase todos los días, junto al parte oficial de la salud de los reyes esta noticia: «El señor Isla se acostó anoche a las ocho y cuarto; de modo que cuando se levantaba el telón en los teatros, ya estaba él durmiendo».

En una ocasión un periódico, en la lista de los literatos que habían acompañado al cementerio el cadáver de cierto escritor insigne, puso el nombre del señor Isla.

¡Qué indignación la suya! Estuvo a punto de publicar un comunicado protestando; pero lo dejó por no exhibirse.

No se enteraba jamás de los ministerios que subían y bajaban, ni de las catástrofes nacionales, ni de los grandes triunfos del arte. Leía libros extranjeros y siempre antiguos. A él que no le hablasen de la actualidad.

Aspiraba a una especie de nirvana en que se desvanecía todo... menos el señor Isla, con su gran panza actual, sus recuerdos, sus memorias que estaba escribiendo, su teatro satírico-sociológico en tres actos y en verso.

Creía vivir en plena vida natural, sencilla. Plantaba, en un huerto de prosperidad imposible, árboles frutales, flores, legumbres... y después no volvía a pensar en ellos, y se olvidaba del sitio en que los había enterrado.

-¡Oh, la naturaleza! ¡la naturaleza! -exclamaba mirando a los solares tristes, pardos, con ojos cargados de aburrimiento y de bilis.

Y la cabeza se le cubría de canas, y el alma de escamas y de espinas.

Creía ser un filósofo práctico; un San pablo del desierto...

Que no sabía ir dejando el puesto; ir marchándose. Quería parar el tiempo y llenar todo el espacio.

Se empeñaba en ser isla para tomarse, a solas, por continente.


Este cuento forma parte del libro Cuentos morales