El secreto de confesión

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(A Isidoro de María, en Montevideo)


Ha pocos meses tuve la visita del padre prefecto de los crucíferos de San Camilo de Lelis, quien me mostró una tarjeta fotográfica que de Roma le enviaban, en la cual se veía un sacerdote de la orden de agonizantes, acostado en un ataúd, y a cuatro soldados disparando sobre él sus fusiles. En el fondo del cuadro alzábanse las almenas de un castillo y la torre de honor, sobre la que flameaba el pabellón de España, viéndose en lontananza el mar, una isla y navíos anclados cerca de ésta. Pidiome el padre prefecto, por encargo de su general en Roma, datos sobre el suceso representado en la tarjeta, y que, según la carta, acaeció en el Perú. Fruto de mis investigaciones es la tradición que va a leerse.

Fray Pedro Marieluz nació en Tarma por los años de 1780, y pertenecía a familia que gozaba de holgada posición. Educose en el noviciado de los crucíferos de Lima, y en 1805 recibió las órdenes sacerdotales.

Empezaban ya en el Perú a calentar las cosas políticas, y estábamos en vía de independizarnos. La moda era ser patriota; pero fray Pedro era refractario a ella. Para él los patriotas no eran sino propagadores de la herejía y excomulgados vitandos. El padre Marieluz era más realista que el rey.

Cuando en julio de 1821 abandonó La Serna la capital, dejando a San Martín expedita la entrada en ella, fue el padre de la Buenamuerte uno de los que, para no someterse a la autoridad del nuevo régimen, siguieron al ejército español. El virrey lo nombró capellán de una de las divisiones, y con este carácter estuvo en la sorpresa de la Macacona y en otras acciones de guerra.

Posesionado el brigadier don Ramón Rodil de los castillos del Callao, vino a unírsele el padre Marieluz con el carácter de vicario castrense.

Destruido el poder militar de España en la batalla de Ayacucho y sitiado el Callao por los vencedores, el padre Marieluz se resistió a abandonar al castellano del Real Felipe.

Pero en septiembre de 1825, después de nueve meses de asedio y de diario resonar de los cañones, la escasez de víveres y el escorbuto empezaron a introducir el desaliento entre los sitiados. La conspiración estaba ya en la atmósfera.

Atardecía el 23 de septiembre, víspera del solemne día consagrado a la Virgen de Mercedes, cuando tuvo el brigadier denuncia de que, a las nueve de la noche, estallaría una revolución en forma, encabezada por el comandante Montero, el más prestigioso de los tenientes de Rodil. Los hombres de más confianza para éste figuraban entre los comprometidos.

Rodil, sin pérdida de minuto, procedió a apresarlos; pero por más esfuerzos y ardides que empleara, no consiguió arrancarles la menor revelación. Negaron obstinadamente la existencia del complot revolucionario. Entonces el brigadier, para ahorrarse quebraderos de cabeza, resolvió fusilar a todos, justos y pecadores, a las nueve de la noche; precisamente a la hora misma en que se habían propuesto los conjurados amarrarlo o aposentarle cuatro onzas de plomo entre pecho y espalda.

-Padre vicario -dijo Rodil-, son las seis, y en tres horas me confiesa su paternidad a estos insurgentes.

Y salió de la Casamatas.

A las nueve, los trece sentenciados estaban ante la presencia de Dios.

Hubo esa noche, un drama conmovedor. El comandante Montero contrajo matrimonio, una hora antes de ser fusilado, con una bellísima joven, que era ya viuda y virgen. Su primer matrimonio fue en el Cuzco con un capitán español, que a pocos instantes de recibida la bendición nupcial, dio un beso en la frente a su esposa y montó a caballo para morir en el campo de batalla ocho días más tarde. La muerte asistía siempre a las nupcias de esta joven. Como el del primer esposo, el beso de Montero fue también el beso del moribundo.

La dos veces viuda y siempre virgen tomó el velo de monja en un monasterio de Lima. Hay entre mis lectores no pocos que la han conocido; pues su fallecimiento es de fresca data.

Algunos de los trece fusilados dejaban esposa, madre o hermana en castillo. Rodil las hizo subir a los baluartes o muros, y por medio de cuerdas las descolgó a los fosos, para que se encaminasen al campamento patriota de Bellavista con la noticia de la manera tan feroz como expeditiva con que él sabía desbaratar revoluciones.

Y en efecto: tan terrorífica impresión produjo entre los suyos este acto de neroniana ejemplarización militar, que nadie, en los cuatro meses más que duró el sitio, volvió a pensar en conspirar para deshacerse del tigre.

Pero a pesar del severísimo castigo, Rodil no las tenía todas consigo.

-¿Quién sabe (decíase) si habré dejado con vida a otros tan comprometidos o más que los fusilados? ¡No! ¡Pues yo no me acuesto con el entripado adentro! El confesor ha de saber lo cierto y con puntos y comas... ¡Ea, que me llamen al padre vicario!

Y venido éste, encerrose con él Rodil y le dijo:

-Padre, es seguro que en la confesión le han revelado a usted esos pícaros todos sus planes y los elementos con que contaban. Eso necesito yo también saber, y en nombre del rey exijo que me lo cuente usted todo, sin omitir nombres ni detalles.

-Pues, mi general, usía me pide lo imposible, que yo no sacrificaré la salvación de mi alma revelando el secreto del penitente así me lo intimara el mismo Rey que Dios guarde.

La sangre se le agolpó a la cabeza al brigadier, y abalanzándose sobre el sacerdote, lo sacudió de un brazo, gritándole:

-¡Fraile! O me lo cuentas todo o te fusilo.

El padre Marieluz, con serenidad verdaderamente evangélica, le contestó:

-Si Dios ha dispuesto mi martirio, hágase su santa voluntad. Nada puede decir a usía el ministro del altar.

-¿No hablarás, fraile, traidor a tu rey, a tu bandera y a tu jefe superior?

-Soy tan leal como usía a mi soberano y al pabellón de Castilla; pero usía me exige que sea traidor a Dios... y me está prohibido obedecerle.

Rodil, despechado, corrió el cerrojo, y gritó:

-¡Hola! ¡Capitán Iturralde!... Aquí cuatro budingas con bala en boca.

Y los budingas, que así denominaban a los rezagos de los ya casi extinguidos talaverinos, se presentaron inmediatamente.

En la habitación donde tan terrible escena pasaba, había varios cajones vacíos y entre ellos uno que medía dos varas.

-¡De rodillas, fraile! -rugió, más que dijo, la fiera del castillo.

Y el sacerdote, como si presintiera que el cajón le estaba deparado para ataúd, cayó de hinojos junto a él.

-¡Preparen! ¡Apunten! -mandó Rodil.

Y volviéndose a la víctima, dijo con voz imponente:

-Por última vez, en nombre del rey le intimo que declare.

-En nombre de Dios me niego a declarar -contestó el crucífero, con acento débil, pero reposado.

-¡Fuego!

Y fray Pedro Marieluz, noble mártir de la religión y del deber, cayó destrozado el pecho por las balas.