El terror de 1824/VIII

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Parece que es urgente decir algo de la singular vida de esta solitaria joven, e inquirir su conducta para deducir de su conducta sus proyectos. Sin duda aquel espíritu valeroso, contrariado por lo que hemos convenido en llamar suerte, no llevaba una existencia pasiva, entregándose a la arbitraria fluctuación de los acontecimientos, sino que vivía en actividad grande, aunque escondida, trabajando en obra misteriosa o luchando con obstáculos tan oscuros como sus esfuerzos. Para afirmar esto nos fundamos en conjeturas y en el conocimiento que de su carácter tenemos; mas nada positivo afirmamos aún.

Nos consta, sí, que recibía cartas de cuyo contenido no enteraba a nadie; que a veces pasaba largas horas fuera de su casa; que escribía a altas horas de la noche algún pliego y lo rompía después para volverlo a escribir, repitiendo este trabajo cuatro o cinco veces, hasta quedar medianamente satisfecha; que su semblante expresaba con fidelidad pasmosa cambios muy bruscos en su espíritu, presentándola ya sombríamente melancólica, ya festiva y dichosa; que no cesaba un punto en su actividad, y cuando los asuntos de la casa le daban reposo, discurría sobre mil temas concernientes a la faena del día venidero.

No le conocemos otras relaciones de amistad que las que tenía con la familia de Cordero, la cual, a consecuencia de las calamidades de la época, había ido a vivir en la misma casa, descendiendo algunos grados en la escala social.

Ya es conocido de nuestros lectores el gran D. Benigno Cordero comerciante de la subida a Santa Cruz, hombre que se preciaba de ocupar dignamente su lugar en todas las ocasiones, y que sabía ser bondadoso padre de familia, honrado tendero, puntual amigo y también héroe glorioso, según lo que exigían las circunstancias. Siendo tímido por naturaleza, mandole un día su deber que fuese héroe y lo fue. Desgraciadamente no hay ninguna calle, ni monumento, ni lápida, ni escultura, que recuerden a la posteridad su nombre, símbolo de la inocencia; pero los veteranos del 7 de Julio saben que hubo en Boteros un Leónidas de nariz picuda y roja como guindilla, de gafas de oro y cuerpo más propio para sobresalir de la tabla de un mostrador que para erguirse sobre el pedestal de gloria a quien llaman campo de batalla.

La espantosa reacción absolutista, como furibunda riada que todo lo arrastra, arrastró también al digno patricio, que en su tienda de encajes había adquirido la idea de que los pueblos no se han hecho para los Reyes. Esta idea se pagaba entonces con la cabeza, con la ruina o con el destierro. Muchos perdieron la primera; infinito número buscó refugio en el suelo extranjero. No era en verdad de los más delincuentes el buen D. Benigno, porque no había ejercido cargo público del Estado durante los tres llamados años. Su crimen había sido pertenecer a la Milicia y vestir su honroso uniforme sin tacha, con la circunstancia agravante de haber cargado charreteras como representante de las más altas jerarquías. Su sobrino D. Primitivo Cordero, que se había significado altamente como correveidile político (el grado inmediatamente inferior al de personaje), fue condenado a muerte, y tuvo que huir al extranjero disfrazado de pastor, abandonando su comercio de hierro a la autoridad que lo embargara; mas con D. Benigno fueron más humanos, condenándole tan sólo a hacer una visita a Melilla o a otra de las cortes del África, en lo que recibió más disgusto que si le destinaran a la horca.

Él, no obstante, diose su maña, y con ella, un poco de paciencia y un puñado de onzas de oro (que entonces corrían de lo lindo para estos arreglos), logró de la generosidad absolutista que se le comprendiera en el Decreto de proscripción de Jerez, el cual mandaba que todos los que se habían significado durante el malhadado imperio del Régimen famoso, sin llegar al grado de culpabilidad necesario para incurrir en otras penas mayores, no pudiesen hallarse a cinco leguas en contorno de los puntos que recorría el Rey en su viaje, cerrándoseles además la Corte y Sitios Reales dentro del radio de quince leguas. Cien mil individuos fueron por este ridículo Decreto privados de la contemplación de la Corte y Sitios Reales.

Abandonando su tienda y su familia partió Cordero a Zaragoza, donde fue molestado y reducido a prisión por la feroz policía de aquella ciudad, viéndose precisado a buscar en su bolsa nuevos argumentos contra la famélica justicia de aquel bendito tiempo. Entretanto la familia vivía en Madrid en la mayor aflicción, esperando todos los días nuevas tristes de Zaragoza, atendiendo al comercio de encajes con el mayor celo y economizando todo lo posible para ver de reparar los estragos hechos por la política en el erario Corderil. Esta última razón fue la que les impulsó a mudar de domicilio, pues una habitación arreglada cuadraba admirablemente a su presupuesto más estirado ya que cuerda de ballesta. Desde Noviembre se instalaron en el principal de la casa que ya conocemos en la calle de la Emancipación Social según D. Patricio, y de Coloreros según el Municipio. La tienda continuaba en el mismo sitio, a mano derecha, como vamos a la plazuela de Santa Cruz y a la cárcel de Villa.

Componían tan hidalga familia la señora de Cordero y tres hijos, hembra la mayor y ya mujer, varones y pequeñuelos los otros dos. Acontecía en aquel matrimonio un contraste que no deja de ser frecuente en este extravagantísimo mundo, a saber, que si el esposo era diminuto y ligero, la esposa era corpulenta y pesada. D.ª Robustiana podía coger a su marido debajo del brazo como un falderillo y aun jugar con él a la pelota si hubiera tenido tal antojo. Era avilesa y natural de Arenas de San Pedro, de una familia nombrada Toros de Guisando, sin duda porque en la antigüedad adquirió fama de dar hombres y mujeres de gran corpulencia. Alta estatura, blancas y apretadas carnes, admirables contornos y blanduras que estirando la tela pugnaban por mostrarse, arrogante cabeza con ojos negros y cejas de terciopelo, manos gruesas, semblante más correcto que agraciado, con cierto ceño no muy simpático y algo de mohín avinagrado, boca demasiado pequeña con blancos dientes, carrillos con demasiada carne, nariz castellana, escasísima agilidad en los movimientos y mucha fuerza en los puños componían la persona de D.ª Robustiana Toros de Guisando de Cordero.

De la incongrua pareja que formaba esta mujer con el benemérito hombrecillo del arco de Boteros (pareja admirablemente acordada en el orden moral) había nacido el día mismo de la batalla de Trafalgar (21 de Octubre de 1805) Elena Cordero, en cuya persona se verificó una preciosa amalgama del ser físico del padre y del de la madre. No salió a ella ni a él, sino a los dos, realizando en sí uno de esos maravillosos términos medios que sólo resultan bien en los divinos talleres de la Naturaleza. No era Elena grande ni chica, ni gorda ni flaca, sino admirablemente proporcionada en talle, color y estatura. Su cabeza era de las más hermosas que pueden imaginarse, de tal modo que viéndola se comprendía que el valor sereno de don Benigno no era el único parentesco de aquella familia con la raza helénica. Su cara era la más bella que se ha visto durante muchos años en toda la zona del comercio matritense desde Majaderitos a la calle de Milaneses.

Quizás faltaba a su rostro aquella movilidad de la fisonomía española, que es como el temblor de la luz jugando sobre la superficie del agua agitada; quizás le faltaba esa facultad de hablar en silencio, lenguaje admirable del cual son signos las pestañas, el iris negro que alumbra como una luz, la sombra de la cara, el modo de mover el cuello, la olvidada guedeja sobre la sien, el rumorcillo del pendiente que se mueve ensartado en la oreja. Quizás Elena era demasiado selecta y tenía demasiada corrección en su persona; mas no por esto dejaba de ser acabado tipo de hermosura. Verdad es que miraba y reía, se peinaba y se adornaba de una manera harto metódica; mas es posible que su corta edad y su educación circunspecta la tuvieran en tal estado. Sus apasionados alegaban para defenderla que era más bella su timidez inocente y aquella perfección muñequil tan esmerada en sus limpios perfiles que la desenvoltura y graciosa viveza de otras. Algunos la ponían resueltamente en el orden de los juguetes finos; otros, en el de las imágenes de iglesia. Pero, no obstante tal diversidad de opiniones, era generalmente admirada, contribuyendo además la fama de su virtud a aumentar la aureola de respeto y consideración que circundaba como nimbo luminoso a toda la familia de Cordero.

De los dos varones poco puede decirse; eran pequeñuelos, traviesos y muy devotos hermanos de la hermandad del Novillo. En aquel tiempo las familias discurrían el modo de congraciarse con el bando dominante, y uno de los sistemas más eficaces durante el trienio había sido vestir a los niños de milicianos nacionales. Cambiadas radicalmente las cosas, D.ª Robustiana, que quería estar en paz con la situación, siguió la general moda vistiendo a los borregos de frailes. Los domingos Primitivo y Segundito salían a la calle hechos unos padres priores que daban gozo.

La familia, que antes de la catástrofe de la Constitución era feliz y vivía tranquila en su paz laboriosa, había caído en gran desaliento y tristeza desde la proscripción del padre. Temían nuevas desgracias, y como no veían en torno de sí más que cuadros de luto, ignominia, venganzas horribles, asesinatos jurídicos, delaciones infames, horcas y traición, no respiraban. Resuelta D.ª Robustiana a no ser en manera alguna sospechosa a los ojos de la reacción, se esmeraba en variar los vestidos domingueros de los niños, dándoles la forma y color de todas las órdenes religiosas imaginables.

Compartían el tiempo hija y madre entre la tienda y la casa. En la primera tenían un mancebo jovenzuelo que era muy despierto y les prestaba no poca ayuda. En la casa vivían recogidamente, sin cultivar amistades que podrían resultar peligrosas; huyendo de tratar mucha y diversa gente; consagrando bastantes horas a rezar por la vuelta del padre, y a imaginar medios pacíficos y legales para hacer su situación menos aflictiva. La amistad más íntima y cariñosa que cultivaban era la de Sola, que bajaba todos los días un par de horas lo menos, cuando no subía Elena a hacerle compañía y ayudarla en sus quehaceres. La amistad de la huérfana databa de 1822 en vida de su padre, que era paisano de Cordero; pero se había aumentado y encendido más el afecto con la común desgracia. Elena había sentido desde luego por ella una de esas vivas inclinaciones de la primera juventud, que establecen lazos duraderos para toda la vida, y a la cual daban aliciente la belleza moral de Sola y aquel peculiar atractivo indefinible que sometía los corazones. La de Cordero reconocía en ella una gran superioridad espiritual, que le infundía respeto no inferior a su cariño, y subyugada por el misterioso e invencible despotismo que ejerce a la callada la aristocracia moral, se sometía a los pensamientos y al sentir de Sola, con la docilidad de la niñez ante la edad madura. Siendo Sola poco menos joven que ella, se le representaba, por la seriedad de sus consejos y su precoz experiencia, como de edad mucho más alta. Hermana mayor antes que amiga, la huérfana fue erigida en confesor, en consejero, y en depositaria de los secretos del corazón de Elenita, porque el corazón de la muñeca tan perfilada, metódica y acabadita tenía secretos.

Otra principal amistad de los Corderos era con la familia de los Romos, y particularmente con Francisco Romo, jefe a la sazón del comercio conocido con este nombre en la plazuela de Herradores. Las excelentes relaciones mercantiles entre ambos tenderos fueron parte a anudar las de la amistad, y durante la emigración de D. Benigno, Romo colmó de atenciones y finezas a la familia, sirviéndoles al mismo tiempo de amparo contra la reacción, por ser voluntario realista de los más significados. D.ª Robustiana fiaba mucho en la amistad de aquel joven de tanto poder entre las turbas realistas, y por nada del mundo la diera en cambio de la de un príncipe. Creía tener en él fortísimo escudo contra las brutalidades de la época y fiaba en que por mediación suya sería restituido prontamente Cordero a la dulzura de su hogar.

-Hay que tener un poquito de paciencia -les decía Romo -. Se hace todo lo que se puede para que el Sr. D. Benigno vuelva a su casa; pero no se podrá mucho, hasta que los liberales no estén sometidos. Figúrese usted, señora D.ª Robustiana, que el Gobierno abre un poco la mano y empieza a perdonar, a perdonar... pues ya tiene usted la revolución encima. No lo digo por el Sr. D. Benigno, que es un hombre de bien, sino por esos pillos que están acechando nuestra debilidad para soltar las riendas de su desvergüenza... No se aflijan ustedes; que vamos a dar una amnistía, una amnistía amplia, general, con excepción de todos los pillos se entiende, y entonces o no soy quien soy, o D. Benigno será comprendido en ella.

Con estas promesas se consolaba la familia; pero pasaban los meses y la deseada amnistía no era más que una esperanza. En su lugar veíanse nuevas proscripciones, encarcelamientos, la horca siempre en pie, la venganza más cruel gobernando a la Nación, y la vida de los españoles pendiente del capricho de un salvaje frailón o de fieros polizontes. Las delaciones, como puñaladas recibidas en la oscuridad, traían en gran consternación a la Corte. Desaparecían los ciudadanos sin que fuera posible saber en qué calabozo habían caído. Las cárceles tragaban gente como las tumbas en una epidemia. Nadie, libre hoy, podía estar seguro de conservar la libertad mañana, porque la virtud más pura no podía estar segura del golpe secreto, como no puede estarlo del miasma invisible.

Al fin, allá en Mayo del 24, vino la amnistía. Por ella se concedía indulto y perdón general; mas eran tantas las excepciones, que antes que amnistía parecía el Decreto de una sangrienta burla. Se perdonaba a todo el mundo y se exceptuaba después a todo el mundo. La familia de Cordero, viendo que pasaban meses sin que el proscrito volviese, examinaba detenidamente los 15 artículos de las excepciones, por ver si D. Benigno podía ser comprendido en alguno de ellos; pero Romo tranquilizaba a las dos señoras, diciéndoles:

-Eso corre de mi cuenta. D. Benigno vendrá; en caso que la Superintendencia de policía tenga algún escrúpulo, le purificaremos y... Santas Pascuas.

En efecto, una mañana del mes de Agosto hallábase D.ª Robustiana en el mostrador midiendo algunas varas de puntilla, cuando vio que oscurecía la luz de la puerta un objeto, un bulto, un cuerpo, un hombre, ¡D. Benigno!... Cayósele de las manos la vara de medir, y dando un grito, extendió los macizos brazos por encima del mostrador. Cordero, a quien la emoción tenía mudo y aturdido, no acertaba a abrazar a su esposa convenientemente, hallándose por medio, como guión entre dos letras, la dura tabla del mostrador, y le dio una cabezada en el pecho. Entonces D.ª Robustiana cogiole con sus robustas manazas, tiró de él suspendiéndole, y D. Benigno quedó de rodillas sobre el mostrador. Su amante esposa le oprimía contra su delantera y así estuvieron largo rato entre babas y sollozos, hasta que vencida por su sensibilidad que era más fuerte que ella, cayó redonda al suelo la esposa, como un colchón que recobra su posición natural. El mancebo corrió en busca de un sangrador.

-Esto no es nada -dijo D. Benigno corriendo a desabrochar el corsé de su esposa, que no era tarea de un momento-. Robustiana... Robustiana... ¿Y qué tal? ¿Están buenos los niños? ¿Y Elena?... ¿En dónde están mis hijos?

El héroe de Boteros se bebía las lágrimas. No tardó la señora en volver de su soponcio, y abrazándose nuevamente ambos, derramaron más lágrimas. D. Benigno dijo entre pucheros:

-No más política, no más tonterías. La lección ha sido buena. Viva mi familia, que es lo único que me interesa en el mundo.

Los amigos de las tiendas cercanas acudieron a felicitarle; el mancebo corrió a traer a los chicos que ya habían ido a la escuela, y él, no pudiendo refrenar su impaciente anhelo de ver a Elena, corrió a la calle de Coloreros. Por el camino topaba a cada instante con amigos que le daban la bienvenida, y como casi todos se empeñaban en manifestarle su gozo con apretones de manos, abrazos y otras muestras de sensibilidad, al feliz padre le consumía el desasosiego, y procurando desasirse de las amistosas manos, exclamaba:

-Yo bueno... estoy bien... Hasta luego, señores... Voy a ver a mi hija querida.

Y penetrando en el portal, decía:

-Estará sola la pobrecita... ¡qué alegría tendrá cuando me vea!... ¡Pobre ángel de mi vida!

Subió temblando y al acercarse a la puerta, y cuando alargaba la mano para tomar el verde cordón de la campanilla, sintió una voz de hombre que sonaba dentro de la casa. Era una voz agria, bronca, y pronunciaba atropelladamente palabras que no podían entenderse bien desde la escalera. Luego oyó D. Benigno la voz de su hija, expresándose con agitación. Al buen ciudadano matritense se le heló la sangre en las venas, a pesar de no haber formado aún idea concreta de lo que oía, y llamó fuertemente con la campanilla y con los puños, gritando:

-Elena, hija mía, soy yo... ¡tu padre!