El terror de 1824/XI

De Wikisource, la biblioteca libre.

XI


XI

XI


Dejamos a D. Patricio como aquellas estatuas vivas de hielo, a cuya mísera quietud y frialdad quedaban reducidas, según confesión propia, las heroínas de las comedias tan duramente flageladas por Moratín. El alma del insigne patriota había caído de improviso en turbación muy honda, saliendo de aquel dulce estado de serenidad en que ha tiempo vivía. Dudas, temores, desconsuelo y congoja le sobresaltaron en invasión aterradora, sin que la presencia de Sola le aliviara, porque la huérfana habló muy poco durante todo aquel día y no dijo nada de lo que a nuestro anciano había quitado hasta la última sombra de sosiego.

Mas por la noche, cuando la joven se retiraba, volvió a decir la terrible frase:

-Si yo me fuera a Inglaterra, ¿qué harías tú, viejecillo bobo?

D. Patricio no pudo hablar, porque su garganta era como de bronce y todo el cuerpo se le quedó frío. No pudo dormir nada en toda la noche, revolviendo en su mente sin cesar la terrible pregunta.

-¡Consagrar yo mi vida a una criatura como esta!... -exclamaba en su calenturiento insomnio-: ¡amarla con todas las fuerzas del alma, ser padre para ella, ser amigo, ser esclavo, y a lo mejor oír hablar de un viaje a Inglaterra!... ¡Ingrata, mil veces ingrata! Te ofrezco mi gloria, trasmito a ti, bendiciéndote, los laureles que han de ornar mi frente, y me abandonas!... ¡Ah! Señor, Señor de todas las cosas... ¡La ocasión ha llegado! El momento de mi sacrificio sublime está presente. No espero más. ¡Adiós, hija de mi corazón; adiós, esperanza mía, a quien diputé por compañera de mi fama!... Tú a Inglaterra, yo a la inmortalidad... ¿Pero a qué vas tú a Inglaterra, grandísima loca? ¿a qué?... Sepámoslo. ¡Ay! te llama el amor de un hombre, no me lo niegues, de un hombre a quien amas más que a mí, más que a tu padre, más que al abuelo Sarmiento... ¡Por vida de la Ch...! Esto no lo puedo consentir, no mil veces... yo tengo mucho corazón... Sola, Sola de mi vida... ¿por qué me abandonas? ¿por qué te vas, y dejas solo, pobre, miserable, a tu buen viejecito que te adora como a los ángeles? ¿Qué he hecho yo? ¿Te he faltado en algo? ¿No soy siempre tu perrillo obediente y callado que no respiraría si su respiración te molestara?

Diciendo esto sus lágrimas regaban la almohada y las sábanas revueltas.

Al día siguiente notó que Sola estaba también muy triste y que había llorado; pero no se atrevió a preguntarle nada.

Por la noche luego que cenaron, Sola, después de larga pausa de meditación, durante la cual su amigo la miraba como se mira a un oráculo que va a romper a hablar, dijo simplemente:

-Abuelito Sarmiento; tengo que decirte una cosa.

D. Patricio sintió que su corazón bailaba como una peonza.

-Pues abuelito Sarmiento -añadió Sola, mostrando que le era muy difícil decir lo que decía-, yo, la verdad... ¡tengo una pena, una pena tan grande!... Si pudiera llevarte conmigo te llevaría, pero me es imposible, me es absolutamente imposible. Me han mandado ir sola, enteramente sola.

D. Patricio dejó caer su cabeza sobre el pecho, y le pareció que todo él caía, como un viejo roble abatido por el huracán. Lanzó un gemido como los que exhala la vida al arrancar del mundo su raíz y huir.

-Es preciso tener resignación -dijo Sola poniéndole la mano en el hombro-. Tú, en realidad, no eres hombre de mucha fe, porque con esas doctrinas de la libertad los hombres de hoy pierden el temor de Dios, y principiando por aborrecer a los curas acaban por olvidarse de Dios y de la Virgen.

-Yo creo en Dios -murmuró Sarmiento-. Ya ves que he ido a misa desde que tú me lo has mandado.

-Sí, no dudo que creerás, pero no tan vivamente como se debe creer, sobre todo cuando una desgracia nos cae encima -dijo la huérfana con enérgica expresión-. Ahora que vamos a separamos, es preciso que mi viejecito tenga la entereza cristiana que es propia de su edad y de su buen juicio... porque su juicio es bueno, y felizmente ya no se acuerda de aquellas glorias, laureles, sacrificios, inmortalidades, que le hacían tan divertido para los granujas de las calles.

-Yo no he renunciado ni debo renunciar a mi destino -repuso el anciano humildemente.

-Ni aun por mí...

-Por ti tal vez; pero si te vas...

-Si me voy, será para volver -replicó Sola con ternura-... yo confío en que el abuelito Sarmiento será razonable, será juicioso. Si el abuelito en vez de hacer lo que le mando, se entrega otra vez a la vida vagabunda, y vuelve a ser el hazme reír de los holgazanes, tendré grandísima pena. Pues qué, ¿no hay en el mundo y en Madrid otras personas caritativas que pueden cuidar de ti como he cuidado yo? Hay, sí, personas llenas de abnegación y de amor de Dios, las cuales hacen esto mismo por oficio, abuelito, y consagran su vida a cuidar de los pobres ancianos desvalidos, de los pobres enfermos y de los niños huérfanos. A estas personas confiaré a mi pobre viejecillo bobo, para que me le cuiden hasta que yo vuelva.

D. Patricio que había empezado a hacer pucheros, rompió a llorar con amargura.

-Soledad, hija de mi alma... -exclamó-. Ya comprendo lo que quieres decirme. Tu intención es ponerme en un asilo... ¡Lo dices y no tiemblas!

Después, variando de tono súbitamente, porque variaba de idea, ahuecó la voz, alzó la mano y dijo:

-¡Y crees tú que a un hombre como este se le mete en un hospicio! Sola, Sola, piénsalo bien. Tú has olvidado qué clase de mortal es este que tienes en tu casa. ¡Y me crees capaz de aceptar esa vida oscura, sin gloria y sin ti, sin ti y sin gloria! ¡ay! los dos polos de mi existencia... Mira, niña de mi alma, para que comprendas cuánto te quiero y cómo has conquistado mi gran corazón, te diré que yo no soy el que era, que si mis ideas no han variado han variado mis acciones y mi conducta.

Y luego con una seriedad que hizo sonreír a Sola en medio de su pena, se expresó así:

-Es evidente... porque esto es evidente como la luz del día... que yo estoy destinado a coronarme de gloria, a adornar mi frente de rayos esplendorosos sacrificándome por la libertad, ofreciéndome como víctima expiatoria en el altar de la patria, como el insigne general, mi compañero de martirio, que me espera en la mansión de los justos, allá donde las virtudes y el heroísmo tienen eterno y solemne premio... Pues bien, es tanto lo que te quiero, que por tu cariño he ido dejando pasar días y días y días y hasta meses sin cumplir esto que ya no es para mí una predestinación tan sólo, sino un deber sagrado. ¿Me entiendes?

Soledad le pasó la mano por la cabeza, incitándole a que no siguiese tocando aquel tema.

-Por ti, sólo por ti... -prosiguió el viejo-. ¡Me da tanta pena dejarte!... Así es que me digo: «Tiempo habrá, Señor»... ¿Creerás que aquí en tu compañía se me han pasado semanas enteras sin acordarme de semejante cosa?... Hay más todavía: yo estaba dispuesto a hacer un sacrificio mayor... ¿te espantas? que es el de sacrificarte mi sacrificio, ¿no lo entiendes?... Sí, poner a tus pies mi propia gloria, mi corona de estrellas... Sí, chiquilla, yo estaba dispuesto a no separarme jamás de ti y a no pensar más en la política... ni en Riego, ni en la libertad... ¡Oh! hija mía, tú no puedes comprender la inmensidad de tal sacrificio. Por él juzgarás de la inmensidad del amor que te tengo. ¡Y cuando yo renuncio por ti a lo que es mi propia vida, a mi idea santa, gloriosa, augusta, tú me abandonas, me echas a un lado como mueble inútil, me mandas a un hospicio y te vas!...

Soledad veía crecer y tomar proporciones aquel problema de la separación que le causaba tanta pena. Su alma no era capaz de arrepentirse del bien que había hecho al desvalido anciano; pero deploraba que por los misteriosos designios de Dios, la caridad que hiciera algunos meses antes, le trajese ahora aquel conflicto que empezaba a surgir en su cristiano corazón.

-El Señor nos iluminará -dijo, remitiendo su cuita al que ya la había salvado de grandes peligros-. Confío en que Dios nos indicará el mejor camino. Si tú le pidieras con fervor, como yo lo hago, luz, fuerzas, paciencia y fe, sobre todo fe...

-Yo le pediré todo lo que tú quieras, hija de mi alma; yo tendré fe... Dices que tengo poca; pues tendremos mucha. Me has contagiado de tantas cosas, que no dudo he de adquirir la fe que tú, sólo con mirarme, me estás infundiendo.

-Para adquirir ese tesoro -dijo Sola con cierto entusiasmo-, no basta mirarme a mí ni que yo te mire a ti, abuelo; es preciso pedirlo a Dios y pedírselo con ardiente deseo de poseer su gracia, abriendo en par en par las puertas del corazón para que entre; es preciso que nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento se junten para alimentar ese fuego que pedimos y que al fin se nos ha de dar. Teniendo ese tesoro, todo se consigue, fuerzas para soportar la desgracia, valor para acometer los peligros, bondad para hacer bien a nuestros enemigos, conformidad y esperanza, que son las muletas de la vida para todos los que cojeamos en ella.

-Pues yo haré que mi sensibilidad y mi pensamiento se encaminen a Dios, niña mía - replicó el vagabundo participando del entusiasmo de su favorecedora-. Haré todo lo que mandas.

-Y tendrás fe.

-Tendremos fe... sí; venga fe.

-Con ella resolveremos todas las cuestiones -dijo Sola acariciando el flaco cuello de su amigo-. Ahora, abuelito, es preciso que nos recojamos. Es tarde.

-Como tú quieras. Para los que no duermen, como yo, nunca es tarde ni temprano.

-Es preciso dormir.

-¿Duermes tú?

-Toda la noche.

- Me parece que me engañas... En fin, buenas noches. ¿Sabes lo que voy a hacer si me desvelo? Pues voy a rezar, a rezar fervorosamente como en mis tiempos juveniles, como rezábamos Refugio y yo cuando teníamos contrariedades, alguna deudilla que no podíamos pagar, alguna enfermedad de nuestro adorado Lucas... Ello es que siempre salíamos bien de todo.

-A rezar, sí; pero con el corazón, sin dejar de hacerlo con los labios.

-Adiós, ángel de mi guarda -dijo Sarmiento besándola en la frente-. Hasta mañana, que seguiremos tratando estas cosas.

Retirose Soledad, y el anciano se fue a su cuarto y se acostó, durmiéndose prontamente; mas tuvo la poca suerte de despertar al poco tiempo sobresaltado, nervioso, con el cerebro ardiendo.

-Ea, ya estamos desvelados -dijo dando vueltas en su cama, que había sido para él durante diez meses un lecho de rosas-. Voy a poner por obra lo que me mandó la niña; voy a rezar.

Disponiendo devotamente su espíritu para el piadoso ejercicio, rezó todo lo rezable, desde las oraciones elementales del dogma católico hasta la que en distintas épocas ha inventado la piedad para dar pasto al insaciable fervor de los siglos. Sarmiento rezó a Dios, a la Virgen, a los Santos que antaño habían sido sus abogados, sin olvidar a los que fueron procuradores de Refugio, mientras esta, desterrada en el mundo, les necesitara.

Mas a pesar de esto, el anciano no advirtió que entrara gran porción de calma en su espíritu, antes al contrario, sentíase más irritado, más inquieto con propensiones a la furia y a protestar contra su malhadada suerte. Como llegara un instante en que no pudo permanecer en el abrasado lecho, levantose en la oscuridad y se vistió a toda prisa sin estar seguro de ponerse la ropa al derecho. Sentía impulsos de salir gritando por toda la casa y de llamar a Sola y echarle en cara la crueldad de su conducta y decirle: «Ven acá, loca, ¿quién es el infame que te llama desde Inglaterra?... ¿Qué vas tú a hacer a Inglaterra?... ¡Ah! Es un noviazgo lo que te llama. Y si es noviazgo, ¡vive Dios! ¿quién es ese monstruo? Dímelo, dime su nombre, y correré allá y le arrancaré las entrañas».

En la sala distinguió débil claridad, por lo que supuso que había luz en el cuarto de su amiga. Paso a paso, avanzando como los ladrones, dirigiose allá; empujó suavemente la puerta, pasó a un gabinete, deslizose como una sombra extendiendo las manos para tocar los objetos que pudieran estorbarle el paso. La puerta de la alcoba estaba entreabierta; había luz dentro, pero no se oía el más leve rumor. Alargando el cuello Sarmiento vio a Sola dormida junto a una mesa en la cual había papeles y tintero.

-Estaba escribiendo -pensó-, y se ha dormido. Veremos a quién.

Entró en la alcoba, andando despacio, quedamente y con mucho cuidado para no hacer ruido. Su rostro anhelante, su cuerpo tembloroso, sus ojos ávidos y saltones dábanle aspecto de fantasma, y si la joven despertase en aquel momento se llenaría de terror al verle. Estaba profundamente dormida, con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y ligeramente inclinada. Delante tenía una carta a medio escribir, y otra muy larga y de letra extraña que parecía ser la que estaba contestando.

-Yo conozco esa letra -pensó Sarmiento, devorando con los ojos el escrito, que estaba apoyado en un libro puesto de canto a manera de atril.

Conteniendo su respiración, el vagabundo examinó el pliego, que, abierto por el centro, no presentaba ni el principio ni el fin. Después fijó los ojos en la carta a medias escrita por Sola. D. Patricio miraba y fruncía el ceño apretando las mandíbulas. Tenía un aspecto tal de ferocidad aviesa, que si él mismo pudiera verse tuviera miedo de sí mismo. No tardó mucho en satisfacer su curiosidad; pero esta era tan intensa, que después de leer una vez leyó la segunda. Después de la tercera no estaba tampoco satisfecho; mas temiendo que la joven despertara, se retiró como había venido. Al llegar a su cuarto se dejó caer en la cama, y dando un gran suspiro exclamó para sí:

-¡Bien lo decía yo: los emigrados!...