El terror de 1824/VI

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El triste día de la ejecución todo Madrid asistió a ella, lo mismo los absolutistas rabiosos que los antiguos patriotas, a excepción de los que no podían salir a la calle sin peligro de ser afeitados o arrojados en los pilones de las fuentes, cuando no hechos trizas por el vulgo. Pero entre tanto gentío faltó un hombre que durante el verano había vivido casi constantemente en la calle, entreteniendo a los desocupados y dando que reír a los pícaros. Echábanle de menos en las esquinas de la Puerta del Sol y en los diversos mentideros, por lo cual le creían muerto. No era cierto. Sarmiento vivía, gozando además de una regular salud.

La primera noche que se quedó en casa de Solita durmió de un tirón once horas, y habiendo despertado al medio día, llamó con fuertes voces para que le llevaran chocolate. Dióselo la misma dueña de la casa con mucha amabilidad, y entre sorbo y sorbo, el preceptor decía:

-Puedo aceptar estos obsequios porque hoy mismo entraré por la senda a que me lleva mi destino... Si fuera por mucho tiempo de ningún modo aceptaría... Mi carácter, mi dignidad, los recuerdos de nuestro antagonismo no me lo permiten.

-¿Qué tal está el chocolate? -le preguntó Sola con malignidad.

-Así, así... mejor dicho, no está mal... quiero decir, muy bueno, excelente, o hablando con completa franqueza, riquísimo.

-¿Hoy se marcha usted?

-Ahora mismo... Me presentaré a las autoridades -repuso Sarmiento dejando el cangilón y arropándose de nuevo entre las sábanas-, y les diré: «Aquí tenéis, infames sicarios, al que os ha hecho tanto daño; quitadme esta miserable vida; bebed mi sangre, caníbales. Quiero compartir la inmortalidad del insigne Riego...».

-¿Todo eso va a decir usted?... Pues un poco perezosillo está mi buen viejo para hacer y decir tantas cosas.

-¡Yo perezoso! -exclamó incorporando el anguloso busto y extendiendo los brazos-. ¡Venga al punto mi ropa!

Soledad le mostró ropa blanca limpia y planchada.

-He estado arriba -dijo.

-¿En mi casa?

-Sí; saqué la llave del bolsillo de usted, subí, revolví todo buscando ropa mejor que la que usted tiene puesta... pero no encontré nada.

-¡Cómo había de encontrar, alma de Dios, lo que no tengo! No se burle usted de mi miseria... Pero entendámonos, ¿qué ropa es esta que me ofrece?

-Estaba en la casa... son piezas desechadas, pero en buen uso.

-¡Ah! ya... es ropa desechada del señor D. Salvador Monsalud... Pues mire usted, si fuera obsequio de otra persona lo rehusaría; pero siendo de aquel noble patriota lo acepto. Conste que no he pedido nada.

-De ropa exterior podríamos arreglarle algunas piezas decentes -dijo Sola sonriendo-, siempre que usted tarde algunos días en marchar a la inmortalidad.

-¡Tardar! Basta de bromas... ¿Para qué quiero yo ropas bonitas? ¿Voy acaso a entrar en algún salón de baile o en los Elíseos Campos, donde los justos se pasean envueltos en mantos de nubes?... Fígurese usted la falta que me hará a mí la buena ropa...

-Puede que tarden en matarle a usted un mes o dos. Y si siguen estos fríos no le vendrá mal una buena capa.

-Tanto como venir mal precisamente no... ¿La tiene usted?

-La buscaremos.

-No, no es preciso... Voy a levantarme.

Soledad se retiró y al poco rato apareció en la sala D. Patricio completamente vestido. Sentose en el sofá, y contemplando a la joven con bondadosa mirada, dijo así:

-Desde el tiempo de mi Refugio, no había dormido en una cama tan buena... ¡Ay! ¡ella era tan hacendosa, tan casera! Nuestro domicilio estaba como un oro, y nuestro lecho nupcial podía haber servido para que en él se revolcara un Rey... ¡Pobre Refugio! Si me vieras en mi actual miseria... ¡Pobre Lucas, pobre hijo mío! Hoy tu muerte es digna de envidia porque estás en la morada de los héroes y de los elegidos; pero tu padre no tiene consuelo, ni puede vivir sin verte...

Derramó algunas lágrimas y por largo rato estuvo silencioso y cabizbajo, dando muestras de verdadero dolor. Soledad, ocupada en sus quehaceres, no se presentó a él sino a la hora de la comida.

-Supongo que no saldrá usted hasta después de comer -le dijo poniendo la mesa.

-Saldré antes, ahora mismo, señora -dijo Sarmiento irguiéndose súbitamente como un asta de bandera-. El peso de la vida me es insoportable. Una voz secreta me grita: «Anda, corre...». Todo mi ser avanza en pos de la gloria que me está destinada.

-¡Cuánto mejor irá usted después de comer!... ¿Es que desprecia usted mi mesa?

-¡Oh! no señora, de ningún modo -replicó Sarmiento con cortesía-; pero conste que sólo por acompañar a usted...

Comieron tranquilamente, siendo de notar que el espiritual D. Patricio, creyendo sin duda poco conveniente el aventurarse por los ideales senderos con el estómago vacío, diose prisa a llenarlo de cuanto la mesa sustentaba.

-¡Qué buena comida! -dijo permitiendo a su paladar aquel desliz de sensualismo-. ¡Qué bien hecho todo, y con cuánto primor presentado! Solita, si usted se casa su marido de usted será el más feliz de los hombres.

Al final de la comida, los ojos de D. Patricio brillaron con resplandores de gozo, viendo una taza llena de negro licor.

-¡También café!... ¡Oh! ¡cuánto tiempo hace que no pruebo este delicioso líquido!... el néctar de los dioses, el néctar de los héroes... Gracias, mil gracias por tan delicada fineza.

-Yo sabía que a usted le gusta mucho este brebaje.

-¡Gracias!... ¡y qué bueno es!... ¡qué aroma!

-Será el último que beba usted, porque en la cárcel no dan estas golosinas.

-¿Y qué importa? -repuso el anciano con solemne acento-. ¿Acaso somos de alfeñique? Cuando un hombre se decide a escalar con gigantesco pie el último círculo del cielo, ¿de qué vale el liviano placer de los sentidos?

Dijo, y poniéndose el farolillo de fieltro que desempeñaba en su cabeza las funciones propias de un sombrero, se dispuso a salir.

-Adiós, señora -murmuró-, gracias por sus atenciones, que no esperaba en persona de quien soy encarnizado enemigo... político. Su papá de usted y yo nos aborrecimos y nos aborreceremos en la otra vida... Abur.

Salió precipitadamente hacia la puerta, mas no pudiendo abrirla, volvió diciendo:

-La llave, la llave...

Soledad rompió a reír.

-¡Y creía el muy tonto que iba a dejarle salir! -exclamó-. No faltaba más. Eso querrían los chicos para divertirse. ¿Quiere usted quitarse ese sombrero, hombre de Dios, y sentarse ahí y estarse tranquilo?

-Señora, señora -dijo Sarmiento moviendo la cabeza y pateando ligeramente en muestra de su decoroso enfado-, ábrame usted la puerta y déjeme en paz, que cada uno va a su destino y el mío es... el que yo me sé.

-No abro.

-Señora, señorita, que yo soy hombre de poca paciencia. Ábrame la puerta o reñimos de veras.

-Que no abro la puerta -repuso Sola, remedando el tonillo de cantinela de su digno huésped.

-Basta de bromas, basta, repito -vociferó Sarmiento tomando el aire y tono tragi-cómicos que empleaba al reprender a los alumnos-. Yo soy un hombre formal... De mí no se ríe nadie y menos una chiquilla loca... Ea, niña sin juicio, abra usted si no quiere saber quién es Patricio Sarmiento.

-Un loco, un majadero, un vagabundo de las calles, a quien es preciso recoger por caridad y encerrar por fuerza, para que no se degrade en las calles como un pordiosero, haciendo el saltimbanquis y muriéndose de miseria, ya que por el estado de su cabeza no puede morirse de vergüenza.

Esto le dijo la muchacha con tanta seriedad y entereza, que por breve rato estuvo el patriota aturdido y confuso.

-Aquí hay algo, aquí hay algún designio oculto que no puedo comprender -afirmó el anciano-, pero que tiene por objeto, sí, tiene por objeto impedir una resolución demasiado ruidosa y que quizás perjudicaría al absolutismo.

Otra vez se echó a reír Sola de tan buena gana, que Sarmiento se enfureció más.

-Por vida de la Chilindraina -gritó agitando sus brazos-, que si usted no me da la llave, la tomaré yo donde quiera que se encuentre.

-Atrévase usted -dijo Soledad con festiva afectación de valor, incorporándose en su asiento-. Mujer y sin fuerzas no temo a un fantasmón como usted... Quieto ahí, y cuidado con apurarme la paciencia.

-Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca -gruñó Sarmiento con sarcasmo-. ¡Querer detener a un hombre como yo! No sabe usted las bromas que gasto. Repito que aquí hay una conjuración infame... ¡Oh! si es usted hija del conspirador más grande que han abortado los despóticos infiernos... ¡Ah, taimada muchachuela! ahora me explico a qué venían los chocolatitos, la ropita blanca, el buen cocido y mejor sopa... ¡Quite usted allá! ¿Cree usted que con eso se ablanda este bronce? ¿Cree usted que así se abate esta montaña? ¿Soy yo de mantequillas? Aunque fuera preciso derribar a puñetazos estas paredes y arrancar con los dientes esos cerrojos del despotismo, yo lo haría, yo... porque he de ir a donde me llama mi hado feliz, y mi hado, fatum que decían los antiguos, se ha de cumplir, y la víctima preciosa inscrita en el eterno libro no puede faltar, ni la sangre redentora puede dejar de derramarse, ni la libertad ha de quedarse sin la víctima que necesita. De modo que saldré, pese a quien pese, aunque tenga que emplear la fuerza contra miserables mujeres, lo que es impropio de la nobleza de mi carácter.

-¿Se atreverá usted?

-Sí; deme usted la llave de esa puerta nefanda -contestó Sarmiento con énfasis petulante que no tenía nada de temible-, o se arrepentirá de su crimen... porque esto es un crimen, sí señora... ¡La llave, la llave!

-Ahora lo veremos.

Corriendo afuera, prontamente volvió Sola con un palo de escoba, y enarbolándole frente a D. Patricio, le hizo retroceder algunos pasos.

-Aquí están mis llaves, pícaro, vagabundo. O renuncia usted a salir, o le rompo la cabeza.

-Señora -exclamó D. Patricio acorralado en un ángulo de la sala-, no abuse usted de mi delicadeza... de mi dignidad, que me impide poner la férrea mano sobre una hembra... ¡Esto es un ardid, pero qué ardid!... una trama verdaderamente absolutista.

-Siéntese usted -gritó Soledad conteniendo la risa y sin dejar el argumento de caña-. Fuera el sombrero.

-Vaya, me siento y me descubro -repuso Sarmiento con la sumisión del esclavo-. ¿Qué más?

-¿Se compromete usted a no salir en quince días?

-Jamás, jamás, jamás. Antes la muerte -murmuró cerrando los ojos-. Pegue usted.

-Esto es una broma -dijo Soledad arrojando el palo, sentándose junto al anciano y poniéndole la mano amorosamente sobre el hombro-. ¿Cómo había yo de castigar al pobre viejecito demente y miserable que se pasa la vida por las calles divirtiendo a los muchachos? Si no hay en el mundo ser alguno más digno de lástima... ¡Pobre viejecillo! Me he propuesto hacer una buena obra de caridad y lo he de conseguir. Yo he de traer a este infeliz a la razón. ¿Y cómo? Asistiéndole, cuidándole, dándole de comer cositas buenas y sabrosas, arreglándole su ropa para que esté decente y no tenga frío, proporcionándole todo lo necesario para que no carezca de nada y tenga una vejez alegre y pacífica.

Estas palabras debieron de hacer ligera impresión en el espíritu del viejo, porque moviendo la cabeza, se dejó acariciar y no dijo nada.

-Jesucristo nos manda hacer el bien a los pobres, cuidar a los enfermos y aliviar a los menesterosos- añadió Sola acercando su gracioso rostro a la rugosa efigie del vagabundo-. Y cuando esto se hace con enemigos, el mérito es mayor, mucho mayor, y el placer de hacerlo también aumenta. Recordando que este pobre iluso y fanático negó un vaso de agua a mi padre en un trance terrible, más me alegro de hacerle beneficios, sí, porque además yo sé que este desgraciado vejete loco no es malo en realidad, ni carece de buen corazón, sino que por causa del condenado fanatismo hizo aquella y otras maldades... Por consiguiente, papá Sarmiento, aquí estarás encerradito, comiendo bien y cenando mejor, libre de chicos, de insultos, de atropellos, de hambre y desnudez; aquí vivirás tranquilo, haciéndome compañía, porque yo soy sola como mi nombre, y estaré sola por mucho tiempo, quizás toda la vida... ¿Quedamos en eso? Ya ves que te tuteo en señal de parentesco y familiaridad.

-¡Ah! mujer melosa y liviana -dijo Sarmiento haciendo un esfuerzo de energía, semejante al de los anacoretas cuando se veían en grande y peligrosa tentación-. ¡Quita allá! mi alma es demasiado fuerte para sucumbir a tus pérfidos halagos.

-Esta noche cenaremos -dijo Soledad hablando como cuando se les anuncia a los niños lo que han de comer-. Oye tú lo que cenaremos: pollo, chuletas, uvas...

Iba contando por los dedos cada cosa, y haciendo gran pausa en cada parada.

-Mañana -añadió-, voy a ocupar a mi ancianito en cosas útiles. Me ha de trabajar para que pueda tratarle bien. Yo necesito reformar mi letra, porque escribo patas de mosca y no tengo ortografía. El viejecillo me dará lección todas las noches. Por el día le emplearé en algo que le entretenga. Darele buenos libros... nada de política... y cuando esté domesticado, le sacaré a paseo por las tardes.

A D. Patricio se le humedecieron los ojos. Difícil es saber lo que pasaba en su alma.

-¿Y mi gloria, pero esa gloria que me está llamando? -dijo dando fuerte porrazo en el brazo de la silla-. ¡Vaya un modo de hacer caridades, señora, quitándole a uno la inmortalidad, el lauro de oro que se le tiene destinado!

D. Patricio dijo esto con una seriedad que hacía llorar y reír al mismo tiempo.

-¿Qué gloria? -repuso Soledad-. No conozco sino la que Dios da a los que se portan bien y cumplen sus mandamientos.

-¿Pero y esa víctima de quien necesita la libertad?

-La libertad no necesita víctimas, sino hombres que la sepan entender... Conque Sarmientillo, seremos amigos. De aquí no se sale, mientras esa cabeza no esté buena.

Diole dos cariñosas palmadas en ella la encantadora joven, mientras el insigne patriota exhalaba de su noble pecho un suspiro de a libra, permítase la frase. ¿Era que hacía el sacrificio de su ideal sublime? ¿Era que pedía a su espíritu fuerzas para sobreponerse a seducción tan terrible? No es fácil saberlo. Los próximos sucesos lo dirán.

-¡Ah! señora -exclamó tomando la mano de Sola-, no sabe usted bien lo que hace. La historia, quizás, pedirá a usted cuentas de su acción abominable, aunque declaro que es inspirada por un noble impulso de caridad... Engañosa Circe; no sabe usted bien qué clase de ímpetus sojuzga y contiene al encerrarme; no sabe usted bien qué especie de monstruo encarcela ni qué heroicas acciones se pierden con este hecho, ni qué días gloriosos serán borrados de la serie del tiempo.

Dijo, y un rato después dormía la siesta.